AÑO II - NÚMERO 10  - OCTUBRE DE 2016  - DIRECTOR: MARIO BERMÚDEZ - EDITORA COLOMBIA: PATRICIA LARA - EDITOR MÉXICO: ABRAHAM MÉNDEZ

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SOMBRILLAS AL VUELO

Portada de Sebastián Romero Cuevas

OSIRIS BOCANEY -Venezuela-

 

Docente, curiosa aprendiz incansable, soñadora empedernida

y risueña cascarrabias que busca, en el refugio de la palabra,

hallar el solaz de un alma que se debate entre la incertidumbre del estar y la necesidad de ser.

PÁGINA 15

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De café y chocolate

 

Son tus besos,

amargos, adictivos,

aromáticos e intensos.

 

Dulce olor

que en las mañanas me energiza,

me da vida,

y me invade en cada rincón del alma,

con el gusto de libar en tus labios

la dulzura de la vida,

el torrente dulce amargo

de ser contigo,

de tu mano,

por mí

y para ti.

 

 

Temporal

 

Nube de agua,

cenicienta,

promisora de agua clara

al verte

mi ser despierta.

Cielo gris

cual pensamiento

de pesadumbres colmado

tu promesa de tormenta

serena mis tempestades.

Aguacerito temprano

de este atardecer sombrío

limpia y renueva mi canto,

lava penas,

¡dame bríos!

 

¿Qué tal?

 

¿Y qué tal si, de pronto,

te arriesgas a querer este

atado de defectos que soy?

¿A besar mis dudas con los ojos cerrados,

a yacer con este temor que me inunda de repente

a acariciar cada sombra de este carácter cambiante, ¡veleidoso!

¿Y qué tal si te atreves..

… a morar ese futuro que me agobia?

… a libar unos besos que se desbordan por ti?

… ¡a la aventura de quererme porque sí!

 

 

Filo

 

Oscilante,

como la de Damocles,

pendo de un hilo invisible;

soy víctima

-y victimaria-

De mi propia existencia.

Voy y vengo.

A cada retorno

muero un poco más:

¡soy!

Y abandono mi existencia.

 

Jornalero

 

Seis de la mañana. Café de máquina recién colado.  Periódico desplegado en plan “soy interesante”.  Mirada altiva a uno y otro lado.  La vista recorre superficialmente el texto, sin prestar mayor atención al mensaje.  No está allí para leer la prensa, apenas rinde el tiempo para irse a la fábrica cuando suene el silbato.  De Antímano a La Urbina el recorrido es largo, así que debe madrugar para llegar temprano.  Siempre lo logra, pero debe buscar en qué entretenerse entre las seis y media y las ocho de la mañana.  ¡Todo sea por el trabajo!  La paga no es la mejor, pero se sobrevive.  Y con los carros del jefe –que lo tiene de “utility”- rinden un poco más las entradas pues, cuando no le sale una mudanza en la camioneta o el camión, hace unas carreritas del Aeropuerto Internacional para Caracas.  Y, de paso, tira físico de vez en cuando, una actividad que le era tan habitual y que los tiempos actuales le han mermado considerablemente.  Precisamente en eso anda, en su rutina matinal de “echar pinta”, sentado en el McCafé, impostando una intelectualidad que se desgrana en vacuidad cuando intenta comentar la precaria economía del país, la subida del dólar o los problemas políticos.  Hoy, como casi cada mañana, ha pescado a un incauto.  Lo abruma con su parafernalia vacía de contenido en la que pretende analizar el país.  Las chicas del café ríen a hurtadillas, ¡son quince años, conociendo al personaje!  A lo lejos, suena el silbato.  Rodrigo, parsimonioso, se levanta, deja una propina en la mesa –a sabiendas que es su último pasaje, ya saldrá quien le financie- hace una reverencia a su víctima en señal de despedida y se retira.  El acompañante, trabajador también de una de las fábricas de la zona, pregunta a las chicas por la oficina del “doctol” que se acaba de ir, para ver si le consigue una chamba…  Ríen, esta vez sin desparpajo.   Ante la mirada atónita del visitante, señalan un galpón al final de la calle.  Pero, le advierten, busca empleo en otro lado, “que el doctol es jornalero”.  Cara de incredulidad, de esperanza perdida y risas inversamente proporcionales adornan la mañana.

 

Alucimétrica

 

Es un seis, de eso estoy segura, a pesar de su cara de nueve.  Creo que quiere confundirme con esa espléndida sonrisa, pero puedo jurar que es un seis.  Aunque, mirándolo de cerca, bien podría ser un dos, por la altivez con que se para frente a mí.  ¡Que no, que eso es lo que quiere, confundirme para que yo no note que es un seis!  Es que esa sonrisa… ¡es tan encantadora!  Casi podría decir que es un ocho, si me lo pidiera ahora mismo con esa sonrisa espectacular.  Alguien viene, oigo pasos, he de volver.  No te veré de nuevo, seis encantador, ¡vuela libre y sonriente entre el polvillo matinal!  Es hora del desayuno.  Llegaron las enfermeras para nutrirse.  Fingiré que duermo.  Así todo acabará pronto.  ¡Esa sonrisa… seguro que era un seis!

 

Realidad educativa

 

Se me quedaron a vivir en el alma

la esperanza de un mundo mejor

y la fe del cambio progresivo. 

Fallecieron, un buen día,

en las manos de un “maestro”,

sicario de la desidia,

lugarteniente de la flojera. 

 

Luto cerrado,

lágrimas pasmadas. 

Esperanza muerta

en la hoz macabra del contrato colectivo,

la necesidad personal

y los compromisos vacuos del verdugo cruel. 

 

Y muere el futuro

en el grito abrumador,

en la costumbre de lo pasmosamente cotidiano,

que asesina el libre albedrío

y la capacidad pensante;

yace, junto a ella,

la esperanza,

bañada de la roja sangre del efímero instante

en que el maestro se asume

–en postrera revelación-

víctima y victimario.

 

 

Como los niños

 

Que tocan sin permiso,

que aman con la sencillez de una mariposa silvestre,

que preguntan y viven con la alegría de cada jornada. 

Que abrazan porque sí

o te ignoran porque les da la gana. 

Como esos rostros sonrientes,

esos ojos plenos de luz ante la pelusa efímera de un Diente de León,

como esa sonrisa franca y fresca,

como mañana primaveral. 

Así quiero darme al mundo.

Con sonrisas de turrón de alicante

y carcajadas de río recién anegado.

¡Así!

 

Huída

 

Se cansó de ser sombra yacente,

negativo nunca revelado de una figura positiva. 

Y se inmoló

para ser ceniza al viento.

¡Libertad!

 

 

Ella y él

 

Ella lo esperó muchas noches, adosada como estaba al dintel de yeso que adornaba el balcón.  A la espera, languideció su cándida juventud, sus músculos perdieron tonicidad y su piel la tersura que antes fuese digna de admiración.  No recibió ni una carta que le hablara de sus aventuras y sirviera de refugio ante aquel temporal de tristeza que le asoló la vida entera.

 

Él no pudo escribir la primera de sus misivas.  Murió joven –heroico, estoico y estúpido- blandiendo inocentemente un machete para enfrentar a una montonera armada hasta los dientes con escopetas y fusiles.  Al primer movimiento de su brazo para surcar el aire con su pico ´e loro, cayó abatido por una oleada de plomo.  En el desvarío de su último hálito de vida, la vio venir hacia él y se dejó caer en sus brazos.  Fue el mejor y el peor de los días en la vida –y en la muerte- de un joven amante cuyo cuerpo desapareciera, esparcido en el llano, bajo la pisada indolente de cientos de jamelgos cabalgados por hombres que entonaban cantos de justicia y libertad.

 

Luego de la avanzada, solo su cantimplora –tallada en las noches de nostalgia, temor e insomnio con el nombre de su amada- fue la prueba final para saber de su paradero. 

 

Desde anoche llora, sujetando esa reliquia que le trajera el correo, abrazada como niña a la calidez de su recuerdo.

 

 

El pozo

 

La anciana solitaria caminó al pozo una vez más.  Cansada la espalda y encallecidas sus manos, rememoró el día en que, orgullosa, le propuso a su consorte dejar de pagar los derechos al acueducto de la ciudad y –cual aventureros postmodernos- emprendieron la construcción de aquel pozo que luego sería la fuente de sus mayores sufrimientos.  Una mirada triste al pozo le recordó también cómo su amantísimo esposo había fallecido justo dándole a la manivela.  Un paro cardíaco, dijeron en el hospital.  Pero ella sabía muy en el fondo que a él lo había matado la tristeza y el cansancio de tantos litigios que debieron llevar en contra de la municipalidad para poder quedarse con el pozo.  No tuvieron hijos, así que ella quedó sola en la inmensa vastedad de sus terrenos y en el inmisericorde silencio de aquella casa tan vacía sin su amor de tantos años.  Sola, con un pozo y sin un marido.  Con un pozo… y sin un amor.

 

Margot y las promesas

 

A Margot no le gustan las promesas.  Piensa que son la vía más directa para la decepción y el desencuentro de las personas.  Siempre recuerda una película (no recuerda cuál) en la que Shirley Temple (o cualquier otro niño de película a blanco y negro) llora, reclamándole a un adulto en un mar de lágrimas y desconsolación con la frase “lo prometiste”.  También recuerda el desasosiego y la tristeza que sentía pues, siendo niña ilusa y soñadora, no reconocía casi nunca la diferencia entre las historias contadas en las películas y la realidad, así que lloraba con la niña de la película y hasta más que ella.  No, definitivamente, que no le gustan las promesas.  Por eso siempre se prometió a sí misma no prometer nada a nadie, para que no sufriera por su causa. 

Cantan las aves y Margot vuelve de su ensueño.  Tiene un desasosiego en el pecho, como el que deja alguna promesa no cumplida, ¡una promesa rota!  No logra recordar por qué comenzó a divagar respecto al tema (como casi nunca recuerda las razones de sus desvaríos).  Un suspiro liberador le sale del pecho y una lágrima le recorre el rostro.  La incertidumbre de un recuerdo no encontrado y la certeza de una promesa lanzada al viento la entristecen.  Otro suspiro.  Trinan las aves, canta un gallo y Margot se despereza.  Un brinquito de la cama ¡y a darse un buen baño para olvidar que no recuerda la promesa que la entristeció por un instante!  Sonríe y dice:

-  ¡Buenos días, alegría, prometo no entristecerme más por hoy!  

Para sus adentros, se carcajea diciendo:  “¡ooops, verdad que no me gustan las promesas!”

Cae el agua de la regadera y una carcajada resuena por toda la casa.