AÑO II - NÚMERO 10  - OCTUBRE DE 2016  - DIRECTOR: MARIO BERMÚDEZ - EDITORA COLOMBIA: PATRICIA LARA - EDITOR MÉXICO: ABRAHAM MÉNDEZ

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SOMBRILLAS AL VUELO

Portada de Sebastián Romero Cuevas

 

EL CAPITAL 

 

Más allá de cualquier eufemismo o de la estratificación exagerada del país, en el mundo y bajo este sistema hay sólo dos clases sociales: los pobres y los ricos. Yo, por ejemplo, nací y viví en un barrio pobre. Lo visito frecuentemente y me doy cuenta de las diferencias abismales con los ricos. Lo sé porque vivo también en un barrio rico y me rodeo de gente rica, porque de alguna u otra manera terminé siendo un arribista. Y ahora voy de un lado al otro, presumiendo de esa doble identidad.

 

En mi barrio, del que soy, el que visito los fines de semana, las mujeres jóvenes se llaman Leidi, Jasbleidy, Yurani, Yalesi, Mayerly, Magali, Yadira, Raysa o Chrismar. Nacieron entre el 87 y 97, muchas de ellas ya son madres, incluso por triplicado. No fueron a la universidad y, con los hijos, sufren una vejez prematura que les roba la belleza natural, que recuerdo del tiempo de nuestros juegos infantiles. Ahora las veo adultas de un sólo golpe, con su familia a cuestas, con ojeras, caderas desproporcionadas y ropa desaliñada con la que salen a comprar el pan para el desayuno. Si me ven, no me reconocen. Si me reconocen, no me saludan.

 

Los hombres, en cambio, y por una razón que no logro explicar, tienen nombres menos exóticos. Albert, Fernely, Ferney y Faber, pueden ser los casos más extremos. Pero los demás son comunes. Felipe, Diego, Gonzalo, Juan, Ramón, Carlos, David, Julian y otro Diego. Hay muchos Diegos. La vida de estos hombres está atravesada por un momento categórico, el servicio militar obligatorio. Prestarlo o huir, eso define el futuro de muchos de ellos. La libreta les permite trabajar y pagar por el documento casi nunca es una opción. Así como tampoco es estudiar una carrera o practicar un deporte para vivir o aprender un oficio noble. Las posibilidades en la vida se les va reduciendo y básicamente son la vigilancia privada (porque los ricos temen ser robados por los pobres), ser operario en alguna empresa, aseador o conductor de bus.

 

Hay excepciones, pero estoy generalizando. Dividí el mundo en dos, eso es generalizar bastante.

 

En mi barrio el agua en botella es más barata, hay más perros y gatos en la calle, no hay paseadores de mascotas, no hay restaurantes abiertos después de las tres de la tarde (de hecho, no recuerdo que haya restaurantes). En las calles hay rastros de cemento de las construcciones que, de a poco, hacen crecer las casas. Nadie tiene más de un carro, son pocos los que tienen uno. Nadie hace running, ni crossfit, ni TRX, ni Pilates, ni yoga. No hay queso de búfala, ni arándanos, ni liches, no hay salmón, no hay mero. Hay muchas panaderías, muchas misceláneas, muchas tiendas de abarrotes que guardan desordenadamente mercancías de todo tipo. Arrumadas en estantes del techo al suelo, con máquinas tragamonedas a la entrada, con mesas sobre el andén para quien quiera tomar una o dos cervezas (en mi barrio no hay bares). La contabilidad se lleva en cuadernos llenos de cifras y deudores, con tachones, escritos a varias tintas. No vale datacrédito, SIFIN o la superfinanciera. En mi barrio se fía sin interés y se presta plata con usura.

 

En la mañana de un domingo se ven perros descansando sobre los adoquines, algunos cachorros sanos que corretean detrás del olor a pan caliente, pero también canchosos viejos, con bultos sanguinolentos en sus panzas, con garrapatas prendidas a sus colas, con patas lastimadas por algún conductor descuidado, con mordiscos en las orejas por alguna pelea callejera. Y hay señoras con niños en los brazos, con caras aindiadas y dientes chuecos o podridos, con el cabello enmarañado, usando ropa que no es de su talla, zapatos que pertenecieron a otros. Niños lisiados y viejos que caminan con la borrachera intacta del día anterior. Acá no estoy generalizando, pero a veces todas esas particularidades se reúnen en la misma esquina y al mismo minuto. El albino, el cojo, el anciano abandonado, el manco y el perro que descama sarna. Se juntan como en una coordinación teatral macabra. Y te sonríen, con felicidad pura. Eso es lo más raro.

 

En mi barrio los parques están oxidados y las canchas están llenas de colillas de cigarrillo, botellas y cajas vacías de aguardiente, bolsas ziploc pequeñas con rastros de perico, pero ni una pata de marihuana (no hay lugar al desperdicio). Los tableros de baloncesto están rotos, los cristales deshechos, sin redes, sin pintura, sin techos. Pero los jugadores asisten, entrenan incluso, no hay body combat, hay microfutbol y baloncesto. Hay riñas callejeras también, pero nadie madruga a hacer eso. Y la gente se divierte auténticamente, aunque pueda parecer de lo más raro, y aunque el juego no deslumbre por la calidad, es la cantidad de personas reunidas por un propósito, lo que más extraña. Con todas las condiciones adversas, siguen ahí cada domingo, lanzando con más tino, porque no hay tablero, corriendo con más cuidado, porque caerse es perder la piel en el concreto.

 

En mi barrio no hay canchas de tenis, no hay tenistas. No hay campos de golf, pero hay muchos caddis que tienen alguna talega vieja y unos palos reciclados, que juegan entre semana en los potreros de pastos altos, desprovistos de green, de hoyos y banderas. En mi barrio no hay polistas, ni jinetes, no hay pilotos, pero hay muchos motociclistas, con motos de bajo cilindraje, decoradas en exceso con calcomanías que las fingen más rápidas, más costosas. No hay músicos ni artistas profesionales. Hay guitarristas, intérpretes y autores. Hay muchos anónimos, muchos anonimatos y hay pasto. Como en ningún otro lado. No debe haber muchos científicos, inventores o innovadores, al menos no muy bien aprovechados. Pero hay personas por montón, más y más cada día. Y eso es una forma de riqueza.

 

En mi barrio las bolsas aún no son biodegradables y la basura se ve muy a menudo en el suelo. No hay ciclovías nocturnas, no hay campañas ecológicas y nadie compra tomates y alcachofas orgánicos. Es probable que los inventos y las innovaciones sean producto de los ricos. Que las posibilidades de un sistema de salud, de una mejor alimentación, de una vida sostenible tengan su origen en ese lugar, en ese mundo del mundo. Pero en mi barrio eso es una promesa por cumplir. En mi barrio hay, sobre todo, humanos. Que parecen no tener otra tarea más que reproducirse y, como consecuencia, modificar su entorno. Más alejados de la civilización, pero más cerca de su especie. Más arraigados a una cosa horrenda que somos, que pretendemos no ser. Nosotros.

ALEJANDRO MARTÍNEZ -Colombia-

 

Estudiante de Maestría del programa Literatura y Cultura del Seminario Andrés Bello.

Instituto Caro y Cuervo. 

Ganador del VIII Concurso literario El Brasil de los sueños. Homenaje a Vinicius de Moraes.

No le reprochaste nada. 2014.

Ganador del Concurso Nacional de Cuento 2010 Bogotá: Colombia cuenta. IV

concurso nacional de cuento. Homenaje a José Eustaquio Rivera.

Actualmente es director de Talleres de Literatura de Ideartes -Bogotá-

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