AÑO III - NÚMERO 11  - ENERO DE 2017  - DIRECTOR: MARIO BERMÚDEZ - EDITORA COLOMBIA: PATRICIA LARA - EDITOR MÉXICO: ABRAHAM MÉNDEZ

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Adriana Giraldo G.

LA LISTA DE LAS ALMAS PERDIDAS

SOMBRILLAS AL VUELO

Portada de Sebastián Romero Cuevas

LUIS ERNESTO MARTÍNEZ QUIROZ.  -México-

PÁGINA 10

Luis Ernesto Martínez Quiroz, mejor conocido como Lemus en el mundo de los cómics y juegos de rol, es uno de los legendarios jugadores y Game Masters de la primera generación en México. Nacido en Monterrey, Nuevo León, México.

Estudió Técnico en Terapia Física y Rehabilitación en la Preparatoria Técnica Medica y es Licenciado en Educación Secundaria con la Especialidad de Historia en la Escuela Normal Superior Moisés Sáenz Garza de Monterrey. Tomó cursos de Teatro y Oratoria y cuidado de Pacientes con Sida. Asistió a congresos de educación por parte de las Normales de Saltillo y Guanajuato. Imparte cursos de Desarrollo Humano en la Secundaria donde labora para los padres de familia enfocándose en las necesidades de los adolescentes y su trato.

Juega Rol (RPG, Roll Playing Games) desde los 15 años y ha estado inmerso en ese mundo fantástico desde ese tiempo y, hasta ahora, ha diseñado 2 juegos. A su vez, también es conocido por su maravilloso modo de desarrollo de historia como personaje y como Historyteller (cuenta cuento / desarrollador de historia). Ha sido publicado en la Revista Literaria Trinando, Revista Literaria de Horror y Terror Giallo y la Revista Literaria Infinitus. En octubre del 2016 se presentó en la 26ª Feria Internacional del Libro Monterrey (FIL). Nos comparte parte de la chispa de su ingenio con un cuento de su autoría.

 

TOMSK

 

Eran los inicios de noviembre, las ventiscas no eran raras para la fecha. Nevaba casi todo el día, salvo por unos minutos durante la tarde. El frío era intenso y la nieve se acumulaba delante de las puertas tanto del puesto de investigación, como del cobertizo de suministros, lo que provocaba que el andar de uno al otro se convirtiera en una tarea casi titánica por tanta acumulación de nieve y el estar desprovisto del equipo necesario para ese frío; la oscuridad era lo peor, sólo una tenue luz de vez en cuando te avisaba que era de día.

El puesto de investigación biológica de la tundra en Siberia era cómodo, pero, no muy cálido: el laboratorio, la cocina, el comedor y el puesto de radio estaban en la planta baja de la estructura, la segunda planta era para el área de estar y los dormitorios que, en este caso, solo uno se ocupaba, ya que los demás científicos habían partido cinco días atrás. – Si tan solo me hubiera marchado – pensaba sin cesar al ver como la nieve se estrellaba contra las ventanas y el viento silbaba a través de pequeñísimas aberturas entre los vidrios que se esforzaba por cerrar apenas los escuchaba.

Una muestra a mediana profundidad era lo que la había detenido ahí; días atrás se perforó un hoyo en el permafrost y al llegar a los veinticinco metros se habían topado con algo diferente, rojo brillante, que estaba congelado allí, justo la mañana antes de la partida. Les rogó quedarse a revisarlo para regresar a Tomsk con algo nuevo que enseñar en la universidad, porque era obvio que, durante el trayecto, no tendría el tiempo ni los cuidados hacia la preciosa muestra. Uno de sus cuatro compañeros insistía en quedarse, pero era casado y su esposa e hijo recién nacido le esperaban en casa y retrasarlo sería contraproducente.

– En fin – pensaba – quince días más en el puesto no harían la diferencia en mi vida – la estadía de quince días en el laboratorio de la universidad con todos esos pasantes inútiles y preguntones parecía una pesadilla y ahora, se presentaba la oportunidad de trabajar sola, a su ritmo, con sus reglas; quince días de soledad únicamente a cambio de un ambiente de trabajo deseado: era hermoso e irresistible.

– Una muestra más para el control – se repetía y sin más, tomó el trineo, se encontraba enfadada con ella misma, por su gran ineptitud de “pasante”, ya que había contaminado la primera y muy preciada muestra, pero, era temprano, tenía tiempo suficiente para viajar más de cuarenta minutos al sitio de toma y tres horas para lograr la extracción definitiva. Cuando miró hacia el cielo, nubarrones negros anunciaban la terrible tormenta que, si no se apresuraba, la dejaría varada en medio de la tundra. Se apresuró y realizó la faena en tiempo record, con casi cuarenta y cinco minutos antes de lo previsto, agarró el trineo, su nueva muestra y partió a toda marcha por el solitario paisaje blanco hacia el puesto de investigación.

Cuando llegó, supo que analizar la muestra tendría que esperar, al menos, un día más. Comenzar los preparativos para el evento climático atípico se convirtió en la prioridad: aseguró el cobertizo, cubrió la gasolina con un par de mantas térmicas, al igual que el trineo y despejó la entrada. Tomó comida, más de la necesaria, algo así como para cinco días extra – nunca está de más ser precavida – se decía, mientras cargaba la caja con los alimentos y entraba al laboratorio, con la oscuridad y el bosque detrás de ella.

Con todo el tiempo por delante, comenzar a trabajar en el análisis de la muestra, ahora era su prioridad. Desentrañar los secretos que ese rojo carmesí le brindaría la oportunidad de regresar a la universidad con un nuevo descubrimiento: tal vez un alga o algún otro ser vivo, congelado y preservado en esa sustancia roja… Cientos de conjeturas llenaron su curiosa mente científica y ahí fue cuando la asaltó el recuerdo de las leyendas de esa área: la hambruna de 1911 donde más de cien mil personas encontraron su muerte; cómo los perros, gatos y ratas les sirvieron de alimento en esos años y, en  algunos casos extremos, la carne humana llegó a ser comida para los sobrevivientes… cómo miles marcharon en las mismas condiciones que ahora, a buscar cortezas y nueces, para pan y comida y que nunca volvieron a Tomsk, reclamados por la madre Rusia hacia su suelo…

Leyendas aún más extraordinarias recorrían su memoria, no sólo las de los lobo-hombre que hablaban como humanos, pero corren en cuatro patas por las llanuras y bosques devorando infortunados cazadores, sino también la casa encantada que corría por la estepa con unas enormes patas de gallina, cargando brujas y esbirros del demonio en su interior, así mismo, recordó el susurro del viento que en los gélidos meses de invierno nos daba un nombre, como el canto de una sirena que perdía a los exploradores bajo una sola melodía, “Baba Yaga”.

Pero eso fue un salto, una jugarreta de su mente, un desliz en la certeza y en su escepticismo; es al hombre y a la locura a lo que una científica tiene que temerle, a esas extrañas leyendas no, tal vez a la helada que se aproximaba, pero a las leyendas no, a contaminar la muestra y no poder volver o no encontrar el sitio de la toma en la nevada, pero a las leyendas no. Hacía aplomo de su educación e inteligencia para no volver a caer en esas patrañas de leyendas y poder dormir bien aquella noche que, con cada hora que pasaba, se tornaba, cada vez, más fría.

Usando la radio llamó a la Universidad de Tomsk avisando que estaba bien, tal como decía en el manual de procedimientos del laboratorio. La respuesta fue una advertencia: en la zona en la que se encontraba, se estaba formando una tormenta muy extraña. Provenía de 50 km más allá de donde se tomó la muestra y seguía una línea recta hacia donde estaba el laboratorio, le dijeron que tomara precauciones y si algo sucedía irían lo más pronto posible, pero que se cuidara, ya que, si esa tormenta continuaba así, lo más pronto posible se convertiría en una espera de unas 24 a 36 horas, según las condiciones climáticas y de los caminos.

Ella contestó que no se preocuparan, pues ya había comenzado los preparativos para la tormenta y se reportaría cada 12 horas. Se despidió diciendo de manera sarcástica – ¡Oh!, se aproxima una tormenta, díganme algo que mis sentidos no perciban – y, dejando el micrófono, se retiró a dormir un poco; el trabajo a marcha forzada de la extracción y recoger los suministros la habían cansado mucho.

 

Un súbito ruido la despertó, la oscuridad de la cabaña era profunda. En la chimenea apenas si quedaban las brasas del fuego anterior, encendió la luz y echó leña sobre esas casi cenizas. Usando el soplador, una y otra vez, logró encender los leños. Suspiró con la recompensa del calor y se sintió satisfecha, como si hubiera logrado una hazaña épica, sonrió al tiempo que se decía – es hora de cenar –.

Sopa de lata era la cena del día, dentro de su percepción del tiempo, creía que a las 11:30 de la noche era una buena hora para cenar, la preparación debía ser siempre simple. El sabor del día: camarones con fideo. Mientras estaba junto a la estufa calentando el agua se imaginaba un gran plato de camarones, –mataría por unos camarones con fideo, pero preparados en Fiji, en el calor de la isla, no en la marmita de todos los días de este blanco y gélido paraje–, se dijo.

De pronto, un fuerte viento hizo vibrar las ventanas con sus protectores, el aire aullaba a través de ellas por ínfimas rendijas, movía las llamas de su chimenea y pequeña estufa, –esta tormenta no era igual a las demás –, pensó mientras cuidaba la flama de la preparación. Se podía ver el blanco del hielo, por la parte de abajo y arriba de la puerta, que se aferraba a entrar y sólo el calor dentro de la habitación luchaba por impedirlo. Al fin comenzó a sentir preocupación, una sensación recorrió su piel, de ésas que anteceden a una catástrofe, a un mal presentimiento; algo no estaba nada bien, no encajaba, era diferente, y no sólo fuera de la cabaña, también dentro de la misma.

Miró a su alrededor, la luz de la chimenea y lámpara iluminaban muy bien la planta baja, pero había algo afuera… sentía como si alguien la observara desde la tormenta, atravesando las paredes y la sensación crecía… siguiendo con la vista sus movimientos de un lado a otro de pared a pared, de pronto, la cena ya no importaba. Una repentina subida de adrenalina avispó sus sentidos y sin más, corrió hacia la estantería donde estaba la escopeta, a trastadas sacó las llaves y lo más rápido que pudo abrió el candado y tomó el arma. Después de cortar cartucho, el viento cesó, como si supiera que estaba dispuesta a usarla contra lo que fuera y allí, junto a la chimenea, esperó mirando hacia todas direcciones.

El corazón le latía muy fuerte, la respiración acelerada rompía el silencio de la cabaña, sus músculos estaban tensos, así de pronto, movió la cabeza para despejarse – esas leyendas me provocan estos espasmos de simpleza – dijo sin mayor preocupación. Dejó la escopeta recargada junto a la mesa y continuó con la sopa que ya casi estaba lista. Comió despacio mirando a su alrededor, pensando en atrancar la puerta; no fueran los osos o los lobos los que se habían acercado al oler la sopa en este frío repentino… se levantó con la taza de sopa en la mano, corrió el seguro de la puerta y el tablón para reforzarla, – por lo menos nadie entrará por aquí –, pensó.

Se acercó a la ventana y al mover la persiana vio que la nieve tenía ya unos 40 centímetros de acumulación, lo cual era muy inusual con esos vientos – debo de cuidar la leña – dijo suavemente, – no sé si la nieve me deje ir mañana al cobertizo por más –.

 

Subió a la habitación y bajó un catre hacia la sala, volvió a subir, aseguró las cuatro ventanas y cerró las persianas. Tomó suficientes mantas y bajó un pequeño reproductor para escuchar música, atrancó con una silla la puerta, cerró persianas y cortinas de la parte baja, apagó el generador y las luces se fueron, sólo el resplandor de la chimenea iluminaba la planta baja y, sin más, se dispuso a dormir, no sin antes dejar bajo el catre la escopeta, – nunca está demás –.

Una vibración intermitente en el suelo la sacudió y despertó, como si algo pesado estuviera afuera caminando, acechando… una vibración tras otra y, de repente, un ruido muy conocido: un raspar de madera, un simple raspar continuo de madera que iba de una esquina a otra. Saltó del catre y tomó su arma, conforme se acercaba a la puerta, levantó el arma y apuntó. Con ese peso, evidentemente no sería complicado derribar un cerrojo y un tablón, su mente deseaba reaccionar, pero el miedo la invadía… temblaba, quería gritar, pero no había porque hacerlo, era claro que “eso” sabía que estaba sola, pero no armada, por lo tanto, el factor sorpresa aún estaba de su lado.

Cuando el ruido llegó a la puerta, esta no se movió, pero veía como el hielo comenzaba a envolverla, tomando todo el color gris y transformándolo en blanco nieve. Sus manos temblaban, pero se aferraba al arma como única medida para sobrevivir… retrocedió y el ruido continuó su recorrido por el resto de las paredes hasta situarse justo detrás suyo, en la chimenea... respiró profundo y un golpe tremendo inundó de ruido y miedo la cabaña… “eso” ahora estaba en el techo. Paso tras paso, recorría las tejas y se escuchaba el crujir debajo de sus pies, pero… ¿qué cosa era lo que saltó casi seis metros de altura al techo?, sus dedos estaban ávidos por disparar, sin embargo, estaba consciente que, si hacía un hoyo en el techo, la tormenta acabaría derrumbando todo y ella moriría congelada. Esa no era opción…

Salir y correr al trineo significaría alejarse de la cabaña, correr doce metros en ese clima, abrir el cobertizo, encender el motor y manejar a toda prisa en medio de una tormenta ártica en Siberia, sería un suicidio, no existía opción. Esperar y sólo esperar.

De pronto, rompiendo el silencio, escuchó – sé que estás allí – dijo una voz desde arriba de su cabeza. – Ansiabas que pasara algo extraordinario – sonaba otra voz afuera de la puerta, – algo que nadie hubiera visto y solamente tú lo relataras – la voz hacía eco en el tiro de la chimenea. Ella miraba a su alrededor… uno, dos, tres… tres disparos, fácil de hacerlo si fuera una cazadora… pero no, era solamente una rata de laboratorio. Pensó de nuevo que tal vez sería su mente jugando y no habría nadie afuera… ninguna persona sobrevive a 35 grados bajo cero y menos con esos vientos.

– No queremos entrar, tarde o temprano saldrás. Estaremos afuera esperándote pacientemente – decían las voces al unísono. – En un día de tormenta, estés en donde estés, te encontraremos – se escuchaba por la chimenea, llenando toda la cabaña de sus horribles voces, – en el frío invierno estaremos esperando por ti –.

Las horas pasaron y no se escuchó más, sólo el sonido del viento golpeando las paredes, el cansancio al fin la derrotó. Cayó dormida en la silla junto a la chimenea. Despertó de golpe al día siguiente, aproximadamente a mediodía. La tormenta había cedido y sólo la nieve impedía que abriera la puerta, con incertidumbre abrió una de las ventanas del segundo piso y se dio cuenta que había unos dos metros de nieve sobre la entrada principal. Se armó de valor y tomó lo más importante de su investigación: metió en una hielera la preciada muestra, provisiones para el camino y dispuesta a viajar 280 km hacia el pueblo más cercano, abandonó la cabaña, subió al trineo y comenzó su viaje.

Nada logró hacer que volviera la vista, ni que hablara algo de lo que había pasado los tres días posteriores a su salida de la cabaña, hasta que llegó a Kustov, donde la encontraron, caminando apenas, deshidratada y exhausta… aferrada al recipiente de la muestra y la correa de la escopeta que tenía el cañón doblado… estaba casi muerta… esos hombres que la encontraron le arroparon, cuidaron y, a los cinco días, vinieron por ella y se fue sin mirar atrás… hasta llegar a Moscú. Claro, no sin antes relatarnos lo sucedido en ese laboratorio de la tundra siberiana, y ahora comprendo sus razones para no volver, entiendo porque no miró atrás… siete meses después que otros científicos fueron a esa cabaña, encontraron tres cadáveres descompuestos: uno en el techo con las piernas rotas, uno en la puerta con las manos destrozadas, y uno cerca de la chimenea con la espalda partida, supuestamente todos habían muerto de hambre y lo más extraño fue que uno de ellos tenía una perforación en el pecho, del tamaño exacto del taladro de muestras de nuestra amiga.