AÑO III - NÚMERO 11  - ENERO DE 2017  - DIRECTOR: MARIO BERMÚDEZ - EDITORA COLOMBIA: PATRICIA LARA - EDITOR MÉXICO: ABRAHAM MÉNDEZ

CORREO ELECTRÓNICO

revistatrinando@gmail.com

 

REVISTA ELECTRÓNICA BIMESTRAL

DISEÑO, HOSTING, DOMINIO Y ADMINISTRACIÓN OFIMATICA PC-BERMAR  CELULAR 312 580 9363

PROMOCIONALES

 

Adriana Giraldo G.

LA LISTA DE LAS ALMAS PERDIDAS

SOMBRILLAS AL VUELO

Portada de Sebastián Romero Cuevas

ADRIANA CONCEPCIÓN FLORES TANGUMA -México-

PÁGINA 12

 

Adriana Concepción Flores Tanguma, de Monterrey, Nuevo León, México. Estudió Arquitectura y tomó un Diplomado de Iluminación. Actualmente labora como Asesora de Iluminación. La autora nos cuenta que un embarazo previo mal logrado de mi madre, -debido a la luna- permitió que llegara justo en ese momento. Nací en la tierra de mis padres y de mis abuelos.

 

Cuando vi la luz mis papás pasaban por un momento difícil, al conocerme decidieron seguir adelante con lo que sería un largo matrimonio.

 

La muerte de John F. Kennedy hizo que mi madre llorara mucho los últimos días de su embarazo. Por esa triste razón aun en su vientre, hasta la fecha siento una enorme pena por esas circunstancias mortales. Me molesta sobre manera la violencia y la injusticia.

 

Escribo desde que aprendí a hacerlo, mis primeros versos fueron para mi padre, -afición que el siempre alentó en mi, con una amplia biblioteca-. Mis temas eran la vida diaria, mis maestros, mis sentimientos ante las circunstancias del día a día. Desde entonces no he dejado de hacerlo.

 

Decidí estudiar arquitectura, ya que las leyes y el trabajo social, -resultados que arrojo el examen vocacional durante la preparatoria- me involucraban en una realidad injusta y terrible que creí imposible enfrentar. A pesar del enorme sentimiento de ayuda al prójimo y altruismo que herede de mis padres.

 

Trato continuamente de escribir de la mejor manera posible, para esto he participado en los siguientes talleres y agrupaciones;

 

Talleres;

Taller de lectura, Mario Anteo Hinojosa, verano 2000

Gatos de Azotea, Andrés Montes de Oca, verano 2000

Taller Casa de la Cultura, Enero a Mayo 2001,

Pathos, Patricia Laurent K.,2002

Taller Casa de la Cultura, Verano 2004 Coral Aguirre

Taller Poesía, Galería Regía, Verano 2005, Ivan Trejo

"Taller de Creación Literaria", Julio a Diciembre 2006 y Enero a Mayo 2006, Julio a Diciembre 2007 ITESM Monterrey, Felipe Montes

"Taller de Redacción y Poesía", Julio 2007, Carmen Alardín

Diplomado "Espacio e Iluminación", Febrero a Agosto 2008, Ibero Santa Fe Cd. de México

"Taller de literatura", Colegio Civil, 25 al 29 de Mayo, 2009, David Toscana

"Zapatos puestos al revés" Oscar David, Casa de la Cultura Diciembre 2010

"Estación Café" Oscar David, Enero a Junio 2011

"Taller Tras Pathos" Paty Laurent K. Casa de la Cultura 2012

"Taller de Escrito Terapia" modulo I y II Paty Laurent K. 2012, 2013

“Retiro Literario Felipe Montes” Octubre 2011, Diciembre 2014 y Junio 2015

“Diplomado de Literatura” Poesía, Guion, Ensayo y Novela Casa de la Cultura 2015

“Taller Elegidos” Eligio Coronado diciembre 2014 a la fecha

 

 

Siempre busco estar cerca de la gente que tiene la misma necesidad impetuosa de expresar lo que siente con letras en un papel en blanco, pero tiene que dedicarse a otra cosa para pagar sus gastos fijos -comer, vamos-.

 

Mi máxima ilusión es ganarme una beca para escribir la historia de mi vida y publicar mis historias en un libro que alguien piense que dice algo que vale la pena conservar en alguna parte.

 

Tengo publicados;

2 cuentos en Antología de cuentos taller Paty Laurent “Historias e Histerias”

1 poemario en la Antología Mujeres Poetas en el País de las Nubes 2014 “Tejedoras de Luz”

4 cuentos y poesía en la Revista Virtual “La Llave”

1 ficción en la revista virtual

1 cuento en la Revista Literaria Infinitus

VERANO DEL 72 

 

 

Algunos nacemos con un gen acuático, seguramente heredado de nuestro padre, excelente nadador innato y clavadista. Él siempre buscó dónde llevarnos a nadar. El río Raíces fue seguro hasta que mi hermano Toño se rebanó un talón con un fondo de botella que lo dejó convaleciente por meses e hizo que se devorara todos los libros de la biblioteca. Entonces mi papá nos llevaba con su compadre Almaguer, que vivía con su familia en una quinta con alberca, rumbo a Miguel Alemán; íbamos todos los domingos.

Papá decidió que deberíamos aprender a nadar, pero él no tenía tiempo de enseñarnos; mamá buscó opciones y nos inscribió en el Círculo Mercantil de Monterrey.

Mi madre nos acompañó la primera vez en un camión de la ruta 59, -era azul-, para que supiéramos llegar nosotros solos. Se tomaba en la avenida Miguel Alemán, afuera de la Tintorería Lorena, enseguida de la Farmacia Benavides. Era el verano del 72.

El siguiente día lo hicimos nosotros solos: mis hermanos Ana Bertha de trece, Toño de doce, Beto de seis y yo de nueve años. Atravesábamos la ciudad hacia el poniente, pasando por Pollitos, S.A. de C.V., después por la fábrica Phillips que ahora está a punto de desaparecer, con su hermoso mural de azulejos, su espejo de agua al frente, -al que yo quería meterme en los agobiantes agostos-, y sus esbeltas palmeras, también por la avenida Churubusco. Ahí eran los límites de Guadalupe con Monterrey.

Por la Y griega, tostaban café y olía delicioso; el camión seguía por avenida Colón hasta Félix U. Gómez, volteaba hacia el sur y después a la derecha por la calle Allende, hasta la esquina de Zuazua.

Ahí bajábamos, exactamente donde había una tienda de discos; Estrellas de Oro, justo en contraesquina de la Fuente Monterrey, que estaba un poco abandonada por lo que era peligroso bajar sus escaleras, solo la veíamos desde la banqueta. Recuerdo que caminábamos hacia la Sierra Madre; la calle estaba de subida, siempre tomados de la mano, desde un costado del Cine Elizondo con sus marquesinas, pasábamos por De Llano con hermosos aparadores por la acera de enfrente, hasta llegar a la plaza Zaragoza; en su esquina con la calle Ocampo estaba el Círculo con su alberca.

Para mí era un lugar mágico: el Círculo Mercantil Mutualista. Parecía un palacio con pisos de mármol y candiles rebuscados que me impresionaban; el edificio es de cantera y un gran vitral en el techo, tenía una fuente al centro, con ranas metálicas que provocaba murmullos de agua en su interior; pasando las oficinas, salías por uno de sus costados, al aire libre estaba su alberca, que se me hacía enorme. Había un elefante de acero al cual nos podíamos subir; simbolizaba la Fundidora de Monterrey, se encontraba entre las gradas frente al chapoteadero.

El delicioso olor a cloro me invadía al acercarme y me parecía una eternidad el trayecto para llegar hasta el agua que tanto amaba. Mi hermano pequeño y yo nos soltábamos al fin de la mano protectora de nuestra hermana mayor para ponernos los trajes de baño en los vestidores y salir disparados con los entrenadores. Rápidamente pasamos de principiantes a intermedios. Siempre me gustó mucho zambullirme en la alberca, en esos calientes veranos de vacaciones; el agua fría nos refrescaba después de la larga caminata para llegar a ella, esa atmósfera celeste que me contenía, en la cual me sentía segura. Aprender a nadar era un placer.

Después íbamos a clases de gimnasia olímpica, éstas no me agradaban tanto ya que me ponía nerviosa caminar por la viga y saltar en el trampolín para caer en los colchones. Había aros y  un potro con agarraderas. Los entrenadores parecían míster músculo, todos llenos de cuadritos, era impresionante verlos en la barras practicando con sus trajes blancos. Una vez, en ausencia del entrenador, nos pusimos a brincar en el trampolín elástico y no alcancé a echar la maroma completa y caí de cabeza en el colchón. No podía respirar, parecía que del golpe mi cabeza se había hundido dentro de mi cuello. Mi hermana se puso a llorar cuando vio que no me levanté rápido como lo hacíamos todos para que no nos cayera encima el que seguía de nosotros. Se acercó el entrenador y todos mis compañeros asustados. Me oprimió los costados como si eso fuera a hacer que saliera mi cabeza de nuevo a su lugar. Al fin volví a respirar, me mandaron a enfermería donde me vendaron las costillas, pero desde entonces ya no quería ir a la gimnasia olímpica, prefería el seguro azul celeste de la alberca bajo el sol brillante de las mañanas de verano, con su olor a cloro que despintaba los trajes de baño. A mi hermana no le gustaba mucho la alberca, pero no teníamos opción de elegir. Seguimos con ambas clases los siguientes dos veranos.

Mi mamá nos ponía fruta en nuestras mochilas para el camino de regreso, ya que salíamos con mucha hambre. Bajábamos por la calle Zaragoza hasta la parada del camión. Había una tienda de donas, junto a la de discos, pero sólo traíamos dinero para el pasaje. Éste seguía hasta la avenida Cuauhtémoc y se retornaba hacia el oriente por la calle Arteaga. En casa nos esperaba la comida lista.

En las competencias de fin de curso, mi hermano Beto y yo arrasamos con las medallas. El entrenador le comentó a mi madre que le gustaría que fuéramos parte del equipo Cruz de Malta. Ella sólo le dio las gracias y se lo comentó a mi padre, decidiendo no llevarnos a los entrenamientos ya que le parecía muy complicado.

Cinco años después, cuando entré a la prepa de la UR en la unidad Matamoros y siguiendo la misma ruta, busqué al entrenador Somohano, le pedí me permitiera formar parte del equipo. Él era una persona muy difícil. Me hizo una prueba y al atravesar la alberca me volví a mirarlo desde el agua observando cómo me decía adiós, mientras se daba la vuelta. Salí de la alberca tras él, rogando por una oportunidad; me dijo:

-Careces de ritmo, a tu edad -15 años- es muy difícil obtenerlo.

 -¿Puede ayudarme?

-Si quieres pertenecer al equipo vas a hacer lo que te pida. Vas a nadar en el carril de los niños más pequeños. Observa su ritmo.

El ritmo se obtenía al respirar, eso te permitía dar vueltas y vueltas a la alberca sin perder la estética de tu cuerpo al bracear y patalear, entonces no llegabas con aspavientos a la otra orilla sino deslizándote por el agua como una sirena.

Tardé varias semanas y muchas vueltas para aprender a respirar, pero finalmente logré que me pasaran al carril de las chicas de mi edad y obtuve mi credencial. El entrenador me explicaba los movimientos de los brazos y piernas desde afuera de la alberca, su voz tenía un tono muy severo y lo repetía una y otra vez hasta que entendieras. Me enseñó a dosificar mi oxígeno, a distribuirlo dentro de mí. Cuándo había que cerrar aguantando al máximo, para al final estirar mis brazos y tocar el muro en la última vuelta. Ya formaba parte del equipo Cruz de Malta, nuestros uniformes eran rojos con amarillo como la insignia del Círculo Mercantil.

Nunca se suspendían los entrenamientos; una vez, aún con una tenebrosa tormenta, el entrenador no dejaba que nos saliéramos del agua, hasta que empezaron a caer rayos cerca. La señal era que golpeaba los barandales de acero de la escalera de la alberca y éstos vibraban en el agua, dando la señal de alarma para salir rápido ante el peligro de una descarga.

Mi espalda empezó a crecer, cosa que no me agradó mucho, pero mis brazos y mis piernas eran perfectos; a veces nadábamos con los pies o las manos atadas con una banda de goma. Eran muy duros los entrenamientos, pero para mí era un reto; en tiempo de frío el agua estaba templada, pero salir de ella hasta los vestidores era difícil.

También nadábamos con paletas de acrílico en nuestras manos, bastante rústicas y pesadas, que si llegaban a cruzarse en nuestro camino nos daban reverendos golpes en la cabeza.

Yo era la que cerraba las competencias de relevos. Mi mamá y me hermana  fueron a verme competir a la alberca del Tecnológico de Monterrey, me aplaudieron orgullosas, viendo mi cuerpo partir el agua entre los carriles, dejando atrás a las demás. También competimos con el equipo del Club Nova en sus excelentes instalaciones y en la alberca del Club de Leones Monterrey, A.C.

Una vez, ya de juerga con mis amigos de la carrera, me desvelé mucho y llegué tarde a las competencias, que siempre eran los sábados muy temprano. El entrenador me advirtió que de llegar tarde una sola vez más, perdería mi lugar en el equipo y rompería mi credencial para siempre. Creo que fue como una profecía ya que, meses más tarde, esperándome llegar, observé a lo lejos cómo hacía pedazos mi credencial y la aventaba al viento, sin siquiera permitir que me acercara para explicarle lo que había sucedido: para él no existían las excusas y menos cuando en mi ausencia nuestro equipo no podía  entrar a la competencia de relevos: hacían falta mis largos brazos para ganar. Ésa fue la última vez que vi al entrenador.

Una compañera de carrera y yo fuimos a despedirnos de mi adorada alberca desde el balcón del Círculo hacia la calle Ocampo, frente al Condominio Acero de cuadros rojos y grises.

Pasaron mis años de estudio, de juergas y desveladas haciendo planos y más planos hasta recibirme de arquitectura, me casé y formé mi familia, pero siempre sentía la necesidad de nadar, el olor a cloro me traía a la memoria mi primer alberca.

Desde entonces empezó mi peregrinaje por las albercas de Monterrey, ante la imposibilidad de pagar una membrecía en algún club privado. Nadé en Ciudad Deportiva antes de que se convirtiera en el domo acuático en Churubusco y Miguel Alemán, sede de los Escualos de Monterrey. A las seis de la mañana veía salir el sol recorriendo sus cincuenta metros, para salir volando y llevar a mis hijos a la escuela. En esa alberca aprendieron a nadar. Terminaron negros de tanto sol, pero encantados de poder meterse a la alberca diariamente durante sus calurosas vacaciones de verano.

Hoy nado en la alberca del Seguro Social; tuve que cambiarme a la Unidad Familiar, número 8, ya que la número 1 de Avenida Constitución está saturada de médicos. Hasta la fecha busco el olor a cloro de la alberca, el solo acercarme a ella me dan ganas de tirarme al agua de inmediato; suspenderme en esa atmósfera líquida y clara es maravilloso. Deslizarme en la celeste humedad me da mucha tranquilidad y me hace sentir muy bien, no importa si afuera hace frío o calor. La sensación de flotar en esa masa húmeda que me sostiene y avanzar a través de ella con el motor de mis brazos y piernas, hasta sus extremos, es necesario para mi cuerpo y siempre busco la manera de complacerlo