AÑO III - NÚMERO 11  - ENERO DE 2017  - DIRECTOR: MARIO BERMÚDEZ - EDITORA COLOMBIA: PATRICIA LARA - EDITOR MÉXICO: ABRAHAM MÉNDEZ

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PROMOCIONALES

 

Adriana Giraldo G.

LA LISTA DE LAS ALMAS PERDIDAS

SOMBRILLAS AL VUELO

Portada de Sebastián Romero Cuevas

MARIO BERMÚDEZ -Colombia-

Solamente quiero resarcirme del tiempo del olvido, buscar el fuego prohibido y atizar la llamarada para que entre la humareda renazcan las plumas que destilarán tintas, rojas e iracundas, que formarán unas letras

siempre inconclusas.

Ahí con la quijotesca idea de escribir alguna cosa, y que sea esta la oportunidad para presentarle algunos mis libros:

 

MARIO BERMUDEZ EN AUTORES EDITORES>>

 

En esta oportunidad deseo compartir el relato El Pollo Mortal

PÁGINA 14

 

EL POLLO MORTAL

 

 

Aquel sórdido amanecer sintió la garganta más áspera que nunca, como invadida por remolinos de fuego. Sin embargo, se hizo el fuerte, y con grande resignación se dispuso a iniciar la rutina. Luego de revolcarse entre el lecho, haciendo un último esfuerzo para quitarse de encima la pereza, se incorporó y cayó debajo del manantial frío y refrescante que se descolgaba desde la ducha. Afuera escuchaba a su mujer mover los trebejos de la cocina, y el primer olor a tinto se le coló fugaz por entre la nariz. Cantó cualquier canción, saltó, luego, y salió raudo. En la cocina, que estaba aledaña a la alcoba, continuaban los ruidos producidos por su mujer al preparar el desayuno. Miró en cercén; los niños dormían incómodos, casi el uno encima del otro, sobre una cama grande que parecía una extensa mecedora. No le importó en absoluto, pues ya estaba acostumbrado a esta denigrante situación. Se sentó sobre la cama, se secó los pies con una camisa sucia y silbó una tonada. Era de aspecto descomunal, de carnes opíparas y flácidas. Su rostro cetrino lucía un bigote espeso y cerril. Se peinó lentamente y comenzó a vestirse. Su mujer, lánguida como un renacuajo, apareció con el pocillo en la mano. Era el tinto que humeaba y que le despertaba el ánimo, espantando a lo lejos la abulia. Recibió el café negro sin mirarla siquiera. Hoy es domingo y el trabajo por la mañana es bueno, dijo. Pero su mujer no le contestó, sino que corrió presta de nuevo hasta la cocina. Él terminó de acicalarse pobremente, olisqueándose las axilas para cerciorarse que no estaba oliendo a chucha. Transpiraba el aroma del jabón de baño, y eso lo reconfortaba, tal como si se hubiera aplicado la mejore agua de colonia. Cuando ya estaba listo, apareció de nuevo su mujer que le traía una taza de changua caballuna, un pan y un pocillo de chocolate. El hombre se acomodó en una mesa adornada por un mantel de plástico con inmensas y variopintas flores. Apurado, comenzó a desayunar. Su mujer volvía a la cocina para ordenar los trastos, y luego devolverse a la cama, puesto que era domingo, y como los niños mayorcitos no iban a estudiar, podía darse el lujo de dormitar después de que su marido se fuera a trabajar. El hombre terminó de desayunar. Se limpió la boca con el dorso de la mano. Su mujer entró al cuarto. Voy a recostarme hasta las siete, dijo ella. Claro, mija, ni más faltaba, replicó él con denodado cariño. Ella sonrió y tiritó adrede, porque hacía un frío endiablado, luego se metió entre las cobijas. El hombre sacó de entre la cartera un par de billetes y los acomodó en la mesita de noche. Para el diario, mija, musitó. ¿Qué quiere de almuerzo?, preguntó ella, y él contestó que cualquier cosa y recalcó, como usted cocina bien, cualquier cosa que haga será un manjar, aduló a su mujer. Ella sonrió, pues hasta cierto punto desconocía tanta amabilidad matutina por parte de su esposo, quien sorpresivamente se despidió dándole, por primera vez en mucho tiempo, un beso en la mejilla. Hacía bastante rato que esas despedidas no se presentaban, pues la cotidianidad circular aburría las buenas costumbres de antaño. Ojalá se porten bien los chinos, dijo él, y se dio media vuelta, inspeccionando las llaves y saliendo del cuarto. Ella suspiró eufórica, y luego se tapó la cabeza con las cobijas cuando sintió que su marido cerraba la puerta de la casa.

El cielo hasta ahora comenzaba a clarear. Caminó rápidamente, restregándose con fuerza las manos para protegerse de la gelidez de la ciudad. Uno que otro vehículo cruzaba por la calle, aún con las amarillentas luces encendidas. Estas repetidas visiones le llenaron el corazón de una estrepitosa nostalgia. Llegó hasta el aparcadero y saludó informalmente. Avanzó hasta el taxi; era un carro amarillo modelo ochenta y ocho, y hacía apenas cinco meses que se lo habían dado para que lo trabajara. Sacó las llaves, se montó y encendió el motor, saliendo raudamente del parqueadero. Una vez en la avenida, se sosegó un poco, quiso fumar pero prefirió abstenerse con la idea de hacerlo un poco más tarde. Disminuyó la velocidad, esperanzado en encontrar un pasajero prontamente. Era un amanecer de domingo y había que aprovecharlo, pues a esa hora los bohemios tambaleantes, sedientos y desconcertados, trataban por cualquier medio de llegar a la casa con un pollo asado debajo del brazo. Más adelante, un hombre joven y bien vestido le hizo la parada. Eran ya las seis de la mañana. Y en efecto, dicho y hecho, el hombre llevaba debajo del brazo una caja destartalada por el ajetreo de la diversión, litografiada con el nombre de un famoso asadero de pollos de la calle veintidós, abajito de la avenida Caracas, en donde trabajan las veinticuatro horas del día para vender lo que popularmente llaman pararrayos, con el fin de protegerse un poco de la esposa al llegar amanecidos a la casa. ¡Sinvergüenza, descarado! ¿Qué son estas horas de llegar, mal marido? ¡Ah!. El conductor accionó el seguro, el viajero terminó de abrir la puerta, y se introdujo entre el taxi con relativa dificultad a consecuencia de su borrachera matutina.  Buenos días, saludó el pasajero, por favor, me lleva a San Cristóbal Sur. Está bien, contestó el taxista a la vez que accionó el taxímetro. Miró al pasajero por el espejo retrovisor y sonrió para sí. Todavía tiene la perra vivita, pensó. El viajero se acomodó sobre el espaldar, acomodó la caja del pollo, bostezó y comenzó a dormitar, cabeceando como el péndulo de un reloj tembloroso. El taxista encendió la música, sintonizando Radio Recuerdos, en donde sonó un tema de música guascarrilera que no logró inquietar al pasajero. Más tarde, el conductor le preguntó a su pasajero que si subían por la calle diecisiete sur. El viajero  movió pesadamente la cabeza en señal de aseveración.  El carro giró vertiginosamente, comenzando a subir por la calle pavimentada, que más adelante, frente al parque, tenía enormes huecos. El trepidar del automóvil fue fuerte hasta el punto que despertó sobresaltado al pasajero. No sabía que la calle estaba tan jodida, protestó el chofer, se va a tirar el carrito. Es un poquito no más, se defendió el pasajero. En ese preciso momento algo saltó desde una azotea. Era un ave de corral. El conductor abrió los ojos con fascinación. ¡Es un pollo!, gritó, mientras detenía el taxi, enfrente del ave que había caído un poco aturdida sobre el recebo mojado. El hombre de inmediato se imaginó un suculento sancocho para su familia, y tuvo tiempo para imaginar cómo su mujer le estiraba el pescuezo al pollo, lo metía recién muertito en agua hirviendo y lo desplumaba. Luego se vio en la mesa regañando a los niños porque embadurnaban el mantel con las sobras de la comida. Abrió presurosamente la portezuela del taxi y avanzó hasta el animal, cogiéndolo con facilidad. En ese momento un hombre, aún en piyama, salió de la casa de donde el pollo había saltado. ¡Oiga, ese pollo es mío!, gritó el hombre de la casa, mientras que se acercaba, con las manos atrás, hasta el taxista. Deme el pollo, dijo el hombre sin mayor ofuscación. En ese instante el taxista se sintió grande, más inmenso de lo que era, y por eso no quiso desaprovechar la oportunidad de llevar, caprichosamente, el pollo vivo hasta su hogar. Qué pena, señor, pero este pollo me lo encontré en la mitad de la calle, y por eso es mío, pues no creo que precisamente haya salido de su casa… mire, no más, tantas que hay, señaló las cuatro o cinco casas que antecedían a lo que antes fuera una inmensa fábrica de ladrillo. ¿Ah, no me va a entregar el pollo?, preguntó el empiyamado. No, es mío, contestó el chofer, tratando de dar media vuelta hacia el carro, llevando el animal debajo del brazo. Atrás, desde el interior del taxi y a través de la ventanilla, los ojos desmesurados del pasajero atisbaban con asombro peculiar la escena. Este carajo se puso a discutir, y el taxímetro marcando, pensó el viajero sin remedio alguno. Entonces, ¿no me entrega el pollo?, preguntó afuera el hombre de la casa. Ya le dije que me lo encontré, contestó en tono subido el taxista. El hombre que se decía propietario del ave no replicó más, y apenas el conductor hubo dado tres pasos, se le adelantó, colocándosele enfrente. ¡Pum! Le disparó directamente a la cabeza. El cuerpo monumental del chofer cayó pesadamente sobre el pollo, que dio alaraquidos de susto incomprendido. El victimario se olvidó de su animal, y raudamente penetró a su casa. Todo estaba sumido en el silencio. El frío, el viento, el parque invadido de soledad por aquel sitio, porque más arriba, adentro, varias personas trotaban o hacían ejercicio sobre el césped, sin percatarse de nada. El pasajero quedó sano del juicio instantáneamente, sin comprender en realidad el porqué de aquella absurda peripecia. Pensó salir huyendo, ya que podía verse comprometido en el hecho, decidiendo, finalmente, que lo mejor era quedarse, pues quien nada debe, nada teme. Sintió miedo y se escondió detrás de la portezuela, cuando el portón de la casa se abrió de nuevo. Entonces, pudo ver, haciendo coquitos desde adentro, que el homicida salía presuroso, ya sin piyama y vestido para la ocasión. El hombre miró de arriba hacia abajo, caminando rápidamente rumbo al occidente, pero sin correr. Finalmente, el pasajero atestiguó lo que había visto aquel funesto domingo diecinueve de febrero de mil novecientos ochenta y nueve. Era muy probable que la desaparición del propietario de la casa del pollo mortal, como fue que se supo después que era, y la prueba del guantelete, junto con no haberle encontrado el arma agresora, pudieran certificar su inocencia fatal. Mientras se hizo la diligencia del levantamiento del cadáver del infortunado taxista, el pollo mortal permaneció feliz entre el parque, rebuscándose el alimento cotidiano entre el pasto.