AÑO III - NÚMERO 11  - ENERO DE 2017  - DIRECTOR: MARIO BERMÚDEZ - EDITORA COLOMBIA: PATRICIA LARA - EDITOR MÉXICO: ABRAHAM MÉNDEZ

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Adriana Giraldo G.

LA LISTA DE LAS ALMAS PERDIDAS

SOMBRILLAS AL VUELO

Portada de Sebastián Romero Cuevas

MARIANA KLEIN -Argentina-

La autora nos habla de sí misma: Soy autora de “De Fauces al Subsuelo” y de “Danzando entre la Nada y la Furia”, ambos editados por Ediciones Frenéticos Danzantes. También dirijo la Revista Extrañas Noches –literatura visceral- y la editorial recién mencionada. Recientemente fui publicada en la Revista Literaria Infinitus.

Nací en Buenos Aires en el 74, viví en esta ciudad hasta más o menos los 20 años y desde ahí hasta el 2012 anduve por el mundo viajando y quedándome largos períodos en distintos lugares de América Latina. En ese tiempo realicé un tour por distintos oficios, escribí para varios medios crónicas de viaje, limpié casas, hice gorritos de hilo y hasta llegué a tener una pequeña fábrica de joyería artesanal. Desde que volví, además de colaborar con varias publicaciones de habla hispana, hacer libros y revistas, coordino algunos selectos talleres de escritura y estudio para los últimos finales que me quedan para obtener la licenciatura en sociología.

En esta ocasión comparte el relato “La ciudad está enferma” que pertenece al libro “De fauces al subsuelo” de Ediciones Frenéticos Danzantes, 2015.

Nos comparte sus redes y su revista:

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Twitter: https://twitter.com/Marina_Kle

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Web Extrañas Noches: http://www.revistaextranasnoches.com/

PÁGINA 17

 

LA CIUDAD ESTÁ ENFERMA

 

 

   La ciudad está enferma. Rugosa, furiosa y enferma.

   Me termino de cerrar el cierre de la bota bordeaux y salgo a la calle. Hace un frío lacerante. La ciudad está enferma, ruge y está enferma.

   Doy unos pasos hasta la esquina y sigo por la avenida un rato más, subo al primer auto que se para ante mí. Tengo puesta una minifalda negra que mide un poco más que quince centímetros, me estoy cagando de frío. Las medias de red que llevo me delinean las piernas y hacen que parezcan más estilizadas. La pollera es ajustada y me marca divinamente el culo que es uno de mis mejores atributos. Arriba tengo una blusa roja con un escote divino y una camperita corta azul. Así dicho muchos pueden pensar que no combina nada de nada pero si me vieran en ese momento verían que sí, que estoy buenísima y la ropa y los colores me favorecen.

   El auto al que me subo está bien, el tipo que lo maneja también se ve bien y no huele mal. Vamos a un hotel de por ahí, un polvito, algo de plata y la noche empieza a las mil maravillas. Así facturo varios más. Las noches de invierno son buenas porque la gente necesita compañía para calentarse sus partes sensibles y solitarias del cuerpo, y un poco del alma. 

   Ahora no es tan tarde y ya junté lo que necesitaba por este día así que decido volver a casa a dormir. Mientras camino por la vereda tarareando alguna canción escucho unos ruidos.

   Recuerdo que la vida no es solamente un tren lento hacia la muerte sino una lucha sin cuartel, un alzamiento desesperado contra la desintegración y el olvido.

   Miro por las ventanas, las pocas que todavía están con luces encendidas, desde la calle fría y oscura miro a las personas paseándose dentro de sus casas y departamentos. Cada uno con sus cosas, perdidos completamente en el fluir de lo cotidiano, en las rutinas mecánicas. Tal vez alguno sea un gran genio del pensamiento contemporáneo o un artista preso en su propia carne pero la mayoría, la gran, inmensa, gigantesca y abrumadora mayoría son sólo gente para la cual la vida está compuesta de sucesos consecutivos y comunes, nacidos para desintegrarse en la nada sin más.

   La humanidad me mata de pena.

   Camino un poco más y sigo oyendo ruidos. Son gemidos como de un niño asustado. No para… Al principio se entremezcla con mis propios pensamientos y me pasa desapercibido pero conforme avanzo por la vereda el sonido se hace más nítido y va tomando forma y cuerpo. Me detengo un minuto e instintivamente busco con la mano derecha la navaja que siempre llevo en mi cartera… No soy como la chica de Rubén Blades que lleva un revólver, las armas de fuego me dan miedo… Lo que me da miedo ahora es ese sollozo que no para, que se vuelve incesante y me penetra taladrándome los oídos. Paro un instante y miro para todos lados pero no veo a nadie… los gemidos no paran… sigo unos pasos más…vuelvo a detenerme… Hay un zaguán, una entrada a una casa que queda un poquito para adentro y deja un espacio como escondido donde las luces de la calle no le llegan, se mantiene en sombras, oscuro, lejos… Hay un chico tirado en el suelo… debe tener más o menos mi edad, yo tengo veintitrés… Es un chico delgado y frágil, me doy cuenta cuando lo toco. Está acurrucado en el costado más oscuro y llora pero cuando me acerco puedo verle la cara y el pelo castaño largo y hermoso. Sangra por la nariz y por varios otros lugares que no podría definir, hay sangre por todas partes. La sangre no me asusta, me asusta que el chico frágil no sobreviva. Tiene las manos juntas al lado de la cara, son manos finas y dulces. Le pregunto qué le pasó pero no habla, no puede hablar, solo llora como un niño asustado abandonado en los confines del mundo en la noche más fría. Trato de levantarlo para poder llevarlo a mi casa e intentar curarlo pero al más mínimo movimiento los gemidos se hacen gritos de dolor, se ve que le han roto varios huesos.

   Desde mi celular llamo una ambulancia. Me quedo con él sentada en el escalón del zaguán. La ambulancia tarda. Le levanto un poco la cabeza y se la apoyo sobre mis piernas, sigue sollozando un rato más pero poco a poco se va quedando dormido o se desmaya –no sé- y la respiración se le tranquiliza.

   Después de una hora y media llega la ambulancia. Me preguntan cosas para las cuales no tengo respuesta, nombre, edad, qué le pasó… Yo no sé nada, lo encontré ahí, eso es todo.

   Son las 4 de la mañana, estoy en el hospital, en la puerta de la habitación donde se llevaron al chico que gemía y que para mí todavía no tiene nombre. Pude venir con él en la ambulancia, vine agarrándole las manos dulces.

   Busco un café de la máquina, me paseo de un lado para el otro como un padre que espera el nacimiento de su primer hijo, no fumo porque está prohibido…

   Al rato sale el médico. Me vuelve a hacer preguntas sobre él que no puedo contestar, no saben a quién llamar de la familia, no sabemos su nombre ni su apellido, el chico no habla, le rompieron la mandíbula y varios huesos más, está desecho y ahora también sedado.

   No me puedo ir a casa y dejarlo ahí solo. Termino el café, tiro el vasito en el tacho y entro en la habitación.  Me siento en la silla del acompañante. Las enfermeras entran cada tanto a mirar cómo está y a ver el líquido que cuelga de un gancho y que le va directo a la vena. Nadie me pregunta nada. Mi apariencia les debe parecer un tanto desconcertante pero nadie dice nada y yo me quedó ahí.

   El sol va saliendo de a poco, la ciudad se vuelve un poco más ruda con esa luminosidad de invierno que es más fría a veces que las nubes más oscuras. Me busco un café y vuelvo a la habitación. Mi amigo continúa durmiendo. Lo miro un rato. Tiene el brazo izquierdo y la pierna derecha enyesados, a la cabeza también le pusieron un yeso que le llega hasta la barbilla. Su delgadez lo hace parecer completamente etéreo y su cara, aun dentro de ese casco blanco que la circunda y llena de moretones, continúa siendo hermosa.  Es como un elfo de la vida real. Pienso en sus verdugos y en el placer que debe haberles dado patear hasta el cansancio a alguien así, cuya belleza avergüenza a los machitos más cabreros.

   Al rato abre los ojos, me mira un rato y mira a su alrededor… Estira su mano derecha y me toca el antebrazo en un gesto que puede haber sido un saludo, un agradecimiento o cualquier otra cosa. Sus dedos son suaves como la miel más dulce, llego a sentir envidia de los hombres que habrá acariciado y de los que acariciará. Me mira y trata de sonreír, con la boca mucho no le sale pero los ojos sí le sonríen.

   Escribo mi número y mi nombre en un papelito que dejo en la mesita que hay al lado de la cama, le doy un beso en la mano y me voy.

   Esa noche no salgo a trabajar. Rezo en voz baja para que un dios amable restaure los huesos de mi amigo del que todavía no sé el nombre y para que a alguien más que a mí le importen esos huesos rotos.

   Los huesos sueldan pero a nadie más le importa. La ciudad está enferma.

   Algunas semanas después suena mi teléfono cuando estoy en el supermercado, me entero de su nombre, es Mariano, tiene un acento como de pájaros venidos de la sierra. Me pregunta si interrumpe algo, si me molesta que me llame, si estoy ocupada.

   A todo le digo que no, que es un placer saber de él de nuevo, que cómo está.

   Hay un silencio, duda un poco… Tengo veintitrés años y hace muchos que estoy en esto, el silencio es un estoy solo en el mundo y no, no estoy para nada bien.

   Le paso mi dirección. Una hora más tarde está sentado en el único sillón que hay en mi departamento con la misma ropa que tenía cuando lo encontré pero sin manchas de sangre fresca, se ve que alguien la habrá lavado. Tiene la barba mal afeitada y habla como una chica de pueblo, todo lo que dice lo acompaña de gestos dulces con las manos dulces.

   Le digo que se puede quedar conmigo todo el tiempo que necesite, puede ser que sea para la eternidad, no hay problema. No le pregunto nada de su pasado ni quién es ni dónde está su familia, tengo veintitrés años y siglos de conocer chicos como él que son vomitados de sus casas, expulsados para siempre y que vienen a la capital siguiendo algún instinto de supervivencia o de curiosidad, creyendo que alquilándose un poco van a poder concretar algún tipo de sueño, a veces es hacer tratamientos hormonales, operarse o simplemente poder ser quienes son guardados por el anonimato de la gran urbe. Los más fuertes a veces lo logran, los menos experimentados y más frágiles terminan como Mariano, tirados en un zaguán.

   La ciudad apesta porque es el lugar donde se reúnen todos los peores instintos del ser humano y se potencian, también es el refugio de las esperanzas de muchos y eso la hace ser una gran bestia de la que es casi imposible escapar.

   La ciudad está enferma y ruge. Mariano duerme en mi cama, yo duermo en el piso hasta que se mejore completamente o hasta que consigamos juntar plata para comprar otra cama.

Somos los seres más solos de la tierra. Me pongo las botas, la mini, la camperita y salgo. La noche está helada, me subo al primer auto que para, mientras avanzamos y el hombre que maneja me mira las piernas y se va excitando, yo miro las ventanas de los departamentos que van pasando, pienso en las vidas de la gente de adentro…

   La ciudad está enferma y ruge, nosotros somos su rugido y su alimento, su razón de ser, su danza entre las sombras, su música maldita.