NÚMERO 12

ABRIL DE 2017

EN ESTE NÚMERO:

AÑO III - NÚMERO 11 - ABRIL DE 2017 - DIRECTOR: MARIO BERMÚDEZ - EDITORA COLOMBIA: PATRICIA LARA - EDITOR MÉXICO: ABRAHAM MÉNDEZ - REDACTOR: CARLOS AYALA

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LA IRRESISTIBLE MAGIA DE LAS LETRAS

La irresistible magia de las letras

PÁGINA 10

MARIO BERMÚDEZ  -COLOMBIA-

 

 

EL ALODIO DE LOS DIOSES

 

Los muchachos salieron corriendo por el camino viejo, y a la cabeza del grupo iba Atelbo, el joven príncipe de Inírida, la aldea que había quedado incrustada en un hermoso y ubérrimo valle, después del incontable tiempo de la desolación. Inírida se levantaba paciente a unos cuantos quilómetros del mar, y hasta allí llegaba el dulce rumor de las olas y la tibieza del trópico. Sus habitantes eran expertos pescadores, mientras las mujeres se dedicaban a la recolección de los frutos en las sementeras. Unas cuantas chozas de palma circundaban el templo al dios Suex, que era la única construcción de piedra, en donde vivía Fukar, el rey sacerdote, padre de Atelbo. La divinidad de Inírida no era más que el propio sol que brillaba impertérrito en el firmamento.

La vida en Inírida no tenía complicaciones, y se vivía en completa armonía, pues la devastación anterior, que había quedado escondida en el tiempo sin memoria, le había enseñado a los habitantes a convivir pacíficamente, respetando los designios del dios Sol. La productividad era fecunda, tanto en la tierra como en el mar, y la gente en extremo laboriosa, cumpliendo sagradamente con las festividades solares, que encabezaba con los mejores ornamentos el rey sacerdote Fukar, acompañado para la ocasión de su joven hijo, el príncipe Atelbo. Así que en estas circunstancias la ruleta de la vida giraba monótonamente, imprimiendo su movimiento circular de manera armónica, sin alteración alguna.

Exactamente nadie recordaba el tiempo de la desolación y solamente se hablaba de él a través de la tradición oral y en los escritos sagrados que se guardaban celosamente en el templo del dios Sol, custodiados por dos enormes leones de bronce que habían sido erigidos como protección ante la posible llegada de los invasores y de los malos forasteros. Muy pocos hicieron remembranza de los asaltos que avezados hombres de mar habían hecho en sus barcazas de  junco. Se contaba que el padre del rey sacerdote Fukar había reunido un ejército de pobres pero valientes hombres, y después de encomendarse al dios Suex, habían desterrado a los invasores, de quienes nunca más se volvió a saber nada, como si de verdad la tierra se los hubiese tragado definitivamente, para alivio de los habitantes de Inírida.

Contaban las leyendas distorsionadas que el dios Suex había castigado a los seres humanos con enormes bocanadas de fuego que habían exterminado por completo las poblaciones de la tierra. Es más, se aseguraba que los grandes continentes se habían sumergido en el océano ardiente y que todo vestigio de la vida desapareció por completo del orbe, menos en Inírida, un territorio que realmente no se sabía si era una gran isla o un continente, ya que los pocos habitantes que fueron salvos por la divinidad solar, tenían prohibido trasponer los linderos de la comarca, que entonces se había convertido en algo así como un paraíso, en donde el alimento y los animales de cría nunca escaseaban, conservándose fecundos, sanos y en abundancia para satisfacer las necesidades de los habitantes.

Así transcurría la vida en Inírida, apenas con los vagos y hasta contradictorios recuerdos del tiempo de la desolación, cuando el príncipe Atelbo se arriesgaba a ir, en compañía de sus jóvenes amigos, hasta el bosque que quedaba en las faldas de la cordillera que demarcaban el límite improfanable, que, según las Escrituras, el dios Suex tenía prohibido trasponer a sus hijos.

Por un momento el joven Atelbo se apartó del grupo.

―No se retire, príncipe ―le advirtieron sus compañeros de paseo.

―No se preocupen, ya regreso.

Los otros muchachos apenas movieron la cabeza en señal de resignada aceptación.

«Sé que es por aquí», pensó el príncipe, a medida que avanzaba cauteloso, como tratando de descubrir algo. El muchacho tomó una vara y comenzó a hurgar entre la vegetación. «Sé que estoy cerca, muy cerca», pensaba con ansiedad. Atrás, los muchachos comenzaban a llamarlo a gritos.

―Atelbo, no te pierdas o tu padre nos despescuezará a todos.

―Atelbo, ven ya… Queremos ir hasta el manantial, queremos ir hasta la cascada del bosque.

―Ya regreso con ustedes, no se preocupen ―contestaba el joven a gritos, mientras su voz se expandía en ecos que retumbaban entre el paisaje.

Por estar gritando, Atelbo dio un  traspié y rodó por entre la vegetación, raspándose la piel y haciéndose magulladuras. A pesar del impase, no se atrevió a gritar por no alarmar a sus compañeros. Quedó, sin embargo, un poco aturdido, moviendo las manos para sujetarse de algo que le permitiera no caerse hasta una profundidad desconocida. Estaba en esas, cuando de repente palpó algo duro y liso. Abrió los ojos desmesuradamente, y espantando el aturdimiento se incorporó. Estaba en una especie de abismo, debajo del sendero por donde se había separado de sus amigos.

―¡Santo Dios! ―exclamó al ver una mole de un material desconocido que se levantaba inerme entre la vegetación ―¿Qué es eso?

Como si hubiese bebido un brebaje, el joven avanzó unos pocos metros y se quedó contemplando la columna. Se agachó un poco y, entonces, anonadado hasta el borde del desmayo, pude ver una escalera que cubierta de maleza parecía meterse a un túnel.

―Debe ser aquí… debe ser aquí ―se dijo―. El dios Suex me ha traído aquí porque desea revelarme la verdad.

De pronto los gritos de los muchachos lo sacaron de su asombro y cavilar ante el insospechado descubrimiento. Ellos estaban arriba, y ya se preparaban para ir al rescate del joven príncipe.

―Esperen, esperen, yo subo por mis propios medios ―les gritó.

―No, Atelbo, nosotros iremos en tu ayuda ―dijo uno de ellos.

Empero, el príncipe, haciéndose el disimulado ante el descubrimiento, comenzó a trepar ágilmente, tratando de evitar que los muchachos bajaran en su ayuda, y se pudiesen dar cuenta del hallazgo.

Atelbo subió ágilmente, hasta que estuvo al lado de sus compañeros.

― ¿Qué te pasó?

―Solamente rodé hasta allá abajo por ir descuidado ―contestó el joven príncipe.

―Te lo advertimos, pero tú a veces eres terco.

―Tranquilos, tranquilos; retomemos el camino principal que va hasta el bosque ―dijo el príncipe.

El grupo se puso en marcha, retomando el rumbo propuesto, pero la idea del descubrimiento no abandonaba la cabeza de Atelbo.

“Tendré que idearme la manera de escabullirme solo e indagar si estoy en lo cierto, pues un pálpito divino me indica, sin lugar a equivocaciones, que allá abajo está el lugar que el dios Suex me anunció en sueños.”

―Apresúrate, Atelbo, no va y sea que te vuelvas a rodar a un abismo por descuidado.

―Estoy muy atento a la marcha, y son ustedes los que pretenden distraerme.

El grupo continuó avanzando. «Esta noche será», pensó el joven príncipe, a la vez que sonreía con cierta malicia, olvidándose de los raspones y de las magulladuras que se había producido al rodar en el abismo.

 

 

 

2.

La noche estaba teñida de un azul oscuro intenso, salpicado de estrellas que titilaban en la inmensidad de la bóveda celeste. Atelbo estaba en su cuarto sin poder conciliar el sueño, pensando en el descubrimiento de aquella tarde. Se levantó y se acercó la ventana, y al correr el visillo pudo ver el cielo manchado por las estrellas. Sus ojos otearon hacia la montaña, que se marcaba contra la noche. «Debo ir ya», pensó. Se devolvió y recogió el morral, se puso las sandalias y casi en puntas avanzó hasta la puerta de la habitación. Entre abrió y sacó la cabeza con precaución, cerciorándose de que alguien no estuviera en alguno de los pasillos.

―Zumbo, zumbo ―llamó con voz queda.

La cabeza del joven giró mirando en cercen, desenredando la oscuridad. De repente apareció a su lado un enorme perro negro, delgado y lustroso, de orejas largas y caídas y de trompa perfecta. Era la hermosa mascota del príncipe.

―Vas a tener que acompañarme, Zumbo ―le dijo el joven al perro, que batió la cola en señal de aceptación― ¡Shisss! No hagas ruido porque se podrían dar cuenta, así que saldremos por la parte de atrás del templo, aunque nos toque dar una gran vuelta.

Atelbo se terció la barjuleta, se acomodó la capa que lo protegía del frío y que estaba sobre la túnica blanca orlada con hilos de oro.

―¡Vamos, Zumbo!

Muchacho y animal se deslizaron por entre las sombras con esmerado sigilo, y pronto estuvieron afuera, en las callejas tranquilas de la aldea. Se escucharon los aullidos de los lobos y el canto de las aves nocturnas. Rápidamente, joven y perro, tomaron el sendero que se adentraba hacia la montaña. La noche era clara y la luna pendía como un farol gigantesco alumbrando suficientemente el camino. La diosa Chiex era esposa del dios Suex, deambulando durante la noche para iluminar los senderos nocturnos de los seres humanos, aunque en los eclipses copulaba con su esposo para procrear las estrellas del firmamento. Anduvieron por largo rato sin contratiempo alguno, hasta que llegaron al sitio en donde la tarde anterior el príncipe había rodado en una señal premonitoria.

―Allá abajo es, Zumbo.

―Guau, guau, guau ―ladró el perro.

―Tenemos que bajar con sumo cuidado.

Con precaución, el joven comenzó a descender por el abismo, agarrándose fuertemente de los arbustos, seguido por el animal y previniendo cualquier maltrato en sus manos y en sus piernas. Ya abajo, avanzaron hasta donde se erguía la extraña columna camuflada entre la yerba que trepaba por ella como serpientes verdes.

―Aquí es, Zumbo ―mustió el príncipe.

Y el perro volvió a ladrar, esta vez con mayor fuerza.

Atelbo se acercó hasta la columna y la palpó, sintiendo en sus manos el rigor yerto de su extraña y sólida estructura. Ahí estaba la escalera cubierta por algo de maleza, pero perceptible. El joven sacó de entre el morral una antorcha, que impregnó con aceite de lámpara y que luego encendió con un pedernal. Las llamas crepitaron amarillentas hasta que fueron tomando mayor intensidad. Con cautela el príncipe comenzó a descender en medio de la ansiedad que le producía lo desconocido. «Este debe ser el lugar sagrado del cual hablan las escrituras», pensó. Siguió descendiendo, siempre seguido de su mascota, mientras la noche al desamparo quedaba atrás. Las escaleras eran largas, extremadamente largas, y con un ángulo de cuarenta y cinco grados conectaban a un recinto desconocido. Atelbo se quedó mirando en rededor: era un salón circular, de paredes ennegrecidas por la inclemencia de un tiempo casi eterno, y entre las uniones de los bloques brotaban tiernas ramas que se habían hecho cómplices de cronos.

―¡Es maravilloso!

El doncel continuó escudriñando, hasta que en uno de los extremos del salón pudo ver una especie de estantería. Atelbo avanzó cautelosamente. Se acercó hacia uno de los anaqueles y, entonces, sus ojos azules se abrieron enormemente, lanzando destellos producidos por la luz de la antorcha. Estiró la mano hasta que cogió entre sus manos unos papeles amarillentos escritos en letra diminuta y perfecta. El joven trató de descifrar aquella escritura misteriosa, pero no comprendió absolutamente nada.

―Deben ser los escritos sagrados ―dijo.

Puso nuevamente las hojas grandes y amarillentas en el estante y continuó revolcando, hasta que se topó con algo inverosímil: una especie de libro a todo color.

―¡Santo cielo! ¿Y quiénes son estos?

Los ojos de Atelbo se abrían desmesuradamente observando aquel maravilloso descubrimiento.

―Claro, claro, son los dioses. Vaya, el dios Suex no es el único ―se dijo con cierto acento de frustración.

Siguió ojeando con detenimiento, extasiándose una y otra vez en las figuras, vestidas extrañamente, que saltaban de entre las hojas, como recobrando una vida perdida entre el misterio del pasado. Continuó hallando más plegables en donde nuevas seres extraordinarios aparecían.

―Aquí está toda la verdad, pues no hay un solo Dios como lo predica mi padre.

No había duda para el príncipe de Inírida, pues la realidad sobre la existencia de más dioses estaba oculta en aquel recinto secreto, protegido por la frondosidad de la naturaleza ante los embates de la curiosidad humana. Allí estaba el templo secreto que él había visto en sueños, el mismo que los otros dioses le habían vaticinado para que encontrara la verdad.

―No debo apresurarme a revelar la verdad, pues primero tengo que conocer todos los secretos divinos para luego enseñárselos a todos en la aldea. Pero antes, cuando yo esté completamente seguro de lo que pienso, traeré a mi padre para que él mismo descubra el secreto de los verdaderos dioses.

Atelbo estaba en estas disquisiciones, cuando de repente sintió un zumbido producido por una corriente fuerte de aire. Pero lo más extraordinario sucedió cuando, repentinamente, el recito se iluminó como con la misma luz del Suex desde unos potentes y desconocidos focos que estaban adosados al techo circular. El muchacho quedó aterido de pavor, pues jamás había visto o imaginado siquiera que pudieran haber luces casi tan potentes como la del dios Suex. El príncipe cayó de rodillas mientras se tapaba los ojos con el dorso de las manos para protegerse de la luminosidad que parecía castigarlo. Zumbo aulló, y asustado trató de huir por las escaleras que daban al exterior.

Solamente quiero resarcirme del tiempo del olvido, buscar el fuego prohibido y atizar la llamarada para que entre la humareda renazcan las plumas que destilarán tintas, rojas e iracundas, que formarán unas letras

siempre inconclusas.

Ahí con la quijotesca idea de escribir alguna cosa, y que sea esta la oportunidad para presentarle algunos mis libros:

 

MARIO BERMUDEZ EN AUTORES EDITORES

 

Esta vez deseo compartir con los lectores dos capítulosde el proyecto de relato juvenil, titulado el El Alodio de los Dioses.