NÚMERO 13

MAYO DE 2017

EN ESTE NÚMERO:

AÑO III - NÚMERO 13 - MAYO DE 2017 - DIRECTOR: MARIO BERMÚDEZ - EDITOR MÉXICO: CARLOS AYALA

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LA IRRESISTIBLE MAGIA DE LAS LETRAS

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La irresistible magia de las letras

PÁGINA 17

MA. EUGENIA GARCÍA RAMÍREZ -MÉXICO-

 

Me llamo Ma. Eugenia García Ramírez y trataré aquí de compartir con mis lectores algunas de las experiencias de mi vida. Pero me limitaré solamente a unas cuantas. Lo primero que me gustaría mencionar es que nací en La Colorada, Zacatecas. En cuanto al tema de la educación, además de la primaria y secundaria, estudié en instituciones universitarias. Fui, por algún tiempo, profesora de educación primaria y, seguidamente, de educación media en el campo de la Psicología. Continué más tarde con mis estudios superiores y, por fin, obtuve el título de ingeniera-mecánica. Ahora mismo estoy empleada por una empresa que se ocupa en el desarrollo de parques industriales. Vivo en Monterrey, Nuevo León. Por otra parte –y además- me encanta leer mucha literatura, asistir a conferencias, a conciertos de música y a museos y, por qué no, bailar, cantar y escribir. He publicado en la revista “La Hoja”, en la revista electrónica “La Palabra: revista de literatura y cultura hispanense” y en la Revista “Infinitus”. Agradezco a “Trinando” me admitan entre sus colaboradores, esperando no sea la única vez que lo hagan.

 

Y si pudiera, ¿le gustaría conocer la fecha exacta de su muerte?

En realidad, de cierta manera todos estamos en el pabellón que

nos lleva, irremediablemente, hacia el final. Nuestra muerte puede

llegar en cualquier momento, en cualquier lugar en que vivimos

como si eso no fuera cierto o, de lo contrario, enloqueceríamos.”

“TODAS MIS VIDAS POSIBLES” Beatriz Rivas

 

LOS AMIGOS

 

La morena y torpe mano de Cruz se deslizaba con gran dificultad sobre la vieja pizarra negra; en la que contrastaba el blanco del gis con el que ella, orgullosa, trataba de escribir su nombre: C r u z  M e z a. Hacerlo, era un logro alcanzado gracias a la insistencia de la maestra Carolina, quien se había empeñado en enseñar a leer y escribir a los analfabetas de ese perdido pueblo minero donde trabajaba.

El salón de clase, en el que se encontraban, pertenecía por las mañanas al grupo de cuarto año. Y ver en él a los adultos por las tardes, que apenas si cabían en los pequeños mesa-bancos, era casi cómico. Sin embargo, todos ellos se tomaban muy en serio esa actividad.

El grupo guardó un respetuoso silencio cuando observaron por la cara de Cruz rodar las lágrimas. Todos sabían la razón de ellas, y se solidarizaban esperando que ese llanto lavara los recuerdos que la atormentaban.

Era una tarde de sábado primaveral. Pedro, el esposo de Cruz y Juan, su amigo y vecino, se encontraban revisando el viejo camión para que no le faltara nada en la travesía.

-Juan, revisa las llantas por favor. Mientras, yo haré lo mismo con el agua y el aceite del motor. ¡Ah! y también revisa la gasolina.

-Bien, Pedro, luego iré a ver si ya están listos los niños. Se quedaron felices con la idea de acompañarnos en la cacería.

-Ojalá traigamos muchas liebres para que nos hagan un buen mole nuestras mujeres.

A lo lejos, en el patio, se escuchaban las risas felices de Luis y Javier que corrían alegres por la oportunidad de pasar ese fin de semana con sus padres. Ya habían preparado sus guantes de beisbol, su bat, su pelota y lo más importante, su resortera. También tenían listos el petate y la cobija donde pasarían la noche descubriendo constelaciones en el cielo estrellado.

Cruz y Luisa, sus madres, contentas por la felicidad de sus seres queridos, preparaban el bastimento que les serviría a ellos de comida esos días.

-Luisa, ¿ya echaste las gorditas?

-Sí, también estoy poniendo algo de pan dulce.

-Yo he agregado café para los mayores.

-¡Oye, les pondré también un queso!

-Muy bien. ¿Escuchas a los niños? ¡Qué contentos! Fue excelente idea que para celebrar el cumpleaños de Javier, sus padres hayan querido llevarlos a la cacería. Estoy feliz por eso.

-Yo también.

Llegó el momento de la partida. Salieron jubilosos. Todo el trayecto cantaron. Los padres les decían los nombres de las escasas plantas que podían ver en ese desértico paisaje; mientras avanzaban, rumbo a la represa donde acamparían.

-Papá, papá, ya se ve “El charco de la perra”. ¡Mira los mezquites!- gritó Javier.

-Yo también puedo verlos- dijo Luis.

-Niños, cuando lleguemos, les tocará bajar las cosas del camión, mientras mi compadre  Juan y yo buscamos leña.

-Bien, papá, lo haremos- respondió Javier.

Para todos ellos, los rechinidos del viejo camión era música a sus oídos. Las redilas crujían y las portezuelas sonaban todo el tiempo debido al traqueteo que les provocaba la brecha irregular por la que se desplazaban.

Por fin pararon el camión bajo uno de los mezquites; eligieron el más frondoso. Los padres, descendieron y avanzaron perdiéndose en el monte para buscar la leña que usarían en la fogata. Ésta, les serviría para mantener a los coyotes lejos del campamento, para calentarse en el frío de la madrugada, y para cocinar lo que comerían durante ese fin de semana.

Cuando los niños terminaron su tarea, jugaron de inmediato. Corrieron persiguiéndose, saltaron, subieron a los mezquites, metieron los pies al agua de la represa, rieron felices.

-Javier, ¿por qué no jugamos a los vaqueros?

-Buena idea, Luis. Aprovechemos que las escopetas están a la mano.

-Toma una, yo tomaré la otra- dijo Javier.

-¿Oíste compadre? Me pareció escuchar un disparo- dijo Pedro.

-¡Dios, los niños!- gritó Juan.

-¡Corramos!

Por la arena se deslizaba lenta, la sangre que manaba del cuerpo de Javier. Luis, de rodillas junto a él, aterrado lloraba, lo sacudía y le gritaba: ¡No te mueras Javier, sólo estábamos jugando!

Pedro avanzó hasta su hijo. Cargándolo, lo subieron al camión para llevarlo de inmediato al pueblo; con la esperanza de poderlo trasladar al pequeño hospital de la localidad vecina. Juan conducía el camión, pidiéndole a Dios que le otorgara alas para llegar a casa lo más pronto posible.

Cuando las azoradas madres vieron llegar el desvencijado camión, sabían que algo grave había pasado en el campamento para obligarlos a volver.

Cruz sufrió un desmayo cuando observó a Pedro descender con Javier en sus brazos manchado de sangre e inmóvil. Para Luisa, no fue menos impresionante el hecho. Abrazó a su pequeño Luis, y en el fondo de su corazón oró dando gracias de que no hubiera sido él  quien estaba muerto. Porque en ese instante se confirmó que Javier había fallecido, y que no habría que trasladarlo al pequeño hospital del otro poblado.

A pesar del doloroso suceso, las dos parejas permanecieron unidas en la amistad y en la  pérdida. Esa tarde, Cruz y Pedro vieron partir a Javier en brazos de la muerte. Luisa y Juan perdieron a Luis; porque las autoridades se lo llevaron al Tutelar de Menores de la vecina localidad, a un tratamiento psicológico determinado por un juez, que esperaban le ayudara a asimilar lo acontecido, y de donde no podría volver hasta pasados varios años.

De los ojos de Cruz seguían manando lágrimas. Los niños, en el momento del accidente,  cursaban el cuarto año de primaria. Así que estaba segura que se encontraba parada escribiendo en la misma pizarra negra y vieja donde, hasta hace unos meses, tal vez en algún instante, estuvo escribiendo también su amado y añorado Javier. Mientras lloraba, no dejaba de recriminarse: “Si yo hubiera sabido, no habría dejado que los niños fueran con sus padres esa tarde”.