NÚMERO 15 SEPTIEMBRE 2017

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AÑO III - NÚMERO 15 - SEPTIEMBRE DE 2017 - DIRECTOR FUNDADOR: MARIO BERMÚDEZ (COLOMBIA) -  EDITORES MÉXICO: ABRAHAM MÉNDEZ - CARLOS AYALA

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PÁGINA 25

MERCHE BLÁSQUEZ  -ESPAÑA-

 

Merche Blázquez, natural y residente en Santa Coloma de Gramenet, una ciudad colindante con Barcelona, capital catalana en España. Nacida en 1970, casada y con dos hijos, se licenció en Física aplicada, aunque solo trabajó durante un año aplicando sus estudios. Años más tarde se despertó su afición literaria, de la que han nacido un par de novelas fan-fiction sobre Star Wars y diversos cuentos cortos y poemas de temática variada.

Algunas de sus obras han visto la luz en revistas virtuales: "Una tarde aburrida", en el número 2 de la revista Espora, y "Feliz Sexo Nuevo", en el número 112 de Ulisex!Mgzn.

Merche apuesta por un lenguaje sencillo y un contenido mordaz, destinado a un público más astuto que sensible.

 

B-positivo

 

Cuando era pequeña oí a mis padres decir "Merche ve positivo". No entendí lo que significaba, pero se quedó grabado en mi memoria como tantas otras cosas sin demasiado sentido que se recuerdan de la infancia.

A los ocho años me pusieron gafas. En los papeles del oculista y de la óptica, yo veía "D: -1,75; I: -2,25". Entendí, entonces, que mi vista tenía exceso de positivo, y por eso me la corregían con negativo.

Después, conforme fui creciendo, los libros me enseñaron a entender el sentido figurado de las expresiones. Entonces supe que no se referían a la vista física, sino a mi modo de ver la vida.

Tiempo después me enteré de que en realidad hablaban del grupo sanguíneo (Merche, B+), pero no me importó: yo ya había aprendido a ver la vida en positivo. Por eso, aquel día de tórrido verano, a cuarenta grados a la sombra, vi la ocasión perfecta para pasar un buen rato.

 

Laurine estaba acostumbrada al frío, y el calor le resultaba exótico. Le gustaba sentirlo, pero su piel se irritaba fácilmente con el sol. En los dos años y medio que llevaba viviendo aquí, la había visto ya varias veces con toda la piel quemada por no usar suficiente protección. En las últimas semanas había estando mudando la piel quemada, y la nueva capa era mucho más sensible. Le había quedado la marca del traje de baño tan claramente que, cuando se desnudaba en el vestuario del gimnasio, parecía que lo llevaba puesto, blanco rosado.

—¡Estoy hoggible! —dijo con su acento francés— ¿Cómo puedo quitagme esta magca?

—Una de dos —le contesté yo—: o dejas de tomar el sol, o lo tomas desnuda.

—¡Oh, mon Dieu, desnuda no, no me gusta mi cuegpo, no quiego que me vean!

Yo no comprendía que no le gustara su cuerpo, a mí me volvía loca. Mi visión positiva tenía la solución:

—¿Y si no te viera nadie, lo harías? —pregunté con picardía.

—¡Clago!, pego ¿dónde podgía haseglo?

—En mi terraza. Vivo en un ático, yo tomo el sol desnuda allí, no hay nadie que pueda verme.

—¡Seggía fantástico! ¡Yo llevo champagne!

 

Y así fue como la llevé a mi casa un sábado de calor insoportable. Compré algunas cosas para hacer una comida ligera y fría, basada fundamentalmente en ensaladas, licuados y frutas. Ella trajo ostras y champagne. Yo nunca había comido ostras porque creía que su textura era babosa, y solo de pensarlo me daban arcadas, pero ¿cómo iba a rechazar lo que con gran ilusión había traído ella? Las ostras son afrodisíacas, el champagne, también, ella había traído ambas cosas: mi visión positiva sabía perfectamente lo que iba a ocurrir.

 

Tras la comida, hicimos lo acordado. Nos desnudamos y salimos a la terraza. Nos aplicamos protector solar la una a la otra. Yo insistí con especial cuidado en aplicárselo bien en las zonas que tenía más blancas: por detrás, en sus nalgas, y por delante, primero en su bajo vientre barrigudo y después en sus pechos. Sus pezones se ponían más duros con cada caricia lubricada por la crema y, al tacto con las palmas de mis manos, enviaban una eléctrica orden a los míos para que hicieran lo mismo. Cuando ella me aplicó el protector a mí, yo estaba ya tan excitada que empecé a estremecerme, pero ella se limitó a reír tímidamente, ruborizarse, y tumbarse a disfrutar del sol. Mi visión positiva llegó a una conclusión: ha sido muy excitante, las dos hemos disfrutado, el día ha sido perfecto.

—El calog me da mucha sed —dijo Laurine. Entonces me acordé de que el champagne seguía en el congelador. Lo puse en un cubo con hielo y lo saqué a la mesa de la terraza, junto con dos copas.

Sorbo a sorbo, nos dio la risa tonta. Laurine empezó a desinhibirse. Dijo que tenía demasiado calor. Cogió la regadera, la llenó, y se puso a echarse agua por todo el cuerpo, allí mismo, sobre la tumbona de plástico. Yo me reía a carcajadas y ella, en simpática venganza, me tiró agua a mí. Debía ser cierto que el sol le daba mucha sed, porque en menos de veinte minutos habíamos terminado la botella, y yo solo había tomado una copa. No teníamos más champagne, pero recordé haber visto en el congelador helados, y le ofrecí.

—Tengo helados de crema y de hielo. ¿Te apetece alguno?

—¡De hielo! ¡Hase mucho tiempo que no los tomo! ¿De qué sabog hay?

—Fresa o limón.

—¡Fgesa! —eligió, entusiasmada, así que saqué un polo de hielo sabor fresa para ella y un cornete de nata para mí.

Como ella estaba de frente al sol, pronto empezó a derretirse su helado. Unas gotas de lo que ya parecía más bien sorbete, cayeron sobre su pecho izquierdo.

—¡Ohh, qué fgesquito! —exclamó, y no se molestó en limpiarlo, al contrario: mantuvo el helado boca abajo y totalmente expuesto al sol, para que siguiera goteando.

Una gota chorreó hasta su ombligo. Me levanté de mi tumbona y me incliné sobre ella para lamer el dulce líquido rojo, hacia arriba, recogiéndolo todo con mi lengua, fresca de haber chupado el helado de nata.

Ella dejó de reír. La miré, tenía la boca medio abierta y respiraba levantando el cuerpo como si unos hilos invisibles tirasen de sus pezones hacia arriba. No supe cómo interpretarlo. Por precaución, volví a sentarme. Mi cornete llevaba un par de minutos en mi mano sin haber sido lamido y se rindió también al calor, bajando por la galleta hasta la punta y cayendo de allí a mi tripa.

Mis ojos se clavaron en los de Laurine, los de ella estaban fijos en la mancha de nata. Vino a lamerlo, terminó muy pronto, se volvió a sentar. Me quedé embobada y me cayó más helado en los pechos, pero ella se quedó mirando, y entonces, yo, lo recogí con mis dedos y me los chupé. Vi sus muslos contraerse aprisionando su vulva.

—Me está entgrando mucho calog en otgo sitio —susurró.

—Tenemos de todo para enfriarlo —respondí.

Con su brazo extendido hacia fuera, el helado de fresa seguía goteando, esta vez sobre el suelo. Abrió las piernas frente a mí, los labios mayores de su sexo se abrían y cerraban como el pico de unos polluelos esperando ser alimentados por su madre. Inspiró hondo, cerró los ojos, y metió el helado de fresa en su vagina, entre gemidos de placer y gritos por la sensación de frío. Se lo metió entero, sujetándolo por el palo, lo volvió a sacar casi todo y lo volvió a meter, varias veces, hasta que se lo dejó dentro unos segundos succionándolo con la pelvis y, por fin, lo sacó del todo.

El helado había menguado mucho tras su incursión sexual. Laurine tenía una expresión de placer desmedido que me tenía atónita. Se contoneaba con las piernas abiertas, y de su vagina chorreaba sirope de fresa.

Solté mi helado y me arrodillé ante ella. Lamí la fresa que caía hacia su nalga. Siguió saliendo más. Yo seguí bebiendo el sirope y chupando los labios que lo expelían, como si los besara con toda mi boca. Ella se abrió más y salió más líquido. Yo lamí más y me adentré a buscar el resto, metiendo mi lengua en su vagina y mi nariz en su clítoris.

Ella se agarró a los brazos de la tumbona. Yo me agarré a sus pechos pegajosos y seguí chupando, dentro y fuera, moviendo mi cabeza mareada por culpa del champagne y del calor. Era lo más rico que había probado jamás, blando, carnoso y jugoso, como la ostra que antes me había comido.

Al cabo de unos minutos, el sabor dulzón de fresa dio paso a otro sabor, más suave, con toques ácidos y salados, de su flujo orgásmico.

Verla así me excitaba, beberla así me volvía loca. Sentía que me mojaba a la vez que ella, y empezaban a darme espasmos de placer, junto a unas ganas locas de morder su ostra, ganas que reprimía, y eso me daba más placer aún. Laurine metió su pie entre mis piernas. Acarició mi vulva con el empeine hasta que lo tuvo empapado e hizo vibrar mi clítoris con su dedo más grueso. Sentí un chorro de líquido salir de mí, y otro de ella, que me tragué. Un fuerte gemido me dejó bien claro que ya no podía más.

 

Me levanté con las piernas temblando. Laurine tenía la cabeza colgando hacia atrás y los ojos cerrados. Respiraba agitadamente. Yo me sentía mareada como si acabara de salir de una atracción de feria, y tenía las piernas mojadas por la cara interna. Tuve que sentarme para no caerme.

Ella abrió los ojos y se incorporó de repente. Su cara estaba tan roja como el charco de fresa del suelo, en parte por el calor, y en parte por la vergüenza: mi vecina estaba mirando, encaramada en una silla, por encima de la pared que separaba su terraza de la mía.

¿Un mal final para aquel día? No. Todo tiene una parte positiva: el sábado siguiente éramos tres.