No. 16

ENERO 2018

No. 16 ENERO DE 2018

PÁGINA 10

José de Jesús Bolaños de Haro nació en 1989 en Monterrey, Nuevo León, México. Vive con sus padres en un hogar pequeño en el municipio de Apodaca.
Es autor de obras literarias del género fantasía y ficción. También ha escrito novelas de terror, suspenso y amor a su familia, y amigos. Desde los 12 años aprecia el gusto por la lectura. Hoy en día, tiene el apoyo y ayuda de Yolanda Chapa, una escritora regia que ha publicado dos libros de su trilogía Lani.
Dentro de su trayectoria, Jesús Bolaños nos adentra a un profundo mundo de varias dimensiones, sueños, lugares antiguos y visiones macabras en una saga de ocho libros llamada Sobrenatural. También une a su colección de libros una historia del género horror/survivor, basada en Monterrey. Una secuela de cinco libros, de lo que, hasta la fecha, sólo ha escrito dos. Ya tiene dos propuestas en editoriales como Palirbio y Acero.

 
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NOVIEMBRE ROJO

 
 
Esa noche fúnebre y helada del treinta de noviembre, un hombre alto y delgado, cuyo rostro yacía cubierto por la negrura, avanzaba por aquellos callejones umbríos y desguarnecidos del enorme y pintoresco pueblo de Bringns. Adolph, su nombre, llevaba puesta su chaqueta y unos guantes negros de piel. Se detuvo unos instantes y apreció tanto el cielo nocturno como grisáceo, aunque aún más, aquellas casas de dos plantas que estaban al otro lado de la húmeda y silenciosa calle.
    Cargaba bajo su prenda de piel un cuchillo afilado y brillante que guardaba dentro de su funda, un arma que estaba dispuesta a usar en cuanto moviera su única pieza: Apresar.
    Siguió sobre sus pasos, escuchando el golpeteo incesante que la lluvia provocaba al caer sobre su chaquetilla. Sus zapatos negros se sacudían con el agua estancada de los charcos que pisaba. Necesitaba guardar silencio. Debía comenzar su trabajo y qué mejor manera de hacerlo con precaución.
    Se detuvo en uno de los tantos callejones, observó una esquina que permanecía a unos metros de distancia y vio atentamente a una mujer que sacaba la basura de la casa. Estudió cada movimiento y comprobó que nadie viera su escondite.
    —¿Ya, mamá? —gritó un niño de ocho años dentro de la casa.
    El pequeño salió cuando observó a su madre volver en dirección hacia la puerta principal. Estaba tan entusiasmado que no dejó de dar saltos sobre el césped y las hojas recién podadas y empapadas. El olor a tierra húmeda llegó a su nariz.
    —Ya casi, ya casi —respondió la mujer, cuando caminó hacia la puerta principal con el cesto ya vacío, luego, se adentró a la casa junto a su hijo—. ¡Date prisa, Alan! ¡Las habas se me queman! ¡A tu papá no le gustará que esto suceda!
    A Adolph, que estaba oculto en la oscuridad de aquel callejón hediondo, le destellaron unos ojos que eran más azules que el océano. Sus dedos, resguardados por los guantes, comenzaron a moverse rápidamente por alguna razón. Estaban desesperados, cuando se acercaron hacia el cuchillo.
    Entonces Adolph esperó oculto mientras tuviera una oportunidad. Así que cerró lentamente los ojos mientras provocaba misterio. Suspiró, tranquilo, y exhaló un tanto deseoso.
    —Llegó el momento —murmuró, escuchando cómo la puerta principal de la casa rechinaba al abrirse a lo lejos. Asimismo, vio salir al pequeño Alan, y con una expresión victoriosa, acentuó una sonrisa escalofriante que se avistó luego de un estruendo que se hizo presente en el cielo lluvioso.
 
 
Alan, un niño de complexión delgada, cuya cabellera era castaña y larga, se detuvo en la acera por lo nervioso que estaba. Esa noche haría el primer encargo que le había implorado a su madre desde hacía semanas. Era su más grande oportunidad para demostrarle que ya no era un chiquillo. Ya era un niño grande al que podían encargarle cualquier tarea.
    —¡Alan! —le gritó su madre desde la puerta—. ¡Vamos! ¡Muévete que ya es muy noche como para que andes solo afuera!
    —De acuerdo —murmulló Alan, entusiasmado y con el dinero en la mano. Unas pequeñas monedas deslumbraron ante las lámparas y éstas casi se le resbalaron de entre los dedos.
    Por fortuna había parado de llover y debía haber gente vagando por las calles. Sin embargo, no fue así. Las calles estaban desiertas que ni una sola alma saldría a caminar siendo tan tarde.
    La mujer no se movió de su lugar por ningún motivo, desconfiaba, dejar ir a su hijo hacer el encargo era muy peligroso y más si iba solo. Aunque la tienda no estaba tan lejos de ahí, solo eran unos minutos, en esa misma calle de Wood Street. Se aseguró de que Alan caminara bajo su vigilancia, cuando notó que el humo incesante surgía de la casa.
    —¡Válgame al cielo! ¡Se queman las habas! —se dijo, adentrándose sin importarle todo lo demás. Necesitaba apagarlos.
    Los pasos de Alan iban empequeñeciendo. Veía con curiosidad cómo se alzaba el agua estancada entre los obscuros charcos. Volvió la vista para comprobar que su madre ya no estaba cuidándole en la acera. Quizá estaba vigilando que no se le quemara la cena. Sería un severo problema si eso ocurría. No quería ni imaginarse cuando llegara a ver todo el desastre que su madre provocó por un descuido.
    Alan avanzó, cauteloso, y se detuvo enseguida al ver la tienda cerrada. Doña Clara no cerraba temprano y menos tratándose de un miércoles. Esos días había ofertas y los vecinos sabían aprovecharlas. Así que se extrañó. La lluvia debió ser la responsable de que cerrara temprano. Así que adiós al encargo.
    —Mierda —maldijo por lo bajo recordando esa palabra. Supo que su padrastro la decía siempre que estaba tan molesto.
    Entonces, recordó cuando el hombre calvo, fornido y borracho que tenía como «padre», había abofeteado a su madre la noche anterior porque le había negado una fría cerveza a la hora de la cena. Siempre ocurría eso. Si no era porque ella evitaba tener intimidad con él estando en ese estado, era porque casi siempre le prohibía tomar cuando llegaban de visita las vecinas. Después del golpe que su padrastro le metió a la mujer, Alan vio cómo se cortó la muñeca con una botella de vidrio vacía. Quizá porque no había podido mantener el equilibrio por lo mareado que estaba. Fue entonces cuando le escuchó decir aquella mala palabra.
    Alejando aquel vago recuerdo que deseaba no haber experimentado, continuó sobre sus pasos. Debía hacer el encargo: comprar tortillas en la tienda para que cenaran tranquilamente. Si no las llevaba su padrastro volvería a golpear a su madre. Era triste. Tener apenas ocho años de edad y no poder hacer nada para defenderla por culpa de aquel hombre borracho que siempre se desquitaba de esa forma por no conseguir un estúpido capricho. Esos eran recuerdos que el pequeño Alan jamás olvidaría, hasta que madurara.
    Avanzando para buscar otra tienda, observó la acera de enfrente con un brillo intenso en sus ojos. Quería cruzar. Estaba decidido, así que sonrió esta vez al ver cómo sus pequeños pasos levantaban el agua estancada en el suelo. Hacía unos ruiditos llamativos con cada uno de sus pasos, hasta que avanzó por la otra acera, sujetando fuerte las monedas.
    Surgieron unas risas que lo llenaron de emoción y giró maravillado su cuerpo en cuanto sintió en sus mejillas la helada brisa.
    A los costados, los árboles que se hallaban acomodados ordenadamente en hileras, se mecieron frágilmente con el viento. Las nubes que posaban sobre el cielo estaban alejándose lentamente. Como lo dijo el meteorólogo de la televisión, las semanas lluviosas de noviembre iban a terminar. Pronto se avecinaría una fuerte tormenta y sería peligroso salir a las calles sin tener al menos algo para protegerse. Sería el frente frío número uno más intenso del año.
    En cuanto Alan llegó a la otra esquina, a Green Street, comprobó una cosa. La tienda ahí también estaba cerrada. Derramó un par de lágrimas porque su padre volvería a golpear a su madre al no ver las tortillas en la mesa. No le quedó de otra que apretar los nudillos del coraje. Se sintió impotente de no conseguir el encargo. No quería ver a su madre en la esquina llorando y suplicando por culpa del hombre que tenía como padrastro. Pateó una botella de plástico que chocó contra un árbol y exclamó aquella mala palabra.
    Sabía que al regresar a su casa comenzarían los gritos enérgicos de aquel infeliz y los lamentos de su calamitosa madre mientras le suplicaba clemencia, arrinconada entre el armario.
    —¡Mierda, mierda! —exclamó de nuevo, cuando se quedó quieto unos minutos mientras observaba las hojarascas de color calabaza que permanecían entre sus pies mojados. Las pisó del coraje en cuanto éstas se fueron alejando con una onda de viento. Apretó las frías monedas para que no se le cayeran.
    Alan cerró los ojos un tanto resignado, cuando escuchó pasos por detrás y sintió una helada mano que le apretó el rostro, mientras que la otra mano, cubrió bruscamente su temblorosa boca para que no gritara. Se sintió apresado y asustado.
    —¡Shhh! —musitó una voz ronca y adulta tras de él—. ¡Shhh!
    El pequeño Alan forcejeó, pero su delgado cuerpo no se comparaba con el del extraño individuo. Quería gritar y correr, aunque le fue imposible. Estaba desesperado, que tembló.
    —¡Mmm! —sólo hubo gemidos de frustración en esos momentos tan desesperantes.
    El pequeño Alan dejó caer las monedas y éstas rodaron sutilmente por el césped, cerca de una vieja y sucia casa abandonada.
    Alan yacía extremadamente perturbado, pero no por malograr las monedas que había estado cuidando con  esfuerzo, sino por el hombre que estaba apresándole bestialmente. Fue como presenciar una escena terrorífica e inigualable, parecida a una película de terror, de la que no podías escapar.
    Los segundos se volvieron hostiles y aterradores, y los abrillantados ojos del chiquillo vieron cómo una de las esqueléticas manos del adulto llevaba puesto un guante oscuro. Ésta estaba cubriéndole la boca para que no hiciera ruido. El individuo le quitaba el aliento que le quedaba, debilitando cada uno de sus sentidos con un estambre de un olor profundo y molesto.
    Entonces Alan observó cómo sus pequeños pies fueron arrastrados obligadamente hacia la negrura de otro callejón que se encontraba a unos metros entre Wood Street y Green Street. Sabía que iba a morir. Tenía esa sensación de pavor mientras sus dientes castañeaban, y no precisamente por el frío, así que comenzaron a disminuir cuando su cuerpo se amainó.
    Alan cayó al suelo luego de un desapacible golpe. A su alrededor veía borroso, sus dedos se engarrotaron ante la tenue luz de una farola y sus ojos comenzaron a desorbitar rápidamente.
    Con la vista hacia arriba, e inutilizado, comprobó que se trataba de un adulto cuyo rostro yacía azarado. Sus manos pequeñas y débiles intentaron alejar aquella mano adulta temblorosa pero no pudo. La figura adulta estaba frotando aquella prenda sobre su boca y su nariz con afán de adormitarlo.
    El niño forcejeó al ver la punta de un afilado y grueso cuchillo que reflejó la luna y el cielo estrellado en él. Éste estaba acercándose lentamente hacia su frágil y tembloroso cuerpo.
    El secuestrador dudó unos segundos, cuando el filo del arma la penetró en el frágil abdomen, provocándole una herida fina al chiquillo. Ocasionó un inmenso derrame que surgió tras un horrendo y acuoso gemido de dolor que no paró.
    Los ojos del pequeño comenzaron a desorbitarle, éstos yacían girando de una forma espeluznante, atontados, y su boca, que estaba latente bajo ese guante negro que le presionaba bruscamente, comenzó a retorcerse como suele hacerlo un perro agonizante. Su cuerpo le tembló mientras sintió lo frío del cuchillo deslizarse en la superficie de su estómago, sin penetrar profundamente para no dañar sus órganos. Hasta que sus manos, blandecidas, dejaron de moverse con tanto esmero. Alan yacía débil y demasiado adolorido.
    El individuo aún sujetaba el afilado cuchillo que yacía dentro del abdomen de su víctima, hasta que lo deslizó bruscamente hacia el pecho, desgarrando despacio ésta vez cada órgano y tejido de piel, tiñendo rápidamente tanto el suelo como el arma de un rojo oscuro. Aunque se detuvo, precavido, cuando el afilado cuchillo alcanzó la parte en donde tenía que estar aquel órgano minúsculo, rojizo y palpitante.
    El pequeño, convulsionando, dificultándole la tarea al adulto, vio tras éste una silueta alta y deforme cuyos ojos rojizos destellaron de una manera horrible mientras todo se iba apagando. Entonces el frío callejón y todo lo demás desaparecieron de su vista. Y asimismo, gimoteó, exhausto, por aquel insoportable y desmesurado dolor que le llegó enseguida.
    Los ojos de Adolph brillaron luego de escuchar ese satisfactorio suspiro agonizante. Entonces apreció el cuerpo inerte del pequeño por unos momentos, sacó debajo de su chaquetilla un recipiente grueso y pequeño donde dentro había un extraño líquido transparente, y lo destapó. Ya tranquilo y sin contratiempos, hizo algo monstruoso y perturbador.
    Con ambas manos abrió justo por en medio de la piel ensangrentada del pequeño, como si se tratara de una envoltura de pan que fácilmente podría desprenderse del plástico.
    Sonrió al ver lo que había estado deseando desde hace semanas. Cerca de un pulmón rojizo y rasgado estaba el corazón de Alan, uno que estaba empapado de lluvia y de sangre.
    —Te tengo —murmulló bajo las nubes que avecinaban nuevamente lluvia. Sostuvo el corazón unos momentos mientras los relámpagos revelaron una mirada enfermiza y grotesca que estaba sonriendo de una forma macabra y espantosa.
    Tras Adolph, aquella figura casi indescriptible, reveló un par de enormes manos que estaban deseosas de algo. Una boca enorme se materializó dejando a la vista unos dientes afilados y amarillentos que hicieron un ruido que sólo él escuchó.
    El hombre sintió un escalofrío. Luego expresó miedo, cuando sus ojos señalaron a su izquierda para no voltear completamente, pues aquella figura estaba sonriendo tras de él. Perturbado, tragó saliva y comprobó que aquel diminuto corazón era la primera pieza fundamental de todas las que necesitaba.
    Sus dedos protegidos con el guante tocaron el órgano enrojecido que se bañó con una sangre que no se extinguía. Entonces lo extirpó bruscamente hasta arrancarle varios tejidos de la piel. El pulmón y el intestino del pequeño se hallaban afuera del cuerpo, regados en el suelo grisáceo mientras una serpiente líquida y oscura se mezclaba con el agua.
    Por unos segundos miró el pálido rostro del pequeño. Comprobó que unos ojos sin luz le miraban atentos, como asemejando que iban a cerrarse enseguida. Pero no fue así. Alan ya estaba muerto y ni el más espantoso relámpago le despertaría.
    Adolph se puso en pie mientras un fuerte aire meció su sombrero y su chaquetilla de manera tremenda. Subió la mirada en dirección al cielo nublado y relampagueante, cuando le cayó encima no solo una pequeña y helada gota, sino varias.
    La figura detrás de Adolph se enroscó como si fuera una serpiente, hasta que desapareció de la vista, o eso creyó, cuando sus ojos azules observaron algo en la pared de enfrente.
    La lluvia comenzó a pegar fuerte. Y sin más qué hacer o decir, Adolph se dio la vuelta, caminó tranquilo por la hilandera y se perdió en un silencioso parquecillo que lo condujo a una carretera que abría paso a un gran bosque fúnebre y oscuro. Avanzó mientras escuchaba la incesante tormenta.
    Los búhos le ulularon, y supo que varios murciélagos huyeron temerosos ante su repentina presencia. Algunos roedores se ocultaron asustados en varios nidos, y no precisamente por la lluvia, sino porque contemplaron una figura demoniaca que le acompañaba con cada uno de sus pasos.
    —Bien —meneó su chaquetilla bajo las ramas desnudas, apresurando el paso y sumergiéndose en la negrura del bosque mientras su chaquetilla negra tintineaba con el aguacero.
 

JOSÉ DE JESÚS BOLAÑOS DE HARO -MÉXICO-