No. 18

AGOSTO 2018

No. 18 - AGOSTO DE 2018

PÁGINA 5

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JULIÁN ÁLVAREZ SANSONE -ARGENTINA-

EL FUTBOLISTA Y EL MIEDO A PROGRESAR


 
Hace unos seis meses, mi representante me avisó que me estaban sondeando desde un país extranjero. Pensé que se trataba de Argentina o de Brasil, pero no. Se trataba de otra cosa, quizás mejor. O quizás no, no lo sé.
Hace dos semanas, acepté la oferta de trabajo para jugar en un club de la segunda división de Inglaterra. Quizás esa propuesta era más o menos lo que venía soñando, porque… les confieso: no soy un jugador con grandes aspiraciones. De hecho, no soy una persona que sueñe en grande. Para nada, me conformo con poco y llevo una vida sencilla.
Juego al fútbol en la primera división de Uruguay, precisamente, en El Tanque Sisley. Considero que esta nueva oportunidad de trabajo es un salto cualitativo muy grande para mi carrera. Me ofrecieron un salario muy alto comparado con lo que es Uruguay, y todo parece soñado. Pero tengo un problema, uno solo, pero muy grave: estoy aterrado.
Escucho los audios de whatsapp que me mandé con mi representante. Escucho mi voz y no parece mi voz. Quizás es porque tengo cierta alegría, y mucho miedo. Tengo que terminar de hacer las valijas. Tengo un viaje largo hasta Nottingham, donde se encuentra el club que me contrató. Lo googlé en Wikipedia y me enteré que ganó la Copa de Europa en 1979. Me genera cierto estupor que vaya a un club con tanta historia.
 Tengo que terminar la valija. Busco, ordeno y empaco. Noto que me pica el codo, y me salen ronchas. “Quizás sea alergia al polvo”, pienso. Pero no, sé lo que me pasa. Estoy nervioso y me broto. Siempre que estoy nervioso, me broto. Cuando me sacaba una mala nota en el colegio y tenía que llegar a casa, me salían ronchas. Cuando empecé el secundario, me salieron ronchas. Cuando tengo que jugar un partido importante, me salen ronchas. Cuando empecé a salir con quien ahora es mi ex novia, me salieron ronchas. Cuando debuté sexualmente, también, me salieron ronchas.
Veo la agenda, y cada vez falta menos para que me tenga que ir. Tengo que despedirme, tengo que contarles a los demás que me voy, que me salió una oferta de trabajo mejor. Decidí empezar por mi familia. Lo bueno de ser hijo único, es que no tenés que contarle cosas a tus hermanos. Lo malo de estos casos, es que tus padres no te quieren dejar ir.
Decidí contárselo primero a mi mamá. Ella es sin dudas mucho más comprensiva que mi papá, pero es más sensible. También es más drástica y exagerada, lo cual muchas veces me juega en contra. Llegué un día de entrenar, me senté en la mesa, y le dije:
- Ma, un club de Inglaterra compró mi pase. Me voy a jugar a la segunda división de allá.
Se le llenaron los ojos de lágrimas. Al principio sonrió, pero luego, cuando las lágrimas rodaron por sus mejillas, me dijo:
- ¿Te vas? Entonces me quedo sola -y se largó a llorar más fuerte.
Pasaron unos instantes muy incómodos para los dos, uno en frente del otro, hasta que me levanté y la fui a abrazar. Sentí ganas de llorar, pero me contuve. 
 Mi papá vive en Colonia. Mis viejos se separaron cuando yo tenía ocho años. Con el tiempo me enteré que ella no quería, pero él deseaba la separación. Él tiene una librería donde vende muchos libros de autores argentinos y uruguayos. Le vende mucho a los viajeros, sobre todo a los argentinos que suelen leer cuando viajan. Su vida es bastante monótona: tiene la tienda, una novia, y un gato llamado Hughes, en honor a Eduardo Galeano. Él ya está viejo, camina despacio y usa bastón. Habla siempre bien del gobierno y cree que el Pepe Mujica es mucho más grande que Artigas.
Pese a todos sus defectos, lo quiero mucho. Cuando tuvimos fecha libre porque jugaba la Selección por eliminatorias, me fui a visitarlo. Me había propuesto contarle ese fin de semana. No sé por qué, pero llevaba mucho tiempo retrasando la decisión de contarle. Pese a sus defectos, mi papá es profundamente sincero. Tan sincero que si cree que sos un estúpido, te lo dice. Y en la cara, como corresponde, según él. También es un tipo muy cerrado, y tiene una muy mala imagen de los europeos en general. “Son una manga de ladrones… unos ladrones hijos de puta”, suele comentar, con una furia rabiosa y un desprecio muy profundo.
Confieso que una parte de mí tenía miedo que mi papá no me comprendiera. Que me diga estúpido, o usurero, o que venga con ese discurso idealista de que el fútbol se juega por placer y no por plata. Para él yo era un “jugador”, no un “futbolista”. Confieso, también, que otra parte de mí, por el contrario, tenía miedo que mi papá comprendiera bien el asunto. Firmé un contrato por cuatro años en un lugar que está ubicado a más de 11.000 kilómetros. Sabía que nos veríamos poco, o quizás nada, sobre todo porque él tiene fobia a los aviones. Es, además un hombre muy cerrado y rutinario. Su vida se resume en un café en el desayuno, abrir el negocio, leer algún libro, dormir la siesta después del almuerzo, pasear al perro, y volver al negocio, para terminar el día con una copita de vino y dormir a la noche acostado al lado de su pareja.
Me sentía con culpa, sabía que con esa conversación le iba a modificar para siempre su vida ya estructurada y perfectamente organizada. Le tenía que decir la misma frase que le dije a mi mamá, pero quizás, con un poco más de cuidado. Me senté frente a él, con un vino malbec de por medio, y le conté.
Él negó con la cabeza. Dijo que no puede ser, y me dijo que no le parecía una buena idea.
- ¿Inglaterra? ¡Pero si vos no sabés inglés!
- Me ofrecieron un traductor y pagarme clases, viejo.
Mi papá volvió a expresar su disgusto. Dijo que iba a quemar etapas. Que tenía que jugar primero en Argentina o en Brasil, y después, en todo caso, jugar en España o en México. Pero las cosas no se dan como uno las desea, a veces la vida se da de otro modo… uno que uno no sueña, pero que le puede traer aparejado buenos momentos. O momentos malos, no lo sé. No lo sé y me da miedo.
Cuando les conté a mis amigos, se pusieron contentos. Me dijeron que me irían a visitar, siempre y cuando yo les invite el boleto de avión. “No tenemos ni un peso, y lo sabés”, me decían. Pero fue muy distinto, fueron momentos de más alegría. Descorchamos unos champagnes y brindamos. Sentí que, a diferencia de mis padres, con mis amigos la alegría era más compartida. Sentí, también, que en la vorágine de la noticia fresca, no reflexionaron en profundidad las implicancias de mi traspaso. Yo sí lo había hecho, y me apenaba pensar que la distancia podría llegar a ser un sedante de las emociones. La amistad no se iba a perder, pero quizás sí parte de la confianza, que se construye día a día. Lo pensé, y mucho. Cuando se lo comenté a un amigo, me comentó algo que más o menos me hizo sentir bien:
- No importa, hoy en día la tecnología te acerca. No te vas a sentir solo -me aseguró. 
Sentí en esa noche que es muy lindo sentirse querido, y me pregunté si allá en Inglaterra me podría sentir querido. ¿Alguien me querrá? ¿Podré hacerme amigos? ¿Alguien deseará pasar tiempo conmigo si me siento solo? No lo sé. Pienso que me reconfortaría pensar que cuando no esté más en Uruguay, mi familia y mis amigos me extrañarían un poco.
 ¿Podré jugar en el extranjero? ¿Tendré el físico, la calidad, y por sobre todo, la fortaleza mental para jugar en Inglaterra? ¿Entenderé su cultura, sus costumbres y sus reglas? Ellos tienen monarquía, eso me llama la atención. ¿De qué sirven el Rey y la Reina? ¿Hacen algo? ¿Los tendré que respetar porque sí?  Tengo miedo de no comprenderlos, o de no respetarlos. Y tengo miedo que no me comprendan, o que no me respeten.
Me inclino a pensar que me van a comprender, que me van a aceptar y me voy a poder integrar bien a un grupo de trabajo con futbolistas de distintos países. De chico, mi papá siempre me decía que cuando uno se enfrenta a un nuevo desafío, lo más importante es eso: enfrentarse. Siempre sospeché que lo leyó en algún lado, en alguno de los tantos libros que leyó. Más de una vez me he preguntado si estoy preparado para ir a jugar al exterior. Eso es algo que verdaderamente no lo tengo claro. Lo que sí tengo claro, es que voy a probar y voy a intentarlo.
Estoy frente a las valijas y no sé qué llevarme además de ropa. Envolví algunas fotos de la familia y fotos con amigos, para decorar desde el principio el departamento que me consiguió mi representante. No sé si llevar los platos, las ollas, sábanas, toallas y esas cosas. No decía nada el contrato. No me animo a preguntarle a mi representante. Quizás quede como un tarado. Lo más probable es que me diga “cómpralo allá, seguro es más barato”. Tengo algunos libros para llevar. Tengo muchos libros, por cierto. Muchos de ellos me los dió mi papá. Siempre me regalaba un libro para mi cumpleaños, otro para el día del niño, y otro para Navidad. Más de una vez le pedí la camiseta de Recoba, Forlán y Estoyanoff. Pero él insistía en regalarme libros. Igual, no me quejo. Gracias a él me deleité leyendo a Galeano, Benedetti, Fontanarrosa y Osvaldo Soriano. Tengo una colección antigua de porcelana, que me regaló mi abuela. No sé si llevarla o no. La llevaría porque me recuerda mucho a ella, pero tengo miedo que se rompan en el viaje. ¿Se rompen las cosas frágiles en un avión? No lo sé. Nunca viajé en avión y estoy lleno de dudas. Pienso que algunas cosas las voy a regalar o vender. La tele, el microondas, la cama y muchas otras cosas más. Algunas cosas se las dejaré a mi vieja o a algún amigo, otras, las que pueda, las venderé.
Pienso que el cambio de país alterará mis hábitos. Ya no podré, como mi papá, tener una vida ordenada con la rutina bien establecida. Quizás entrene doble turno y no tenga más tiempo para leer. Ya no tendré con quien juntarme a tomar mate, y no podré ir de vez en cuando al bar de uno de mis amigos a tomarme alguna cervecita prohibida. “Allá seguro son más rigurosos y hacen dietas más estrictas”, me digo a menudo.
Los ingleses de seguro no saben que mi familia no era de viajar. Mi mamá no tenía dinero para vacaciones, de modo que todos los veranos la pasaba en Colonia, en la librería de mi viejo. Allá, en el negocio, acompañándolo. Trabajábamos más en el verano porque había más turistas argentinos, y ellos suelen leer más en verano. O, al menos, mi papá decía eso. No pasaba mis vacaciones viendo a mis amigos, pero no me quejo. Gracias a mi viejo aprendí que los libros pueden ser una buena compañía.
De todos modos, confieso que una vez sí me sentí medio raro por mi modo de vida. Volví al colegio en marzo, luego de tres meses de vacaciones, y un compañero me preguntó si no había salido del clóset en el verano.
- ¿Pensás que soy puto, la concha de tu madre? -le respondí, amenazante, demostrando mi hombría.
- No, me refería a que estás muy blanco -me dijo con timidez.
Tenía razón. Estaba más blanco que las tacitas de porcelana que heredé de mi abuela. Me había pasado todos los días adentro de la librería, casi sin tomar sol. Mi viejo abría de lunes a lunes, y cuando no me tocaba ir a la librería, me iba a leer bajo la sombra de un árbol o me iba a patear una pelota con algunos vecinos, pero cuando caía el sol.
Pienso que vivir en otro país, o en el primer mundo, puede ser una experiencia encantadora. Pero también puede ser una experiencia traumática. Puede ser como abrir un archivo nuevo, pero puede ser peligroso. ¿Y si ese archivo nuevo que uno abre tiene un virus y uno después se enferma? Tengo ganas de conocer otro país, pero, por otro lado, tengo miedo que ese otro país me resulte fantástico y me haga pensar que mi querido paisito, mi querido Uruguay, sea una mierda. No conozco otra cosa, y verdaderamente amo el único país que conozco: Uruguay. ¿Puede un viaje, o un cambio de vida, hacer cambiar lo que uno siente por su país? No sé, y me da miedo.
Me gusta Montevideo, donde nací. Me gusta a pesar de ser una ciudad medio gris. Me gusta porque su gente es humilde, cálida y solidaria. La señora del almacén que me queda de pasada cuando voy a entrenar, por ejemplo, me saluda todos los días con una sonrisa, pese a que ciertamente nunca entré a comprar. Me gusta porque el día a día es agradable. Siempre tomo mates con el utilero, y hablo un rato con los empleados de seguridad del club. ¿Será amable el utilero del Nottingham Forest? ¿Me invitará a compartir un té, aunque sea? ¿O mantendrá una relación distante con los jugadores?
 ¿Tendrá esta nueva ciudad la calma cotidiana que caracteriza a Montevideo? Ojalá que sí. A veces pienso que desearía ser huérfano. El hecho de tener que alejarme de mis padres me apena. Y sobre todo, saber que los voy a extrañar de una forma insoportable. Sé que me tengo que despojar de esa idea, y que tengo que cambiar. “Todos los cambios tienen cosas buenas”, me decía mi viejo, de chiquito, cuando se iban a separar. Ahora voy a cambiar, voy a crecer, voy a progresar económicamente con un contrato que me garantiza un ingreso muy superior a lo que vengo cobrando en El Tanque.
Ya tengo la valija terminada, el pasaporte en la mochila y el corazón lleno de esperanza. Preparo todo y salgo. De camino al aeropuerto, voy mirando la ventana. Me arremango, reviso mis brazos: no tengo ninguna roncha. Respiro hondo, y sonrío. Me espera un buen viaje.

Julián Álvarez Sansone nació en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires en 1994. Se recibió de Licenciado en Ciencia Política en la Universidad Nacional de San Martín, donde actualmente cursa una Maestría en Políticas Públicas. Es colaborador del Instituto Abierto para el Desarrollo y Estudio de Políticas Públicas (IADEPP) y asistente en el proyecto de investigación del CONICET que encabeza la investigadora Jacqueline Behrend (UNSAM-CONICET). Escribe artículos de opinión en la plataforma #EsdePolitólgogos.com y escribe reseñas para www.SoloTempestad.com Ama leer y escribir. En sus tiempos libres, además de leer, escribe poesías y cuentos.   
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