EL PODER DE LA PALABRA ESCRITA

DISEÑO, HOSTING Y ADMINISTRACIÓN OFIMÁTICA PC-BERMAR MÓVIL 312 5809363 BOGOTÁ -COLOMBIA-

TRINANDO

TRINANDO

DIRECTOR: MARIO BERMÚDEZ - EDITORA: PATRICIA LARA P. - BOGOTÁ D. C. - COLOMBIA

MAYO DE 2015

NÚMERO

2

EN ESTE NÚMERO PUEDE LEER LOS TEXTOS DE LOS  AUTORES INVITADOS.

 

DÉ CLIC EN LOS ENLACES PARA LEERLOS:

 

Rosa María Elizondo

(México)

 

Belkis Osiris Bocaney

(Venezuela)

 

Ricardo Gabelo Lara

(Colombia)

 

Carlos Alberto Ayala Ojeda

(México)

 

Omar Alejandro González de Lira

(México)

 

Diego Ortíz Valbuena

(Colombia)

 

Mario Bermúdez

(Colombia)

 

Francisco Juventino Ibarra Meza

(México)

 

Ricardo Gabelo Lara

Trabajo visual

(Colombia)

 

PORTADA DE ESTE NÚMERO

 

NÚMEROS ANTERIORES

PUBLICACIONES

CONTÁCTENOS

Mario Bermúdez

 

La banalidad de escribir

 

¿Acaso hay razón por hacerlo? Escribir viene en la sangre y hasta en el sueño. Escribir es el terco fluir de la tinta sobre el papel, desde el mismo instante en que se dibujó la primera palabra en la hoja de papel rayado. Era una letra fea, pero tenía el conmovedor sentido de que en mi mano derecha había un quinto dedo, llamado lápiz. No era el lápiz de colores para dibujar tercas imaginaciones, sino el de punta negra para escribir palabras necias. Miles y miles de palabra, generalmente en desorden ya hasta sin sentido, se han plasmado desde una larga vida, produciendo decepciones y remordimientos. Pero escribir es una manera de vivir escapándole a la misma vida, es una forma de menguar la decepción por el existir, es como un remedio para lo insostenible. Hay momentos en que quisiera destrozar la pluma y romper el papel, pero, por más feo que éstos sean, brota la espiga y brota la flor, resistiéndose al suicidio. Escribir apartado de la academia y escondido en el cuarto, sin que nadie me lea, es como ese viaje al más allá de las ideas y de las palabras, que furtivas yacen sin remedio en la imaginación.

 

Esta vez quiero compartir uno de mis cuentos de juventud:

 

 

LAS ALAS NEGRAS

 

El tiempo ineludible de la zozobra comenzó cuando Displicio dejó de hacer del cuerpo, empezó a ver menos y para deshacerse de sus desperdicios humanos vomitaba como borrachín empedernido. Ceneida, su esposa, no le puso mayor atención a los desperfectos sísmicos que venía soportando últimamente el pobre de su esposo, y tan solamente se consoló con prepararle agüitas de toronjil, porque creyó que eso de no hacer del cuerpo era un mal del corazón, pero como la historia de la desgracia de Displicio proseguía por buen camino, le hizo agüitas de hierbabuena y limón, ya que según ella, el fruto cítrico, y ojalá en compañía de la menta, era la panacea para todos los males tumefactos de los seres humanos. Pero como si fuera poco, le reprochó a su esposo la extraña enfermedad de no deyectar, diciéndole que era el castigo secular a sus tremebundas borracheras. Displicio ni siquiera protestaba por la atroz incomprensión de su mujer, soportando a la vez su enfermedad con enorme estoicismo. Sintió que la vista se le estaba opacando más, me estoy quedando ciego, decía, y Ceneida apenas le colocaba pañitos de agua tibia, le daba jugo de zanahoria con el ánimo de que recobrara la visión perdida. Hacia finales de marzo, la mujer de Displicio resolvió, al fin, llevar a su marido a donde el doctor Segismundo Rocha, quien no pudo contener su asombro al descubrir los extraños síntomas que el hombre padecía. El doctor Segismundo Rocha hizo un exhaustivo y en extremo minucioso examen para determinar la enfermedad de Displicio. Le examinó el corazón, encontrándolo en perfecto estado, observó los pulmones: ni una sola mácula de enfermedad, y de descubrió que el cuerpo de Displicio parecía obra directa de Dios. El doctor Segismundo Rocha quedó abismado, sin lograr entender en toda su real dimensión lo que le pasaba al buen Displicio, y, ¿sufres dolores?, le preguntó, y Displicio desde años atrás no había sentido el menor dolor. Luego, el médico le examinó el aparato digestivo y nada, absolutamente nada que diera la menor pista para descubrir la extraña enfermedad del hombre, y, como para ocultar su desconcierto, el doctor Segismundo Rocha le recetó un jarabe que parecía babas verdes de bobo, unas inyecciones sin color y unas pastillas rojas, es un síntoma, dijo el galeno sin saber por qué, mandando a Displicio para que reposara en cama durante algunos días. Pero para el meditativo asombro de Ceneida y resignación de Displicio, quien ya no sentía miedo ni nada sino una conformidad de animal, los extraños síntomas continuaron su avance metódico y exacto. Ceneida sintió conmiseración al ver a su esposo que vomitaba, todas las mañanas, en la taza del baño. También la mujer se admiró al notar que su marido estaba casi completamente ciego, puesto que no podía leer el periódico ni con una gigantesca lupa de enorme potencia. Con gran tristeza se fue percatando que la vida de Displicio iba cambiando lentamente, no era para más, los extraños y confabuladores síntomas de su enfermedad lo obligaban a ello, ya no era el hombre dinámico de mejores tiempos, sino una especie de sonámbulo meditabundo y triste, que se movía pesadamente agitando los brazos, que se quedaba dormido en un sueño despierto en el sillón de la alcoba. Ceneida fue precavida, y llegando a pensar que la enfermedad de su esposo era contagiosa, evitó cualquier contacto de los niños con el padre, quien últimamente ni siquiera preguntaba por ellos. La mujer destinó un cuarto especial para que su esposo quedara en cuarentena, alejándolo de tanto contacto externo. Desde entonces, la mujer cuidó a Displicio como un animal raro, inofensivo, pero con una esencia desconocida y peligrosa. A primera hora lo sacaba al baño para que reversara los desperdicios de los alimentos del día anterior, luego le daba de comer, notando que su marido se inclinaba por el consumo de las frutas. Displicio, de vez en cuando, deambulaba por la habitación bien iluminada, pero la mayor parte del tiempo la empleaba sentado en un borde de la cama o en el sillón que le habían traído desde el estudio. Ceneida no supo qué sentir, si dolor o simplemente compasión, y no se atrevió a llevar a su esposo nuevamente al médico, porque con intuición de adivina pensó que el mal de su marido, no era mal de curar en este mundo por doctores y que, a la hora de la verdad, no había necesidad de tanto, ya que Displicio no soportaba ningún dolor ni daba muestras de morirse de su enfermedad. Con pasmado asombro, la mujer en sus atenciones diarias descubrió que la mayor parte del día Displicio la empleaba en dormir, mientras que por la noche, él caminaba y caminaba por la habitación en medio de la penumbra. Y continuó con su asombro pasmado una noche cuando Displicio salió de su cuarto y empezó a subir hasta él cajones de madera, butacas y otros bártulos, los cuales colocó disgregadamente en la alcoba, y agitando los brazos entre la oscuridad, se deslizaba con destreza, sin chocar con nada,  por entre el laberinto que había creado. No fue para menos, cuando la mujer se asomó a la ventana y vio a Displicio en el jardín correteando como un niño. Le sorprendió de manera especial la forma en que su esposo se desplazaba sin chocar contra nada, sabiendo perfectamente en dónde estaban las puertas y las paredes, siendo que Displicio prácticamente no veía nada, y, lo peor del caso, era que esta extraña habilidad la ponía en práctica durante las noches, mientras en el día prefería dormir, cuando la visión extremadamente miope era maltratada por la claridad. Ceneida sospechó de su marido, creyendo que le estaba haciendo una física mamada de gallo, y por eso hizo venir a la casa aun reconocido oftalmólogo para que diera un veredicto exacto, y el doctor en forma sabia le lanzó como un escupitajo a la cara el resultado del análisis: solamente puede ver a menos de cinco centímetros de distancia y en forma muy borrosa, dijo categóricamente el profesional. Ceneida palideció internamente, y sin demostrar su anonadamiento, le pagó al oculista y lo despidió sin hacerle ningún comentario sobre la situación del esposo. Durante largas noches y con la luz apagada, la mujer espió a su marido, lo subió subir escaleras, trasponer puertas, esquivar los muebles, y se desesperó porque su esposo se había convertido en un obstinado noctámbulo. En una de esas noches de infausto desespero, la mujer pudo ver, entre la luz mortecina que penetraba desde la calle, que Displicio se acercaba a una mesa en donde había frutas, las cuales cogía y se las llevaba hasta la boca, pero la sorpresa fue mayor cuando, al día siguiente, Ceneida descubrió en los rezagos de las frutas las huellas producidas por unos dientes diminutos, como de roedor. De inmediato, subió hasta la habitación de Displicio y al acercarse a ésta pudo oír que su esposo como que caía desde el techo. Cuando abrió la puerta de la habitación, Displicio ya estaba sentado en el sillón gozando con un mohín de imbécil el nuevo día. Estaba despierto y su mujer no dejaba de mirarlo insistentemente, pues notó que los párpados del hombre se habían trasformado en unos promontorios oscuros, cubiertos tupidamente por un vello delgado y negro. Ceneida se acercó hasta él sin ninguna preocupación, observó y palpó los ojos empequeñecidos de su esposo bajo el marco sombrío y abultado de sus párpados peludos, le pareció que los ojos habían perdido su antigua forma, deduciendo que se asemejaban en demasía a los de un ratón, pues eran diminutos y de un negro bruñido, sin esclerótica. Displicio estaba estático entre el sillón, mustio, y con el rostro impregnado de una perpleja tristeza animal. Ceneida le observó la boca, y con admiración descubrió que los dientes primitivos de su esposo habían desaparecido para dar paso, efectivamente, a una dentadura de roedor. Y continuó inspeccionando a su marido hasta descubrirle que las orejas se le estaban convirtiendo a una forma triangular, también muy velluda, y que las mandíbulas se le estaban saliendo. ¡Se está convirtiendo en ratón!, pensó la mujer. Asombrada sin asombrarse, le preguntó a su esposo que, ¿cómo te sientes?, pero Displicio no contestó, pues había perdido hasta el habla. Y la admiración de la esposa se solemnizó más al oír que Displicio, en cambio de hablar, emitía unos chillidos agudos, penetrantes, que maltrataban los tímpanos. No cabía la menor duda, el hombre se estaba convirtiendo en ratón, y cada día más su aspecto era más conmovedor y más aproximado al del roedor. Desde entonces, Ceneida intentó alimentar a su esposo con queso y con cereales, pero descubrió que Displicio prefería las frutas, y en cierta ocasión lo vio en la cocina con un trozo de carne cruda entre sus manos velludas, la cual chupaba ansiosamente. Ahora, Ceneida comenzó a cambiar de sospecha, pues creyó, tristemente, que su esposo no se estaba convirtiendo en ratón sino en otro animal parecido al roedor. Recordó sus precarios conocimientos de zoología, hizo memoria de que los ratones preferían el queso y los cereales a las frutas, que los ratones se comían la carne, pero que nunca se la chupaban, dejando el músculo medio seco, que los ratones gozaban de una excelente visión tanto de día como de noche, y que no vomitaban, ciscando en forma de pildoritas llamadas cagarrutas. Desde entonces, Ceneida comenzó a preocuparse por establecer la nueva identidad de su esposo, le dio más libertad y se dedicó a espiarlo acuciosamente, pues, luego de todo, su esposo era un animal tan pacífico, que lo único que lograba inspirar era un lúgubre sentimiento de lástima. Pero de sus continuo espionaje no logró sacar nada en claro, ya que su marido continuaba siendo el mismo, a pesar de que ya el rostro era perfectamente como el de un ratón, que agitaba los brazos, que vomitaba en cambio de ciscar, que durante el día se la pasaba durmiendo, que le fascinaban las frutas y, para completar, se saciaba con el jugo interno de la carne cruda. Ceneida se impacientó al comprender que no lograba esclarecer el poderoso misterio de la metamorfosis de su esposo, y aún, cuando cada vez era un ratón más completo, esta prueba contundente no le bastaba para pensar que era lo más lógico. Fue por eso que decidió, entonces, hacerle una nueva investigación al cuerpo de Displicio. Aquella mañana incierta tuvo a favor la primera prueba de su intrincada duda al ver que, entrando sorpresivamente a la habitación, que su esposo dormía colgado del techo, con la cabeza hacia abajo. La mujer se acercó y con una palmadita en la espalda de Displicio, lo despertó, haciéndolo caer pesadamente como una guanábana contra el piso. El hombre también había perdido la capacidad de erguirse, y sólo podía estar agachado como un simio; parecía que el cuerpo le pesaba de forma hostigante y la cabeza parecía habérsele convertido en una impresionante mole de plomo. Ceneida sobrellevó con esplín el nuevo descubrimiento, pero, al fin y al cabo, no tuvo más remedio que resignarse ante lo inesperado de la situación. Displicio no podía ocultar un extraño y arcano sentimiento de amor hacia su hermosa esposa, pues emitía sus peculiares chillidos y retozaba al percibir que la mujer estaba cerca de él. Los ratones poseen cola, una cola larga y pelada, como con escamas, ¡gas!, vaya, es lo único repugnante que ellos tienen, eso me parece, decía ella, aparte de ir soltando cagarrutas por donde van; quiero ver, Displi, si te está saliendo esa horrenda colita de ratón. Entonces, desvistió a su esposo, lo colocó boca abajo sobre la cama, pudiendo advertir que las nalgas del hombre casi habían desaparecido y que se habían convertido en ancas velludas, con pelitos de ratón. Observó, como en las aguas estancadas de un pozo, los brazos de su marido, y vio una cutícula negra y delgadísima que se desprendía de debajo de las extremidades hasta los dedos meñiques, haciendo ángulo contra las axilas y adhiriéndose verticalmente por los costados del tórax hasta la cintura. Aquella vez, Ceneida salió sin decir nada más, después de haber dejado tranquilo a su marido colgado del techo y durmiendo. Durante las mañanas siguientes, comenzó, sagradamente, a despertar a su esposo para examinarlo con paciente solemnidad, perdiendo la capacidad de asombrarse, y fue descubriendo que la telita que iba desde los brazos de Displicio hasta los costados del tórax, se iba engrosando, mientras los dedos se alargaban impresionantemente, a semejanza de las varillas de un paraguas negro, sosteniendo los pliegues de la endrina cutícula, quedando únicamente libre el dedo pulgar. Los brazos, cada vez más, perdían su primigenia forma, siendo reemplazados metódicamente por los dedos alargados, hasta que finalmente desaparecieron. Las piernas se acortaron ostensiblemente, y los dedos de los pies adquirieron forma de patas de ratón, a la vez que el patigio se unió entre las extremidades inferiores. La membrana cubrió toda la espalda de Displicio y se juntó de un lado a otro, cubriendo como un abrigo el cuerpo cetrino del hombre.

 

Ceneida no permitió que los niños se dieran cuenta del estado de su esposo, por eso, para evitarles cualquier molestia, con un temor recóndito, los mandó a la finca de una tía y se quedó sola en la casa, acompañada, sin estarlo, únicamente por su marido. Durante las noches, la mujer se asomaba al balcón de la casa para ver sobrevolar a su marido por los alrededores. Ceneida no atinaba a pensar nada, apenas como aletargada o hipnotizada por un vicio displicente, observaba a su esposo, escuchando el revoloteo agitado de sus alas negras. Sí, Displicio se había convertido en un enorme murciélago que durante las noches salía a cazar insectos en pleno vuelo, a roer los frutos de los árboles, y aunque nunca descubrió la noción exacta de su suplicio, lo sobrellevó apaciblemente, trasformado mental y físicamente en el murciélago de las noches de inmensa penuria. Displicio actuaba con su instinto de quiróptero, sin lograr el menor vislumbramiento de la inteligencia de su oscuro cerebro. Habían escapado de él todos los indicios humanos, todo el poder aletargado de del razonamiento de la realidad. Por dentro de él, escondía en alguna parte, sin que sus formas murcielaguescas lo descubrieran para su propio asombro, quedaba intacta y dormida su condición humana, así como en una semilla seca, es decir, que esa trasformación material y esa pérdida aparente de la esencia humana, no se había perdido del todo, sino que se había aletargado, durmiéndose en lo más recóndito de su ser. Por eso, sus ojos ciegos miraban a su esposa con felicidad, por eso su cuerpo peludo que batía sus enormes alas negras, retozaba ufanamente. Ceneida permanecía impasible, es más, no le incomodaba mínimamente la trasformación de su marido. Se había acostumbrado tanto a él en los últimos tiempos, que, casi sin darse cuenta, averiguaba por el estado cotidiano de su esposo. Por la mañana entraba a su alcoba, envuelta en las fatuas penumbras de un cortinaje negro y espeso, para verlo durmiendo sus sueños inquietos, colgado del techo, sosteniéndose con las afiladas uñas de sus pies. Se quedaba mirándolo por tiempos espaciosos, sumida en sí misma, sin pensar en nada, sin llegar a descubrir el menesteroso y profundo dolor y desgracia de tener un marido murciélago, que no era súper héroe. Eso no le importaba nada a Ceneida, mujer de vida olvidada y ajena, no pensaba sobre la trasformación de Displicio, pues divagaba entre los laberintos primitivos. Ceneida no se daba cuenta de la real existencia de las cosas, ni de la zozobra preponderante de las situaciones, mientras que últimamente los perros y los gatos les había dado por muertos en las calles, con el cuerpo seco y sin sangre, y fue una pandemia animal que preocupó a las autoridades de la ciudad, si hoy aparecía un perro pastor alemán muerto, y sin el menor indicio de que alguna vez hubiera existido sangre en sus venas, mañana hubiera podido aparecer un niño muerto o un borrachín solitario, de esos que cantan sus penas alcohólicas a todo pulmón, despertando al vecindario, mientras como espantando gallinos corretean por las calles ajenas, esperando que el día los sorprenda sin titubeos y buscando el verde colchón para reposar el trasnocho somnífero y morboso de su noche anterior. Y Displicio había cogido esa horrenda manía que le era propia y normal por ser un vespertilio de verdad, pero que al mismo tiempo le era contraria porque, sin saberlo ni adivinarlo, en el fondo oscuro de su vida de quiróptero era humano, era Displicio Fuentes, el esposo de Ceneida Higuera, y que no por ser un murciélago había abandonado su hogar, porque a él retornaba durante el día para dormir, haciéndolo en la misma casa en donde estaba su legítima esposa. Y así el tiempo fue pasando con las calles infestadas de perros y gatos muertos y sin sangre entre las venas, y el tiempo pasaba sin que nadie diera razón exacta para descubrir, a ciencia cierta, el mal que aquejaba a la ciudad; y fueron tantos los perros y los gatos muertos que la gente del servicio público no atinaba ni daban abasto para recoger tanta mortalidad perruna y gatuna. Mucho tiempo después, las cosas empezaron a esclarecerse, cuando Displicio resolvió asesinar al hermoso perro de un veterinario, sorprendiéndolo cuando levantaba la pata para orinar contra la pared del patio en donde vivía. El vespertilio movió sus enormes alas negras y se lanzó ávido en busca del cárdeno alimento. Al día siguiente el veterinario examinó cuidadosamente a su mascota muerta, llegando a concluir que el canino había muerto al serle succionada la sangre por un enorme vampiro, tal vez del tamaño exorbitante de un hombre. Esto alarmó considerablemente a la ciudadanía en general, aunque nadie había visto más que mariposas nocturnas deambulando apaciblemente por las calles por los aires de las calles de los asesinatos y de los atracos. Ni siquiera los hombres de la vida nocturna como los policías, los meseros, los celadores, los atracadores y los asesinos de motel habían detectado el menor indicio de que en la ciudad pudiera existir un enorme vampiro de las leyendas medievales; pero, eso sí, por dentro llevaban el temor impregnado y la imagen viva que la prensa mostró sobre el temible murciélago de los designios inciertos y de las noches aciagas y trémulas, andaban con los ojos desmesuradamente abiertos y evitaban cruzar por las avenidas arborizadas por el temor que, en el momento menos pensado, saltara de entres las ramas el vespertilio desconocido y los atacara con furia de los siglos, les chupara, a través de un par de enormes heridas producidas por sus colmillos, dejándolos totalmente inservibles después de muertos. La leyenda del vampiro, que entre otras no había visto sino Ceneida, cobró fuerza inusitada en la ciudad, hasta el punto que en los teatros se desempolvaron las vetustas películas de Drácula y de otros vampiros humanos, pero esto solamente se contribuyó para que se llegara a pensar que el vampiro de la ciudad, no era un animal natural sino un émulo de Drácula en estos tiempos contemporáneos, convulsionados y despelotados. Entonces, la gente cerró con toda precaución las ventanas y las puertas y se cercioraron de que en sus casas no hubiera un espacio por donde penetrara el abominable vampiro, porque un diario vespertino llegó a sostener, debido a la desaparición por secuestro de varias personas, que había sido el vampiro el causante de semejante trauma violento. Y fue así como la ciudad comenzó a soportar con zozobra el tiempo del temor nocturno. Inclusive, el cuerpo de policía, protegido debidamente con cascos y cuelleras de metal, se dedicó a indagar sobre el paradero del mamífero volador. Pero, para sus cuentas y haberes, nunca había aparecido muerto un desdichado cristiano a consecuencia del mamífero volador. Las mujeres jóvenes y hermosas cruces de exorcismo, los que tenían armas de fuego se aprovisionaron con balas de plata y, los menos pudientes, se armaron con estacas en forma de cruz. Se investigaron, durante el día, las casas desoladas para encontrar al murciélago convertido en hombre vestido con una capa negra forrada en satín púrpura, durmiendo entre un fastuoso ataúd, pero nada de nada, ningún indicio, siquiera el más pequeño. Se releyeron las historias astrológicas de los antiguos hombres vampiro, infames bebedores de sangre humana, descubriéndose que ellos, regularmente, eran tipos de vida caprichosamente noctámbula, distinguidos entre la sociedad de estrato alto, nobles generalmente, casi locos en medio de una sobriedad displicente, amantes de las extravagancias más inconcebibles, dueños de gigantescos gatos negros, bebedores del buen vino rojo; por tal motivo se dedicaron a investigar a cualquier persona que tuviera algo en concordancia con la personalidad vampiresca de aquellos hombres que tenían el innoble poder de pasar de murciélagos a seres humanos, y viceversa, para conquistar a las más hermosas doncellas y clavarles los colmillos en sus blancos cuellos para desangrarlas con avidez macabra y, luego, infestar la comarca de horrendas criaturas voladoras, que con premura se agolpaban en las ventanas para propiciar el ataque. Por eso cayó el sabio doctor Montero quien en tiempos pasados había sido una verdadera eminencia, en toda la extensión de la palabra, del saber. Había sido la única gloria a escala internacional del país, pero que, con el paso innecesario de los tiempos bíblicos, se había dedicado a descansar del trajín científico de tantos años en un sobrio castillete en las afueras de la ciudad, y, entonces, por esa locura cuerda de los sabios, causada por tanto pensar y estudiar, adquirió costumbres de solemne extravagancia que no dejaron de sorprender a sus coterráneos. Como ya el doctor Montero sabía todo lo que tenía que saber, y no encontrando apoyo oficial ni nada más qué saber por su propia cuenta y pecunia, decidió dedicarse a descansar, creyendo que como de día había trabajado, decidió dedicar las noches para reposar con las extravagancias que desde ahora lo acompañaban; por eso, decidió dormir durante el día y disfrutar del solaz durante la noche. Así que se dedicó a coleccionar mariposas nocturnas, no con interés científico, sino por mera curiosidad, compró mastines negros y gatos melenudos de color azabache, entregándole su amor de padre desprotegido a los peculiares animales. Invitaba a sus amigos a fiestas y bacanales durante las noches de luna llena, porque todo el poder selenita se incrustaba en el ánimo y en el cuerpo con una energía imperecedera, coleccionó libros incunables que jamás leyó, bastante tenía con haberse devorado enterita la Enciclopedia Británica y tuvo un hermoso trío de amantes, preciosas doncellas juveniles que le tocaban el viril apergaminado sin que se lo hicieran parar, pero que él disfrutaba como un orgasmo plenamente universal. A pesar de su edad octogenaria, el doctor Montero disfrutó los malabares del amor imposible con un entusiasmo de jovencito endiablado, y tuvo hasta la energía para saltar por encima de las chicas y hacer que le besaran la mano con pasión subliminal. Esa vitalidad insuperable de una juventud que parecía perenne, aunque sin el poder mágico de la erección viril, también contribuyó para que fuera su perdición. El doctor Montero no tuvo nada más digno qué contar sobre las últimas vicisitudes de su vida, porque el marasmo de su rutina feliz lo ahogaba tiernamente. No se puede explicar con suficiente claridad, cómo fue que Displicio alargó su paseo nocturno hasta el palacete del doctor Montero, en quien, hasta el momento, no recaía la más mínima sospecha de nada, ya que todos aceptaban sus extravagancias, consideradas como virtudes en él de acuerdo a su nombradía y gloria internacional. El vespertilio decidió atacar a uno de los perros del doctor Montero. El canino sintió sobrevolar sobre su espinazo al enorme murciélago, sus ojos se enrojecieron diabólicamente y su furia canina resplandeció en sus poderosos colmillos, pero, en el momento definitivo, el canino quedó petrificado, como si Displicio le hubiera lanzado un rayo paralizante; el vampiro descendió en círculos parsimoniosos y clavó los incisivos en el cuello y una fuente de sangre salió por las dos heridas, mientras el murciélago bebía con avidez indescriptible hasta que el mastín se desplomó sin vida, seco como un zurrón vacío. En el momento en que el vampiro se levantó por los aires nocturnos de luna llena, un campesino que merodeaba por el sitio lo vio, e inmediatamente dio la voz de alarma. Aún con incredulidad, la policía montó vigilancia en las afueras del palacete del doctor Montero, pues el comportamiento del sabio se parecía mucho al del conde Drácula o al de Nosferatus. Hay que sospechar, sobre todo, de las personas de gran prestigio y costumbres estrafalarias, y el doctor Montero sí que las tiene. Pasaron varias noches y nadie vio más que mariposas sobrevolando el castillete de la eminencia del saber, y hasta pudieron ver entrar a las doncellas tristes del amor alegre dispuestas a rescatar del olvido del cariño senil al sabio doctor. A la semana siguiente, Displicio regresó al palacete dispuesto a atacar a otra de las mascotas del científico, y en el momento en que el murciélago salía sobre las tapias y rozaba una de las torres del castillo, los policías, que entonces gozaban del amor furtivo de dos jóvenes perdidas en la inmensidad de la noche, vieron batir las enormes alas negras. Todos vieron el gigantesco vampiro proyectar su sombra imbatible contra el césped plateado de la noche, y, recordando las últimas películas, las muchachas salieron despavoridas y semidesnudas por el campo, mientras los policías nada pudieron hacer, ni siquiera cuando el vespertilio rozó el techo del auto patrulla. Inexplicablemente, las dos mujeres desaparecieron entre un hueco profundo de donde nadie las pudo rescatar, y esto dio pie para que se llegara a pensar que el vampiro humano se las había llevado para su escondrijo. Al día siguiente, los diarios a todas las columnas de sangre anunciaron la desconcertante e infausta noticia: El máximo exponente de la sabiduría silvestre era el vampiro humano. El doctor Montero, sucesor de Drácula. Nuestro gran sabio es el vampiro humano. Y como las jovencitas que departían con los policías nunca aparecieron, se aseguró que estaban secuestradas en el palacete del doctor Montero, quien nunca se enteró de las noticias porque, últimamente, nunca leía los periódicos, ni escuchaba radio, ni, mucho menos, veía la insulsa televisión. Los secuestradores gozaban de inmensa dicha al saber que, ahora, la culpa de las desapariciones se la echaban al único sabio que este país ha tenido. Y el profesor Montero seguía sin darse cuenta de la desatornillada y tremenda realidad que en torno suyo se gestaba, porque al tercer días, desde tempranas horas, convencidos de la falaz desdicha, los carros artillados del ejército y de la policía se apostaron alrededor del castillo, y los hombres de la guardia mentirosa entraron cautelosamente al palacete, convencidos de que a esa hora el profesor Montero dormía entre su ataúd. Los militares y policías entraron armados de crucifijos, agua bendita, bendecida mil veces por el señor cardenal, balas de plata y estacas de acero. Aunque encontraron al doctor durmiendo en una cama normal, entrelazado con los brazos de sus pálidas y bellas doncellas, decidieron atacarlo con toda saña, sin que él tuviera la oportunidad de despertar, y, para colmo de males, las doncellas también fueron atravesadas por las estacas de acero porque las imaginaron vampiresas de piel pálida y labios sospechosamente rojos. Al anciano científico, le clavaron una estaca en el corazón, al igual que a las princesas del olvido, lo remataron con un par de balazos de plata, mientras el reverendo capellán le amarró un crucifijo al cuello y lo roció con agua bendita. El doctor Montero, con toda su sabiduría y prestigio, murió sin saber que había sido un vampiro humano.

 

La conciencia de los ciudadanos comenzó a atormentarse cuando descubrieron que los perros y los gatos continuaban desapareciendo y que hasta un grupo de jovencitas universitarias habían desaparecido misteriosamente en una noche de juerga. Muchos sintieron un profundo arrepentimiento, y convencidos del tremendo error al haber asesinado al inocente e inofensivo doctor Montero, el señor presidente decretó tres días de duelo nacional y le rindió honores póstumos al sacrificado, sin que esto hubiese remediado el yerro y hubiese resucitado a la única gloria de esta nación retrasada mental y físicamente. Sin embargo, para desterrar y justificar la culpa, no faltó quien se atreviera a sostener que los autores de las muertes gatunas y caninas, y de las desapariciones de las señoritas descarriadas, eran los herederos vampirescos del doctor Montero; la ciudad había quedado infestada de vampiros humanos, así se hubiese liquidado al monstruo mayor. Volvieron al castillo del doctor Montero, pero no encontraron más que los inverosímiles recovecos hasta en donde se perdían los propios dueños de aquellas desquiciadas mansiones. Entonces, el sabio profesor Montero pasó a mejor vida sin que nadie se preocupara de que estaba bien muerto, y nadie, tampoco, quiso enterarse de su ciencia, que desde entonces la Iglesia anatematizó. Se movieron los telones del olvido y apareció Sandra María, la hermosa jovencita que, aprovechando sus atributos físicos y enloquecedores, se procuraba el sustento vendiendo el amor insulso a los caballeros menesterosos a consecuencia de la falta de pasión en sus hogares. La preciosa jovencita atendía a sus clientes en el ambiente acogedor de su pequeño apartamento ubicado en una torre, en donde todo el mundo ocultaba su pecado y aparecía a la luz del día como un gran doctor o como un omnímodo empresario y no como un mafioso, como una impecable ama de casa de costumbres refinadas y no como una adúltera, como una señorita universitaria del mejor pelambre intelectual y no como una mozcorra. Una noche de la semana, generalmente los lunes, Sandra María descansaba de los avatares de la pasión fingida tan bien, que los caballeros se excitaban más al escuchar los quejidos de placer y las violentas oscilaciones del cuerpo devorándose el viril, mientras el corazón femenino suspiraba pero para que el acto terminara pronto, y el apestoso, gordo y borracho que estaba encima, despareciera lo más pronto posible con sus ínfulas de gran señor. Aquella noche, Sandra María descansada plenamente en el sillón de la sala, mientras miraba las luces de color yema de huevo que titilaban en la ciudad, allá fuera. Se sentía feliz de no tener que soportar los vituperios de la prostitución, por más alta que pareciera ser, pues, al final de cuentas, era una profesión humillante y hundidiza que, aunque diera dinero e hiciera aparentar comodidad, no era más que la piedra colgada al cuello que propiciaba con mayor certeza el ahogamiento definitivo. Estaba en estas cavilaciones, meditando con abisal tristeza, desnuda espléndidamente en el sofá, cuando vio a través de los cristales altos de su ventana, aparte de las luces de la ciudad, las enormes alas negras y el cuerpo peludo de Displicio, y con el mismo valor con que soportaba a sus amantes ocasionales, decidió abrirle la ventana al verlo revolotear insistentemente enfrente de ella. No sintió temor, sino una parsimonia desconcertante, no se asustó al descubrir al vampiro nocturno de la ciudad, por el contrario, en medio de un ocultamiento perverso, llegó hasta pensar que podría convertirse en vampiresa humana al aceptar los amores de Displicio, quien de seguro llegaba hasta su apartamento para seducirla y conducirla al reino eterno de Trasilvania.  Displicio entró con sus alas negras a la habitación. La mujer esperó con inusitada ansiedad a que el vampiro se convirtiera en un apuesto y pálido príncipe delante de ella. El tiempo trascurrió y el vespertilio siguió siendo animal, sin que en un vórtice apareciera envuelto entre la capa negra forrada con satín púrpura. Eva María se resignó, llegando a pensar que tan solamente era un murciélago enorme, inofensivo contra los seres humanos, tonto y pesaroso, porque lo vio agitar las alas negras con actitud mohína, y le vio la cara de imbécil, llegando a pensar que aquél no era un ser del otro mundo, sino un simple y soso animal de la pelota tierra, acaso una especie desconocida de quirópteros. Entonces, Sandra María pudo vislumbrar la profunda tristeza que se anidaba en lo más recóndito de aquel animal, que, extrañamente, le parecía tierno. Ella desterró de sí los malsanos deseos de convertirse en vampiresa humana, capaz de enterrar sus filudos colmillos en los cuellos flácidos de sus clientes mientras la copulaban torpemente, y optó por cuidar a Displicio como a una dócil y extraña mascota. Allá, en su casa, Ceneida extrañó con inmenso pesar a su esposo, porque él no volvió a la casa a dormir colgado del techo durante las horas del día. Sin embargo, presintió que algún día su marido retornaría a la casa, porque estaba convencida de su amor a pesar de que fuera un murciélago. Extrañamente, Displicio quedó encerrado de buen agrado en el apartamento de Sandra María, y la mortandad de perros y gatos terminó en la ciudad, asunto que sacó a relucir que la cantidad de animales sueltos y pariendo sin control, eran una calamidad sin límites que la secretaría de higiene no podía solucionar con pildoritas de harina de trigo. La mujer comenzó a prodigarle toda serie de cuidados a su nueva mascota, escondiéndola en el armario cuando las visitas llegaban a dejar el billete por unos minutos de pasión fingida pero, ciertamente, placentera, porque la mentira también puede hacer felices a los seres humanos. Displicio, en medio de su actitud animal, demostró un gran cariño por la joven, retozando aplomadamente, agitando en señal de jolgorio sus enormes alas negras y bruñendo sus intensos ojos negros y extremadamente miopes de donde escapaba ese destello fría y minúsculamente humano. Sandra María contemplaba con una ternura inconcebible al animal, y hasta había descubierto que la insólita compañía de Displicio la llenaba de inmedible alegría, a la vez que le colmaba con su existencia un hueco profundo y canceroso que existía en la profundidad del alma de la muchacha. Y así vivió Displicio con su nueva compañera, quien lo cuidó con el mayor esmero y quien encontró en él al compañero perfecto, preferido mucho más que los clientes. Y Displicio tan apartado de todo, tan lejos de la realidad, que no era más que un tosco e inofensivo animal, que, ahora, revoloteaba en el cuarto de al lado durante las noches para que los amantes ebrios no se percataran de su presencia. Una mañana, mientras la mujer se duchaba, se le ocurrió una idea, por cierto descabellada: convertiría a Displicio en un ser humano. Ella descubrió que el murciélago no sentía dolor, y eso la alentó decididamente para fraguar la conversión. Metió a Displicio entre la ducha con el agua casi en su punto de ebullición, esto con el fin de pelarlo cuidadosamente. El pelo del vampiro quedaba endeble ante el agua hirviendo, y, entonces Sandra María lo iba afeitando metódicamente hasta obtener resultados sorprendentes, descubriendo que debajo del pelambre había una piel de extraña apariencia humana. Comenzó a recortarle y redondearle las orejas puntiagudas de ratón, hasta que se las dejó con aspecto humano. Después, le iba recortando metódicamente la membrana de sus alas negras, le aplicaba productos químicos en la raíz del pelo para que quedara definitivamente lampiño y, como una amorosa escultora, a punta de martillo y cincel, le devolvía el aspecto de rostro humano al hundirle las mandíbulas y los hostigantes promontorios encima de los párpados. Con amor y profunda dedicación, Sandra María logró su cometido, porque al cabo de algunos días, el hombre readquirió su aspecto humano, pero lo que ciertamente despertó la semilla humana, dormida en los más recóndito de su ser, fue el inmenso amor que la mujer comenzó a profesar por él. El instinto animal y torpe de Displació salió huyendo para dar el paso victorioso a los destellos de razonamiento humano; entonces comenzó a dormir en la cama, al lado de la mujer, dejó de emitir esos horrendos chillidos de vampiro y comenzó a articular, como un niño, sus primeras palabras, también dejó de regurgitar los alimentos y hasta se sentó a comer en la mesa, tal como lo hacen los seres humanos, aprendiendo con torpeza a emplear los cubiertos y degustando con normalidad los platillos que la mujer le preparaba con cariño. El sentimiento humano en Displicio fue despertando, aún más, apunta de besos, mimos y caricias que la mujer le daba, imbuida por una maravillosa sensación de completa felicidad, olvidándose que aquel hombre había sido un murciélago rescatado por la insólita terquedad del amor. Le compró ropa de marca, lo perfumó y le acicaló con gomina el pelo, y, por primera vez salió con él a la calle. Sentado en el sillón, los vientos insoslayables del recuerdo fueron llegando en cascada a la memoria de Displicio, hasta que no pudo aguantar más, y, súbitamente, sin interesarse más por el amor de Sandra María, y con la ingratitud propia de los murciélagos, huyó por el ascensor hasta el vestíbulo, salió a la calle y en medio de una alegría trepidante caminó hasta su casa, en donde Ceneida lo recibió dichosamente, pero sin asombro alguno, de volver a ver a su marido tan bueno e intacto como cuando la llevaba al cine en compañía de los niños.