EL PODER DE LA PALABRA ESCRITA

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TRINANDO

TRINANDO

DIRECTOR: MARIO BERMÚDEZ - EDITORA: PATRICIA LARA P. - BOGOTÁ D. C. - COLOMBIA

MAYO DE 2015

NÚMERO

2

EN ESTE NÚMERO PUEDE LEER LOS TEXTOS DE LOS  AUTORES INVITADOS.

 

DÉ CLIC EN LOS ENLACES PARA LEERLOS:

 

Rosa María Elizondo

(México)

 

Belkis Osiris Bocaney

(Venezuela)

 

Ricardo Gabelo Lara

(Colombia)

 

Carlos Alberto Ayala Ojeda

(México)

 

Omar Alejandro González de Lira

(México)

 

Diego Ortíz Valbuena

(Colombia)

 

Mario Bermúdez

(Colombia)

 

Francisco Juventino Ibarra Meza

(México)

 

Ricardo Gabelo Lara

Trabajo visual

(Colombia)

 

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Francisco Juventino Ibarra Meza.

Nacido en Montemorelos, Nuevo León, el 27 de enero de 1962. Obtuvo mención honorífica con el cuento Luz Azul, en el Concurso de  Cuento organizado por el Café Nuevo Brasil, en agosto de 2013.

Autor de Puuuros Cuentos (2014) y del Poetazo LUZAZUL (2015).  Es dueño y editor de la página web www.asandounacarnita.com, que versa sobre la cultura norestense de México. Ha leído su obra en la Pérgola, Centro Cultural de San Nicolás de los Garza, en Auditorio de Sabinas Hidalgo, en la Casa de la Cultura de Nuevo León, en el Primer y Quinto Carnavales Poéticos, en el Ciclo Escritores en su Tinta, en el Kundúl Café, Sanjuanito Blues, Restaurante La Hacienda, Primer Encuentro de  Escritores Nudistas.

 

                                                EL DÍA ES HOY

 

 

Desde hacía tres semanas llegaba a sus manos cada día una pequeña carta de papel reciclado, perfumada suavemente a rosas, en un sobre del mismo material. El texto estaba escrito con una letra cursiva, pequeña y redondita, que le era familiar, que se refería siempre a lo mismo, aunque con diferentes formas de decirlo: que pronto estarían juntos para disfrutar su amor.

 

Los primeros días, ante la constancia del suceso, pensó que se trataba de un apoyo moral de sus amigos o de sus compañeros de trabajo que, aunque no frecuentaba mucho fuera de la oficina, le tenían afecto con un poco de lástima por su repentina viudez a mediados de ese año. Había descartado a sus familiares, porque ninguno vivía en la ciudad.

 

Sin embargo, con mucha discreción realizó un minucioso estudio de las actividades de todos, dentro y fuera de la oficina. Registró la dirección de quienes vivían en sectores cercanos a su domicilio y midió distancia y tiempo de traslados, agudizó el oído para escuchar sus conversaciones, perfeccionó su observación para encontrar el mínimo rastro de participación o complicidad en el hecho que lo aquejaba y vigiló sus agendas y sus pasos. Alguien debía deslizar la carta por debajo de la puerta en el trascurso del día, aunque era difícil por el guardapolvo.

 

Las cartas seguían llegando y cada vez el olor que impregnaba el papel era más intenso. Aquello podía significar que el tiempo entre la aplicación y la entrega era más corto o que la dosis que se utilizaba era mayor.  Lo primero podría señalar que las cartas se escribían o se entregaban más tarde que de costumbre y lo segundo indicaba que las personas que aplicaban el perfume podrían cambiar. Ambos casos significaban, sin duda, que en el proceso había más de una persona.

 

Se cuestionó muchas veces cuál sería la causa de esa acción que, lejos de darle felicidad, le causaba angustia y desolación. Aquello parecía no tener sentido. ¿Quiénes hacían aquello? ¿Cuál era la intención? ¿Cuál era el provecho?

 

Había pasado casi toda una semana atento a los vecinos, que podrían estar participando también, dada la continuidad del hecho. Pero todo parecía normal. Esperaba encontrar una vacilación en el saludo, un ligero esbozo de culpa en el tono de la voz o una señal corporal que indicara que tenían algo que ver con las dichosas cartas, pero nada. Sus voces y sus posturas denotaban una total indiferencia, envuelta en cortesía.

 

Decidido a concluir con aquello, comenzó a salir más temprano de su trabajo, para vigilar su casa desde el balcón que quedaba justo encima del pórtico. Por las noches, abrazando la pequeña misiva diaria, daba vueltas a su mente tratando de encontrar la justificación adecuada, lógica, que le permitiera dejar sus labores antes de la hora normal de salida.

 

Agotadas todas la excusas, la ansiedad se desbocó, llevándolo casi a la locura.  En poco tiempo, cambió; de ser una persona pulcra y amable a ser una persona huidiza, huraña y sucia. Era notoria su falta de sueño y de alimentos. Adelgazó. Su piel se tornó cetrina, sin brillo. Sus movimientos se volvieron torpes y erráticos. Su pelo se revolvía en una masa negra y blanca, como un oleaje encrespado en un mar nocturno. Sus ojos, antes serenos y cálidos, eran rendijas oscuras, arrugadas, sanguinolentas, que destilaban frustración y rencor y un ligero estremecimiento cimbraba con frecuencia su cuerpo.

 

La falta de aseo, la pérdida de la memoria y su balbuceo al hablar, llevaron a su jefe a darle un tiempo para que atendiera su salud.

 

-No dude en llamarnos, si es necesario. Deseamos que se mejore del todo. Sabe que le estimamos- le había dicho, antes de enviarlo a su casa, con la recomendación de que descansara y fuera al médico lo más pronto posible. Asintió y murmuró con frases entrecortadas que iría con su familia, que vivía en un pueblo cercano.

 

La sonrisa y la palmeada con que le había despedido su jefe, habían sido objeto de análisis desde que dejó la corporación, pero sólo había encontrado en ellas cariño y buena voluntad. Aquello le había dado una gran paz, que le fue arrebatada al abrir la puerta de su casa.

 

Rasgó con rapidez el nuevo sobre y el suave aroma del papel poseyó sus entrañas, su alma y cada rincón de su casa, como nunca antes lo había hecho. Con mano temblorosa vio la nota, que ahora era más corta: Ya pronto, decía con letra más firme y oscura, escrita con mayor fuerza.

 

Ya sin problemas de horario, se dedicó a vigilar la puerta de la entrada. Se sentó en el sillón, luego se tendió sobre el sofá, se recargó en el faldón del sofá y subió las piernas en el sillón, se tiró en el piso, luego volvió al sillón y así durante toda la mañana. No quiso levantarse a comer y pensó que tan pronto como viera la nueva misiva se daría tiempo para descansar un poco y acercar comestibles, refrescos y agua.

 

Pensó también en botellas vacías, para no ir al sanitario a orinar. Con la seguridad que con aquello estaría más seguro, bajó la guardia, recargó su cabeza en el portafolio del que no se separaba nunca, dormitó un poco y perdió la noción del tiempo.

 

Se maldijo cuando abrió los ojos y la penumbra de la tarde envolvía la casa. El cuadrado blanco de la carta recién entregada se destacaba sobre el piso oscuro.

 

Volvió a maldecirse y juró que no le suceder aquello. Fue por todo lo que había pensado acercar al lugar en el que se prometió permanecer hasta no descubrir el misterio.

Dejó sobre la barra de la cocina el portafolio y, con los brazos llenos de bolsas y botellas, fue a descansar a la salita recibidor. Recogió la carta y le pareció extraño el texto, había cambiado, ahora sólo decía:Pronto. Se notaba un ligero temblor en la letra, aunque la presión con que la habían escrito le pareció que era la misma.

 

Pasó toda la noche pensando, dándole vueltas, tratando de encontrar una forma de desentrañar el enigma… ¡pero todo era tan oscuro! Decidió apagar su teléfono celular y desconectar el teléfono de la casa. Si bien era cierto que era muy difícil que alguien le llamara, estaba tomando precauciones para no ser interrumpido en su vigilancia. Aquel asunto requería de todas sus habilidades, fuerzas y atención. Y poco a poco estaba perdiendo todas.

 

Trató de descansar, de dormir, que tanta falta le hacía. Estaba consciente de ello, pero le era más urgente encontrar a la persona que se había tomado la molestia de tenerlo en ese estado. Le reclamaría su acción y le interrogaría hasta agotar sus dudas. Pero tenía que recuperar sus fuerzas, porque si respondía de manera violenta no podría repeler su ataque y menos dominarle. Tenía que dormir, que comer, que estar saludable, tenía que controlarse y ser paciente. Pero el ritmo de su sangre no lo dejaba reposar, aumentaba constantemente el compás de los latidos, sentía que la cabeza le estallaba y apenas soportaba la penumbra de la habitación.

 

Sin embargo, se agradeció estar en ese estado, porque le permitiría estar en casa y, como no tenía coche, sería más difícil que supieran que él estaba ahí, en el hogar donde había sido feliz con su esposa, con su ir y venir, con su luz y su sombra.

 

Miró alrededor y se molestó consigo mismo. Prometió en la tumba que mantendría la casa igual y faltaban las rosas que a ella tanto le gustaban. Se dijo en un susurro que cuando resolviera aquello, abriría las persianas y llenaría de rosas toda la casa. La pintaría de colores claros y buscaría alguien que la aseara y pusiera todo en orden, como debía estar, como estaba antes.

 

-Tengo que dormir, que comer. Tengo que estar saludable, tengo que controlarme y ser paciente. Tengo que dormir, tengo que comer, tengo que estar saludable, tengo que controlarme y ser paciente. Tengo que dormir, tengo que comer, tengo que estar saludable, tengo que controlarme y ser paciente.Tengo que dormir, tengo que comer, tengo que estar saludable, tengo que controlarme y ser paciente.

 

La mañana fría y lluviosa lo encontró hecho un ovillo frente a la puerta, abrazando su portafolio, que por alguna razón estaba abierto y todos los papeles que solía llevar en él estaban regados por la habitación. Había pequeños post-its amarillos, pedazos de opalina grueso, copias fotostáticas, documentos originales de su esposa y legales que señalaban su deceso y tantos otros de sus recuerdos. Todos tenían anotaciones.

 

Pasó el día, sin darse cuenta, leyendo con los ojos llorosos lo que había escrito en cada uno de ellos, recordando el motivo, la fecha, el suceso y se odió con mayor intensidad y odió al mundo y a la enfermedad, a la ciencia y a quienes dieron seguimiento a la hospitalización de su mujer.

 

Nada ni nadie había podido devolverle la salud y su alegría. De poco sirvieron los medicamentos y los rezos por su salud. Y nadie se había preocupado después por saber qué había sido de ella, dónde estaba, si sufría o si estaba perdida en la inmensidad de la noche que debía ser la muerte. Vino a su mente aquella frase de un poema que había conocido en la escuela secundaria: Dios mío, que solos se quedan los muertos… y su llanto triste, silencioso, se trasformó en un bramido que rebotó en cada uno de los rincones de su casa. Luego, se desplomó inerte; sólo su pecho se movía y sacaba de sus entrañas un llanto amargo y rendido.

 

Guardó los papeles junto a la cajita que su mujer había traído en el mes de septiembre del año anterior en un viaje hecho con su hermana a los Estados Unidos y que tenía la leyenda: “No abrir hasta las 12 de la noche del 24 de diciembre". Había puesto una cartita para cada día y le decía la brevedad del tiempo y el avance hacia el momento culminante.Supo aquella noche prevista que la cajita contenía la lencería más sensual que había visto en su vida. La Noche Buena ella la vistió y se veía espectacularmente hermosa…. Jamás perdió su mujer el encanto de aquella ocasión  en que lo hizo sentir el ser más importante de la Tierra.

 

Se levantó despacio y fue a la posición de la ventana desde donde lo veía todo. La lluvia arreció y la calle se llenó de reflejos, de gente que corría, de autos que levantaban la lluvia caída, de paraguas que brillaban con la luz quebrada en agua. Nunca había visto tal cantidad de genteque iba y venía indiferente a todo lo demás, aunque cada uno tenía un motivo que se guardaba para sí. Nadie, más que ellos, sabía lo que pasaba por sus mentes y movía sus cuerpos. ¿Hay destino o cada quien construye su vida desde la posibilidad de sus circunstancias?

 

Sonrió levemente, después de mucho tiempo, por aquella ocurrencia, porque las preguntas le indicaron que estaba vivo y cuerdo. Abrazó el portafolio, suspiró y volvió a decirse con voz muy queda: Tengo que dormir, tengo que comer, tengo que estar saludable, tengo que controlarme y ser paciente.

 

Pasó dos horas en la misma posición. La tarde se había hecho oscura, pero continuaba alerta. De pronto vio a una mujer que le llamó la atención. Bajo un paraguas negro se dibujaba el vuelo de una falda larga y oscura, que revoloteaba por el vaivén de los pasos apresurados y por el vientecillo frío de la tarde-noche. El corazón le dio un vuelco cuando la mujer se dirigió decididamente hacia su casa.Sin voltear a ninguna parte, casi tocó la puerta, se inclinó, tardó un momento y luego volteó hacia arriba.

 

No pudo ver su cara, porque el paraguas le tapaba gran parte del rostro, pero era una mujer joven, con un extraño brillo en su piel blanca.

 

Arrojó el portafolio y bajo apresuradamente las escaleras. La ansiedad se le revolvía en el vientre e incrementaba el espasmo, el viejo temblor que conocía bien su cuerpo. Trastabillando, llegó a la puerta, buscó la carta, pero no había nada. Se maldijo, tal vez la mujer lo había visto. Buscó con desesperación las llaves y abrió con dificultad la puerta. Había perdido mucho tiempo y era vital que la alcanzara.

 

Corrió desesperado entre la gente que lo miraba extrañada, mientras murmuraba: Hoyes el día, hoy es el día. ¡El día es hoy!. No importaba lo que tuviera qué hacer, tenía que encontrarla.

 

La vio cómo cruzaba la calle una cuadra más adelante y apresuró su marcha hasta la esquina. La mujer se había detenido y volteaba hacia atrás. Supo que estaba perdido. No la alcanzaría y si lo hacía no podría interrogarla como era su deseo. Un frío inusual le subió desde los pies hasta alcanzar su corazón y la ira invadió su cuerpo.

 

Sintió un dolor agudo en su vientre, en el pecho y en la cabeza y el temblor de su cuerpo se hizo más intenso. La alcanzaría y haría lo que tenía que hacer para saber. Su respiración se agitó aún más cuando vio a la mujer parada en el cruce de las calles. Parecía hurgar en una gran bolsa de color marrón que colgaba de su hombro. Seguramente, como lo había visto, escondía la carta o tal vez la iba a tirar.

 

Cuando estuvo casi junto a ella, alargó su brazo entumecido, levantó el paraguas, le volteó la cara y lo que vio lo dejó helado. La mujer tenía por rostro una calavera.

 

Sus ojos se llenaron de oscuridad, sintió un dolor intenso en todo su cuerpo y luego nada.

 

La gente se arremolinó, un hombre pidió por teléfono una ambulancia. Los paramédicos no pudieron hacer nada, el hombre había muerto de un paro cardiaco. El cadáver no fue reclamado, no había forma de identificarlo, hasta que un noticiero de la noche se propuso descubrir su identidad.

 

Cuando los parientes revisaron su casa, después del funeral, encontraron tirado el portafolio en la escalera, abierto, con todos los papeles sueltos y una pequeña caja de cartón roja con señas de haber tenido pegadas algunas cosas en sus caras. Concluyeron que habían sido mensajes, porque un pequeño sobre permanecía pegado en el centro.

 

Lo abrieron y el papelito decía: Hoy es el día. El día es hoy. Feliz Navidad, Amor. Tenía un beso pintado con labial rojo y un fuerte olor a rosas.