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MARIO BERMÚDEZ  - COLOMBIA-

LOS TAMBORES RESPLANDECIENTES
 

 
Había caminado desde un bosque perdido, más acá de una aldea milenaria jamás descubierta por la razón de los soñadores. No sabía exactamente cómo definir sus sentimientos: un poco de agotamiento, jadeante y asustado por los misterios inexplicables. En su retina aún permanecían los rayos enceguecedores de los espejos ficticios puestos al sol, que le habían lacerado las pupilas. Parecía que había llegado a un mundo ilusorio, víctima de sus propias convulsiones, en donde los parámetros de las leyes físicas parecían escapar de la realidad material.
Se levantó aturdido, en medio de una noche titilante de estrellas, salpicada de manchas etéreas. Se había acostado muy agotado después de realizar las labores del día en el bosque. Acompañado de su perro, había logrado acomodar en las afueras de la cabaña una gran cantidad de leña, después de haber fortificado sus músculos por los golpes del hacha. Esperó a que la noche discurriera lentamente, como quien corre el telón de la función que termina. Encendió la hornilla, extendió un pedazo de carne ahumada y se preparó un poco de café. Se sentó en la tarima y contempló la noche, inmensa y móvil, mientras su perro se acomodó enfrente, meneando, de vez en cuando, la cola con un entusiasmo bagual, levantando las orejas al menor ruido inhabitual y recostando, consentido, la cabeza sobre sus extremidades delanteras. Pensó en muchas cosas y los recuerdos fluyeron como un manantial de remembranzas. Se sintió cansado, pero ufano por del trabajo realizado desde que los primeros cantos de los pájaros madrugadores lo despertaban. Se armaba con el hacha, con un morral con provisiones y con una escopeta de cacería, saliendo a rebuscarse la vida entre aquel bosque ignoto, en donde no había un solo habitante en muchos quilómetros a la redonda.
Había dormido en su cama rústica de leños y pieles, en medio del ruido consuetudinario de los avechuchos nocturnos, hasta cuando algo difícil, pesado, pero no material, lo despertó sobresaltado, con el corazón retumbándole como un bombo. Se sentó sobre la cama y aguzó bien el oído, pero extrañamente, la noche se había sumido entre un silencio inexpugnable, como si fuera de otro mundo. No se escuchaba ni el menor ruido, ni se vio el menor resplandor del cielo que se colara por las rendijas de la cabaña. El mundo, afuera, parecía haberse hundido entre la mancha negra de la inexistencia. Se incorporó hacia la ventana y ojeó hacia fuera. Pero no. Todo parecía estar en su debido lugar. Los mismos árboles del mismo bosque, y la misma montaña irguiéndose altiva, recortando el firmamento. Solamente el silencio estrepitoso era la nota no cotidiana, y la oscuridad celeste se convertía en algo nuevo en el firmamento. Estaba convencido de que algo sobrecogedor estaba sucediendo, y hasta él presentía que era el único ser viviente de aquel universo insolente, pues no oía ladrar a su perro. Se armó de la escopeta y salió. El mundo, aunque era el mismo, se le hizo desconocido, extraño como un túnel tremulento, y aunque las cosas semejaban estar en su lugar, la sensación de que algo doloroso las apesadumbraba, convirtiéndolas en irreales. Llamó a su perro, pero éste no aparecía por los contornos de la cabaña. Volvió a gritar, con mayor fuerza, el nombre de su perro, y sintió su voz desconocida, larga, repetida en ecos luengos y crepitantes. Y el perro nada que se acercaba hasta donde permanecía él en medio del desconcierto. Sorprendido y preocupado, encendió la lámpara de queroseno y salió hasta las primeras malezas con el ánimo de hallar a su canino. La luz de la lámpara prolongaba extrañas sombras que no se proyectaban, dando una apariencia totalmente distorsionada del objeto que las proyectaba. El mundo parecía inexacto, informe, etéreo en medio de una maldita vacilación. Pero él sacaba mayor ánimo de donde no lo tenía, continuando con su empeño, gritando, cada vez más, con mayor potencia el nombre de su animal. Para colmo de males, no como en otras noches, todo ser viviente había desaparecido del bosque. No saltaban los roedores nocturnos, no volaban las mariposas de la noche, ni los murciélagos batían sus alas. Y el cielo como un profundo hueco negro sin más forma que un infinito desordenado. Todo tan extraño, tan vago, tan carente de realidad, que hasta él mismo, a pesar de estar consciente de su existencia, se sintió falso. Continuó con la búsqueda azorada de su perro, hasta que en medio de la oscuridad tropezó con un cuerpo acartonado, quebradizo. Alumbró con la lámpara, y sus ojos se desorbitaron como una explosión constelar, cuando descubrió a su canino tirado entre la seroja, con la lengua por fuera como signo de que estaba muerto. No se atrevió a tocarlo con la mano, empujándolo con el pie, y, contrariamente a lo que sucede con todos los cadáveres, le pareció muy liviano, como si en cambio de músculos tuviera gas. Pensó en dejarlo ahí, pues estaba lo suficientemente lejos de la cabaña para que la hedentina cadavérica no llegara hasta su casa.
Regresó a su cabaña, silente, desconcertado, ante ese mundo igual, pero, en esencia, diferente, frente a ese universo sin las estrellas de la noche que habían sido devoradas por los agujeros negros, sin las nubes colgando movedizas en el firmamento. Se sentó en la tarima de afuera, alumbrándose siempre con la luz de la lámpara, que lanzaba una flama, como si el fuego también estuviera conspirando contra la realidad. Sin saber qué pensar, a la hora de la verdad, quedó inmóvil sobre la tarima, mirando los alrededores como objetos jamás vistos. Así permaneció por mucho tiempo, hasta cuando algo detrás de la montaña lo sacó del sopor. Se incorporó vacilante, soltando contra el piso la escopeta y abandonando a su arbitrio el candil. Se restregó los ojos para comprobar que no era engañado. Pensó que podía estar amaneciendo ya. ¿Pero por el occidente? ¡Estúpido!, se dijo., además, la luz del sol es amarilla, continuaba desconcertado con la observación. ¿Qué podrá ser? Siguió mirando la luz plateada que revoloteaba como una nube que jugaba contra la montaña, que se escondía inmensa y volvía a salir diminuta. El resplandor plateado se hacía cada vez más intenso y le enceguecía dolorosamente las pupilas. ¿Será que esa luz ha desterrado a todos los animalitos del bosque?, se preguntó, pero la respuesta no aparecía por ningún lado. De repente un nuevo motivo, aparte de la fenomenal mancha luminosa, lo inquietaba de forma acongojante. Entonces, sintió un sonido acompasado y lejano que parecía acercarse hasta su sitio pausadamente, cabalísticamente. ¿Qué será?, trató de identificarlo desde su lugar, aguzando sus oídos con un gran esfuerzo. Por momentos, sentía que el extraño sonido lo embriagaba, que lo sometía a un éxtasis conmovedor y dominante. ¡Parece el ruido de tambores!, pensó agitado. ¡Santo Dios!, saltó, ¡no puede ser posible! Tambores. ¡Tambores no! El sonido se fue aclarando a medida que se acercaba, surgiendo desde donde nacía la luz plateada que se hacía intensa, descollante por encima de los árboles del bosque milenario, por arriba de la gran montaña que se recortaba como una figura de cartulina contra el firmamento. ¡No hay duda, son tambores! ¿Pero la luz qué? ¡Tambores! ¿Será, acaso, tambores que resplandecen? El sonido de los tambores parecía acercársele asiduamente hasta sus propias entrañas. Algo paralizante lo acorralaba, y la hermosa y arcana luz plateada de un día sin sol parecía hipnotizarlo.  Se dio media vuelta, agarró la escopeta fuertemente, y sin saber por qué motivo, le dio un puntapié a la lámpara, regando sobre la tierra apisonada el queroseno, formando un caminito de combustión amarillenta que flaqueaba hasta que, finalmente, se extinguió. Una fuerza desconcertante lo atrapaba y lo subyugaba. Ahora, no era simplemente la curiosidad, sino algo más omnímodo que lo obligaba a buscar los tambores y de la luz de la montaña. Comenzó a caminar sin mirar hacia atrás, con los ojos puestos fijamente sobre la rutilancia y colocando los oídos hacia el lugar de donde provenían los toques de los tambores. Se hizo muchos interrogantes, mientras continuaba caminando, como atraído magnéticamente por una fuerza que le dominaba enteramente la voluntad. Se hizo, sin embargo, muchos interrogantes. ¿Quiénes serán? ¡Qué extraño! ¡Nunca había oído ni visto semejantes cosas! ¡Santo Dios! Continuó caminando, apartando las ramas que le impedían el paso, golpeando las más fuertes con la culata de la escopeta. De repente, no quiso pensar en nada más, no sintió la necesidad de nuevos interrogatorios y solamente se limitó a caminar hacia la montaña, sin encontrarse por el camino, sin trazar, con el menor signo vital de una naturaleza cierta.
Llegó a la cima de la montaña y se ocultó raudamente entre los últimos arbustos, extrañándose al no sentir el frío que se imaginaba a causa la altitud. Sus ojos se abrieron enormemente, tratando de devorar insistentemente la poderosa rutilancia que se desprendía como un mágico encanto desde la hondonada del otro lado. El toque los tambores sonaba con un sentido jamás descubierto. Una maraña de interrogantes se revolcaba en el interior de su espíritu nuevamente. Jamás había imaginado, siquiera, que detrás de aquella pétrea montaña existiera algo semejante. Acurrucado, trató de avanzar para ubicarse mejor y tener un ángulo de mayor visualización, estaba observando sorprendido hacia abajo, contemplando anonadado el espectáculo, cuando, de repente, escuchó unos pasos muy cerca de sí. Su corazón se sobresaltó y un río polar se desplazó vertiginosamente por sus venas, hasta el punto de sentir que, a través de sus poros, su alma escapaba convertida en gotas gélidas que se disolvían centelleantes, para convertirse en sudor fastidioso que se desplazaba como un animal reptante y pegajoso, como un monstruo inmenso. Un potente haz de luz chocó con su rostro cetrino. Trató de levantar, instintivamente, la escopeta, pero una sombra incógnita lo atacó velozmente por la espalda, despojándolo del arma. No se atrevió a gritar. Evitó moverse más, y en medio de un esfuerzo contundente trató de recuperar la calma perdida. Los seres lo ataban. Él los miraba sorprendido e interrogante, aterido por un pavor interno que no quería dejar escapar ante los extraños. ¿Quiénes son ustedes?, indagó, ¿qué desean de mí?, ¿de dónde son? Una de las figuras, perentoriamente, le indicó que se callara por medio de señas, tal como si no conocieran su idioma. A empellones lo obligaron a desplazarse, descubriendo, en medio de su insuperable terror, que todos iban rumbo a la hondonada, allá abajo en donde estaban los tambores resplandecientes. Sin embargo, varias veces por el camino trató de oponer resistencia, pero dedujo, finalmente, que le era imposible escapar, y que, con esa actitud, lo único que iba a conseguir sería enervar a sus captores, colocándose, por consiguiente, en inminente peligro. En medio de la zozobra, trató de resignarse a medida que el sonido de los tambores sonaba más cercano, sintiendo la dolorosa impresión de que penetraba más allá de sus sentidos y horadaba, sin piedad, su cerebro, como si dentro de él naciera un venero de espetones candentes. Por otro lado, se reconfortó creyendo que descubriría aquel misterio insoslayable que parecía haber cambiado la fatídica realidad del mundo o, mejor, al tiempo porque el mundo continuaba, aparentemente, siendo el mismo, aunque con una esencia enigmática y dolorosa; tal vez era el efecto de un tiempo distorsionado que ejercía su influjo sobre las cosas materiales, dándoles un sentido diferente, aunque con una apariencia igual. Trató de escudriñar mejor a los hombres que lo habían capturado, descubriendo que sus rostros estaban cubiertos por unas máscaras de plata, y que el casco sobre las testas estaba adornado por un penacho de plumas hermosamente silvestres, en donde resplandecían varias piedras preciosas que destellaban mágicamente al reflejo de la poderosa luz plateada. Sus trajes semejaban a los de los guerreros romanos, pues llevaban un pectoral de cuero grueso, debajo del cual había una túnica corta. Calzaban sandalias atadas por un largo cordón resplandeciente que enmallaba desde las pantorrillas hasta un poco más debajo de las rodillas. Él jamás había imaginado a unos hombres así que parecían de épocas primitivas y bélicas. Perecen soldados de alguna tribu, pensaba, ¿tribu?, pero ¿qué tribu puede haber por aquí?... nunca he sabido nada igual al respecto, y eso que siempre he vivido en el bosque. ¡Todo esto es definitivamente extraño! ¡A lo mejor estoy soñando esta horrenda pesadilla! Con la cabeza convertida en una turbonada de cavilaciones sin explicación lógica, continuaba avanzando bajo la mirada expectante que se escapaba por entre los orificios de las máscaras de plata, que tal vez, pensaba, servían, no tanto para ocultarlos, sino para protegerlos.  Continuaron por caminos de vegetación espesa a los lados, ocultos entre la gloria de un tiempo remotamente perdido. Escuchó el ruido monótono pero reconfortante de una cascada, y, finalmente, sintió el último empellón, perdiendo el equilibrio y rodando por entre el polvo del sendero, mientras el sol despuntaba detrás de los collados, asomándose lentamente como queriendo observar tranquilamente al mundo. Respiró un poco de tierra. Sintió un garrotazo a la altura de la nuca que le hizo perder, incontinenti, el conocimiento, desvaneciéndose como último contacto de sus sentidos con aquel mundo absurdo, en donde, de forma inclemente, redoblaban los tambores resplandecientes.
Nunca tuvo la noción exacta del tiempo que transcurrió, pero su intuición le permitió deducir que, tal vez, era el mismo día que había visto nacer en el momento en que era conducido por los hombres de las máscaras plateadas. Se refregó la cabeza, espantando el aturdimiento y sintió la garganta convertida en un horno crematorio que solicitaba agua para mitigar la terrible sed volcánica. En el aposento en donde se encontraba no había luz porque estaba cerrado herméticamente. Sin embargo, acostumbrado a sus noches furtivas de cazador solitario en el bosque, logró hurtar los poquísimos rayos que se filtraban débiles a través de las rendijas de las paredes, construidas con gruesos troncos. Descubrió que el habitáculo era circular y de tierra apisonada. Se incorporó, todavía aturdido por el golpe, ayudado por los brazos extendidos hacia delante para no ir a chocar aparatosamente contra un objeto desconocido. El aposento estaba solo. Tocó las paredes, descubriendo que los troncos estaban atados por poderosas lianas que podrían resistir el embate de cualquier furia animal. Se revisó, estaba, apenas, en pantalones porque lo habían despojado del sombrero, de la camisa y de las botas, por consiguiente, de su cuchillo y de su escopeta. Quiso gritar, pero se contuvo. Trató de espiar por alguna rendija. El cuadro exterior lo sorprendió: era una aldea primitiva, no de indígenas, como en un comienzo llegó a pensar, sino de hombres blancos que parecían haber llegado del pasado, trasportados por alguna nave resplandeciente que era capaz de romper solemnemente el tiempo. Semejaban seres nómadas, de esos que, de pequeño, había visto en algún libro de aventuras. Los vio confusamente, a través de la rendija, como un grupo de hombres bíblicos que recorrían el mundo instalándose en enormes tiendas de campaña cerca de donde hubiese un manantial. Vio a los niños juguetear por entre la tierra, empujando a las cabras y espantando a las aves de corral que se interponían en su camino. Continuó dubitativo, olvidándose por un momento de su sed y de su hambre. Vio a las mujeres cargando agua y a los hombres más jóvenes trasportando alimentos en carretas tiradas por bueyes. Se asustó. ¿Era, acaso, el pasado todo aquello? ¿Quién era el que había viajado por el túnel del tiempo? ¿Ellos o él? No había duda, pensaba, era imposible que allí en la montaña estuvieran en su época aquellos seres de tiempos anteriores. Jamás supo de ello, jamás se tuvo el más insignificante contacto con aquellos humanos que de pronto se hubieran podido perder. Pero no, estaba convencido, por lo que veía y por la manera como se produjo su captura, de que eran conocedores de su territorio. Lo extraño era que nunca se había presentado un encuentro entre él y ellos, pues, a decir verdad, la hondonada no estaba muy lejos de su cabaña, asunto que hubiera posibilitado un encuentro anterior, a pesar de que no conocía el sitio porque nunca sintió curiosidad por averiguar qué había detrás de la montaña en donde el bosque terminaba. Ahí estaba el misterio. ¿Por qué hasta ahora y de esa manera? Cuando más, algunas veces había pernoctado cerca de aquel lugar sin llegar a descubrir nada semejante, fuera de algún despistado que huía de la cruel civilización. Él parecía haber viajado al pasado, o ellos, al futuro. De todas formas, aquellos seres se comportaban de acuerdo con su época antigua, haciéndole a él mismo sentirse fuera de su tiempo real. Se asustó mucho. ¿Qué haría para regresar a su mundo en donde, naturalmente, se sentía más cómodo? ¿Qué significaba la nube resplandeciente de la noche anterior? Pensó que debía tener mucha paciencia y que, tal vez, cuando ellos vinieran por él, podía resolver alguno de los tantos misterios que lo rodeaban, o que, de alguna forma, podrían hacerlo retornar a la realidad presente de su propio tiempo. De nuevo sintió el percutir de los tambores, y la puerta se reabrió súbitamente de un empellón, apareciendo los soldados que le hablaron en un lenguaje del cual él tuvo la conciencia de que no era el suyo, pero que, inexplicablemente, entendía. Lo llevaremos al juicio, le dijeron los soldados. ¿Qué juicio?, yo no he hecho nada malo, apenas soy un cazador que a nadie le hace mal. Es usted un ser extraño y desconocido que espía nuestra aldea para llevarle información al enemigo. Esperen les explico. Uno de los soldados lo levantó del cabello. ¡Ande, ande!, le ordenó de forma implacable. Él avanzó, y cuando estuvieron afuera, sintió el calor y los rayos del sol sobre todo su cuerpo. Quiero agua, dijo. Uno de los soldados se alejó y, al momento, regresó trayendo una vasija con un poco de agua. Debe estar bien para el juicio, beba, le indicó el soldado. Él tomó con ansiedad el recipiente y ávidamente bebió su contenido. Dio las gracias de forma seca. Continúe andando hasta el centro de la aldea, le indicaron. Él caminó sin protestar. Una vez allí, lo ataron a un palo dibujado con extrañas figuras, dejándolo bajo los rayos inclementes del sol. En un comienzo, él trató de conservar la serenidad, observando cuidadosamente lo que acontecía a su alrededor. Los hombres comunes vestían con túnicas blancas, utilizando una faja que les identificaba su estado civil, su dignidad y su edad. Las mujeres también llevaban túnicas, pero se cubrían la cabeza con mantos de variados colores, mientras que los niños retozaban casi desnudos por entre las callejuelas, amplias y amarillentas por el asomo de un terreno árido. De repente un chiquillo de blondos y ensortijados cabellos se acercó hasta él, se quedó mirándolo con curiosidad, le sonrió, le hizo un gesto y lo tocó como si fuera un animal raro. El niño se dio media vuelta y se alejó dando gritos. Lentamente fue mirando hacia las montañas. Todo parecía tan normal, aunque lo único que no encajaba dentro de la realidad era aquella tribu desconocida e intemporal. Pensó que detrás de la montaña estaba la salvación, que allí estaba su verdadero mundo, el mismo de las penurias cotidianas que, entonces, se le hacían las dichas de siempre. Recordaba que la noche anterior algo extraño lo había sobresaltado y que su perro de caza había aparecido muerto inexplicablemente, que algo sobrecogedor, enigmático y desconcertante se había apoderado del ambiente. Era un misterio inexpugnable en donde él no sabía si iba hacia adelante o hacia atrás. Tal vez era un fenómeno que escapaba a cualquier y lógica física, que tergiversaba las leyes naturales, distorsionaba el espacio y el tiempo para trasportarlo, tal vez sin hacer ningún viaje hacia el pasado, o por el tiempo que, creía, era pretérita, pero de la cual no podía comprobar con certeza tal posibilidad. Pasó el tiempo suave y angustiosamente, extrañamente eterno. Nuevamente escuchó el sonido de los tambores y descubrió el origen de la rutilancia. Los tambores eran gigantescos y estaban construidos de un material extraño que emitía aquellos potentes rayos plateados que alcanzaban enormes distancias. La gente fue saliendo de las tiendas y de las cabañas, algunas construidas con troncos, semejantes a la suya, allá en el bosque. Se estremeció de pies a cabeza. ¿Qué le iba a ocurrir? De una tolda salieron unos hombres vestidos elegantemente, a la usanza del pasado, con túnicas y capas bordadas posiblemente en hilos de oro y de argento. Tal vez eran los jueces implacables que iban a dictar la sentencia. La gente lo fue rodeando, olvidándose de sus quehaceres cotidianos. Hasta los críos iban de las manos de sus padres para tomar ejemplo del castigo. Los tambores continuaron retumbando, y este sonido insólito en su mundo parecía el preludio de un castigo aniquilante y poderoso. Rebuscó bajo sus entrañas el valor refundido. Permaneció altivo, atado contra el madero totémico. Una de las voces, la que parecía mandar más, dijo: Debemos aplicar un castigo ejemplar al espía; es indiscutible que se ha disfrazado con esas ropas extrañas para despistarnos y ocultar que es un espía del enemigo, por lo tanto, pido para él la pena de muerte, así el enemigo escarmentará. Entonces, otra voz dijo: Pero, señor, podría desatarse, ahora sí, la guerra. Y la voz mayor dijo: No debemos tener miedo de la guerra, pues somos más poderosos y tenemos mejores armas que el enemigo, además, nuestro dios nos protege. Ellos siempre nos han atacado a traición, robándonos nuestras riquezas. No pelearán de frente, y si les matamos a su espía, ellos escarmentarán. Los dioses benignos nos protegen, por eso nos han entregado al espía para que lo ajusticiemos. Entonces él, por vez primera, tuvo la noción exacta del peligro que estaba corriendo. Trató de explicarles, pero, inexplicablemente, no pudo hablar en aquella lengua apócrifa que sí entendía y con la que había pedido agua. Sin embargo, gritó en su propio idioma: ¡No soy ningún espía!, soy un humilde cazador que a nadie le hace daño. Ni siquiera sabía que ustedes existían. Hay un malentendido, pues yo creo que no pertenezco a su tiempo. Pero nadie lo entendió, los seres aquellos se miraron entre sí desconcertados. ¡Quiere engañarnos hablando una lengua que jamás hemos escuchado! Parece que con esta triquiñuela quiere hacernos creer que no es uno de nuestros enemigos. ¡Nos engaña! ¡No habrá más remedio que condenarlo por la noche a la hoguera sagrada en beneficio de nuestros dioses amigos! Él volvió a gritar, pero en vano, porque, aunque entendía plenamente lo que le decían, no podía expresarse en las palabras de aquel ignoto idioma. Pensó que no tenía salvación. Era imposible que un hombre de las postrimerías del Siglo XX fuera a morir quién sabe cuántas centurias atrás de su propia era. ¡Definitivamente estúpido! Se sintió insignificante, impotente, ridículo por la mofa que el destino parecía jugarle. Sin embargo, dio ante sus captores muestras de serenidad y de valentía que lograba confundirlos intrínsecamente. Intentó volver a hablar, pero se contuvo luego, porque sabía que, ahora, no podía expresarse en aquel idioma. Escuchó a la gente gritando: ¡Que sea condenado al fuego de los dioses amigos! ¡Que muera el espía traidor! Todos se fueron retirando hasta que desaparecieron silentes entre sus toldas. De repente, todo ser viviente había desaparecido de aquel espacio, conservándose únicamente una aldea solitaria, fantasmal, rodeada por montañas inhóspitas que él había creído recorrer antes en sus largas jornadas de cacería, acompañado del machete, el cuchillo, el perro y la escopeta refundida. Tuvo miedo, sintiéndose en un mundo diferente, antinatural, que ni siquiera él mismo había imaginado remotamente en su realidad. Lo peor era que estaba siendo carcomido por otro tiempo, de donde posiblemente jamás podría escapar. Observó aturdido por el imperioso temor hacia los lugares circundantes, entonces, una idea avasallante y de libertad se apoderó de su espíritu: escapar, escapar. Escapar, palabra mágica de reconfortante evocación. Huir de aquel castigo denigrante que lo postraba sin razón en un lugar desconocido e irreal, según sus cuentas. De repente apareció uno de los sacerdotes de la tribu misteriosa, llevando un par de espejos cóncavos. El hombre lo miraba con curiosidad mezclada con ironía y de una maldad que le parecía brotar desde el fondo de unas pupilas totalmente sibilinas. El sacerdote, vestido con una túnica morada con ribetes dorados y una medalla en forma de estrella sobre su pecho, se colocó en lugares estratégicos, colocando los espejos de manera tal que los rayos del sol chocaran sobre el cristal y rebotaran directamente contra los ojos del prisionero. Colocados a lado y lado los espejos, era imposible evitar el centelleo que aumentaba en intensidad y en temperatura. Poco después, luego de que el sacerdote se retiró una vez cumplida su torturante misión, él comenzó a sentir cómo los rayos del sol le hostigaban terriblemente la piel. Al cerrar los párpados, su piel delicada entraba en una tremebunda ebullición. Entonces abría los ojos, pero las pupilas de inmediato se maltrataban enfrente de los rayos con un dolor exasperante. Sintió enloquecer de dolor. Sintió cómo las lágrimas trataban de humectar y de proteger los ojos, pero éstas se secaban casi al instante. Se movió con un esfuerzo supremo y desesperado, con rabia, miedo e impotencia ante lo que el destino le había deparado inexplicablemente y con iniquidad. El dolor continuó hasta que perdió el sentido y hasta que los rayos de los espejos cóncavos parecían haberse filtrado eléctricos a través de sus retinas, por el nervio óptico, hasta llegar a su cerebro e imposibilitar la masa encefálica en medio de terribles estampidos.
De pronto un ruido monótono, paradisíaco y salvador parecía devolverlo a la vida: era el ruido de una cascada que mágicamente se mezclaba con el susurro del viento, el canto de los pájaros y el crepitar de las plantas. Algo munífico lo sobrecogía en un estival canto de belleza. Olvidaba las denigraciones anteriores, y temía despertar a la cruda realidad por miedo a toparse, de nuevo, atado al poste de los seres extraños y primitivos, enfrente de los mortíferos espejos que lo quemaban con los rayos multiplicadores. Creyó estar soñando, y aún esto era mucho mejor que la misma vida. Pensó que estaba muerto, esto era mejor y más dulce que la vida misma. La muerte era su esperanza y salvación. Sí, posiblemente había fenecido y estaba en los linderos del paraíso soñado en las noches de angustia y desconsuelo. Tal vez el buen dios de sus creencias se había apiadado de él, y le había enviado a la fea mujer esquelética vestida de negro con su guadaña, para rescatarlo hacia la felicidad eterna en un terrible gesto de miedo. Trató, entonces, de abrir los ojos para descubrir las proximidades del cielo, pero un potente dolor lo agredió despiadadamente.  Gritó. El dolor lo laceraba sin conmiseración alguna. Tuvo de nuevo miedo, un temor más profundo y bagual. No era posible que estuviera muerto al borde del paraíso, esperando que alguien le abriera el portón de la entrada. En dolor no podía existir en el cielo, por consiguiente, no estaba muerto. Pero ¿por qué motivo estaba tirado sobre el césped de un paraje tranquilo, y no estaba atado en la aldea de los agrestes seres que pretendían condenarlo a la muerte en un juicio ilusorio? Intentó de nuevo abrir los ojos; lo consiguió, pero la luminosidad del ámbito lo hirió poderosamente como un venablo de fuego eterno. Gritó. Se echó boca abajo, pero el pasto le hostigó las quemaduras del rostro. Acomodó la cara sobre los brazos entre cruzados, bajo la frente, para evitar el contacto directo de su piel contra el césped. Respiró profundamente, mientras el dolor también despertaba de su apacible sueño. Trató de apaciguarse, pero no lo consiguió, pues el dolor se hacía más insoportable, hasta el punto de que deseó revolcarse entre la maleza. Angustiado y a tientas se incorporó en busca de una ayuda imposible. Tropezó varias veces, pero no le puso mayor importancia al reiterado percance. Guiado por su oído, trataba de llegar hasta donde, según creía, estaba la cascada. Al fin logró el objetivo, luego de sumergir los pies entre el agua y cerciorarse que ésta sí corría, y que, por tanto, no representaba un peligro para humedecerse las heridas. Se agachó y comenzó a echarse el agua en el rostro, sintiendo que un hálito vivificante rondaba grácil por los intempestivos espacios de su piel maltratada. Nuevamente, intentó abrir los ojos, logrando tenerlos abiertos por mayor tiempo, pudiendo observar difusamente que verdaderamente estaba en un paraje maravilloso y tranquilo. Entonces, se hostigó poderosamente por encontrar la razón de su aparición en aquel lugar. ¿Cómo y por qué había llegado allí? No lo sabía. Trató de ordenar sus ideas para comprobar que aún estaba vivo en el mundo material, que repentinamente se había vuelto ilógico. Cerró los ojos. Se echó más agua, diáfana y fresca, sobre el rostro. Abrió los ojos. Miró a su alrededor. Descubrió algunas plantas tiernas y entre ellas vio una especial. Se acercó hasta ella. Arrancó un manojo de hojas verdes. Se devolvió hasta la cascada. Mojó el manojo de hojas, refregándolas fuertemente entre las manos para hacer un emplasto. Se echó de nuevo en el piso, boca arriba, colocándose la improvisada cataplasma sobre la piel lacerada profundamente. Sintió un refrescamiento insólito. Así permaneció por mucho tiempo, dormitando en horribles pesadillas que lo despertaban a la realidad, descubriendo que paulatinamente lo emplasto lo reconfortaba, hasta que, finalmente, un ruido desconcertante lo impulsó como una catapulta y le heló la sangre en un signo de invariable pánico. Eran los tambores resplandecientes. Vienen tras de mí, vienen tras de mí, se dijo plenamente confundido. Buscó un lugar posible para ocultarse. El dolor de los ojos había disminuido ostensiblemente, y el desespero del momento lo hizo insensible. No encontró un lugar adecuado, entonces echó a correr a tropezones por los caminos inexistentes, mirando con pálida angustia hacia atrás, viendo a lo lejos el resplandor apócrifo de los tambores que retumbaban con ecos infernales que parecían enredarlo con sogas ineludibles. Pensó que había huido inconscientemente en medio del sopor endrino de su dolor. Sí, esa era la razón de su permanencia en aquel sitio maravilloso, convertido de un paraíso anterior en un averno presente que le mutilaba la consciencia. Corría. Corría y jadeaba. No se detenía por ni ningún motivo, aunque tropezara contra una piedra o contra un arbusto, golpeándose agrestemente. Corría. Corría y saltaba, evitando los obstáculos imprevistos. Sentía un horror indescriptible cuando el ruido y el resplandor de los tambores parecían acercarse hasta rozar su espalda. Corría y corría. Nunca supo cuánto tiempo duró corriendo, ni qué distancia había avanzado en aquella angustiosa estampida. Siguió desalando hasta que la noche lo alcanzaba por entre los vericuetos de aquel inexplicable paraje, corrió desesperadamente hasta que sintió que el ruido de los tambores resplandecientes parecía haberse quedado pegado a la colina de atrás. Desaló hasta que se desvaneció como un copo de nieve que súbitamente llega al estío. La única sensación real que tuvo fue la de un estremecimiento de cataclismo en sus intestinos y en su estómago, a causa del hambre olvidada y larga, que despertaba sobresaltada para desconsolarse en el desmayo de su dueño.
En el segundo despertar se sintió más tranquilo y menos mortificado por las quemaduras solares en la piel y en los ojos. Se acercó a algunas plantas y devoró sus frutos con avidez de troglodita. Se sentó en una piedra para tratar de ordenar las ideas de su maraña mental. Se sintió fuera de peligro, pues el ruido de los tambores resplandecientes había desaparecido. Inspeccionó con cautela y precisión el lugar, cerciorándose de que no hubiera algún enemigo dispuesto a saltarle encima por sorpresa y atraparlo nuevamente. Reconfortado por vagas esperanzas, se dispuso a encontrar el sendero del retorno que pudiera llevarlo hasta su cabaña de humilde cazador. Decidió que lo mejor que podía hacer era olvidarse de todo lo que extrañamente le había sucedido. Traspuso el bosque perdido, más acá de la aldea milenaria jamás descubierta por la razón de los soñadores. No sabía cómo definir sus sentimientos: un agotamiento desmesurado, jadeante, asustado por los misterios inexplicados. En sus retinas aún permanecían los rayos enceguecedores de los espejos ficticios puestos al sol que le habían maltratado las pupilas. Avanzó con el síntoma arcano de una felicidad incomprensible al haber escapado de aquel mundo imposible. Si pudiera averiguar todo esto, se dijo, pero de súpito, el retumbar de los tambores resplandecientes pareció saltar desde lo más profundo de su corazón, como alegoría de espectros. Lo mejor es olvidar todo y creer que fue una mala pesadilla, caviló. Caminaba hacia el horizonte incierto, confiado en que iba por buen rumbo para retornar a su verdadero mundo. De repente sintió que perdía el equilibrio en un hueco cubierto sagazmente por la maleza. Se fue al piso, tratando de asirse de algún arbusto, pero no pudo, y siguió rodando por una pendiente hasta que se golpeó con un objeto duro en la cabeza, perdiendo el conocimiento. De nuevo esa sensación de intemporalidad, ese terrible vestigio de que ha cruzado mucho tiempo, pero que no sabemos, a ciencia cierta, cuánto ha sido.  Ese discurrir de las horas en un incesante goteo que nos duele y nos atribula, que no podemos contar. Finalmente, abrió los ojos y se encontró encerrado entre una urna de cristal fortísimo, en medio de una extraña sala circular de aspecto bruñido y metálico. ¡Santo Dios!, ¿en dónde estoy?, casi gritó, abriendo desmesuradamente los ojos, sintiendo que estaban a punto de saltar de sus órbitas. Movió la cabeza para apartar una posible pesadilla, o atarse de mejor manera a esa ominosa realidad. No era posible que estuviera de nuevo atrapado. Aguzó el oído para descubrir algún vestigio de sus captores. Solamente sintió un silencio profundo. Escudriñó a su rededor. Vio las paredes metálicas y rutilantes del aposento. Vio una portezuela que parecía de avión. Golpeó con fiereza el encierro de cristal, pero era tan resistente que se hizo daño en las manos. Impotente, sumido en un llanto constelar y ácrono, se sentó como un niño desconsolado en su diminuta prisión transparente. De repente, un poderoso ruido metálico lo despertó de la somnolencia de su consternación. Una de las puertas metálicas del aposento se abrió pusilánime. Él se incorporó con aspaviento, mezclándose en su espíritu la esperanza salvadora y el terror congénito. La incertidumbre lacerante de los acontecimientos le invadió el corazón en horridas marejadas expectantes. Cuando vio a los extraños seres, su alma se desbordó en medio del pánico y de la confusión. ¿Qué estaba sucediendo? ¿Era, acaso, todo aquello un sueño espectral que lo aterraba como si estuviera padeciendo de una realidad abrumadora? Sintió una mácula de locura inevitable sobrevolando como una alfombra mágica alrededor de aquella complicada existencia. Los seres se retiraron las máscaras: eran humanos, presumiblemente de otra época diferente a la suya. Lo alcanzó a descubrir al ver sus atuendos, al inspeccionar el modernismo extraordinario que invadía el recinto en donde, inexplicablemente, permanecía prisionero. Nunca, ni siquiera en lo más prominente de su imaginación, había visto a los seres humanos del futuro, solamente había leído algunos someros relatos de ellos, cuando bajaba al pueblo y veía alguna revista empolvada entre los recuerdos de la imaginación. Pero nunca tuvo la certeza de cómo ha podido ser el pasado o el futuro. Tal vez esto lo consolaba, porque llegó a pensar que esta expectativa fantástica sobre el tiempo se había convertido en él en un sueño con apariencia de realidad, que lo aturdía en medio de un sacrifico de contumelia. Con el pulso trepidante, fue sacado a la fuerza por los extraños hombres; entonces, recordó a los otros seres primitivos que lo habían mantenido prisionero y quienes deseaban juzgarlo y condenarlo a muerte por el presunto delito de espionaje. Por todos los medios a su alcance, qué era lo que, en realidad, le estaba sucediendo. Gritó hasta desgarrarse la garganta: ¿A dónde me llevan? ¿Quiénes son ustedes? ¿Qué desean de mí? Pero nada, solamente un silencio sepulcral invadía aquel ámbito más allá del tiempo y del espacio. Todos salieron presurosamente del aposento, conduciéndolo por largos pasillos en forma de túneles plateados, en forma de arco con venas trasparentes de acrílico de donde emanaban luces multicolores; entonces, recordó los tambores resplandecientes. Todo parecía una maravillosa navegación por interminables e inexpugnables dédalos de extraordinaria confusión, en donde el exterior natural no se veía siquiera por las ventanas en forma de escotillas. Había muchos guardias armados con armas centelleantes. Por un momento, quiso estar tranquilo, impertérrito, tratando de descubrir los hilos secretos de aquella contumaz pesadilla. No pudo resistir el intento por mucho tiempo. Súbitamente comenzó a gritar como un orate, a saltar como una bola de caucho en rebotes sucesivos, sorprendiendo a sus captores. Él retozaba violentamente, como tratando de agarrarse de la realidad o de escapar del otro tiempo, intentando, a toda costa, despertar de aquella pesadilla infame. Golpeó las paredes rutilantes, sintiendo dolor en sus manos. ¡Quiero despertar! ¡Mañana será un buen día de caza!, bramó obnubilado a consecuencia de su desgracia. Pero no despertaba de ningún sueño, sino que, por el contrario, la realidad arcana de aquellos instantes parecía aferrársele con mayor indolencia, hostigándole como una carnosidad tumefacta la totalidad de su organismo y de su existencia.
Salieron a un espacio más abierto, de cúpulas gigantescas, presumiblemente construidas en materiales cristalinos brillantes como el ámbar o el ónice. No pudo ver la luz solar, pero advirtió las inmensas fuentes de luz blanca que pendían ondulantes de las hermosas y perfectas cúpulas. Vio vehículos raudos y extraños que se desplazaban sin rozar el piso. Vio a la gente de aquel extraordinario mundo discurrir sin hacer nada más que vivir simplemente, porque, a simple vista, advertía que los oficios de la subsistencia humana eran ejecutados, sin riesgo alguno y con mayor eficacia, por máquinas robotizadas. Se asustó más, pasando inadvertido entre los habitantes de aquella ciudad del futuro. Se sintió deprimido porque esta vez no lograba entender nada de lo que los soldados hablaban. Avanzaron, luego, en uno de esos vehículos que había visto, hasta el punto de sentir náuseas por las alturas ondulantes y por la velocidad. Traspusieron algunos otros recintos gigantescos, algo así como ciudadelas internas, hasta que llegaron a una nueva cadena de túneles plenamente iluminados por la luz artificial. Descendieron del vehículo y avanzaron a pie por algunos de los túneles. Finalmente, uno de los guardias colocó un dedo sobre una luz titilante, y una puerta gigantesca, como la de una bóveda de seguridad, se abrió incontinenti. Sus ojos se desorbitaron al descubrir un recito circular en forma de coliseo, construido en materiales extraños, de apariencia metálica y cristalina. Lo acomodaron en una silla en el proscenio de aquel recinto silencioso y abrumador. Los guardias se apostaron a lado y lado suyo, sin quitarle la mirada de encima. Nuevamente se colocaron sus máscaras, y él se llenó de temor y sorpresa, descubriendo que eran idénticas a las de los guerreros primitivos que, por vez primera, lo habían capturado, solo que, en cambio de un penacho de plumas multicolores, tenían la cresta de plata. Repentinamente en el escenario de aquel recinto cabalístico, apareció una fila de soldados vestidos idénticamente como los hombres que lo habían hecho prisionero por primera vez.  Creyó morirse del susto, porque no solamente vio sus armas primitivas como los escudos y las lanzas, al igual que los romanos antiguos, sino que un grupo de ellos tocaban los tambores resplandecientes, obviamente que más pequeños que los que había observado en la hondonada de la primera comunidad antigua. Su sangre se congeló sin matarlo del pánico. Otra vez los tambores resplandecientes. ¿Qué significaba todo esto? ¿Qué significación tenían los tambores resplandecientes entre estos hombres ultramodernos y la tribu primigenia que lo habían mantenido prisionero, también, inicialmente? Trató de inquirir, pero comprendió que su esfuerzo era inútil porque nadie lo iba a entender, y si así fuera, nadie le iba a obedecer. Sus pupilas se dilataron más, cuando en medio de una solemne procesión, entraron los dignatarios y se acomodaron orondos en el escenario, enfrente de él. Después escuchó el ruido ensordecedor de la multitud que penetraba como al antiguo espectáculo del circo romano. Quiso levantarse, pero, de inmediato, una burbuja inmensa y transparente cayó sobre él, haciéndole recordar la jaula de cristal en donde, desconcertado, había despertado luego de sobreponer el maravilloso bosque que parecía el paraíso. Algo extraordinario comenzaba a suceder: entre la burbuja, las palabras de afuera eran entendidas perfectamente por él. Escuchó con claridad los tambores resplandecientes, y como un ser indefenso de otro mundo, angustiado y derrotado por las vicisitudes de su propio destino, golpeó el ábside que lo aprisionaba sin mayor resultado alguno. Le dijeron que se sentara y que permaneciera tranquilo. Entonces, supo la espantosa verdad: iban a juzgarlo por el delito de espionaje. Los dignatarios se reunieron entre sí, dialogando sin que él los pudiera escuchar dentro su burbuja traductora. De súpito, uno de ellos, tal vez el de mayor jerarquía, se incorporó solemne y dijo que de inmediato harían seguir hasta el inmenso recinto, con forma de coliseo romano, al Juez Mayor para que dictara la sentencia. La sangre seguía congelada internamente en medio de un maremagno de pánico y conturbación. La puerta orbicular y central se abrió. Los dignatarios se incorporaron reverentes, volteando los rostros hacia donde presumiblemente iba a surgir el Juez Mayor. La gente de las barras, que atiborraba las graderías con jolgorio supremo, también se incorporó en medio de un silencio respetuoso. Los soldados, vestidos a la usanza antigua y con las máscaras idénticas a las de los primeros hombres que lo habían atrapado para llevarlo a la aldea milenaria, movieron las lanzas y conformaron varias figuras con los escudos. El resplandor de las máscaras plateadas le atropelló los ojos y una extraña sensación de amargura lo invadió. No lograba entender el porqué de esta semejanza con los hombres primitivos que anteriormente lo habían tenido prisionero. Los tambores resplandecientes sonaron con mayor intensidad e invadidos de una majestad inexplicable. ¡No lo podía creer! Un hombre vestido con un traje dorado, bien ceñido al cuerpo, empujaba algo que se deslizaba sobre unas ruedas pequeñas, y que estaba cubierto por un hermoso material desconocido. El hombre dorado situó en el centro del escenario aquello que parecía una camilla de hospital, sólo que más pequeña. Un silencio reverencial volvió a apoderarse del ambiente. El extraño ser, cuya cabeza estaba era cubierta por un yelmo aurífero, levantó el manto. Él, con absoluta perplejidad, pudo ver que se trataba de una fantástica máquina de luces intermitentes y multicolores: Ella era el Gran Juez Mayor. Entonces, apesadumbrado, escuchó las preguntas de la máquina que lo juzgaba, y que hablaba en un tono más nítido que el de cualquier ser humano; también escuchó las conjeturas de los dignatarios. No era posible que una máquina, por más perfecta que ésta fuera, entendiera las actitudes de los hombres, ni mucho menos que fuera capaz de juzgarlas. Un espasmo de muerte y desolación se impregnó por todo su cuerpo. La Máquina-Gran-Juez-Mayor lanzaba destellos, y su voz clara, metálica y despaciosa era autoritaria, desapasionada.  Sus disertaciones, que a él no le parecían de ningún modo humanas, admiraban y suscitaban alabanzas entre los dignatarios encargados de coadministrar justicia. Tal vez en aquel momento, lo más que le dolía, no era precisamente el ser juzgado, sino el ser sentenciado por un aparato, por algo diferente, robotizado e inhumano. Ese era su mayor dolor y congoja, así lo entendía. Sintió indignación, pero no podía hacer nada para evitar aquella denigrante situación. Detrás de sí, sintió las miradas burlonas de la gente de las barras, vio de intuito cómo los señalaban, cómo murmuraban los unos a los otros en aquel mundo en donde los habitantes parecían simplemente niños adultos y completamente felices, ya que todo era ejecutado y sentenciado por los humanoides de cables, circuitos, luces y materiales polimerizados y cuya inteligencia era producida por neuronas de carácter digital. Descubrió que estos seres humanos habían perdido la antigua creatividad e inteligencia que los había llevado a crear esos engendros maravillosos, y se sintió triste porque en medio de la nube de su sabiduría montañera, que todas las acciones de los hombres de aquel mundo, de quién sabe dónde, estaban inexplicablemente supeditadas a los cerebros cibernéticos, que hasta tenían el exclusivo y absurdo poder de juzgar y dictar sentencia a los incriminados, y que los dignatarios eran, más bien, algo meramente simbólico y atávico. El mundo de la perfección tecnológica desplazaba por completo al hombre, su antiguo creador, convirtiéndolo de un antiguo amo y señor, en un sirviente feliz, en un ser simplemente preocupado por vivir sin ninguna dificultad y tribulación, en medio de un mundo fatuo que solamente creaba su propia agonía. Todo aquello lo pudo comprender en medio de un oleaje de brillantez inusitada en su mente. De repente, un grito nuclear escapó de su garganta, despertando del marasmo inusitado a los presentes. ¡No quiero ser juzgado por una máquina! Todos se levantaron de sus lugares, mirándolo como el peor blasfemo, como si hubiera lanzado la más denigrante de las ofensas contra sus dignidades apesadumbradas. ¡No quiero que un objeto me juzgue!, gritó en medio del desespero. La Máquina-Gran-Juez-Mayor impuso silencio, expresando que hasta ahora, ni los más protervos criminales, se había rebelado contra su omnímoda autoridad y sabiduría, para ejecutar los asuntos en donde los hombres eran incapaces con buen talento y con ética, haciendo énfasis en que ella no se equivocaba y que, verdaderamente, era justa, a contrapelo de los seres humanos quienes se dejaban llevar por las pasiones, la subjetividad, los prejuicios y los intereses oscuros. Y la prueba estaba enfrente de ella: La Máquina-Gran-Juez-Mayor dictaminó, en medio de un asombro conspicuo de los dignatarios y de la gente de las barras, que él no era ningún espía, tal como siempre habían creído. La sentencia revocaba la acusación hecha por los hombres para apresarlo, por aquellos seres del pasado-presente-futuro, pues existía un nexo incomprendido, pero que, de igual manera, comunicaba los remotos antecesores de aquella etnia, miles y miles de años atrás, quienes se habían equivocado, también, con un hombre que escapó sin desearlo de su tiempo, a quien querían condenar por el mismo delito. La Máquina-Gran-Juez-Mayor dijo: este hombre, que salta sin saberlo en el tiempo, por eso desapareció repentinamente y sin saberse cómo, no huyó del sitio en donde lo tenían prisionero nuestros-suyos antepasados para ajusticiarlo por el delito de espionaje, y ustedes, ¡fatuos humanos!, han hecho lo mismo con él y se han equivocado… sí se han equivocado, al igual que lo hicieron los salvajes primitivos antecesores hace miles de años: este hombre salió del tiempo de los pioneros, en donde el ser humano comenzó a crear las primeras máquinas pensantes y a realizar los primigenios avances de la tecnología en un mundo que, después, colapsó víctima de la injusticia, la avaricia y la violencia humana, del cual quedaron muy pocos sobrevivientes que han forjado este nuevo, magnífico, feliz y poderoso mundo; nuestra raza pervivió a través de los tiempos y hoy llega a la cúspide de su existencia. Él miraba con sorpresa inusitada hacia la Máquina-Gran-Juez-Mayor, y lo diáfano de una increíble verdad invadía los oscuros túneles de su entendimiento. La ambigüedad se apoderó de él como un metal herrumbroso. No podía ser que aquella máquina tuviera el don del conocimiento precognitivo de todos los tiempos y que no se equivocara. ¿Sería, acaso mejor, que una máquina administrara siempre justicia? De ser así, no habría tanto inocente en las cárceles, ni tanto rahez por las calles y campos disfrutando de libertad, pensó con respecto a su tiempo. Con esperanza aguardó la sentencia. Pero en caso de quedar libre, ¿a dónde iría?, pues no era posible vivir allí porque no estaba adaptado a ese mundo en donde todos los miraban como un ser extraño, como un ácaro gigantesco. Al fin y al cabo, ya no le importaba que una máquina lo juzgara, mucho menos, cuando creía que se iba a salir beneficiado al aplicársele verdadera justicia. Hasta se reconfortaba, pues los hombres en medio de su ignorancia e incapacidad, por más que estuvieran en un mundo ultramoderno y superdotado, se equivocaban y lo iban, con toda seguridad, a condenar al castigo, al igual que lo hicieron los seres primitivos que estaban conectados por un hilo común con estos seres ultramodernos. Llegó a pensar que, tal vez, conscientes de esto, habían creado máquinas perfectas para superar las fallas humanas y lograr el estado de perfección, justicia e igualdad en la sociedad, así sus habitantes se hubieran convertido en los niños adultos y felices que eran, y que ya no pensaban ni actuaban como los humanos de otras épocas. ¿Acaso por eso serían felices? Pero ¿no era la verdadera felicidad más que una tontería de perpetua inmovilidad?
La Máquina-Gran-Juez-Mayor dictó sentencia: Declaró inocente al prisionero por el delito de espionaje, pero lo condenó inapelablemente por el agravio contra su divina dignidad. Los hombres se miraron incrédulos entre sí, sin poder comprender cómo era posible que aquel ser viniera desde el pasado, pues aquel era un extraordinario don que ni siquiera existía en su mundo, y que, por más que se había intentado en las épocas del esplendor humano, nadie había logrado semejante proeza. Así que el prisionero podía, en cualquier momento, desvanecerse para dar otro salto a una nueva época, ya hacia el pasado, o, incluso, más hacia el futuro. Los hombres le pidieron permiso a la Máquina-Gran-Juez-Mayor para investigarlo científicamente, antes de que el viajero del tiempo fuera a pagar la condena impuesta en el Lugar Solitario. La Máquina-Gran-Juez-Mayor sonrió, si así se puede decir, contra la voluntad de los hombres, y les dijo que ustedes no podrán investigar nada, solamente podrán curiosear, y les recalcó, jamás podrán obtener un logro científico de nuestro prisionero, porque desde hace mucho tiempo sus cerebros son huecos inmensos e improductivos que se alimentan simplemente del puro placer de vivir en medio de la indigencia feliz. Y como nosotros, los seres superiores, prosiguió la Máquina-Gran-Juez-Mayor, ya sabemos todo, no vemos la necesidad de estudiar a este rudimentario ser, que ni siquiera conoce los mayores adelantos de su propio tiempo, así que nuestro hombre primitivo debe cumplir su condena sin condena en el Lugar Solitario, sin que se le administre el elixir de la inmortalidad, para que muera como si en realidad estuviera en su época; y con respecto al viaje en el tiempo, mis queridos humanos, ni lo sueñen, porque ésta es una ley circunstancial que escapa al arbitrio humano de su magnífica curiosidad; nosotros, conocemos mejor el pasado que si lo hubiéramos vivido, porque lo gozamos con el misterio de la subjetividad, que es la que duele y se convierte en gran pena. Los hombres se desconsolaron poderosamente, pero con el rostro decaído aceptaron la suprema voluntad de aquel ser cibernético. Desocuparon el recinto. Por último, el hombre dorado salió empujando la Máquina-Gran-Juez-Mayor, quien dejó dentro del coliseo, dispersos los ecos de su perfecta voluntad. Él pudo escuchar, de nuevo, el hostigante redoble de los tambores resplandecientes, de los que había reconocido la relación entre estos hombres y la antigua civilización que también lo vituperó. Fue, nuevamente, conducido por entre la ciudadela de los enormes ábsides. Lo condujeron por nuevos túneles que siempre parecían los mismos. Finalmente, lo llevaron por un pasadizo que se iba entristeciendo en su aspecto a medida que avanzaban, hasta que llegaron a una puerta que se abrió automáticamente. Sintió un empujón. Comenzó a caer en medio de un vértigo de muerte en un precipicio fusco y sin límites.  Su grito repercutía infernalmente por todas partes, rebotando en sus propios tímpanos como filudas agujas de acero candente. Luego de un tiempo sempiterno, cayó sobre una superficie acolchada y viscosa. El lugar era oscuro, silente hasta el extremo. Una luz tenue y morada invadió el lugar, dándoles a las pupilas de sus ojos un aspecto de sufrido y de decrépito fantasma. Se incorporó y comenzó a caminar sin detenerse, apartando con fastidio la yerta viscosidad y sin hallar nada más que las paredes y superficies glutinosas, que mullidamente parecían devorárselo a cada paso. El recinto parecía no tener límites, en medio de un juego macabro del sin tiempo y del sin espacio. Caminó durante el resto de su existencia, sin encontrar el menor objeto, sin hallar el más insignificante ser viviente, sin sentir la más mínima necesidad física, sin percibir otra luz más que la morada, a la que ya se había acostumbrado, hasta que alguna vez decidió sentarse, no por agotamiento corporal sino por desconsuelo, y comenzó a martirizarse en el recuerdo de su cabaña del bosque, a rememorar sus arduas pero felices jornadas de cacería. Cerró los ojos, haciendo un esfuerzo supremo por volver a su propio tiempo y realidad, pero estaba condenado a permanecer por siempre en el Lugar Solitario, imaginando que, como antes, el rebato de los tambores resplandecientes pudiera, de nuevo, hacerlo saltar en el tiempo como una pelotita de caucho, o decidieran rescatarlo de aquel mundo mancillante, conduciéndolo por los inevitables senderos de la muerte, ya que, afortunadamente, no le habían suministrado el elixir de la inmortalidad.
 

Soñar con hacer la palabra en una hoja de papel, o detrás de la pantalla de una computadora, es una quimera que de repente se puedeconvertir en un plácido sueño, en donde las letras, locura universal, se desplazan por los firmamentos díscolos de estrtellas fugaces que retornan a los agujeros negros

Escribir es la costumbre consuetudinaria que a veces nos redime de las penas y que tienen la frágil ambición de que lleguen a otras mentes y se hagan nuevas palabras.

En este número de Triando, aventura quijotesca de lucha contra los imaginarios molinos de viento, dese presentarles un relato de hace mucho tiempo: Los tambores resplandecientes.

 

A la vez, les invito a ver mis libros en

 

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