MARIO BERMÚDEZ  - COLOMBIA-

CUANDO LLEGA LA MISIVA DE LA PARCA

 
LA CARTA


Despertó sobresaltado en medio de la pesadilla. El corazón le latía como una bomba de hidrógeno y el torrente sanguíneo parecía un raudal de impulsos incontenibles. Había sido una de esas pesadillas en donde lo irreal y lo real se sincretizaban en una sola realidad, algo así como la cuarta dimensión. Se sosegó después de unos instantes eternos y volvió a colocar la cabeza sobre la almohada. Sin embargo, todavía tenía la incertidumbre dolorosa del insomnio y del sueño, mezclados en una licuadora gigantesca. Estiró la mano para apagar la lámpara, que estaba sobre la mesa de noche, y que precipitadamente había encendido en medio del terror apócrifo que lo había asolado instantáneamente. De repente sintió la mano suya que se estiraba infinitamente, sin lograr alcanzar el interruptor de la lámpara; la vio como una garra de precipitada elongación, teñida de un negro sangrante. Hizo un esfuerzo sobrenatural para alcanzar el interruptor de la lámpara, y la angustia deshizo su corazón y le rompió el alma. Descubrió que jamás había ido a la realidad, y que la multiplicidad del espacio le jugaba una mala pasada con las insólitas caras de las realidades superpuestas, así como en una tarta de hojaldre. De repente su cuerpo se levantó ondeante en el espacio denso de su habitación, y no alcanzaba el interruptor, el cual creía que era la última oportunidad de su salvación; pensaba que la luz de la bombilla sería el único objeto en el universo que era capaz de rescatarlo a la realidad salvadora, pero los insondables vericuetos de una multirealidad lo confundían en medio de esa sensación de indómito dolor que no sabía ni podía controlar.


Su cuerpo siguió elevándose, traspasando el techo de la habitación. Sintió vergüenza, porque creyó que al traspasar el cielo raso iba a dar derecho a la habitación de arriba, la misma que durante muchas noches dejaba escapar los quejidos de un posible amor furtivo. Pero no, no hubo tal. Traspasó el techo y no se encontró con ninguna habitación, como debería ser en la real realidad, la única que él sabía vivir hasta entonces. Su mano continuaba tratando de alcanzar el interruptor de la lámpara que estaba sobre la mesita de noche de su habitación, pero lo más exasperante y terrorífico era que su cuerpo ya había traspasado el cielorraso de su recámara. Y el terror parecía asesinarlo sin llegar a matarlo plenamente, pues no había el cuarto que él sabía que existía arriba de su cabeza, cuando aguzaba el oído para escuchar mejor los funestos ruidos del amor desenfrenado, los quejidos de placer que tocaban los linderos del dolor, en una amalgama indescriptible que debería tener el color del desenfreno o el improperio de la rutina. Con esa sensación dolorosa y de angustia que fluía desde su brazo hasta la cabeza, descubrió que estaba enfrente de un mar endrino de aguas petrificadas, tal como si fuera una pintura cabalística. Solo había silencio y angustia, y unas aguas heladas sin olas, sin espuma, que permanecían inmutables entre el infinito. Arriba estaba un cielo que parecía un océano salpicado de diminutos puntos plateados. Aquella tranquilidad abisal solamente le anquilosaba el corazón. Respiró fuerte, pero no había aire y la sensación de la asfixia comenzó a carcomerle el espíritu. De súpito lanzó un grito desgarrador, mezcla de miedo, de angustia y de dolor. Se escuchó, el grito avanzó vertiginoso hasta el negro horizonte y retornó en un eco infernal. Fue como si el alarido hubiera roto el invisible cordel que lo ataba a esa realidad inmóvil, porque sintió un golpe estridente. Sintió que cayó desde el techo a su cama. Se sentó, se refregó los ojos para descubrir su propia realidad, la de siempre, la misma de cuando él de niño arrancaba las flores blancas y se las llevaba a su madre, que estaba sentada debajo de un frondoso árbol, vistiendo un mandil blanco, preciosamente orlado, sobre una bata negra. Recordó que ella era dulce y que la cofia blanca parecía un manojo de flores sobre su cabeza. La recordó lo bella que era, lo buena que era, y se entristeció como muchas veces durante sus solitarias noches. Ella había muerto hacía tanto tiempo, y tenía el poder de penetrar en sus sueños para alegrarlo cuando dormía, pero para entristecerlo cuando despertaba, porque se daba cuenta que los sueños eran otra realidad de aspecto informe, en donde la lógica de los acontecimientos se distorsionaba hasta tal forma que por pasajes se volvían totalmente incomprensibles.


En el último esfuerzo, antes de caer desde el mar estático, la garra infinita de su brazo había logrado encender la lámpara. La habitación estaba bien iluminada. Pensó que, ahora sí, estaba en su propia realidad, la cotidiana. Ya no estaba agitado en lo más mínimo, no sentía esa sensación pétrea que le dolía hasta la médula, giró la cabeza. Sin tener ninguna reacción, descubrió que las paredes de su habitación estaban totalmente blancas, y que los cuadros y afiches de su equipo de fútbol amado, parecían haberse esfumado entre los muros. Veía únicamente la cama y a los lados las mesas de noche; ya no estaba la lámpara y la bombilla del techo estaba apagada, pero increíblemente el dormitorio estaba tan iluminado, que le hería los ojos. Miró hacia la mesita de noche y descubrió la carta. Sin ninguna sensación más que la de la rebelde habitualidad, tomó el sobre entre sus manos y, con un movimiento de autómata, desgarró el papel y sacó la misiva. Leyó sin asombrarse, inmutable, pétreo, trasparentado. Sus ojos apenas parpadearon y se cerraron, mientras que suavemente apretó la mandíbula. «Estás muerto», solamente decía la carta.

 

*     *     *

 
EL ACCIDENTE


Era un sábado lejano al atardecer, en donde la premura de la acción se desataba incólume entre el tiempo que sin pausa devora la realidad. Llevaba un morral a la espalda en donde guardaba el uniforme de árbitro, pues tenía que arbitrar unos partidos de Fútbol de Salón, en el parque de Ciudad Montes. Por aquellas circunstancias de la vida, iba un poco tarde, y por eso su prisa desmedida, con esa sensación de angustia y de rabia. Había maldecido incontablemente su suerte, lanzando algunos improperios con toda ira, lo que no hacía que el tiempo se encogiera, sino que, más bien, parecía dilatarse en medio de una congestión imposible de vehículos que transitaban, en doble vía, por la avenida.


Descendió raudo de la buseta y sin medir consecuencias se lanzó a la avenida, con el ánimo de ganarse unos segundos preciosos. Viéndolo bien, no iba tarde, pasaba que su puntualidad parecía una enfermedad que lo atormentaba, aunque fuera con un solo minuto de retardo. Apenas iba en la mitad de la calzada cuando escuchó un pitazo y el chirrido de unas llantas al frenar en seco. Sintió casi sobre sí las latas de la camioneta Toyota 4x4, pero por unos milímetros su cuerpo no hizo contacto con el vehículo. Le pareció que un vórtice de arena lo había envuelto por un instante, e impávido alcanzó a oír que el conductor le gritaba: «¡hijueputa!». Pasmado, sintió que la camioneta lo esquivó por centímetros y que, incomprensiblemente, desapareció veloz en la avenida. Cruzó la calzada, a la vez que una sonrisa de incredulidad afloró en su boca. Llegó a la otra acera, cuando escuchó los gritos angustiados de unas personas. Volteó a mirar, y vio la camioneta azul detenida, la misma que segundos antes había desaparecido en la vía. La gente ya se había arremolinado en torno al vehículo. «¡Lo mató!», pudo escuchar alguno de los lamentos. Decidió devolverse para ver realmente qué pasaba, y llegó a imaginar que esa era otra camioneta, aunque extrañamente de la misma marca, color y modelo de la que le había metido semejante susto y que por poco lo atropella. Cruzó la calle, mientras que más gente se aglomeraba en torno al accidente. «¡Llamen una ambulancia!». «¡Ya está muerto!», gritó desesperada una mujer. Como pudo, y extrañándose de sí mismo, porque durante toda su vida evitaba a toda costa curiosear situaciones difíciles y comprometedoras, logró meterse entre el grupo de personas. No hizo esfuerzo alguno y no sintió contacto alguno con los cuerpos de los curiosos que trataban de mirar mejor la escena sin decidirse a ayudar del todo. Llegó al frente y, entonces, pudo verlo todo. Había un hombre tirado el piso, con la cabeza ensangrentada y los ojos desmedidamente abiertos, inánimes y totalmente azulosos, mirando al infinito. Más adelante del hombre que yacía inerte en el piso, el conductor de la camioneta azul tenía la cara congestionada y se rascaba la cabeza desesperadamente en señal de angustia. Él pudo ver tirado el morral y afuera, sobre el pavimento, un pito, unos pantalones blancos y unas tarjetas dispersas entre el oprobio de la soledad. Volvió a mirar al hombre yaciente: era él mismo.

 

*   *     *

 
RAFAEL


Rafael era un buen chico, de esos que la vida suele atropellar desmedidamente, a pesar de lo buenas personas que son. Como todos los jóvenes, sacaba tiempo para divertirse y apenas lograba soportar algunas cervezas y muy pocas trasnochadas. Era irremediablemente bello, con esa belleza que deja escapar sin dilaciones las amarguras del alma. Era jovial, callado y con destrezas de artista, el mismo que había soñado ser actor y modelo, hasta que las desgracias ineludibles del amor lo atraparon en un remolino que en un santiamén empezó a consumirlo. Tener el corazón endeble es un riesgo de muerte, pues la ilusión y el enamoramiento son las señales que se yerguen a los lados de la vía; esa vía larga, de oscuro pavimento que parece desaparecer en lontananza, devorada por los árboles y por la verde vegetación, hasta deshacerse en el horizonte en donde parece comenzar el infinito. Y Rafael sí que tenía el corazón débil y no sabía, todavía, hacerle el quite a los crudos embates del amor. Y es historia de no contar su origen sino su resultado. Trabajaba en un almacén de ropa, cerca de la Plaza de la Mariposa, o de San Victorino, como se llama de verdad, o Antonio Nariño, dicen otros. Sus últimos días habían sido terribles. Hacer retrospectiva de la vida es un sendero bifurcado, pues por un lado están las alegrías del pasado y por el otro, la nostalgia de esas alegrías, de lo que se tuvo y que ya no se posee. Los laberintos del corazón son reales pero inexpugnables y en cualquier recodo te encuentras con el pozo del infortunio en donde mil monstruos y una miríada de demonios te torturan. El amor y sus triquiñuelas hacían mella en el corazón del joven, hasta que en los últimos días se había consumido en ignominioso mar del vicio, si saber soportarlo porque esa nunca había sido su cotidianidad.


«Todos somos el producto de lo que el primer amor hizo con nosotros»


«Y yo vuelvo a la oscuridad» Amy Winehouse


«Dios quita, Dios pone»


«We only said good bye with words, I dead a hundred times. » Back to Black, de Amy Winehouse


«Me pongo a limpiar la casa y me mantengo ocupado, bueno, aunque sea aún no estoy ebrio ni drogado. Y al final me despierto solo» Wake Up Alone, de Amy Winehouse.

Fueron pocos días, muy pocos, esos días eternos entre los vapores del dolor que disuelven el alma para convertirla en un fantasma adolorido en medio del erial.


«No lo hago, solo que alguien me dijo ‘no elegimos que nos hagan daño, pero sí quien tiene ese poder de hacerlo’, todos al final te lastiman y ya… Creo que no he sido la mejor persona, pero tampoco he sido malo, cada quien juzga desde su punto de vista, y saben que lo que hacen está mal como antes, pero créeme, no va a durar mucho, y luego se acordarán de mí. Muchos éxitos a todos.»


Me contaron que hacia las dos de la mañana se escucharon unos ruidos por las escaleras, voces confusas que no se sabían si eran de ira, locura o de angustia. De repente alguien bajó por las escaleras. Y hacia las tres de la mañana del jueves 1 de septiembre de 2016, en la tétrica azotea de un lúgubre edificio de la Caracas con Calle 19, antes de la Casa de la Greca, sucedió lo totalmente inesperado.


«Algún familiar de Rafael urgenteee»


«Es algo grave, por favor»


Poco después se oyó la sirena de una ambulancia, y los transeúntes del amanecer se arremolinaban en torno del cadáver de Rafael, tirado en medio del pavimento. El muchacho, con aspiraciones de ser actor y modelo, en un embate de vesania se había lanzado desde la azotea del edificio de cinco pisos, a donde había llegado a consumir entre las drogas y el alcohol las penas del amor.
Alguna vez había subido un meme: «¿Morir de amor? Prefiero morir de cáncer». Y el efebo se suicidó por amor.

 

*   *    *

 
EL RELOJ


María había llegado cansada del trabajo, con esa inquietud que la rutina sin sentido le planteaba en la vida. Calentó un poco de agua y la echó en un platón, perfectamente abollonado por el trasegar a que era sometido en una imperiosa ceremonia nocturnal. Con parsimonia ineludible se quitó las medias de nailon y, en una ritual secreto, metió los pies en el agua tibia. Esa sensación munífica del contacto del agua con la piel de sus pies la reconfortaba solemnemente. El rito sagrado se cumplía noche tras noche, sin importar lo tarde que llegara a su cuarto con la firme intención de descansar.


Después de lavarse los pies a la manera de un masaje hidráulico, salía a la cocina y, pacientemente, se preparaba el almuerzo del día siguiente. Más o menos duraba en esta labor de una hora a hora y media, mientras escuchaba la música de una emisora de música de despecho. Pero no era que andaba despechada, ni nada parecido, sino que simplemente esa música le gustaba, y sin pena alguna con su voz dulce acompañaba a los artistas de la radio. Terminando de cocinar, se servía algo de comida y empacaba el resto en la coca que al día siguiente habría de llevar al trabajo para almorzar, y así torcerles el pescuezo a los gastos desmedidos de la alimentación en los restoranes. Y no era la única, pues a la una sonaba el timbre de la fábrica y el enjambre de empleados, envueltos en sus overoles azules con letras amarillas, corrían a sacar sus almuerzos de entre los morrales y las maletas que en el trasegar matutino los acompañaban cotidianamente.


Y su vida realmente era como un reloj que marcaba en una sola vuelta con el puntero de horario la mitad del día: una con la luz y la otra con la noche. La monotonía de los punteros no tenía sentido, simplemente daban y daban vueltas para marcar el tiempo, que realmente era un espejismo. Vueltas y más vueltas para levantarse con premura, cuando la campana de alarma del reloj, que adentro tenía un gallo coqueto que marcaba los segundos en medio del tictac. De vez en cuando se quedaba mirando el martillito golpear con rapidez las dos campanitas, a lado y lado, pero eso era muy de vez en cuando. Salía, lloviera o no, con los primeros clarores del día, luchaba tenazmente para poderse subir a un bus, logrando, con increíbles peripecias, agarrarse de cualquier parte para mezclarse entre el vaho humano, que generalmente resultaba insoportable. Siempre corría para llegar a la portería de la fábrica, y marcar la tarjeta mientras con una sonrisa amable saludaba a todo el mundo, como si jamás hubiese sufrido martirio alguno para llegar a cumplir con su labor. Suena el timbre, y hay que correr as sacar la vasija de plástico para meterla en uno de los hornos de microondas que, en un gran salón al estilo de un inmenso comedor, hay para que los empleados, los que no salen a los restaurantes de la calle, almuercen. Y sigue la rutina del trabajo entre los ruidos de las máquinas, hasta que suena el timbre de las cinco de la tarde, anunciando con jolgorio que la jornada ha terminado. Mañana será otro día, pero igual, con esa sensación del tiempo inmóvil, como la paradoja del tren, en donde el pasajero se siente quieto, pero ve cómo los árboles, las personas y los objetos de afuera son los que se desplazan. Otra vez a tomar el autobús, rumbo a la casa, y otra vez la congestión y el sobrecupo, y los olores más fuertes, producto de la fermentación del sudor consuetudinario de una jornada en donde no hay tiempo para pensar, sino para ser un autómata de carne y hueso, destinado al oprobio de la producción en masa.


Y María llegaba a cumplir con la ceremonia del lavatorio de los pies, sin derecho a que su sonrisa conquistara el amor, porque, a pesar de lo alegre que era, parecía condenada a permanecer postrada ante la soledad del corazón, en donde no había alegrías, ni dolores ni amarguras. Después de haber hecho el almuerzo para el otro día, María se acostó, apagó la radio y le dio cuerda al reloj grande, encargado de marcarle las horas, pero, sobre todo, de despertarla a las cinco mañana de cada día, excepto los domingos en donde se daba la reconfortante licencia de levantarse a las ocho de la mañana, para poner en orden su cuarto y lavar la ropa de la semana. De vez en cuando, especialmente cuando había un puente festivo, hacía el esfuerzo de ir a un pueblo vecino en donde vivía su familia. Apagó la luz con una cuerda que pendía desde el benjamín en donde estaba anclada la bombilla. El cuarto quedó a oscuras y en silencio, y en medio de un suspiro se quedó dormida.


Casi nunca se despertaba antes de que el enorme reloj de cuerda hiciera sonar la alarma. Aquella madrugada se dio la vuelta, miró el reloj, pero la fosforescencia de los punteros no permitía ver claramente la hora, entonces encendió la luz, volviendo a halar la cuerda con la destreza desarrollada en la oscuridad. Eran las tres en punto de la madrugada. «Dos horitas más para dormir más, se dijo», apagó la luz y se dio media vuelta y, en posición de concúbito, volvió a quedarse dormida. Después de un tiempo largo, según creía, María se despertó, extrañándose porque la luz de la bombilla estaba encendida. «Ah, bestia, no la apagué». Sin embargo, la asaltó la duda porque recordaba que sí había apagado la luz a las tres de la mañana. «Tal vez me lo imaginé», pensó ella sin mayor preocupación. Volteó a mirar hacia el reloj, y, entonces, sus ojos se abrieron desmesuradamente: eran todavía las tres de la mañana. Los punteros no se habían movido medio grado hacia la derecha. «¡No pude ser!», exclamó. Tomó el reloj en las manos para ver si se había detenido, pero el gallo coqueto seguía marcando los segundos en un picoteo que generaba el tictac. Siguió extrañada. «Tal vez he tenido un mal sueño, y realmente son las tres de la mañana», y se decidió a dormir las dos horas que aún le faltaban. Apagó la luz y se dispuso a dormir. Sin embargo, no pudo conciliar el sueño, sumida en la preocupación y la extrañeza. En medio de la oscuridad, trató de adivinar la posición de los punteros del reloj, que, increíblemente, no se habían movido medio grado siquiera, mientras que escuchaba el tictac del gallito coqueto, que era la señal inequívoca de que el reloj estaba funcionando. Encendió la luz, volvió a tomar el reloj entre las manos y lo ojeó por todo lado. El gallito continuaba picoteando produciendo su sonido peculiar. Invadida por la duda, decidió levantarse hasta la otra mesita en donde estaba la radio. La encendió, pero no pudo sintonizar emisora alguna, y solo el sonido chirriante de las ondas electromagnéticas, sin armonía alguna, se dejaba escuchar. Movió con cierto desespero el dial hasta que, de repente, entró una emisora. Esperó un momento con la ilusión de que dieran la hora, y siempre creyendo que, aunque el gallito marcara los segundos, el reloj despertador se había descompuesto por alguna fuerza inerme. Casi se desmaya cuando escuchó la hora en la voz del locutor trasnochador: «Son las tres de la mañana en punto». Se sacudió, se refregó los ojos para constatar que estaba en este mundo y no en otro, y que solamente era un sueño que se había escapado a la realidad para jugarle una mala pasada entre las paredes de su habitación. Decidió olvidar todo lo que había pasado, y dispuesta a retornar a la normalidad, apagó la radio y la luz, acomodó el reloj despertador y se dispuso a dormir otra vez. De nuevo no pudo conciliar el sueño, y empezó a revolcarse entre la cama, desordenando las cobijas que ahora intentaban estrangularla. Tuvo la sensación de que el tiempo continuaba pasando ineludible… una hora… dos horas… tal vez. Se levantó y corrió la cortina. Afuera, la oscuridad era impenetrable y el silencio irrompible; el conticinio la amedrantó. Permaneció de pie por mucho tiempo oteando por la ventana, con la cortina corrida y sujetada con angustia por su mano. Se dio media vuelta y encendió la luz y de un giro brusco, que le hizo doler el cuello, miró el reloj despertador: todavía eran las tres de la mañana. Encendió la radio de nuevo, y la emisora continuaba pasando música, hasta que el locutor dio la hora: «son las tres de la mañana en punto». No pudo más con la situación, decidiendo, más bien, comenzar con la rutina de la levantada. Se sentó en la cama, la radio se apagó sola y el reloj despertador continuaba marcando las tres en punto, aunque el gallito coqueto continuaba picoteando el tiempo sin hacerle daño. De repente, la luz se apagó sola, y ella permaneció inmutable, en silencio, el mismo silencio que se mezclaba con la noche y sus alrededores. Aguzó el oído para escuchar el gallito con su tictac, pero el pequeño animal variopinto de hojalata había dejado de sonar. El silencio y la oscuridad se hicieron más profundos. María intentó moverse y cayó sobre la cama. Quiso halar la cuerda para encender la luz, pero una rigidez gélida le invadió el cuerpo.


Al día siguiente, muy tarde, a eso de las diez de la mañana, la casera decidió averiguar qué pasaba con María, quien no se había levantado para ir al trabajo. Forzaron la puerta, porque escucharon la radio sonando, y encontraron a la mujer invadida con la palidez de la parca sobre el lecho. La mujer había muerto de un fulminante ataque cardiaco, posiblemente al amanecer de ese día.
 

*   *   *

 

EL MILAGRO


Entré sobresaltado a la habitación del hospital, y pude verlo con los ojos cerrados, la respiración agitada, y la palidez de la muerte acercándose peligrosamente hasta su ser, mientras las mangueras con pequeñas burbujas le daban un aspecto fantasmal. Me detuve enfrente de la cama y, a pesar de que sabía que no me escuchaba, lo saludé cordialmente. «¿Cómo está, José?», pero solamente el silencio me respondió. José era compañero de trabajo y hacía ya un mes que lo habían internado a consecuencia de un cáncer de páncreas, por lo que yo sabía que los días de mi amigo estaban contados, puesto que su salud se deterioraba rápidamente, sin que la medicina pudiera evitar un desenlace trágico próximo. Hacía muy poco que había entrado en estado crítico, perdiendo la conciencia, lo que, según aducían los galenos, no era tan malo porque el dolor, probablemente, en este estado no se sentía, pero la metástasis destrozaba raudamente los órganos vitales cercanos y se acercaba con premura a otros órganos. Estaba yo en estas cavilaciones, detenido y mustio enfrente de la cama de José, cuando, casi como un espectro, entró un doctor, un hombre viejo, alto y con una chivera albina que le daba cierto aspecto de adustez mezclada con algo de bondad.


―¿Es usted familiar del paciente? ―me preguntó el facultativo, después de haberme saludado cortésmente.


―No, doctor, solamente José es mi compañero de trabajo, pero somos muy buenos amigos.


―Ah, qué bien, señor. ¿Y tiene usted algún contacto con los familiares del paciente?


―Claro, doctor, ya le dije que éramos muy amigos, y muchas veces José me invitó a su casa a celebraciones, especialmente de cumpleaños. Todos me conocen y me aprecian allá ―rematé con cierto orgullo de ser muy allegado a la familia de mi compañero.
El hogar de José estaba compuesto por su esposa y un par de hijas ya grandes que trabajaban y estudiaban en la universidad.
―Bueno, señor, me gustaría que se comunicara con los familiares del paciente lo antes posible, pues don José no tiene más de 48 horas de vida ―sentenció secamente el médico―. Si me puede hacer el favor de comunicárselo a sus familiares, se lo agradecería, porque de cierta forma, a pesar de la costumbre de andar dando malas noticias, resulta algo incómodo. Sería muy bueno que vinieran, a más tardar, mañana a despedirse. Ah, es un decir, señor, porque el paciente ya no despertará jamás de su estado de inconsciencia.


Recibí el anuncio por parte del doctor con cierta naturalidad, pues ya se preveía el desenlace de José.
 

―Con gusto, doctor ―contesté.


El galeno se dio media vuelta y desapareció de la habitación. Entonces, procedí a marcarle a una de las hijas de mi amigo. Le comenté que estaba en el hospital visitando a su papá, y después de un rodeo insignificante le di la noticia. «El doctor dijo que a su papá le quedan menos de 48 de vida». Continuamos hablando, hasta que Maritza me pidió el favor de que las acompañara al otro día a despedir a su papá, pues sabía que yo era un buen amigo de él. Es más, ya casi no iba a visitarlo al hospital ningún compañero de la fábrica. Así, que con más razón que nunca, decidí acompañarlas al otro día.


Al día siguiente la escena de mi llegada fue idéntica, solo que esta vez el doctor no apareció. Llegué antes de la cita. José se veía más agitado, los ojos herméticamente cerrados, con la respiración muy entrecortada y con estertores que no podían más que acongojarme; la inminencia de la muerte me producía un vago sentimiento. Casi media hora después, aparecieron, con el rostro congestionado por el dolor, las mujeres: la esposa y las dos hijas José. Una a una las saludé con un fuerte abrazo y un beso en la mejilla.


―Gracias, don Gustavo, por acompañarnos.


―Con mucho gusto.


―Todavía tengo esperanza de que mi esposo se recupere ―dijo Claudia, la esposa de José.


Abrí con cierta incredulidad los ojos, y antes de que yo pudiese hacer alguna pregunta, ella me dijo:


―La oración tiene poder, don Gustavo, y Dios todo lo puede, más cuando se le pide con fervor.


―Sí, señora. ―asentí.


―Gracias, don Gustavo, por acompañarnos y gracias, especialmente, por hacer la oración con nosotras.
Inmediatamente accedí, todo era cuestión de fe. Los cuatro entrelazamos a las manos y Claudia comenzó a orar con fervor y voz vibrante y convencida. Le solicitaba a Dios que recuperara a José, a pesar de que el hombre ya estaba al borde de la muerte. Nuestras manos se aferraban con más fuerza entre sí, y un ambiente especial, con olor a santidad, invadía la habitación. «Señor, tú que todo lo puedes, sana a mi amado esposo». Siempre contestábamos «amén» a las súplicas de la esposa de José. Luego, cada una de las hijas de mi amigo realizaron las súplicas, sin nunca soltarnos de las manos y con los ojos cerrados. Por un largo tiempo seguimos orando fervorosamente, con la voz pausada y perfectamente audible, para que las plegarias llegaran bien claras a los oídos de Dios.
De repente, un grito invadió el ambiente.


―¡Papá abrió los ojos!


El milagro había sucedido. José, en efecto, abrió los ojos y todos, en medio de la sorpresa, no hicimos más que alegrarnos. La palidez de su rostro, la agitación, la respiración fatigosa y estertórea había desaparecido de súpito. Pero lo más increíble era que José no solamente había despertado, sino que asombrosamente había recuperado la lucidez. Nos reconoció a todos, y comenzó a hablar con naturalidad, a la vez que esbozaba una sonrisa que no expresaba sino seguridad, como si jamás hubiese estado enfermo, y menos padeciendo un cáncer terminal.


―¿Ya subieron el sueldo en la fábrica, don Gustavo? ―me preguntó.


―No, José, dicen que hasta el año entrante ―le contesté tranquilamente.


Se puso triste, pero luego retornó a su estado normal, hablando con su esposa y con sus hijos como si nunca hubiera estado enfermo, inconsciente, y a menos de 24 horas de su muerte, como lo había advertido el doctor el día anterior. Les preguntó por las cosas del hogar, por los familiares y manifestó que al otro día saldría del hospital, caminando por sus propios medios. Las mujeres no cesaban de alabar al Señor, y la alegría invadía el rostro de las féminas, convencidas de que el poder de la oración le había devuelto la salud, instantáneamente, al hombre, en un acto verdaderamente inexplicable a la luz de la realidad, pero que aseveraba que, verdaderamente, los milagros existen, y que, especialmente, dependen del poder de la oración con absoluta fe.
Ellas decidieron quedarse con José para disfrutar del milagro y con la firme idea de que muy pronto le iban a dar salida del hospital, y que cualquier examen iba a dar un dictamen de completa sanación del hombre. Salí de la habitación, y estaba supremamente admirado con lo que había presenciado aquella tarde, creyendo a ultranza en el milagro acaecido con mi compañero de trabajo. Me sentía feliz de que mis plegarias hubiesen coadyubado para que José se recuperara milagrosamente. José conversaba animadamente con las mujeres, recordándolo todo y planeado la salida del hospital, mientras que aseguraba que no le dolía absolutamente nada. «Ni el más mínimo dolor siento», lo escuché decir al despedirme de él. Llegué a mi casa a eso de las siete y media de la noche, y con alegría inmensa le comenté absolutamente todo a mi esposa.


―Mijo, la oración tiene poder y el Señor todo lo puede ―me contestó ella.


Nos quedamos hablando hasta cerca de las nueve de la noche acerca de lo acontecido a mi compañero, luego de haber cenado frugalmente. Ya estábamos dispuestos a acostarnos, cuando el celular mío timbró. Era el número de Maritza, la hija de José. La escuché en medio del llanto:


―Don Gustavo, mi papá acaba de morir.
 
 
 
 

Bogotá, 13 de mayo de 2019
 

 

Soñar con hacer la palabra en una hoja de papel, o detrás de la pantalla de una computadora, es una quimera que de repente se puedeconvertir en un plácido sueño, en donde las letras, locura universal, se desplazan por los firmamentos díscolos de estrtellas fugaces que retornan a los agujeros negros

Escribir es la costumbre consuetudinaria que a veces nos redime de las penas y que tienen la frágil ambición de que lleguen a otras mentes y se hagan nuevas palabras.

 

En este número les presento  una pentagrafía titulada Cuando llega la misiva de la parca, un conjunto de cinco microrelatos, que juegan con el tiempo, lo arcano y el misterio acerca de la muerte. Los microrelatos son los siguintes:

  • La Carta
  • El Accidente
  • Rafael
  • El Reloj
  • El Milagro

 

A la vez, les invito a ver mis libros dando clic en:

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