MARIO BERMÚDEZ  - COLOMBIA-

Ser payaso
 
 
Siempre hay un momento fácil
para parecer imbécil
siempre hay un camino corto
para ser infeliz
más qué difícil ¡ay!
es gozar
o al menos aparentar
¡ay!... ¡ay!... ¡ay!...
sin importar que adentro esté el dolor
ese burlón duendecillo
que el alma siempre nos mancilla
y mi alma
¡pobre alma!
se derrite en las ignominiosas lavas
de estas aceradas tristezas
en las gomas funestas de la soledad
¡Oh compunción!
y este mundo frágil
que me golpea como el más fuerte
y la nostalgia lenta desciende
entre un río sin orillas
¡pero qué importan!
¡oh tristeza!
pongámonos la careta
seamos por un rato
el alegre payaso
que canta
que ríe
y que goza
como si la desdicha no conociera
como si la dicha
fuera su alimento cotidiano
¡qué importa!
cantaré y gritaré a todo pulmón
cubriendo la semilla de mi propio ser
siendo el payaso
que a ratos todos solemos ser
¡qué importa!
hasta el cantar y la falsa alegría
enturbiarán el adentro pesaroso
de mi lánguido y afligido corazón
llevarán una mácula de esa falsa alegría
que se hará casi verdad
portarán esa careta sonriente
hasta estrafalaria
que será menos encubridora
menos aparente
y hasta ahogará de a poco
el pobre mundo de mis tribulaciones
¡qué importa!
a ratos vale la pena colocarse el disfraz
a ratos vale la pena ser payaso


 

Soy el payaso
 
Soy el payaso triste
que triste se mira al espejo
Soy el payaso distante
que distante se aleja de la vida
Soy el payaso que se ríe
riéndose del oprobio y de la envidia
Soy el payaso esciente
que sólo sabe del desamor y del olvido
Soy el payaso frágil
que frágil se hace el más fuerte
Atravieso la calle
subo la escalera
miro por la ventana
escucho el silencio
y oigo la humillación
porque soy el payaso
que descorazonado
triste distante y frágil
desmenuza el corazón
y llevo la pintura por dentro
y este traje común de ser común
que como cualquiera otro
nadie reconoce entre la multitud



 

Lo vi sujetado al carro de ruedas esferadas que empujaban los femateros. Parecía que miraba el mundo con tremenda displicencia. La ciudad estaba invadida por el insoportable bochorno de un medio día caluroso y hostigante. Un vapor denso se levantaba fantasmal desde el pavimento, y la congestión inhumana de todos los días parecía más monótona. Todos parecían muñecos de cera que se derretían mientras caminaban apretujados por entre las carretillas de frutas y verduras, que convertían las calles en plazas longitudinales de mercado. Los vendedores ambulantes gritaban a todo pulmón la venta de sus productos, y no se consolaban con fastidiar a los incautos con su estridencia, sino que, en medio de una premonición, se adueñaban de las calzadas, desafiando a los incultos choferes urbanos y contribuyendo con toda su gloria a la hórrida congestión de la ciudad. Pero él iba pegado en la parte trasera del carro esferado que los indigentes empujaban con movimientos gráciles y vigorosos, llevando los desperdicios de la civilización con el fin de obtener las opulentas ganancias de la bazofia y así poder comprar el pegante, la mariguana y el bazuco, con la esperanza de meterse a un mundo menos hostil y desgarrador, que los llenara de valentía para cometer el delito sin compasión alguna, mientras que el ciudadano común, el que procura trabajar y vivir honestamente, el que bien o mal paga los servicios públicos y los impuestos, el que vota en elecciones bajo el manto de la mentira y del engaño, es apretado hasta la asfixia por el padre Estado. Este ciudadano inerme tiene que luchar contra todos los problemas directamente, y se desplaza amedrantado por las calles, porque el malsano imperio de la inseguridad reina implacable a todas sus anchas en el mar de los derechos humanos, que protegen a los delincuentes que disfrutan como nadie el derecho a la libre movilización. La ley solamente castiga, y con todo rigor, al ciudadano que procura cumplir fielmente con ella.

 

El payasito iba pegado al carro de ruedas esferadas, mirando al mundo con absoluta displicencia, mientras que la ciudad parece la misma luna, con lunáticos y todo, invadida de cráteres por todas las calles, infestadas de choferes patanes que no respetan ninguna señal ni disposición de tránsito, y que si son sorprendidos en flagrancia, descienden de los vehículos con un billete disimulado para entregárselo, sin siquiera mediar palabra alguna, al agente de tránsito. Y como si fuera poco, estacionan en diagonal en la mitad de la calle para recoger un pasajero, obstaculizando al resto de automotores, se pelean por las ventanillas y descienden con machete o varilla en mano a intimidar con su inverosímil agresividad a los transeúntes y a los compañeros. Así está mi ciudad, esta fastuosa urbe de la ignominia, en mano de los politiqueros de turno que la gobiernan para robarse el erario en compañía de los contratistas y desangrar sonrientemente el cacareado progreso y bienestar. Ahora, para colmo de males, el apetitoso pastel de la burocracia, se creció con las Juntas Administradoras Locales, en donde los politiqueros de barrio comienzan a hacer sus pinitos en materia de contratación, aprendiendo los ardides para obtener su buena tajada a costillas del ciudadano horado que cabalmente paga sus impuestos. Así funciona la democracia: muchos pagan y pocos disfrutan. Los ediles ganan cerca diez salarios mínimos vigentes por media jornada, pero tienen la posibilidad de aumentar sus ingresos con las comisiones que entre ellos y los contratistas pactan plácidamente, aparte de que pueden procurarse contratos para sus allegados, cosa que sucede idénticamente en las demás corporaciones de la democracia, que además de costar legalmente un dineral, desangran por los albañales el erario. Por eso para las elecciones de las Juntas Administradoras, son muchos iletrados e ineptos los que corren a adquirir el billete de la lotería democrática, con la esperanza de obtener el premio gordo o, siquiera, un seco. ¡Oh mi ciudad! Sí, mi ciudad, que ya ni siquiera se llama como se llamaba cuando nací en el hospital de la Hortúa , sino que por un capricho insólito, inservible y romántico de los constituyentes en remembranza de los odiosos chapetones, decidieron llamarla dizque Santafé, y, como si fueran pocos los problemas urbanos, se enfrascaron en la engorrosa pugna para decidir si el «fe» se escribía pegado al «santa» o despegado de éste. Ciertamente que el único Santafé1 al que amo es el equipo rojo y blanco de la capital. El cambio de nombre de nada sirvió para solucionar o paliar, al menos, los consuetudinarios problemas de la urbe levantada en el esplendor de una magnífica sabana, que el tiempo se encargó de depauperar sin misericordia para tender sin control vías, cemento, ladrillos, columnas y miseria en los extramuros; a la vez que la violencia echó sobre ella oleadas de desplazados que se fueron a vivir sobre las antes verdes montañas, para hacerlas amarillas con el ladrillo, el adobe, los latones y empobrecer el humus.
 

Bogotá continúa con todos sus problemas en crecimiento, como en todas las grandes ciudades del mundo en donde la miseria impuesta a los pobres se transforma en un problema patológico de criminalidad, injusticia y, sobre todo, iniquidad, ante la disyuntiva de ser honestos o morirse de hambre. Los muertos son reemplazados a tasas desbordantes por la ola incesante de inmigrantes, que atraídos por el espejismo de la opulencia, son condenados al desangre cotidiano, a la esclavitud de la producción formal o informal, y con el fatuo argumento de que en la ciudad es difícil morir de hambre, pues al menos hay la oportunidad de pedir limosna, subirse a un bus a vender artículos irrisorios o, simplemente, a pedir una «ayudita», meterse a las mafias locales o hacerse delincuente profesional. Hürken (no sé quién sea) hizo un experimento con ratas: puso tres hembras y tres machos en un hábitat especial de donde no podían escapar y las aprovisionó a diario con la misma cantidad de comida. Al comienzo las ratas vivían felices hasta el punto de que no volvieron a intentar escapar, pues la comida les caía del cielo. Pero el problema comenzó cuando la familia de roedores empezó a crecer y debió sostenerse con el mismo quilo de comida que Hurken les asignaba a diario. Entonces comenzaron a presentarse los primeros signos de violencia roedora, primero entre las ratas más adultas y después contra las más jóvenes. Entre tanto, la población de roedores crecía en forma alarmante y el hacinamiento se hizo insostenible, antihigiénico y violento. Cuando la comida, el mismo quilo de alimento, llegaba, se armaba la tremolina entre los animales, que terminaban atacándose fieramente, produciéndose las primeras muertes. Hürken comenzó a observar que la población empezaba disminuir, pues las ratas se atacaban entre sí y las que morían eran inmediatamente devoradas por las otras; ya hasta las mismas madres no protegieron a sus crías, sino que se las devoraban. Un nuevo punto de equilibrio, con el mismo quilo de comida, llegó cuando la población de roedores quedó conformada por solo seis ratas… Hubo paz en este intersticio hasta que comenzó un nuevo ciclo de aumento demográfico que había que sostener con el mismo quilo de comida.


Bueno, ya no quiero hablar más de mi ciudad, ¡pobre ciudad!, deseo contar cómo, después de las anteriores digresiones, cómo aquel día caluroso desde la ventanilla del bus urbano vi al payasito prisionero de los femateros, quienes con su montón de harapos pestilentes parecían aislarse del insoportable bochorno cidiano, pero que, a pesar de todo, me hace amar a mi Bogotá, a pesar de las crudas temporadas de lluvias que inundan o desvolcanan los barrios populares; a pesar del ridículo cambio de nombre, a pesar de que de la Bogotá de ayer no queda sino el borroso recuerdo de su apacibilidad y de su cultura que describen los libros de añoranzas, pero de la cual no puedo asegurar si fue mejor o peor que ahora. Cuando yo tuve uso de razón, así solían decir los mayores antaño, la ciudad comenzaba con el despelote de la industrialización y el asomo a una cultura urbana y plural. Cuando bajamos con los pocos bártulos, mi madre, mi hermano y yo, en el paradero de la flota, situado por aquel entonces en el congestionado parque de Los Mártires, en la Avenida Caracas y salimos a la calle décima, hoy llamada Calle del Cartucho2, simplemente me poseyó la sensación de asombro mezclada con la del abandono, como si nos estuviésemos internando en un túnel frío y oscuro en no había salida posible y que habría de conducirnos a un destino incierto y miserable; recuerdo que aquel día, en enero de 1963, lloviznaba intensamente mientras anochecía. Esa sensación de congestión endrina aún no termina por despegarse de mi recuerdo con un sabor a incertidumbre perenne. Mi madre dijo que debíamos tomar un taxi para ir a donde la comadre Josefina que nos iba a dar albergue inicialmente. Yo vi un taxi con un solo pasajero y pensé que ahí podríamos viajar hacia el rumbo desconocido; pero mi madre me aclaró que así llevara un solo pasajero, el carro iba ocupado ya que era de uso exclusivo. Parece una incongruencia que haya mencionado antes que nací en el hospital de la Hortúa, el más preclaro símbolo del rolismo, o sea, de los bogotanos de los barrios humildes del sur, en los extramuros, en donde antes habían existido enormes fincas sabaneras de los aristócratas, que les habían heredado sus pomposos nombres como San Cristóbal, San Blas, La Fragua, Serafina, San Vicente, Veraguas, Nariño, entre otros, luego de que he mencionado que llegamos en una tarde lluviosa. La historia es la siguiente: vivimos varios años fuera de la ciudad, en Sibaté (creo que pocos meses), en Fusagasugá (como cuatro años) y solamente un año inolvidable en Guayatá, el pueblecito empinado de donde era oriunda mi madre; allí aprendí a leer y a escribir con insólita destreza para mi tiempo, pero que hoy en día resulta insulsa porque los niños (por supuesto incluidas las niñas) a los siete años de edad saben cosas más importantes que simplemente leer y escribir, así no adquieran la costumbre de leer y de escribir por el resto de sus vidas. No sé si fue el mismo Hürken, el de las ratas, quien dijo que los niños de hoy en día son más inteligentes, tan vez por aquello de, a pesar de todo, de unas mejores condiciones de vida reflejadas en la salud y la educación, así estas sean precarias para el estrato más pobre. Tampoco sé si fue ese H[urken el que adujo que no, que los niños de hoy no son más inteligentes que los de antes, a redopelo de sus padres (incluidas, por supuesto, las madres), sino que la civilización avanza a pasos agigantados proveyendo con más información a los pequeños que antes, de tal suerte que uno de estos infantes en la época de los griegos históricos sería un verdadero sabio o, mejor, un mago conocedor de los secretos sobre la existencia e imbuido por los poderes de la mente. El mismo Hürken, repito que no sé quién es,  no sabe si es afortunado tener ahora jovencitos de quince años de edad graduados de bachilleres y de veinte años, graduados de profesionales, contribuyendo a la magnificación de la efebocracia que últimamente se ha apoderado de la situación productiva, especialmente si vienen de noble cuna. Bueno, hoy en día es más importante ser un hermoso joven, incluidas, por supuesto, las hermosas jóvenes, con cuerpo de modelo y cara bonita que poseer capacidad y talento; eso abre todas las puertas al instante en el trabajo, en el arte y en la vida. Tener algo más cierta edad se ha convertido en sinónimo de incompetencia, improductividad e incapacidad, convirtiendo así a la persona madura en desechable social, a pesar de tener lo que los jóvenes jamás pueden alcanzar durante esta etapa de la vida: experiencia, madurez, aplomo y vitalidad espiritual. Actualmente una persona de treinta y cinco años es ya un viejo, un cucho, con lo joven que resulta en otras culturas menos intolerantes, le es prácticamente imposible conseguir un empleo formal. De repente todos nos convertimos en un producto inservible y discriminado en medio de la burla y la ofensa, para lanzarnos sin conmiseración alguna al cesto de la basura, solo porque tenemos unos cuantos añitos de más, unas canas y unas arrugas que el tiempo forja imbatible en nuestros rostros como la marca escrita de nuestra experiencia. No estoy asegurando tampoco que todas las personas jóvenes y hermosas son incapaces y carecen de talento, sucede que hasta ahora se están formando, pero estrictamente juventud no es sinónimo de inteligencia, como madurez y vejez no lo son de anquilosamiento mental y físico. ¡Se matan las ilusiones como se mata la vida!


Aquella vez el payasito cruzó raudamente pegado al carro de ruedas esferadas de los indigentes. El carro silbaba como si fuera un avión jet, cuando las pequeñas ruedas metálicas eran empujadas por el pavimento polvoroso y agrietado. No lo sé, pero me entristecí enormemente, porque llegué a pensar que el payasito tenía vida, que era una persona como yo, como tú, como ella. Me dejé invadir de morriña al ver su traje de arlequín embarrado, su peluca amarillenta, sucia y despanchirada; pero en el fondo él no perdía su esencia: era un payasito, y, lo peor de todo, un payaso prisionero de los femateros. ¿Por qué no estaba él en el circo? ¿Por qué no estaba adornando limpiamente la colección de muñecos de una niña rica? No dudé al imaginar que fue un payaso de alcurnia, ahora caído en desgracia (de pronto ya tenía más de treinta y cinco años), un arlequín vestido de fina seda blanca con bolitas rojas y con su nariz bermeja en forma de pelotica. ¡Un verdadero payaso tiene la nariz roja y en forma de bola! Sí, todo payaso, desde el más pobre hasta el más rico. ¡Hasta los payasos tienen clases sociales, al igual que las mascotas!... Pero en el fondo es igual, al final de cuentas todos son igualmente payasos, aunque los otros payasos, los que se consideran decentes y serios, creen que los primeros son el símbolo de la ridiculez y ellos el inadecuado símbolo de la superioridad. No dudo en pensar que en torno de los payasos existe un halo especial que los convierte en personajes singulares. Ellos, duélale a quien le duela, son los espejos de la psique humana, pues de una o de otra manera nos reflejan, a pesar de que con sorna se les tenga por ridículos; en realidad expresan una verdad de apuño: el de la infatigable ridiculez humana. ¿Quién no se ha alegrado alguna vez en su vida con un payaso? Pocos se entristecen por él, y si lo hacen es cuando intentan horadar en el fondo de su alma… El resto no son más que fruslerías. Quien se entristece por un payaso o lo considera anodino es porque comienza a comprender la esencia inaudita de la ridiculez humana. Escudriñar en las profundidades de tan maravilloso personaje es otear en lo abisal de nuestras misérrimas vidas. Sin embargo, a pesar de que el payaso virtualmente es un personaje conocido en todas las épocas y ámbitos, y a pesar de que a menudo escuchamos canciones sobre él, en lo más abstruso de su esencia, se esconde un mundo indescifrable e inconsciente, que nos da esa interpretación, generalmente contradictoria, del personaje. Todos recordamos canciones como Payaso, que interpreta magistralmente Javier Solís: «Payaso, soy un triste payaso que en medio de las risas oculta su fracaso». Otro tema que se me viene a la cabeza es una canción también llamada Payaso: «Tun-turinti-turintin-ton-ton, queremos ver la cara que pones, payaso cuando empieza la función y te marchas con tu amor…» O, para estar más próximos, el Payaso de Vicky. Allí hemos puesto el drama cotidiano de la vid como trasfondo de la escena cotidiana. ¿Acaso existe una vida sin drama? ¿La vida no es, acaso, un drama? La vida es el sueño, el denigrante sueño de Calderón de la Barca.

 

Bogotá, Providencia Alta, 1994

 

__________

1. Nuevamente, en este inverosímil juego, la capital de Colombia volvió a llamarse oficialmene «Bogotá», así, a secas.

2. Hoy en día (septiembre de 2019) se levanta allí el Parque Tercer Milenio.
 

 

Soñar con hacer la palabra en una hoja de papel, o detrás de la pantalla de una computadora, es una quimera que de repente se puedeconvertir en un plácido sueño, en donde las letras, locura universal, se desplazan por los firmamentos díscolos de estrtellas fugaces que retornan a los agujeros negros

Escribir es la costumbre consuetudinaria que a veces nos redime de las penas y que tienen la frágil ambición de que lleguen a otras mentes y se hagan nuevas palabras.

 

En este número les presento  el fragmento inical de "Ser Payaso"

 

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