EL PODER DE LA PALABRA ESCRITA

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TRINANDO

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DIRECTOR: MARIO BERMÚDEZ - EDITORES: PATRICIA LARA P. (COLOMBIA)  - CARLOS AYALA (MÉXICO)

JUNIO DE 2015

NÚMERO

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Jesús Antonio Báez Anaya

   

 

 

Nacido en Rionegro, Santander el 12 de mayo de 1956. 

Hijo de padre rionegrano y campesino, de madre maestra de primaria, estudié esa parte en el corregimiento de Misiguay, del mismo territorio municipal.

 

Bachiller  Mecánico Industrial del Instituto Técnico Superior Dámaso Zapata, regido por los Hermanos Cristianos en Bucaramanga.

 

Tres hijos de un primer matrimonio siguen mis pasos.

Por más de treinta años trabajé en publicidad exterior, teniendo mi propio taller de fabricación de vallas y señalización industrial. Ahora me dedico a la  fabricación de réplicas a escala de vehículos, trabajadas en madera y a partir de imágenes fotográficas.

 

Escribo algunas vivencias desde mi juventud, a veces en prosa y también en rima.

 

Residente  hace diez años en Medellín.

 

 

MI HOMENAJE...Papá…

 

Calculaba la hora de la llegada de mi viejo, mientras iba jugando, pelotiando, en la cancha que había en la entrada de la escuela.

 

El radio de pilas, que acompañaba mis ratos, desde el jardín que bordeaba el jugadero y hacía de lindero con la carretera, me contaba de los partidos domingueros. Con eso ubicaba el tiempo. Entonces, todos los juegos de la Dimayor empezaban a las 3:45 cuando el sol ya huía desde el cenit para caerse por detrás de los potreros y los cañadulzales, que caprichosos, tenían su posada en occidente.

 

Con la terminación de los primeros tiempos comenzaba la miradera. Los ojos se me extraviaban de la cancha y se iban a buscar ese clarito visible entre los matorrales, ese primer pedacito del camino desde Honduras -la finca de mi viejo- hasta nuestra casa, que también era la escuela y en el que podía toparlo.

 

Sabía que ya estaba por llegar y como no quería perderme la "chalomita" en el lomo de Canela, me concentraba más en el pedacito de la vereda que en la jugarreta futbolera.

 

Cuando lo divisaba, cuando alcanzaba a verlo en la distancia, altivo y sereno, trayendo al trote su yegua consentida, tiraba pa´l carajo cualquier jugada y corría con todas mis fuerzas para acortar el camino y llegar a su encuentro.

 

El tramo faltante en su regreso de la finca lo medía por curvas. Había una amplia y resbalosa, donde partía el camino que bordeaba el río, por donde nos íbamos a pescar en el Salamaga.

Hacia la izquierda seguía la carretera que me llevaba a la del Cucharo, como yo la había bautizado. Esa era la meta. Si lograba pasar de allí la jineteada sería más larga.

 

Al verlo con su sonrisa blanca que saludaba mi alma, la vida se me volvía un dulce.

Agarraba las riendas mojadas mientras le pedía "la bendición". Ese pedido y el saludarnos o despedirnos de beso en la mejilla, nunca faltaron durante los veintiocho años en los que fue mi compañía, mi soporte, mi amigo.

 

Se bajaba de Canela y yo subía, con el esfuerzo necesario para superar esa diferencia que había entre su alzada y mis doce años. Acomodaba mis pies en las correas de los estribos y continuábamos el camino. El para llegar hasta su amada, que también era mi madre; yo para regresar entre las ilusiones que se tejen cuando va de salida la niñez. El último recodo, entre el portillo y el corredor de la casa, lo galopaba mientras el seguía sonriendo.

 

La recompensa a ese cariñito era quitarle los aperos a la yegua, darle de beber y llevarla hasta el potrero.

 

De eso, ya han pasado más de cuarenta años. Y de su partida, la mitad de mi vida. Pero sus recuerdos son indelebles. Firmes.  Con el paso inadvertido de los calendarios, se van haciendo más grandes. Y mucho más cuando aparecen estas que llaman fiestas especiales. Ahí es donde no puedo evitar que se me arrugue este corazón alcahueta y aguantador.

 

Es que al partir, no solo se fue mi padre. Se fue el que ha sido mi mejor amigo. Al que le seguí los pasos, acompañándolo por senderos y calles de campos y de pueblos. A quien le aprendí y me enseñó mientras nos tragábamos las horas, los inviernos y las distancias.

 

El fue el tallador que moldeó mi ser con la herramienta más sencilla. La que tenemos más a mano. El buen ejemplo. Me indicó cuando vestir de frac, pero sin dejar olvidado el traje de campesino. "Es que con ese vestido nacimos, esa es nuestra piel" me decía. Y ahora se que cada ocasión tiene su traje, pero su esencia, su apego a la tierra, a sus cultivos, nunca los escondió. Se sentía orgulloso de su cuna. Igual que yo.

 

Su pueblo, su Rionegro y mi Rionegro, fue el altar donde se bendijo su existencia. Su sangre, espesa y palpitante, estaba llena de bondad. Fue una constante.

 

Sus músculos fuertes que nunca se rendían ante el trabajo, fueron tiernos y calurosos a la hora del abrazo.

 

Sus manos, callosas, grandes y casi siempre untadas de tierra colombiana, tenían la suavidad del terciopelo, cuando apretando otra mano firmaba una amistad.

 

Su corazón, el último y necio pedazo de su cuerpo en enfermarse, se quedó por siempre en quienes fueron sus amigos. En el alma de mi madre, en las sonrisas tiernas de sus nietos y en este hijo que lleno de gratitud, solo tiene estas palabras para rendirle un homenaje.

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