MÁRCIA BATISTA RAMOS -BRASIL-

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PÁGINA 13

Márcia Batista Ramos, nació en Brasil. Es Licenciada en Filosofía, Gestora cultural, escritora, poeta y crítica literaria. Es columnista en la Revista Inmediaciones, La Paz, Bolivia, en periodismo binacional Exilio, México y en la revista Madeinleon Magazine, España. Tiene diversos libros y antologías, también forma parte de varias antologías. Es colaboradora en revistas internacionales en más de 14 países.
 

 

Un triste astrolabio
 
Siempre que llueve, sin querer, hago una travesía temporal ya que la lluvia logra conectar el presente con mi pasado. Aunque no logro escapar de la fragmentación del presente, porque es la misma fragmentación que me acompaña desde siempre y que dura toda mi vida.
Las primeras lluvias representaban la llegada de la vida misma, se presentaban entre los meses de septiembre y octubre y solo duraban unos pocos días, posiblemente, incluso una semana, pero eso era justo el tiempo y la cantidad necesaria de agua que la tierra endurecida y agrietada, por la estación anterior seca, necesitaba para comenzar a ser arada.
Regularmente, las lluvias eran ligeras, pero el efecto en la tierra de esas primeras lluvias del ciclo agrícola era absolutamente milagroso. Dejaba al suelo nutrido y humedecido para luego de haberla arado y sembrado, comenzar a surgir los primeros brotes tiernos que alegraban el paisaje.
Recuerdo que era tiempo de lluvias tempranas o primeras lluvias cuando les pedí un astrolabio…
No sé a dónde fue a parar el caleidoscopio que me regalaron cuando les pedí un astrolabio.
Seguramente, como era de esperar, no me preguntaron para qué yo quería un astrolabio y no se les ocurrió que me podría gustar la astronomía y que yo sabía a la perfección como usar un astrolabio.
Sin el astrolabio, todo el interés que tenía por las matemáticas desapareció, pues ya no calcularía la altura y posición de las estrellas. Además, por no tener un astrolabio, perdí la oportunidad de aprender a medir distancias por triangulación.
Para calcular la hora yo no lo necesitaba, tenía un reloj, pero, para saber la dirección de La Meca, sí, me hizo falta el astrolabio.
Empero, el caleidoscopio fue muy importante en mi infancia, las imágenes conspicuas y brillantes que producía me permitían soñar con un cosmos irreal, que existía solo para mi deleite y satisfacción.
Las imágenes multiplicadas simétricamente, me permitían viajar por mundos mágicos y coloridos; obviamente silenciosos.
Fue en ese entonces, que el silencio dominador en su transparencia se quedó impregnado entre la niñez incomprendida y el resto de mi vida.
Las lluvias torrenciales, llegaban diluyendo el tiempo, después de las lluvias tempranas, más o menos en los meses de noviembre y diciembre. Esas lluvias no eran un mero elemento del paisaje, no solo bañaban los campos ya sembrados y le daban vida volviéndolos fértiles, sino que también llenaba los depósitos de agua para todo el año.
Con su repetición incesante y monótona alcanzaba a convertirse en metáfora del deterioro, de lo ineludible y de la insignificancia de la vida humana frente a los elementos naturales y a su propio destino.
La tierra ya entregaba sus primeros frutos; el verdor de las hierbas y su diversidad de aromas inebriaba los sentidos.
 Al ocaso yo miraba el horizonte manchado de grises y sangre y, pensaba: ¿cuál será la dirección correcta de La Meca?
Pero en las noches, mirando al cielo, pensaba que me gustaría saber la distancia de las estrellas…
Las lluvias tardías o las últimas lluvias eran las lluvias de marzo, que cerraban la estación lluviosa y servían para completar la maduración de los granos como el trigo y la cebada, entre otros. Estas lluvias eran leves y se alternaban con días de sol. Llegaban para llevar el verano y dar paso al otoño que teñía el verde de naranja y rojo, en una escala cromática de inigualable belleza.
El cambio en el color del bosque anunciaba los meses sin lluvias, la siega y trilla; también, anunciaba, ahora lo sé, que la vida empezaba a deshojarse y que venía inconfundible, por su insobornable variedad a llevarlos de mi vida, a cambiarme de paisaje; a dejar la infancia silenciosa y mustia en un espacio indefinido como una especie de paraíso perdido en una lejanía tan remota que, aun hoy, cuando cavilo, me siento desolado.
No sé a dónde fue a parar el caleidoscopio
y la vida;
ni las estaciones bien marcadas por las lluvias
 y por la falta de lluvias…
Ahora, cuando muchas cosas cambiaron, pero, en cierta manera, todo sigue igual, solo queda una segregación amorfa y caótica de imágenes coloridas gracias al caleidoscopio, creo.
Un hoyo enorme aquí adentro, en el pecho, se amplía con la lluvia que logra conectar el presente con mi pasado.
Esta extenuación que provoca mi desconcierto perpetuo e impenetrable es lo que hace desear una ordenación y una coherencia en mis días, aunque sean artificiales, parciales y completamente inadmisibles.
Por eso, sería bueno, poseer, por lo menos, un triste astrolabio… para buscar las estrellas, poder localizar los astros, observar su movimiento y poder medir distancias por triangulación… Aunque La Meca, para mí, ya no importa.

 

*     *     *

 
Los trasgos olvidados
 
“Estamos hechos de la misma materia que los sueños, y nuestra pequeña vida cierra su círculo con un sueño”.
Shakespeare
 
Alguien, seguramente por tratar de llamar la atención sobre sí, dijo que “la gravedad es una ilusión.”

Los trasgos estuvieron mucho tiempo olvidados en el sótano…Siempre lo supe, pero nunca fui por ellos, tampoco bajaba al sótano, lo que, me hacía más ajena a su existencia. La verdad, no había motivo para desempolvar, los trastos y trasgos de otras generaciones. Simplemente no me llamaba la atención.
 Los más antiguos sabían el motivo de haberlos encerrado en el sótano. Los otros ya se habían olvidado y, nosotros no teníamos interés en enterarnos… Hasta que decidí hacer una reconstrucción, una refundición de mi vida, en una casa de palabras: en la casa que fue de los ancestros. Porque sé, que es imposible curar las heridas por afuera y por adentro: todo empieza y termina en uno, el mundo es tan grande como lo permitimos, porque, en realidad, él es del tamaño de nuestra casa y tan desconocido como ciertos rincones donde se acumulan cosas desde hace tiempo y que nadie quiere tocarlas, todos pasan y repasan como si no hubiera nada, pero las cosas están ahí.
Siempre viví entre pequeñas palabras, con el presuntuoso que intimida callejeros, con el trabajo honesto, con el ahorro de dinero y, con todos los demás olvidados y abandonados, en la casa medio sagrada y medio olvidada. Pero, yo sabía, de los demás no puedo afirmar nada, yo sabía que la casa influye en el teatro de la vida.
Toda transformación presupone empeño, tiempo y valor para enfrentar las oscilaciones de las diferentes circunstancias que se presentan.
Una noche, invadida por el insomnio, decidí bajar al sótano, la llave colgada en la pared al lado de la puerta a la espera de un visitante desafortunado o afortunado (qué sé yo, de lo que va con una llave, que estuvo inmóvil por mucho tiempo, por toda mi vida, en el mismo lugar), esperando una oportunidad para abrir la puerta del sótano…
Abro la puerta y en un ligero luzco fusco, veo que sale un poco de oscuridad del sótano, al tiempo que entra un poco de luz a él… Busco un interruptor para prender la lámpara que supuestamente, estaba ahí, para poder bajar las gradas y explorar el mundo paralelo que existía antes de que yo fuera engendrada y más con anterioridad a eso, pero que ejercía influencias sobre mí, sin mi consentimiento, sin mi conocimiento…
Hay tantas cosas entre el cielo y la tierra de cada individuo, que, es difícil explicar, pero todos saben a qué me refiero, porque todos pasan por lo mismo, una o muchas veces en su vida. Muchas veces, casi siempre, ni lo comprenden. Otras veces, tocan hondo, en el simple intento de comprender lo que pasa.
De frente para las gradas yacía un aparador antiguo, de apariencia pesada, de color oscuro, con unos trasgos sentados de frente hacía mí.
Un nerviosismo recorrió mi cuerpo, dejé de avanzar, más por parálisis del momento, que por decisión propia.
Las sorpresas, según los que creen en el destino, ya estaban ahí esperando por uno; para los incrédulos, las sorpresas son estupores repentinos.
Para mí, el encuentro con los trasgos era una especie de desconcierto inusitado casi imposible, un poco dramático a primera vista, que me causaba una sensación de extraño miedo, cargado de curiosidad.
Me miraban…
Les miraba…
Parecía que no respiraban…
Parecía que yo no respiraba…
Nada se movía en la escena, ni yo me movía. Estuve ahí, las cosas estaban ahí, y los trasgos también.
Es obvio, que mi reacción se debía a la experiencia vivida, a las pláticas, a las horas de escucha de las conversaciones de los mayores, lecturas y todo el acúmulo histórico que represento como persona, como cada ser humano a su vez representa un acúmulo histórico.
Seguramente, yo estuve terriblemente nerviosa, porque perdí la noción del tiempo y espacio, me sentía como actor y espectador del momento. Como espectador yo podía mover libremente mi mirada y observarlos al detalle, vislumbraba todo lo que ellos dejaron expuesto, la parte   frontal y un poco, muy poco, del interior, por las transparencias que habitan intrínsecamente a todos. También pude observar la escena como un paisaje, como una disposición de elementos alentado por una tensión nerviosa, casi dramática.
Como actor yo era una especie de momia paralítica, que podía mover los ojos.
Ellos, a su vez, acompañaban mi mirada con sus ojos grandes y su expresión irónica, que dejaba antever un “qué te importa”.
Aquella noche, al encontrarme con los trasgos olvidados en el sótano, pude comprender que la vida no es una historia leída de izquierda a derecha, de principio a fin, sino una cosa que se mantiene a la vista todo el tiempo. Basta que alguien se interese por saber y empiezan a flotar los secretos.
En el sótano, las palabras estaban ausentes, la representación de la realidad repercute a favor del juego de palabras, pensé: “no habrá drama, ni siquiera una historia; no será posible diferenciar a los protagonistas e incluso no existirán roles y personajes identificables, mejor despierto y me ocupo de dormir el sueño eterno”.

La gravedad no es una ilusión… la gravedad nos mantiene con los pies sobre la tierra.
 
 

 *      *      *

 
La ternura en un fin de mundo
 
"Yo soy aquella mujer que escarbó la montaña de la vida removiendo piedras y plantando flores."
Cora Coralina
 
 
Por cosas del destino, vine a vivir a uno de esos tantos pueblos, de Sur América, donde aún no llegó el siglo XXI.  En realidad, en todo su esplendor, aun no llegó el siglo XIX. Es una especie de fin de mundo. Donde el tiempo interrumpió su usanza, solidificándose en el paisaje y en la manera de existir de sus habitantes.
Las pocas personas que lo habitan son de edad bastante avanzada, pero se las ve bastante activas y vigorosas, cuidando sus casas (de piedra y adobe), pequeños huertos y jardines.
Son gente muy amistosa, que saluda a cualquiera que pasa, porque creen que el saludo “es de Dios”.
No fue difícil entablar conversación, ni hacer amistad casi de forma inmediata, con todos los vecinos y conocerlos por sus nombres.
La señora Leontina, vecina que vive al frente de mi casa, se acercó a mi puerta con una canasta de verduras frescas como regalo de bienvenida, a presentarse y preguntar de dónde yo llegaba, por qué y cómo, entre otras cosas…Al retirarse me invitó a tomar el té en su casa, para ir a devolver la canasta.
Horneé un pan dulce para devolver la gentileza de la señora Leontina. Crucé sobre las piedras del río que nos sirve de calle y estuve en su puerta. Ella abrió la puerta antes que yo tocara, porque estuvo observando mi travesía, a través de la ventana. Me hizo pasar a la casa y sentarme a la mesa, arreglada a gran estilo para tomar el té.
Conversamos sobre el pueblo que tiene apenas cinco niños y, sus respectivos padres son los únicos jóvenes de la aldea, los demás son personas mayores, que no quisieron dejar su terruño o que regresaron después de una vida en otros lares.
Me contó que el pueblo, estancado en el tiempo, se fundó a unas cinco generaciones anteriores a ella y que curiosamente, mantuvo el mismo número de casas desde su fundación por un grupo de amigos que compraron las tierras, las dividieron y fundaron un lugar para vivir con cierta ternura.
- ¿Ternura? –le pregunté incrédula.
- Si. –dijo ella- La ternura que falta para llamarnos humanos. No hablo de la ternura que despierta un animalito con sus cachorros, esa ternurita que está a la vista y la percibimos cuando nos ocurre hacerlo; porque es tan cotidiana y al alcance de todos, que nadie la quiere percibir, tal vez porque no cuesta nada. No. No se trata de la ternura que la vida nos regala cotidianamente, cuando te sientas al aire libre y el sol te acaricia el cuerpo entero y te acuna como en brazos maternos… Eso, es regalo del universo, es gratis. En el mundo, ya no cuenta; porque casi nadie, la percibe y valora.
Nuestros más antiguos, eran revolucionarios a su manera y, pregonaban una ternura inconformada y crítica de la forma de vida pequeño-burguesa.
- ¿Cómo la ternura que nos enseñó Mario Benedetti? ¿la ternura que no cabe en este mundo mercantilista en que vivimos, donde todos quieren consumir más y más, soñando con los ideales capitalistas?
- Algo así. Pero un poco más profundo. - aseveró la señora- Porque, nuestros antiguos, nos enseñaron a no creer en ideales que se alcanzan con fusiles, con pérdida de vidas y dolor. Nuestra ternura revolucionaria, que heredamos de ellos, está ligada al amor y a la libertad; nos hace acercar a las cosas como realmente son: sencillas.

 
Era impresionante como la filosofía transmitida de generación en generación abarcaba la esencia de algo tan asombroso como la misma existencia. Por eso, se puede entender, porque ellos no tienen asfalto, televisión y otras cosas, que nuestra cultura cree que es esencial para vivir cómodamente.
Por eso, ellos siembran y cosechan todos los frutos de la tierra y al cultivar sus flores, cultivan su espirito. Porque son conscientes que ni siempre tras la cuidada siembra la cosecha es abundante. O que el resultado, de lo que fuere hace justicia al esfuerzo, porque les fue inculcado, por sus ancestros, que la vida es bella, a pesar de ser una caja de pandora, donde no siempre las historias tienen un final feliz.
La señora Leontina, provista de la sensibilidad de las personas buenas, con la ternura de la que no hay forma de huir, porque corre por sus venas y se manifiesta por medio de su palabra limpia y brillante. Conversó conmigo como quién se abre a la vida, llenando mi mundo tímido de un hermoso universo que llena el alma y el corazón, con cosas pequeñas y sencillas, al tiempo que son grandes como el mar e infinitas como la luz. Porque así es la ternura.

 
Las horas, fueron generosas, porque pasaron lentamente, permitiendo que yo aprenda y disfrute de sus sabias palabras.

 
El té negro, con florecitas de jazmín y un toque de vainilla, era el complemento ideal para los pasteles, las palabras y la presencia de los ancestros de la señora Leontina.

Ella me explicó que la ternura es una especie de viaje al centro de nuestras emociones, las que nos convirtieron en lo que somos. Es un retrato fiel de nosotros, que, a través de nuestro verdadero poder de entrega, muestra el corazón humano, siempre debatiéndose entre el miedo y la esperanza.

 
Estuve muy grata por las puertas que ella abrió para mí, al compartir conmigo su saber inagotable.
Al final de la tarde, ella me dijo, que la ternura como la vida es algo sencillo, es el compromiso con el ser humano, sea negro o blanco, hombre o mujer.

 
Vivimos en tiempos complicados, con muchas miserias deambulando y acechando a la mayoría de las personas. De la misma manera, cohabitan en el planeta, personas que dan todo el amor posible, incondicionalmente, a todos los seres que cruzan en su camino, sin ninguna certeza de poder celebrar la victoria de su actitud en el límite del bien.

 
 Fue en aquella tarde, en casa de la señora Leontina, en ese lugar donde el siglo XXI aún no llegó, en esa especie de fin de mundo, que descubrí la ternura.
 

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Sobrevivir y otras dimensiones
 
Olvidando las obligaciones diarias…
Estuve sentada allí, a la orilla de aquel río en que un día vinieron como batallones de hormigas, hombres rojos, amarillos y negros a llevarse el oro y a abandonar las piedras, cambiando drásticamente el paisaje y dejando todo en un desorden antinatural.
Apareciste hablando…
Que el destino tiene una mano que no viene a salvar, pero coloca a las personas en la misma orilla del río, por un momento. Entonces, fue cosa del destino, no es culpa tuya, ni mía, el habernos encontrado, cuando el río estaba casi seco y su lecho revuelto.
Expectante las palabras…
Hablaron de la sal, sol, tierra y mar; en una sintonía propia de almas viejas y conocidas, que se reencuentran después de haber soportado mucho silencio. Hablaron de un mundo que habitamos y otro en espera por habitar.
Metáforas temporales…
Cotidiano. Sucesión de ideas. Pensamientos y la temporalidad resultante, generando pasado y futuro o antes y después. Experiencia del tiempo. Eternidad, tan simple, apenas una experiencia en la conciencia transcendente e inmaterial.
Conclusiones intranscendentes…
Nos enseñaron el después para ser feliz. Diseñaron, en nuestro imaginario, la eternidad. En la eternidad podremos descansar en paz. Hasta el poeta, añoró el “tiempo sin tiempo”.
Las piedras bajo mis pies…
Torturando mis pasos. Recordando que todo lo que parece real es real. Tus pasos ligeros, la sonrisa parca, la mirada lejana. Caminata que fue quedando disipada en la línea del tiempo. Faroles del tiempo apagando espejismos.
 La aguja enhebradora…
Pasando, día tras día y noche…Nadie ha creado nuevas realidades. Todo ya estaba ahí. Además, no se trata de irrealidades. Se trata apenas de cosas cuyo intelecto normal o limitado no logra entender. Le escuché en silencio…
Las reverberaciones del pensamiento…
Nadie dijo al poeta, que el “tiempo sin tiempo” es una forma posible de nuestra experiencia. ¡Basta suprimir un antes y un después! Bajo el cielo destrozado, nunca te olvides, que todo es posible.
Pan y vino…
La metáfora del cotidiano es la comida a cada momento, como un reloj que no deja probar la eternidad, antes de comer hay que pensar en qué comer, después de comer hay que vivir hasta la próxima comida que debe ser pensada y sucesivamente. ¡Acuérdate del pan!
Seguimos hablando…
Obviando las noches. Sorprendiendo el sol antes que amanezca. Multiplicando los días. Descartando, como de un film, la acción que no valió. Cosas de sentimientos… Sin cuerpos para vivir la eternidad del momento.
La intangibilidad de las cosas no las hace irreales…
Entonces, hablamos del tiempo, de emociones, del mundo en que vivimos que está en astillazos como una granada cuando explota. Y no hay trincheras. La indescriptible exactitud: la vida es corta, nada de lo que vivimos tiene sentido…
Retazos…
Pedacitos coloridos de la vida, fragmentos diarios, nuestra vasta experiencia, inconsciente, de la inmortalidad. Las metáforas del cotidiano sirviendo para conceptualizar nuestras experiencias de la temporalidad primigenia.
Hasta que aparecieron otras personas a la orilla del río…
Llegó la distancia trayendo la memoria. Como si nada. Nos fuimos de nosotros. Dejamos apenas, un recuerdo borroso de todo lo que pudimos haber sido. El destino es irreversible y normalmente, no es conmovedor. La muerte, será una parada obligatoria. Ninguna hoja se marchitará por eso.
 

 
Después de todo, no sé si es necesario decir que, entre el sol y la nada, existe un espacio tan grande que cabría todos los sueños del universo y sobraría tanto espacio todavía, que se podría llenar con cualquier cosa infinita, que puedas imaginar.