ANGELINA ORTEGÓN -MÉXICO-

                   >

PÁGINA 30

Angelina Ortegón Cabrera, nació el 27 de abril de 1990 en Monterrey, Nuevo León. Es politóloga egresada de la Facultad de Ciencias Políticas y Administración Pública de la UANL. Ha tomado, además, diversos cursos de actuación. Actualmente se desempeña como docente y actriz de teatro independiente. "La Presencia" es su primera incursión en el mundo de la escritura
 
Seudónimo: Gely Ortegón
 

LA PRESENCIA
 
Todos los días de su vida habían sido iguales, o tal vez no, pero si hubo días diferentes, él no lo recordaba. Lo único que acudía a su memoria era una sensación borrosa de haber existido en algún tiempo y lugar diferentes. Ni siquiera recordaba su infancia, los pocos recuerdos que aún permanecían nítidos se sentían ajenos, como si hubiesen pertenecido a alguien más y él se hubiese encargado de arrebatarlos. Ahora no estaba seguro de nada; quizás eran suyos, tal vez pudo haber sido la única etapa de su vida en la que tuvo algo remotamente parecido a una sensación de felicidad. A estas alturas, francamente le importaba un bledo.
 
Se levantó de su cama sintiendo esa sensación de monotonía que lo había acompañado desde quien sabe cuánto tiempo. Su rutina consistía en despertarse por las mañanas, levantarse y alimentar al gato que había encontrado hacía ya unos años. No era que sintiese especial afecto por el animal o por las mascotas en general. Lo había adoptado con la esperanza de que aquello le daría algo de sentido a una existencia que parecía perderlo con cada segundo que pasaba. Creyó erróneamente que eso bastaría para justificarse a sí mismo. Una absurda necesidad de creer que alguien podía depender de él, pero en el fondo sabía que se mentía y ahora ese alivio momentáneo se había transformado en una carga aún más pesada.
 
El desayuno fue simple, un café cargado que no hacía mucho por despertar sus sentidos, embotados desde hace ya mucho tiempo. Bajó los 5 pisos de escaleras de su desmantelado edificio, ese que no podía permitirse siquiera reparar el destartalado elevador. No recordaba nunca haberlo visto funcionar desde que vivía en aquel mugroso apartamento. Se dirigió su trabajo como funcionario burocrático en una pequeña oficina de gobierno, empleo que le daba cierta estabilidad pero que al mismo tiempo había contribuido al deterioro físico y mental que lo achacaba. Con el tiempo comenzó incluso a desarrollar una fuerte misantropía. Sentía una profunda aversión por aquellas personas que se presentaban todos los días esperando un turno, con sus ojos gelatinosos mirándolo, suspicaces; mujeres y hombres aferrados a la resolución de algún trámite que a él le parecía francamente insustancial. No sabía que detestaba más, si ese embotamiento, esa ansía por aferrarse a sus vidas inútiles, y su desconocimiento absurdo de la verdadera realidad; o el hecho de que él no pudiese tener lo mismo.
 
A ratos, le divertía su situación, a ratos la odiaba, pero la mayor parte del tiempo discurría en una profunda indiferencia, una especie de aburrimiento que lo consumía y en el que cada día era como la misma película, reproduciéndose una y otra vez. Hasta ese día.
 
Supo repentinamente que algo había cambiado, fue como una punzada, como una especie de reconocimiento de que el orden natural había sido alterado, no supo cómo ni porque, simplemente estaba ahí, esa sensación de que había otro factor más que él desconocía y que le produjo un profundo desasosiego. Comenzó a invadirlo una sensación de inquietud, de desconcierto, que no supo cómo manejar, se preguntaba ¿qué era eso que lo tenía ahora tan aturdido? ¿Cuál era esa fuerza extraña que había llegado intempestivamente y que él no podía controlar?
 
Al día siguiente lo supo. Sintió esa presencia nada más de abrir los ojos, había alguien más en esa habitación y el aire se había vuelto irrespirable. Se levantó aturdido, buscando a través de la habitación a aquel extraño que había irrumpido en su vida de manera tan disruptiva pero solo pudo ver oscuridad. Sin embargo, ahí estaba, lo sentía, podía percibirlo, atento, vigilante, a la expectativa de cualquier movimiento que hiciese. Por un momento pensó que se había vuelto loco y bufó resignado esperando que con el transcurso de las horas esa especie de alucinación febril se desvaneciese. Pero no sucedió. Pudo sentirlo junto a él al atravesar la puerta con rumbo al trabajo. Todo el camino permaneció con esa sensación constante de que el otro lo seguía, siempre muy de cerca, siempre imponiendo su ominosa presencia a cada paso que daba. La inquietud se convirtió en frustración y se mezcló con la incertidumbre. ¿Qué era aquella presencia y de dónde venía? ¿Qué buscaba al perturbar de esa manera su mente? De repente, lo asaltó un pensamiento ¿Podrían los demás percibirlo? ¿Podrían los demás notar su presencia? Si así fuese, sería una prueba de que no había perdido la cordura y un atisbo de esperanza se instaló en su pecho, sentimiento que no había estado ahí desde hacía ya bastantes años.
 
Pero todo rastro de esperanza se desvaneció cuando llego a la oficina y nadie parecía percatarse de la existencia de esa sombra infame, nadie parecía notar a su verdugo invisible, que se resistía a abandonarlo sin importar el lento transcurrir de los minutos y horas. La jornada se volvió insufrible, constantemente buscaba entre la multitud de personas que esperaban su turno un rastro del aquel ser desconocido, una materialización de ese ente que venía consumiéndole las fuerzas. Como si su energía estuviera siendo drenada poco a poco.
 
De repente, el aire se volvió pesado, una profunda opresión se instaló en su pecho y temblores casi convulsivos atacaron su cuerpo, sintió un sudor frío recorrer su espalda y sin importar los ojos que lo miraban con estupor, salió corriendo, sin importar nada, esperando huir de ese verdugo silencioso que se negaba a abandonarlo. Corrió, presa del pánico, corrió hasta que sus pulmones no dieron más. La noche había caído y él se encontraba en un callejón oscuro sin saber cómo había llegado ahí. Pero él no se iba, lo sentía por todos lados, lo ahogaba, lo envolvía todo.
 
Una mano se posó repentinamente sobre su hombro, presa del miedo y el asco se giró para atacar a su oponente maldito, repartió golpes hasta dejar al otro en el suelo y, aun así, no se detuvo. Inundado por una rabia atroz, cegadora, continuó golpeando a la masa inerte hasta que las fuerzas le abandonaron. Poco a poco la realidad se abrió paso, cruda e inclemente. En el suelo, un vagabundo sufría entre estertores y sangre, y mientras tanto, él, el otro, allanaba su cabeza con carcajadas insonoras, con la burla de quien se sabe oculto bajo un manto de incorporeidad. Huyó de nuevo, sin mirar atrás.
 
Al llegar a su casa lo sintió de nueva cuenta, pero esta vez había algo diferente. Una certeza, una fuerza que parecía atraerlo irremediablemente hacía el encuentro con aquel enemigo. Se dirigió, como poseído al ventanal. Y ahí estaba, la mueca dibujada en su rostro le provocó un profundo terror. Después, el paroxismo más histérico, risas incontrolables mientras la verdad se le revelaba terrible, como una maldición, frente al reflejo del cristal. Y lo supo, supo que jamás se desharía de él, supo que esa funesta compañía lo acompañaría hasta el día de su muerte. Y lo odió, odió esos ojos, esa sonrisa cínica. Un arranque de ira furibunda lo consumió hasta los huesos y ardió en deseos de destrozar ese rostro. Sus puños se levantaron con firmeza y fueron a impactar a la cara de su enemigo con fuerza. Después, se abalanzó sobre él con todo su cuerpo. El cristal se rompió en mil pedazos. La fuerza del impacto lo hizo perder el equilibrio y de repente se encontró cayendo…y sonrió. Iba cayendo, cayendo junto a su adversario y verdugo, como uno solo, tal como siempre habían sido.