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Liliana Fassi nació en 1962 y reside en Villa María (Córdoba, República Argentina). Es Licenciada en Psicopedagogía, graduada en la Universidad Nacional de Río Cuarto (Córdoba, Argentina).
Publicó tres libros sobre la historia de la inmigración llegada a su país entre las últimas décadas del siglo XIX y la primera mitad del siglo XX: “En busca de un tiempo olvidado. Un viaje a mis raíces para recobrar historias de inmigrantes” (El Mensú, Villa María, 2010), “Pinceladas de la Pampa Gringa” (El Mensú, Villa María, 2012) y “Los hilos de la memoria” (El Mensú, Villa María, 2018).
Recibió Premios y Menciones en su país y en Uruguay y participó en nueve Antologías de cuentos y relatos editadas por Instituciones Culturales de varias provincias argentinas y también de Uruguay.
Sus cuentos y poesías fueron publicados en Revistas Digitales de Estados Unidos, Guatemala, México, Holanda y Canadá.
Brindó talleres y conferencias destinados a niños, adolescentes y adultos, referidos al tema de la Inmigración en Argentina.
Es correctora de textos y fue prologuista de libros de autores de su ciudad y de la provincia de Buenos Aires.
Actualmente, su obra trasciende la temática de la inmigración y aborda un amplio abanico de cuestiones relacionadas con la condición humana.
 
 
DATOS DE CONTACTO
 
lilianafassi@hotmail.com
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AMOR DE PADRE
 
Gabriela entró a la Muestra de fotografías de Christophe con un folleto en la mano y salió de ahí con el despecho renovado.
Siempre le habían gustado las obras del francés radicado en la Argentina. Esa semana presentaba “Lluvia de primavera”, una colección de fotos tomadas en distintos barrios de la Capital.
En el panel central se exhibía “Amor de padre”. La imagen, en tamaño real y en blanco y negro, mostraba a un hombre parado sobre el cordón de la vereda, junto a la boca del subte. La llovizna lamía su cabeza descubierta, mientras sostenía un paraguas sobre el estuche de un violonchelo.
La escena la conmovió de una forma que no podía explicar: dentro de ella nacieron aleteos y destellos que no alcanzaron a parir palabras. Bebió detalle por detalle, palpó cada una de sus emociones: el hombre protegiendo el instrumento como lo haría un padre con su hijo pequeño; el agrisado paisaje urbano; la entrada del subte; los charcos en la calle; otro hombre parado un poco más lejos, con la capucha de su campera levantada, que dejaba adivinar apenas su perfil.
Ese hombre. ¡Ariel! Ese hombre era Ariel, su marido, desaparecido hacía poco menos de un año. Estaba segura. Aunque no se le veía totalmente la cara, ella lo reconocía. La curva de la espalda; la forma de pararse, con el tobillo derecho curvado hacia fuera; las manos en los bolsillos, con los codos ajustando la cintura… Estaba segura. ¿Cómo no estarlo, si había acariciado ese cuerpo tantas veces?
Con una urgencia surgida de la certeza, buscó a Christophe. El fotógrafo estaba en medio de un reportaje y dos o tres admiradores lo esperaban para felicitarlo. Cuando pudo acercarse a él, le dijo:
—Supongo que esto no se lo espera. Usted debe estar acostumbrado a que le pregunten por su obra, por la inspiración o por qué fotografía una cosa y no otra. Por eso, le va a parecer raro que yo le pregunte por esta foto, dónde fue tomada, cuándo la sacó…
Se sintió incómoda ante la mirada del fotógrafo, pero continuó:
—Mire, usted discúlpeme, yo admiro muchísimo su obra, pero en este caso no me interesa el hombre del chelo. El que me importa es el que está atrás. ¿Sabe? Yo lo conozco.
—Es raro –afirmó Christophe-. Pero lo raro no es que usted me haga esta pregunta, sino justamente lo que pasó con ese hombre cuando saqué la foto.
Ella lo miró, expectante.
—Primero quiero que me cuente por qué cree que lo conoce.
—No es que crea. Estoy segura, aunque no se vea del todo la cara. Es mi marido.
Las cejas de Christophe se convirtieron en un signo de interrogación.
—Él se fue de nuestra casa en Año Nuevo. Yo me había ido con mi hijo a pasarlo con mis padres, que viven en otra provincia. Cuando volvimos, Ariel no estaba. Y no supimos nada más de él.
—Ahora entiendo –dijo Christophe-. Esas fotos las tomé en septiembre. Cuando saqué ésa, ni siquiera lo tuve en cuenta a él. Había posicionado a mi modelo en la entrada del subte, bajo la lluvia, con la intención de provocar a los espectadores con esa escena casi bizarra. Cuando había hecho cuatro o cinco tomas, este hombre, el que usted dice que es su marido, se me acercó y me gritó que no quería ser retratado.
Cristophe se señaló el pecho en actitud teatral:
—Le dije quién era yo, aunque estoy seguro de que me reconoció. Primero me amenazó, ¡a mí, a Christophe! ¡Cuando tenía que estar orgulloso de salir en una foto mía! Después, ofreció pagarme para eliminar las fotos. Por supuesto, eso estaba fuera de discusión. Mi arte está por encima de todo.
—¿Pagarle?
—Cuando yo me mantuve firme, no tuvo más remedio que irse. Aparte, empezaban a juntarse curiosos.
—Me imagino –dijo Gabriela-. Él sabía que, tarde o temprano, yo iba a ver la foto. Sabe que soy su admiradora y que voy a cada Muestra suya.
—Pero usted no puede estar segura de que sea él. Como dijo, no se ve del todo la cara. Lo suyo es una suposición.
—No –insistió ella-. Estoy segura. Y esto me sirve para demostrar que él sigue acá, en Buenos Aires. Cuando hice la denuncia, la policía me dijo que si se había ido por su voluntad podía estar en la otra punta del país y que no había muchas posibilidades de encontrarlo si él no quería que lo localizaran.
—Eso es cierto. Y supongo que es mucha mala suerte para él que justo yo lo fotografiara. Siempre y cuando sea él –añadió.
—Es él.
Cuando fue a la seccional de policía, Gabriela confirmó lo que esperaba. Les enseñó la foto de la Muestra y les dijo que se trataba de su marido. Aunque no se lo dijeron, supo que se burlaban de ella.
—Señora, ya se lo hemos dicho cada vez que se apersonó en la seccional. Ahora apareció esto, pero nadie puede afirmar la identidad de este masculino cubierto con una capucha, solamente por la forma de torcer el pie.  
—Mire, oficial. Yo sé que es mi esposo. Estuve ocho años casada con él.
La impotencia la invadía. No se animaba a decir que sus manos habían recorrido esa espalda y su boca había saboreado cada centímetro de ese cuerpo cientos de veces.
En los días que siguieron, volvió a disfrutar del rencor hacia su marido. Cuando Ariel se fue, a ella se le desbarató la vida. Se vio forzada a malvivir con su odio y su dolor; tuvo que consolar a su hijo cuando le pedía explicaciones que ella no tenía y cada vez que lloraba y llamaba a su papá; tuvo que conseguir un trabajo para alimentar a ambos; debió afrontar las deudas y la humillación de saberse descartada. Él había desaparecido llevándose todos sus ahorros, lo poco que habían cobrado cuando vendieron el auto y los dólares que guardaban en la casa por desconfianza hacia los bancos; no querían que les ocurriera lo mismo que a otros ahorristas unos años atrás.
Cuanto más recordaba, más rabiosa se sentía. Se le ocurrió esperar en la boca del subte para verlo aparecer, pero cuando los días pasaron, infructuosos, tuvo que aceptar que no era así como lo encontraría.
Nacida de un encarnizamiento que le costaba reconocer en ella, se le ocurrió la disparatada idea de ventilar su vergüenza en un programa de televisión que se dedicaba a buscar personas de las que nada se sabía. Siempre había creído que eran historias falsas, preparadas para satisfacer la morbosidad del público, pero no vio otra alternativa. Si se conmovían con ficciones, ella tenía una verdad para contarles.
No fue difícil que los productores del programa la escucharan, no sabía si por solidaridad o porque tendrían un buen producto para vender. No le importaba. Quería encontrar a Ariel. No sabía para qué.
Cuando se presentó en el programa, se sintió ridícula: sólo tenía la foto que se habían sacado juntos esa última Navidad y la historia del retrato hecho por un fotógrafo famoso. Sin embargo, se dijo que su hijo y ella merecían saber.
Unos días después, recibió una llamada del canal de televisión. Se había comunicado con ellos una persona que decía saber qué había sido de Ariel durante ese año. Las querían a las dos frente a las cámaras para que pudieran entretejer respuestas.
La hora que pasó con la maquilladora le resultó insoportable: no quería tapar ojeras ni disimular arrugas; lo que necesitaba era saber.
Cuando empezó el programa, se vio sentada junto a una mujer que la miraba con compasión.
—Nuestro lema es: “Donde estén, nosotros los encontramos para ustedes” –dijo la conductora mirando hacia la cámara-. Y es por eso que hoy tenemos una parte más de la historia de Ariel, el hombre que fue reconocido por su esposa abandonada gracias a una fotografía de Christophe. En nuestro primer encuentro con Gabriela nos hemos preguntado: ¿cuántas posibilidades hay de que él haya estado ese día justo ahí, en la boca de la línea A frente a Plaza Miserere, a la hora en que Cristophe tomaba sus fotos? ¿Una en un millón? Marta, nuestra invitada, está aquí para develarles a ustedes y a Gabriela una parte de esta incógnita.
Miró a la mujer y preguntó:
—Marta, hay algo que usted sabe y que nosotros no, ¿no es cierto?
—Bueno, estoy un poco nerviosa porque es la primera vez que estoy en la televisión y no sé si voy a poder expresarme bien, pero sí, espero ayudar un poco. Yo le alquilé una habitación durante más de medio año a este hombre.
—¿Qué? –dijo Gabriela.
—Bueno, yo tengo unos departamentos para alquilar en Almagro, cerca del Hospital. Él llegó poco después de Año Nuevo. Me dijo que era del interior y que había traído a su mujer enferma de cáncer para que le hicieran un tratamiento.
—¿Eso le dijo? –preguntó la conductora-. ¿Cómo se siente con esto, Gabriela?
Ella no logró enhebrar la revelación con los pensamientos. Todo le parecía una imagen desenfocada.
—Me resultó siempre una gran persona –dijo Marta-; tan dedicado a su mujer y preocupado por ella. Se pasaba los días en el hospital, acompañándola. Tan respetuoso y cumplidor; no dejó una sola semana de pagarme el alquiler.
—Su marido se había llevado todos los ahorros que tenían, ¿no es así, Gabriela? –preguntó la conductora-. Pero antes de contestarme, permítanme dar unos pequeños consejitos –miró hacia la cámara-: Si estás a dieta y tenés muchas ganas de comer algo dulce, llegó “Choco-sí”, el chocolate sin azúcar agregado. Para que puedas comer sin culpas. Y algo más: ¿Tenés granitos, acné, comezón en el rostro? “Dermocur” es la respuesta. De la noche a la mañana, tu piel se verá como la de un bebé. No demores un solo día más para probar “Dermocur”. Si después de un mes no te da resultado, te devolvemos tu dinero. Llamá en los próximos 15 minutos y te llevás dos cajas por el precio de una. No dejes que falte “Dermocur” en tu botiquín.
Después, se volvió hacia Gabriela:
—Ahora sí, Gabriela. ¿Su marido se había llevado sus ahorros?
Ella no contestó. Había empezado a sentirse espectadora de su propia historia. Su vida, pero una vida extraña, se desarrollaba ante sus ojos. Se imaginó desnuda frente a miles de predadores ansiosos por probar la sangre.
—Marta –dijo la presentadora-, ¿este hombre le dio su nombre real?
—Sí, me presentó el documento y todo. Yo no tenía ningún motivo para sospechar nada. Muchas veces nos quedamos hablando; parecía tener la necesidad de confiarse a alguien. Me contaba de su miedo a perder a su mujer; de la pena que los dos tuvieron siempre por no haber tenido hijos y, después, el golpe de gracia que había sido descubrir la enfermedad. Más de una vez me dijo que hay tanta gente que no valora lo que tiene, y yo pensaba qué cierto que era eso. El pobre estaba ahí, con la mujer que se le estaba muriendo…
—Marta, ¿este hombre sigue siendo su inquilino?  
—No. Un día apareció para buscar sus cosas y devolverme la llave. Eso fue a mediados de septiembre, más o menos… Me dijo que la mujer se había muerto y que se la llevaba para enterrarla en su ciudad. Me pareció que estaba muy apurado, pero pensé que uno nunca sabe cómo va a reaccionar en una situación así. No volví a saber nada más de él.
La cámara hizo un paneo y se detuvo en la conductora del programa, que parecía emocionada:
—Y todo empezó con un hombre que protegía su violonchelo de la lluvia.
Después de una pausa, agregó:
—¿Alguien más puede ayudarnos a encontrar a Ariel? ¿Dónde está él ahora? ¿Por qué abandonó a Gabriela y a su hijo? ¿Qué verdad se oculta detrás de la mujer enferma? Nos vemos mañana, para presentarles otras pequeñas grandes historias y para seguir ayudándolos a ustedes a buscar gente. Chau, hasta mañana.
 

LILIANA FASSI -ARGENTINA-