WALTER HUGO ROTELA GONZÁLEZ -ARGENTINA-

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PÁGINA 10

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Nació en Formosa, Argentina (1968). Reside en Montevideo, Uruguay.
Cursó la Licenciatura en Ciencias de la Comunicación en la Universidad de la República (Udelar), Opción Periodismo - Uruguay (1999-2010). Colaboró con Diario El Mirador de Sudamérica,  corresponsal de Uruguay (2014), Colaborador del sitio Ratón de biblioteca (notas periodísticas 2020, cuentos 2021).
Bibliografía: Huellas de mis pensamientos (2011), Buscando… las llaves, las rutas (2011), Siete cuentos - Del 2007 al 2008 (2011), Líneas Paralelas - Relato de viaje (2013), Olivol y Mundial, un solo club (2011), Serie Túneles (2016), Criados… En la Tierra Roja (2016), Variaciones sobre vientos (2018), Los pasos de jaguareté michí y otros cuentos (2019), Cosas curiosas en los caminos de las cumbres (2020)...   
Audios periodísticos y literarios: Radio Huellas de Pedro Buda II, Página en Blanco (Podcast en Ivoox, entrevistas con escritores de habla hispana), La voz del autor (Podcast, textos de escritores leídos por ellos mismos)
Blog: Huellas de Pedro Buda-el formoseño.
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EL LIBRO DEL ABUELO JESÚS
 
Siendo niño me gustaba oír las historias de mi abuelo. Él, a su modo, jugaba con nosotros, sus nietos. No como jugaría un adulto mayor tal como vemos en una tanda televisiva de publicidad o en una imagen fotográfica de un medio cualquiera. No, así no.
Don Jesús era el modo como nos referían a él sus vecinos. Y de eso estaba muy orgulloso. Es decir, buscaba hacer honor al nombre que eligieron sus padres. Era el séptimo hijo. En realidad el noveno, pero dos de sus hermanos habían fallecido al poco de nacer. Los padres querían hijos varones pero, sin embargo, la vida les dio en su mayoría, mujeres.
Siendo chicos siempre lo llamamos señor, por la costumbre que teníamos en la zona de las tierras color sangre. Cada mañana, al verlo al abuelo le pedíamos su bendición. Él accedía siempre y nos regalaba algún caramelo, generalmente. Pasábamos mucho tiempo sin verlo, pues por temporadas se ausentaba por razones de trabajo. A veces, su ausentaba un par de meses. Cuando volvía nos traía siempre regalos. Eso, según contaba mi abuela, fue siempre así. Pero sus ausencias, en mi niñez no se debían a motivos laborales, sino a una costumbre muy arraigada. Esas razones me fueron reveladas por mis tías sólo al llegar a mi juventud, no antes.
Una tarde conversando con él, bajo un árbol de mango me animé a preguntarle por un libro que él guardaba en un cajón de la cómoda de su habitación. Le mencioné que de niño lo había descubierto, que leí algo de su contenido, pero nunca capté el verdadero significado de cuanto estaba allí anotado.
Mi abuelo sonrió. Luego de una pausa me ilustró sobre una realidad totalmente desconocida por mí.    
̶ No es ningún secreto. Pero es sí información comprometedor, o al menos que sería relevante en alguna suerte de investigación... Contiene información, detalles sobre gente muy joven, niños que estuvieron a cargo, como yo, de don Pascual.
̶ Interesante  ̶ dije, alentándolo a proseguir.
El abuelo se puso serio, pero confesó estar feliz por poder compartir sobre el asunto. Así que ingresó a su habitación y trajo el libro. Él era un lector ávido. De todo lo que encontraba en sus viajes siempre comentaba o incluso traía algunos libros que le regalaban pues en su mayoría no podía comprárselos. Sin embargo, es no impedía que accediera a ellos. Era veloz leyendo. Esa lectura le permitía tener una conversación interesante y con ello ganaba la buena voluntad de sus interlocutores que le permitían leer esos libros que no estaban a su alcance comprarlos.    
Jesús, mi abuelo, volvió con el libro que yo había visto siendo niño. Me pareció más pequeño de lo que lo recordaba. Era un viejo libro de asientos contables que tenía información sobre una empresa y  además figuraban nombres y fechas. No eran muchos, una treintena. Jesús comentó.
̶ Los nombres que ves aquí son de niños que el señor Pascual recibió, con la promesa a sus padres de enviarlos a la escuela, ocuparse de su alimentación, de brindarles un lugar en su vivienda. Y lo que hizo en realidad fue usarlos como mano de obra barata en sus campos o en la ciudad.
̶ ¿Y tú cómo conseguiste este libro abuelo?
̶ Mirá... Esto quedará entre nosotros. Lo toé del escritorio del señor Pascual  un año antes de dejar la hacienda. Nos castigaron cuando no se encontró pero no dije nada. Consideré que era algo valioso, que serviría como prueba de lo que me parecía no estaba bien. Pero...
̶ ¿Pero... ?
̶ No, no sirvió. Aún no. Pues poco se sabe y todo lo que se dice sobre el laburo de los mitaí1 'se maquilla', como dicen ahora. Y antes las condiciones eran peores. Había menos posibilidades de conocer lo que hacían los dueños de estancias  de las grandes casas de a ciudad. Parte de nuestra cultura, quizás.  
̶  ¿Y la lista de nombres?
̶ Son los nombre s de los niños y adolescentes que pasaron por la estancia y la casa en los años en que se registró en el libro. Desde 1939 hasta 1930, aproximadamente. Pero la cosa siguió después e incluso aumentó la cantidad de niños que pasaron por las manos del viejo Pascual y su familia.
̶ ¿Y qué hacían los niños abuelo? Pues supongo que no todos hacían los mismo.
̶ Pareces un periodista con tus preguntas che.
̶ Bueno... Quizás pueda hacer algo, quizás pueda continuar con lo que empezaste, me refiero a darle luz a lo que sucedía. Este libro es parte, como una prueba ¿No? Tengo un amigo que quizás pueda ayudarme. Eso si tú crees conveniente, claro...
Sí, quizás sea una buena idea. Bien... Te contaré qué hacíamos los niños en esos tiempos. Algunos trabajaban en la agricultura, otros con el ganado, otros en la ladrillería y unos cuantos en las casas de la ciudad. Había más de una. Pero, en todos lados, pasábamos mal en general.
Algún día me gustaría contar las cosas que pasamos en esos campos. Pero la vida se me está pasando y quizás no pueda. Por eso...
̶ Por eso conservaste el libro... ̶ le mencioné.
̶ Sí, claro. Es una prueba de lo que pasó allí. Está anotadas incluso las defunciones. ¿Ves aquí esta señal?  ̶ me mostró una cruz, apenas visible al costado de un nombre, que estaba acompañada de una fecha.  
̶ Interesante... ̶ le dije para entusiasmarlo y me cuente más.
̶ Pues eso indica que un niño o adolescente murió. No era lo común. Pero sí las golpizas, el castigo. Y el domingo íbamos a misa. Y ahí, a callarse.
̶ ¡Qué historia Jesús! ¡Qué historia! Abuelo te agradezco que me hayas confiado todo esto.
̶ Bueno... Pero no pude hacer nada por esos chicos. Por los que vinieron después de mí.
̶ Abuelo, cuenta esta historia. Cuéntala. Cuéntala como cuando éramos niños nos contabas cosas mientras hacías los bodoques. Seguro que tu historia, tarde o temprano, se conocerá como "El libro del abuelo Jesús".
̶ Suena pretencioso. Me bastaría con que lo que pasó se sepa y no quede en el olvido.
 
*Mitaí1: niño, en guaraní.
Walter H. Rotela G.
 
 
 
 
 
  EL PROTECTOR DE LOS CAMINOS
 
 
 
Un par de meses atrás, durante el viaje a un pueblo del interior, vi a un hombre cabalgando al costado del camino. Iba ataviado con los atuendos propios del hombre de campo; es decir, de boina, pañuelo al cuello, bombacha, botas y espuelas. Recuerdo que paré a ensillar el mate, un par de kilómetros más adelante de adelantar al jinete, y como el sol estaba en ese tramo final de su recorrido, quise registrar la puesta.
Me arrimé a la guantera del auto, saqué un cigarrillo, lo encendí y tomé la cámara de fotos que llevo siempre en el piso, del lado del acompañante. En eso, sentí al caballo galopando. Miré para un lado y para otro; pero no logré ver a nadie. Es cierto, un poco más adelante, a penas a pocos pasos, hay una lomada que podría evitar que viese más allá de cuatrocientos o quinientos metros; pero es - creo – imposible que hubiese recorrido esa distancia en lo que tardé en girar para mirar hacia la zona donde escuché se dirigía – quien fuese – al galope. Algo no me cerró entonces. Tomé las fotos del sol escondiéndose tras la inasible línea acostada, y volví a la marcha, siguiendo el sentido  en el que escuché se dirigieron los pasos del animal que raudo pasó. Y siguiendo, al mismo tiempo, mi camino hacia un pueblo vecino donde necesitaba llegar antes de las 20 horas.
El sol se perdió vertiginosamente, como el jinete y su caballo. Hacia una suerte de hondonada se dirigía el camino. Aún se podía ver bien y proseguí tranquilo, mirando de tanto en tanto, a uno y otro lado, buscando, intentando descubrir al jinete y a su caballo. Nada. Nada en varios metros, en cientos de metros. En breve los alcanzaré -pensé. Pero recorrí un kilómetro entero, y luego otro, y después un tercero. No apareció por ningún lado, ni a diestra ni a siniestra. No había entrada a campos, caminos ni senderos. No había ninguna tranquera, o camino hacia una casa, a un rancho o refugio. Nada. Era como si se los hubiese tragado la tierra. Desapareció el jinete y su caballo. Pero no parecía posible…
Finalmente, me di por vencido. Dejé de buscar y me concentré en el camino. Tenía que llegar al poblado, entregar un producto a un comerciante y hospedarme en el hotel. A la mañana siguiente debía seguir hasta otro pueblo, ir a otro departamento del país. Hacer varias diligencia para volver nuevamente a la capital.
Salí de mañana y anduve todo el día. Finalmente volví a la capital, por lo que recorrí unos quinientos kilómetros de un tirón. Larga jornada. Y para que el viaje fuese menos monótono y no dormirme, levanté en el camino a un peón de estancia que estaba haciendo “carona”, que es como le dicen en Uruguay a hacer dedo. Un problema cardíaco lo aquejaba y necesitaba ir a la capital para consultar con un especialista.
La tarde estaba tranquila, el sol aún seguía en lo alto, y la charla fue amena, por lo que los kilómetros pasaron volando. Sobre las 5,30 de la tarde, el sol inició la última etapa de su recorrido, ya que estábamos en invierno. Note que pasábamos, en esos momentos, por la zona donde había visto al jinete montado en su caballo. Durante la tarde anterior. En eso… Los volví a ver. Miré al peón, y le pregunté, al tiempo que disminuía la marcha del vehículo: “¿Lo vio? ¿Vio al jinete montado en ese caballo, al costado del camino? La respuesta no se hizo esperar; pero me dejó helado.
– ¿Usted se refiere al Jacinto López? Es él. No hay dudas. ¡Quién más! Es el protector de los peones, de la gente de campo. Se lo suele ver en los caminos. Pero no todo el mundo lo ve. Se lo reconoce porque en las espuelas se nota un brillo particular, distinto de una espuela cualquiera, que por más limpia que esté, no brilla.
– ¿No me estará tomado el pelo usted? - le dije con voz firme y hasta desconfiado. Aunque el hombre parecía hablar con la mayor sinceridad y certidumbre que hubiese escuchado en años.
– Señor… Sobre el protector no haría un chiste. Él nos cuida, nos protege. Faltaba más -respondió el hombre que esbozó una cálida sonrisa, amable.
No supe si creerle o no. Pero miré para todas partes y nada. Al final salí de la banquina, pues me había estacionado a un lado y al mirar para atrás por el espejo retrovisor, lo vi nítidamente. El jinete montado en su caballo iba en dirección contraria, y, tal como dijera el peón, minutos antes, las espuelas tenían un brillo característico. Levantó un brazo, como quien saluda, aunque iba de espaldas a nosotros.
Walter H. Rotela G.
 
 
 
 
 
CACHILAS DE BANDIDOS
 
 
 
Lo que relataré seguidamente llegó a mis oídos por boca de unos pobladores de una pequeña ciudad, aunque no sé si llegan a tener suficientes habitantes para ser considerada tal, pues creo, que en realidad es un pueblo; pero sus habitantes prefieren llamarla ciudad. Lo cierto, según me contaron estas personas, es que en este lugar y otros cercanos fue donde se desarrollaron las historias que me narraron.
Paseando por el pueblo - ciudad, según sus habitantes- del Plata encontré una suerte de cementerio de autos. Un depósito de chatarras, específicamente de autos viejos. Lo aclaro porque hay otros que donde es posible hallar todo tipo de chapas, auto-partes de autos nuevos y viejos. Incluso suelen encontrarse rejas de arado y lo que se le ocurra a cualquier buscador. Pero aquí, sólo hay autos viejos. Entre ellos llamaron mi atención unos viejos Ford A.
La tarde en que andaba por el lugar y los vi, no lo podía creer. Estaban ahí, varios. La mayoría en muy mal estado. Bajé del auto en que andaba y me dispuse a registrar fotografías d esos hermosos autos viejos, muy destruidos, pero que tienen un no sé qué, que me cautiva. Para mi sorpresa, mientras hacía las fotos, mientras elegía el mejor ángulo para aprovechar mejor la luz, se aproximó un señor de largos bigotes y sombrero en un Ford A, que funcionaba a la perfección. De hecho, hizo sonar su claxon característico. Era increíble, muy bonito vehículo. El hombre saludó y preguntó: “No le interesa comprar uno”. “Están a la venta... – continuó. Tengo partes para restauración y conocidos que realizan ese tipo de trabajo. Mi nombre es Juan Ramón. Me dicen J. R., como el personaje de la serie Dallas... ¿Se acuerda?”
– Sí, claro que me acuerdo -contesté. Pero veo que incluso usted usa botas de estilo tejanas, al igual que ese sombrero…
– Bueno, debo reconocer que usted es muy observador. Y sí, me gustó el personaje de la serie y justamente las iniciales de mis nombres coinciden, por lo que le puse a mi negocio: J. R. Antigüedades.
El nombre me apreció un tanto desmesurado tanto como el rango de ciudad para lo que es un pueblo. Quizás sea como los cuentos de los pescadores, donde todo se magnifica un poco para darle color a la cosa.
Entre charla y charla se hizo de noche y J. R. me invitó a pasara su local de ventas, y así llegamos a su oficina. Es confortable, decorada con buen gusto, mucha madera y objetos antiguos le dan un toque de cierta distinción. Algo raro para un lugar alejado de la ciudad, y de la ruta principal. Pocos, creo yo, llegan a este rincón, si no es por perderse. Aunque quizás tenga publicidad, pero está lejos de la ruta principal. A un costado de la oficina había gran cantidad de partes de autos viejos. Contrastaban con los que se veían en el cementerio de autos, de allá afuera. Al ver tantos me di cuenta de la pasión de  J. R. por los Ford A. Él me preguntó -casi como distraídamente - si conocía las historias de esos autos, de sus dueños…. 
– No, no, claro que no -respondí. No creo conocer historia de auto alguno de la zona. Pero… si usted tiene tiempo y ganas me encantaría escuchar y conocer.
– Pues…  Con mucho gusto. Es un placer para mí compartir historias. Porque, como sabrá, poca gente se interesa, hoy por hoy, por las historias, por conversar, y menos por historias sobre estos autos antiguos.
J. R. encendió una cafetera y al minuto se sintió como la atmósfera de la oficina se inundaba del aroma a café mezclado con el olor de la leña de la estufa encendida, en cuyo interior crepitaban unas  gruesas astillas.
“En mayo del ´37 – así inició el relato J. R. - los hermanos Santos, casi fueron atrapados a tres kilómetros de aquí. La Policía los persiguió por varios kilómetros, después que robaran la estación de trenes. Los conductores del vehículo sabían que en el tren traían el dinero para pagar a los jornaleros que ayudaban en la cosecha de papas”.
– ¿Dijo casi…? -le pregunté a J. R.
– Sí, casi… Porque tenían dos cachilas, idénticas. Y usaron una para escapar, mientras estacionaron la otra en la entrada de una casa de campo. La policía la rodeó. Pero esperaron demasiado tiempo. Casi media hora. Finalmente, ingresaron a la finca. Para su sorpresa, nadie había allí. Los forajidos habían escapado son su botín montados en su otro vehículo. Tiempo después la encontraron abandonada en un pueblo distante a unos 200 kilómetros de aquí. Estuvieron ambos coches requisados por la policía por unos 30 años. Estaban olvidados en un galpón. Pude comprarlos luego de ese tiempo y ahí está uno de ellos – dijo señalándome uno rojo. El que uso, es el otro, y es justamente, el que ellos ‘utilizaron para darse a la fuga’ -como dice el relato policial de la época.
– Y anda lindo – le dejé saber.
– Vaya que sí. Lo restauré totalmente. Invertimos mucho dinero en repararlos. Pero es una reliquia y lo considero a esto, como una suerte de museo. Al costado del volante, va colgada una foto de sus antiguos propietarios, posando – a su disgusto -  delante del Ford A tudor estándar. La imagen fue tomada dos años después del robo, en la estación del ferrocarril, una suerte de trofeo para los policías que atraparon a los bandidos.
La historia me fue confirmada, tiempo después, por otros pobladores del Plata. Pues me hice habitué de la zona, y visité varias veces a J. R. Uno de los pobladores es sobrino de un policía que participó en la búsqueda de la cachila de la fuga y sus poseedores bandidos.
Walter H. Rotela G.  
     
 
Obsequio celestial
 
 
 
Este relato tiene que ver con lo que le sucedió a don Eduardo, un hombre común de campo que siendo recto en su conducta llegó un día a ser capataz de estancia.
Don Eduardo es un tipo muy serio, moderado en su hablar y a quien le gusta trabajar de sol a sol. Hacia poco tiempo lo habían nombrado capataz en la estancia de don Hernández, el hombre con mayor posesión de tierras de la región. Por ese motivo le había obsequiado, el señor Rigoberto Hernández, en persona, un celular de última generación. “Necesito estar comunicado con usted, don Eduardo, en todo momento” -le dijo don Rigoberto, y, agregó: “Necesito saber qué pasa en cada campo, cómo va el ordeñe, cuánto se produce de queso, qué compras hay que hacer, etc., etc… En fin, usted es el hombre”. Así lo dijo, con voz firme, frente a todo el personal, el día que lo nombró capataz a don Eduardo. Y si algún peón faltó, el comentario con detalles llegó por boca de los asistentes.
Se sabía que don Eduardo era un tipo algo cascarrabias… Había tenido pleitos con varios peones. Si bien era un tipo derecho, también le gustaba tener siempre la razón. No le gustaba perder. Podía no dirigirle la palabra a alguien si estaba enfadado. Pero olvidaba también muy pronto y seguía su vida como si nada.  
Tras su nombramiento pasaron los días. Se comentaba que don Eduardo tenía un perfil muy serio, trato amable, recto. Nunca se le escuchó decir una broma. Entonces, el grupo de peones más jóvenes se propuso gastarle una chanza. Sabiendo que don Eduardo era un tipo creyente pensaron en lo del obsequio. De hecho, el celular que había recibido era importante, muy nuevo, caro. Nadie se había ocupado así de él, pues no sólo le entregaron el aparato sino que los gastos corrían por cuenta del dueño. Y le explicó que era para su uso personal, no sólo laboral. El teléfono era de última generación, tenía varios chiches incorporados. Los empleados más cercanos le ayudaron en el manejo, en la configuración, asuntos en los que él no estaba al tanto. Así que configuraron de tal modo que si llamaba cierto número sonaba una música increíblemente bella. Pero no se lo contaron al usuario del teléfono. 
Una semana después, lo llamaron mientras lo espiaban de lejos. Don Eduardo escuchó aquella música agradable, tomó el teléfono y se acomodó. Del otro lado le dijeron: “El señor tiene muchas formas de obrar Eduardo”. Inmediatamente, se cortó la comunicación. Don Eduardo notó que era algo extraña aquella comunicación, no la voz, sino el mensaje. Sin embargo, le restó importancia, en apariencia. 
Pocos días después de la primera llamada extraña fue el día de los inocentes, que cayó un domingo. Ese día, don Eduardo asistió a misa, en la capilla de la estancia. Un cura viejo venía a celebrar cada quince días y don Eduardo acudía siempre. El sacerdote, ese día habló del plan divino, del amor de dios por la humanidad, de las diversas formas en que se manifestaba al hombre para indicarle su voluntad. Y reiteró: <<El señor tiene muchas formas de obrar>>. Don Eduardo salió pensativo de la celebración. Caminó de regreso a la casa. No quiso volver con la peonada, sino que lo hizo algo distante, abstraído en sus pensamientos. Todos se volvieron a caballo pero él prefirió estirar las piernas, por lo que se llevaron su caballo.
Los peones se encontraron en derredor del asado, estaban prontos para la partida de truco cuando se dieron cuenta que el capataz llegaría un poco más tarde, pues venía a pie. Decidieron hacerle la broma del día de los inocentes. Era justo el momento.
El ringtone especial sonó nuevamente en el celular de don Eduardo. Faltaba poco para llegar a los galpones y a la casa. Lo habían visto viniendo por el camino, con el paso lento. Uno de los peones estaba en la cima de una colina cercana con un espejo, otro, con objeto similar estaba en otro extremo.
Don Eduardo aceptó la llamada y escuchó: “Eduardo…Hijo mío…”
− ¿Quién habla? Inquirió el veterano hombre, incrédulo, aunque pensativo.
− Soy yo, vuestro padre celestial… -dijo aquella voz en el teléfono.
− No embrome… ¿Quién habla? -Reiteró el asombrado capataz.
− Pero hijo… Acabas de asistir a misa y tienes ese comportamiento. ¿Por qué me tratas así? -Prosiguió la voz, que sonaba grave, pausada, muy seria.
>>¿Por qué me gritas? Tengo el poder de destruirte con la luz, pero no, eres uno de mis hijos. No. 
El rostro de don Eduardo expresaba perplejidad. Los peones lo observaban por medio de unos binoculares. La risa se extendió y no creían que estaba funcionando la broma.
− Señor… señor -dijo, finalmente don Eduardo al teléfono. Recibo tantas bendiciones que no sé cómo agradecerte.
− Pues -prosiguió la voz en el teléfono- atiende bien a los míos. Se justo y generoso.
− Así lo haré, señor. Así lo haré… ¿Señor? ¿Señor? -quiso proseguir el diálogo don Eduardo; pero el teléfono quedó mudo. De hecho, los peones, se deshicieron del chip del teléfono. Aunque llamara no sonaría. Don Eduardo prosiguió su marcha hacia el punto de reunión del domingo al mediodía. De las colinas unas luces lo alumbraron desde las colinas. Recorrían su rostro, su cuerpo, su camino. Duró unos segundos. Se percató y lo tomó como otra señal. Los peones que lo alumbraban llegaron por otro sector y don Eduardo no se percató que llegaban casi juntos con él.
Finalmente don Eduardo, tras lavarse la cara en una palangana y refrescarse con un vaso de agua, se acercó al grupo de comensales. Ni bien llegó, saludó a todos con una sonrisa. Le respondieron cortésmente y en silencio. El capataz se retiró un momento y volvió con una botella de finos vinos que tenía guardados para una ocasión especial. Los miró a todos y les narró lo sucedido en el camino de regreso de la capilla al establecimiento. Les dijo que era un hombre creyente y que si la voluntad del señor era hablarle, quién era él para dudarlo. Así que los invitó a beber juntos y les pidió que contaran siempre con él para lo que sea. Era el capataz sí, pero también alguien en quien confiar y a quien pedir ayuda en caso de necesidad.
Nadie se animó a decirle que le habían hecho una broma. Nadie. Lo cierto es que, desde ese día, don Eduardo se volvió más bromista, compartió con los peones más tiempo, con una sonrisa siempre. Y ellos respondieron con igual simpatía y entrega. Nunca supieron si había creído todo el cuento o era un acto de grandeza de don Eduardo. Es más, un día le dijo a don Rigoberto Hernández que el teléfono era un obsequio celestial, y que nunca le estaría suficientemente agradecido por haberle hecho semejante regalo. Don Hernández no entendió nada, pero no lo contradijo, pues por algún motivo, notaba cada día de mejor humor a don Eduardo.
Walter H. Rotela G