MARIO BERMÚDEZ -COLOMBIA-

Soy eterno aprendiz de escritor y poeta, de rancia estirpe rola, nacido a mediados del siglo XX en la fría Bogotá, Colombia, en donde puedo compartir esa simbiosis producto de las épocas parroquiales, el mundo en transición con el abrumador modernismo de la computación y la informática. Desde casi niño incursioné en el mundo en las letras, más como un hábito imperioso, fatigante e ingrato, cosas que también lo pueden hacer a uno feliz. He escrito algunas novelas, muchos relatos, y en los momentos de la súbita inspiración, ya en el recuerdo, ya en la pasión y ya en la imaginación, algo poesía.


Por autoedición, destaco mis títulos: El Mito Humano, una visión psicosocial de la historia de las religiones ariosemíticas. Suicidio al atardecer, Breve historia de la guerra de los Mil días en Colombia, La huella perpetua, entre otros. En poesía suelo utilizar títulos tan insólitos con palabras de un mal invento, como Tríptico Pléctrico, Pristinaciones Numénicas y Pentagrafía Estróica. Seguimos en la briega de la pluma hasta que el camino termine.

 

Pueden ver y adquirir mis libros publicados en autoedición en: MARIO BERMUDEZ EN AUTORES EDITORES>>

 

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Desde marzo de 2015 comencé la ilusión de hacer felices a los autores de las redes al publicarles sus sueños literarios, sin más retribución que, algunas veces, el agradecimiento o el mudo silencio de que se cumplió con un propósito con seres ajenos cuyo único objetivo de distante unión es la literatura. Con este objetivo creé la Revista Literaria Trinando.

 

Por otro lado, he vuelto a tener mi primer dominio con el fin de compartir descaros e ilusiones: http://www.alcorquid.com/. Les invito a visitarme en este rinconcito virtual de la palabra.
 

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Deseo compartir el Capítulo I, de mi novela de juventud, Cap Manché y la esmeralda legrandaria (1.986), la cual encontrará en el siguiente enlace:

 

https://www.autoreseditores.com/libro/17724/mario-bermudez/cap-manche-y-la-esmeralda-legendaria.html

 

 

Cap Manché, simplemente te rescaté de entre el oprobio del tiempo, porque te creé en 1986, por la época en que soñaba ser escritor, y te quedaste perdido entre los papeles amarillentos, escritos en una tipiadora portátil Remington, hasta que un día, sin tanto preámbulo ni disquisición alguna, la de resucitarte, digitalicé tu historia, para ponerla, no sé si bien o mal, al alcance de quienes quieran hacer un alto en el yermo camino, sentándose en una roca a cavilar acerca de lo que al mundo le espera.
 

 

Cierto día los vimos llegar al pueblo por entre la carretera polvorienta, cargando sus corotos en un campero viejo y crujiente, y en una camioneta verde que parecía desbaratarse por entre las piedras de lo que siempre habíamos soñado que fuera la autopista al interior, y que tanto se cansó de prometernos el señor presidente cuando apenas era candidato y quien un día llegó a Barnillo, se paseó por entre el barro de nuestras calles, se metió indecentemente a nuestras cocinas y se hizo servir café de las señoras en pocillos desportillados y desorejados, y, luego, se marchó por ese camino polvoriento, prometiéndonos, con sonrisa de ángel, que regresaría siendo ya presidente por allí mismo, pero no sobre la tierra y las piedras, sino sobre la esplendorosa autopista de la selva. Nosotros imaginamos lo mejor, pusimos tanta fe en esta obra que de verdad necesitamos, y a como dio lugar votamos por aquel hombre que nos pareció humilde y nuestro, pero, poco a poco, bajo el poder de un maravilloso olvido, nuestros esfuerzos e ilusiones fueron inútiles, porque, a lo mejor, hubo algunas otras obras de mayor importancia o porque,  como ya sucedió una vez, el dinero se lo robaron entre los constructores y los funcionarios encargados de otorgar el contrato. Por eso, aquella vez cuando vimos llegar por el mismo camino a los gringos, no ocultamos nuestra desconfianza y nuestro escepticismo. Nos hemos preguntado infinitas veces para qué les podemos servir, si apenas somos una región apartada y selvática en donde nadie se va a fijar y en donde nadie va a poner sus ojos más que para obtener su propio beneficio. Siempre hemos vivido cargados de ilusiones que, posteriormente, se transforman en desesperanza y en un tedio consuetudinario. Sin embargo, aquella vez, el señor alcalde, don Anicio Cervantes, en un alarde sin precedentes y confiado de que esta vez sí se iba a cumplir, recibió a los gringos de la caravana, dos calles antes de llegar a la plazoleta central, convenciéndolos para que se devolvieran, con la promesa de hacerles un recibimiento como era debido.
―Cuando sientan la pólvora y la música, pueden entrar al pueblo ―les dijo en tono imperativo.
―¡Okey, okey, míster! ―sonrió victorioso Cap Manché, moviendo su mandíbula enorme y cuadrada, fustigando entre sus muelas un trozo de chicle.
Los pocos integrantes de la escuálida caravana se devolvieron, mientras don Anicio Cervantes corrió presuroso hasta donde el padre Davincio, sacándolo, casi por la fuerza, de la sacristía, gritándole de puro contento que, al fin, los sueños del desarrollo para Barnillo y, en general, para toda la región, habían llegado con los forasteros al mando de Cap Manché. Casi a saltos de liebre, traspusieron la plazoleta central rumbo al colegio de las hermanitas y, luego, a la destartalada y goteante escuela municipal, en donde hicieron parar a los niños de las bancas construidas por ellos mismos con los guacales, ordenaron a los maestros sin sueldo desde hacía mucho tiempo, que, muy rápidamente y en el término de la distancia, prepararan con sus alumnos el mejor desfile para el recibimiento de la caravana.
―Y ojalá que sea mejor que cuando vino el señor presidente cuando era candidato. Esta vez sí nos van a cumplir ―sentenció el alcalde.
El padre Davincio movió la cabeza en señal afirmativa y cómplice. De inmediato se armó un alboroto por todo Barnillo, y los tres policías somnolientos por el hastío del calor tropical desempolvaron la bandera patria, se limpiaron las polainas con un trapo húmedo y salieron, también, al encuentro de la caravana devuelta, que esperaba en un recodo del inhóspito y agreste camino que, según parecía, se proponían transformar en la maravillosa autopista a la selva que desde hacía mucho tiempo nos tenían prometida. Los niños se acomodaron en las aceras de cada lado de la única calle que Barnillo tiene medio decente, porque allí hay menos tierra, ya que el paso cotidiano de las bestias, los colonos displicentes y de los indios temerosos, han sentado el polvo, convirtiéndolo en una extraña pasta, mezcla de sudor, de boñiga, de agua y desilusión. La hermana Cleo sacó el vetusto y gigantesco acordeón, que casi parecía torcerle y acabarle las espaldas, y con su hermosa voz, comenzó a cantar la misma canción de la vez que vino el señor presidente: “Te damos con amor la bienvenida”, mientras las niñas del coro repetían: “que tu compañía sea paz y alegría”. Según dicen, esa canción la compuso ella, pero la monjita nunca ha desmentido o afirmado el rumor; ciertamente, ya se ha lucido varias veces con su canción de bienvenida, aunque los efectos posteriores que siempre esperamos, no se hayan visto por ninguna parte y durante ningún tiempo. De todas formas, ella siempre tiene la mejor disposición para realizar sus objetivos. Celedonio Ortiz hizo sonar los voladores, las banderitas de los niños ondearon graciosamente, y fuimos varios los que nos acomodamos en los desvencijados portones y ventanas para darle la bienvenida a la caravana de Cap Manché, a pesar de que no conocíamos los objetivos reales del extranjero en Barnillo, ya que solamente nos habíamos atenido a las suposiciones de don Anicio Cervantes, quien aseguró que ellos eran los encargados de realizar el Plan Maestro de Integración Amazónica, con el único fin de incorporar a toda la región al desarrollo de la nación, de crearle su propio progreso sin llegar a perder o menoscabar la infinidad de recursos naturales que en ella hay, y sin despojar a sus habitantes de sus costumbres, tradiciones y modo de vida; bueno, algo más o menos así fue lo que dijo el señor presidente cuando era candidato, pero de eso ya hace mucho tiempo, porque ahora el señor presidente como que es otro, que cuando fue candidato no vino por aquí.
Estábamos convencidos de que llegaban a Barnillo, porque de aquí para adelante ya no hay más camino por donde puedan meter un carro, excepto el que va a la finca de don Campo Elías Bustamante. Pero algo que nos desconsoló fue que no veíamos llegar sino una camioneta destartalada y el campero en donde venía Cap Manché, Jhon Lizard y la adiposa mujer del gringo jefe, misis Mary Fox Weevil. Alguna explicación contundente debíamos esperar. En realidad, ¿a qué vendrán? Pues resulta imposible que tanta belleza sea realidad, mijo. En medio de su desaforado entusiasmo, don Anicio Cervantes se aprestaba a decir su discurso de bienvenida, adulando la buena obra del Gobierno Nacional, felicitando a los hombres que emprenderían la realización del Plan Maestro de Integración Amazónica, para su incorporación verdadera, real, a la nación, al desarrollo, a la adecuada explotación de los recursos, como único objetivo del progreso, encadenado, irreversible, que desterrará la pobreza y bla, bla, bla, del señor alcalde en un alocución muy bonita que arrancó efervescentes aplausos. Don Anicio Cervantes no parecía darse cuenta de que nos habíamos percatado que aquél era el mismo discurso que había pronunciado el día en que vino el señor presidente, el otro, cuando era candidato, quien había montado a caballo, había saludado a las señoras en sus propias casuchas, y les había dicho, como si tratara de un profeta bíblico, que en estas tierras está la esperanza de la nación y aún del propio mundo, porque aparte de ser  el pulmón del planeta, es la expectación de los recursos naturales, salvadores para el posterior progreso de la humanidad.
El alcalde presentó a los integrantes de la caravana, cinco en total, quienes no traían siquiera una pica o una pala para mover la más insignificante de las piedras del camino. Pero, de todas formas, estaban allí presumiblemente dispuestos a emprender la ejecución del Plan Maestro de Integración Amazónica. Entonces, muchos de nosotros sentimos que todo aquello no era más que una ridícula parodia, y que, hasta de repente, era una confusión del señor alcalde, porque a lo mejor aquellos tres gringos, acompañados de dos criollos, que eran los conductores del campero y de la camioneta, no eran más que simples turistas que habían llegado a Barnillo para tomar algunas fotografías de la exuberancia tropical del Portal del Amazonas. Pero tampoco fuimos más allá de nuestras disertaciones, sin siquiera llegar a presentir que detrás de todo esto podían existir oscuras intenciones. Así que todo aquello lo dejamos de ese tamaño. Posteriormente, cuando supimos la verdad, no hicimos más que reírnos, pues en realidad se nos hacía imposible que todo lo del Plan Maestro de Integración Amazónica estuviera en manos de un gringo desabrido, gigantesco, de brazos enormes y flácidos, de ojos azules medio embrutecidos en apariencia para ocultar sus endrinas intenciones, acompañado por otro gringo igual de alto, pero diametralmente opuesto en anchura, con gafas redondas, nariz de Pinocho, llamado Jhon Lizard, y de la mujer obesa, mal embutida entre un vestido floreado y que se daba sombra en el rostro, ocultándolo a la vez, bajo una corrosca de paja blanca que se había comprado en algún pueblo caliente de los Andes. ¡Qué ironía! De todas formas, esperábamos que el mismo Cap Manché, de quien todavía no sabíamos su verdadero nombre o cómo lo apodaban, nos diera la luz verde para entender lo que hasta entonces nos parecía un sueño quimérico. Con gran entusiasmo, vimos cuando Cap Manché iba a tomar la palabra, invitado cordialmente por el señor alcalde, don Anicio Cervantes. Se hizo en primer plano, rindió varias venias con idiotez y humildad desconcertantes, y con voz grave de leve acento inglés, que terminó por sorprendemos, especialmente por el tonillo españolete que dejaba escapar, dijo que solamente venía con la intención de ayudarnos y que, efectivamente, su compañía era la encargada de emprender el tan cacareado Plan Maestro de Integración Amazónica; también nos manifestó que estaba muy contento de llegar a una región en donde hablaran español, ya que, según él, se sentía plenamente identificado con nuestro idioma, puesto que en un tiempo no muy remoto había sido distinguido en la propia Madre Patria con una mención de la Real Academia Española de la Lengua. Así que a los medio entendidos en estas cuestiones exóticas, nos sorprendió de sobremanera aquella desconcertante revelación del gringo, y no veíamos por ningún lado su posible conexión con lo que en verdad Cap Manché venía a ejecutar en Barnillo. Era, pues, algo irónico que un gringo como él, pudiera ser galardonado por la Real Academia. ¿Por qué motivo?, nos preguntábamos sin hallar la respuesta exacta a los interrogantes. Hasta ahí llegaron sus palabras, que en ningún momento fueron el elegante discurso que esperábamos, sino, más bien, una conversación informal de presentación, en donde no pudimos vislumbrar nada concreto sobre el Plan Maestro de Integración Amazónica. Al imprevisto recibimiento había asistido don Anicio Cervantes, acompañado por algunos de los alpargatudos ediles, del Padre Davincio, quien había permanecido bostezando insistentemente, de la madre superiora, Sor Ernestina de la Piedad, de la hermana musical y de don Campo Elías Bustamante, quien había llegado presuroso a última hora, acompañado por tres cetrinos guardaespaldas. Así que, acabados los discursos, hicieron que los niños se retiraran a sus casas, y toda la sarta de personajes fueron invitados a la alcaldía municipal, en donde don Anicio Cervantes decretó día cívico en Barnillo y, luego, se dedicó con todo esmero a buscarle un sitio de habitación, decoroso y digno, a los nuevos mensajeros del progreso.
―Una de mis casas del pueblo, podría servir ―ofreció don Campo Elías Bustamante.
―Qué buena idea, doctor Bustamante ―aplaudió el alcalde.
―Precisamente hay una indicada para que… el señor… ajam. ¿Cómo es el nombre del señor?, preguntó inquieto don Campo Elías Bustamante.
―William Weevil, William Weevil ―afirmó el gringo―. Claro que les quedará más fácil y de más confianza si me llaman Cap Manché… Así me dicen desde que estuve en España, y así me gusta que me llamen.
―Gracias, míster Guili-guili… bueno, míster Cap Manché, ya le dije que una de las mejores casas del pueblo está a su entera disposición.
―Esperamos que a míster Cap Manché le guste el hospedaje ―se esperanzó el señor alcalde.
Y así fue como Cap Manché y su exiguo séquito se instaló en la casa grande de la esquina del parque central. Desde entonces, allí por un tiempo determinado, mientras nació El Paraíso, o Dejeven, como ellos lo llamaban en su lengua de perro, quedó el centro de operaciones y la dirección del Plan Maestro de Integración Amazónica, que, a la postre, no daba muestras de vida porque durante los días iniciales, apenas si veíamos a los gringos pasearse por el pueblo o ir de visita al convento de las hermanitas de la caridad, asomarse por la casa cural y, casi todas las noches, ir a cenar y a divertirse en compañía del alcalde, pasearse por la finca de con Campo Elías Bustamante, a quien las oscuras riquezas le habían dado el título de doctor, como a la mayoría de perdularios que, siendo pregradistas, se les denomina ostentosamente doctores, ignorándose a pie plano que este título posee una dignidad altamente académica, que para alcanzarla se debe estudiar la mayor parte de la vida. Así que el tiempo pasaba y nadie había movido un ápice para comenzar los gigantescos trabajos, cuya noción era la misma dejada en todos nosotros por el señor presidente cuando era candidato. Conocíamos el nombre del plan, pero en realidad no sabíamos concretamente en qué podía consistir, y la algarabía inicial de nuestro burgomaestre se convirtió en un pusilánime silencio de diversiones, en donde Barnillo seguía siendo lo que era, un pueblo sin destino ni tiempo, en donde todo transcurría sin ser nada extraordinario, y no lo que se nos enseñó alguna vez, el centro de lo que podría ser el gran emporio amazónico. Todo se nos había pintado con la idea de hacer resurgir los mejores tiempos de cuando los colonos huyeron despavoridos del interior por culpa de la violencia entre liberales y conservadores. Aquella vez, miles de desplazados se ilusionaron con la búsqueda de oro en pepitas como si fueran granos de maíz, y disfrutaron las mieles de la época dorada del caucho, que malgastó sus recursos en construcciones descabelladas y suntuosas en medio de la selva, y que hizo mucho más visible el reino del terror en contra, como siempre sucede, de los más indefensos.
En Barnillo aún permanecen los vestigios de aquella época dorada, y todavía subsisten, mal paradas, algunas edificaciones suntuosas que, poco a poco, el olvido y la yerba se las ha ido tragando. Pero lo que no ha cambiado es la desidia y la pobreza, ni mucho menos las injusticias y la avaricia discreta o descarada de los poderosos. Recuerdos de aquella época inolvidable, porque sus huellas aún nos postran, se ven plasmados en el templo que el padre de don Campo Elías Bustamante mandó construir, poniendo a trabajar gratuitamente, y bajo grandes castigos, a los indios que sus recuas de sicarios cazaban en las tribus para regalarles la salvación y el derecho a la vida eterna. De igual manera, se construyeron el colegio, el convento de las hermanitas de la caridad y el Patronato de San Jacinto Misionero. Entonces, la idea era hacer de Barnillo una ciudad esplendorosa en medio de la selva, igual a Manaos, un centro de la cultura, del dinero y la capital de un estado dentro del estado, en donde la única ley posible sería la de los poderosos caimacanes del oro, la madera y el caucho, su mayor, más opulento y esperanzado recurso. Y por poco Barnillo logra su inequívoco milagro de riqueza, y fue indiscutible que el progreso de la civilización de la época, que deseaba ser independiente del interior del país, en donde apenas se descubrían las posibilidades del café vendido a los gringos, y en donde se encarnizaban en una lucha fratricida, sin límites y de consecuencias funestas, y en donde los más inteligentes huyeron hacia estas tierras, desinteresados por pelearse a consecuencia del trapo rojo o del  trapo azul, pero eso sí, esperanzados en las inmensas posibilidades de riqueza y poder que la Amazonía podía brindarles. Así que la mayoría, además de huir de las largas guerras de sus coterráneos, llegaba con el inmenso deseo de arriesgar lo que no tenían y con la posibilidad de ganar lo que jamás habían imaginado. Desde entonces, la civilización del interior pareció aproximársenos, pero de ninguna manera perdimos los lazos ancestrales de los primeros fugitivos y aventureros que trajeron las costumbres despiadadas de la avaricia contra sus semejantes y contra la propia naturaleza, y que se mezclaron con los aborígenes inermes y pacíficos, que hasta entonces habitaban en un mundo diferente, feliz y plenamente silvestre. Ahí nació una nueva raza de muchas generaciones, una nueva raza que soñó con el poder, pero que lentamente sucumbió bajo la signatura de su propia avaricia y despotismo, y que permanece dormida en el olvido, recordando lo que fue y no pudo ser, viviendo precariamente de lo que la tierra produce, y contactándose con el otro mundo por la emisora comisarial, y por el periódico que llega al anochecer en una mula por el mismo camino que, atrevidamente, llamamos carretera, y que sólo adquieren los privilegiados, porque los demás ni tienen tiempo, ni tienen cultura para leerlo, o carecen de interés por averiguar lo que no les corresponde, porque no les interesa demasiado saber lo que ocurre en otras tierras, ya que ni nos afecta ni, mucho menos, nos beneficia.
Pero la ilusión no duró mucho, como es bien sabido por todos, porque a alguien le dio por inventarse el caucho sintético, y porque el precio del caucho natural cayó en un abismo sin historia de donde nadie pudo rescatarlo. El gran monopolio del Amazonas sucumbió desde afuera, y, lo peor, la mayor fuente de riqueza y de poder desapareció; los grandes magnates huyeron despavoridos de la miseria, llevándose lo poco rescatable hacia las ciudades brasileñas en donde se dedicaron a otros negocios menos prósperos, pero que les permitió sobrevivir. Ante la crisis, el dinero escaseó y no había negocio que soportara los embates de la inflación causada por la caída del caucho. Fueron los colonos brasileños los que trajeron, durante la mejor época del Amazonas, la odiosa costumbre de vivir en medio de la suntuosidad ilimitada e irresponsable, ya que venían de un imperio a la usanza europea, que entonces fue Brasil en manos de sus emperadores Pedros, y cuyo testigo triste y decadente es la ciudad de Manaos. Por supuesto que nuestros aventureros criollos se dejaron contagiar, comenzando a competir con sus similares del Brasil en cuanto al despilfarro y la opulencia, en una región en donde a nadie le interesó las fronteras nacionales, y en donde la mano de los dos estados no se veía por ninguna parte, creándose un imperio amazónico, que de no ser por la caída del caucho, bien podría ser hoy una nación independiente y colonial, de grandes señores vestidos de terciopelo, pelucas, sedas italianas y paños ingleses. Todavía se verían en las mansiones las vajillas de pedernal oriental, los tapetes persas, los mármoles italianos, las lámparas vienesas y, para acabar de completar, las doncellas árabes metidas entre sus siete velos para emprender las danzas del deseo. Pero el caucho arrastró consigo todas las ilusiones y muchos huyeron, dejándonos la miseria de su alma convertida en escoria de la vida. Desde entonces, la región echó para atrás, las actividades menguaron en todas partes, y un nuevo ambiente de tranquilidad en medio de lo paupérrimo se convirtió en nuestro medio habitual de vida, sin que dejaran de ocurrir sucesos denigrantes de quienes, de una u otra manera, trataban de revivir la ilusión perdida de los mejores tiempos. También, desde entonces, los caucheros, que en la época dorada fueron simples peones esclavizados, se sumaron a la gran población desprotegida y miserable, y el oficio fue algo tan precario e irrisorio como sembrar yuca y plátano. Apenas ganaban para un mal sustento, recogiendo de manera primitiva la leche de caucho, que ya casi nadie compraba, en vasijas arcaicas, entregándolo a intermediarios sin corazón, después de una extenuante jornada que comenzaba en los amaneceres peligrosos de la selva, por un precio de verdadera lástima, que más servía para morirse de hambre que para otra cosa.
Después de todo, Barnillo continuó con su relativa importancia en la región, arrastrando consigo su fama de pueblo grande y centro importante de las diferentes actividades en un gran perímetro de la región, hasta el punto  de que en un tiempo se llegó a rumorar que podía convertirse en la capital comisarial[1]. Se argumentó que poseía todas las virtudes necesarias para tal menester, indicándose que era el único lugar a donde se podía llegar por carretera y que, desde allí, se iniciaba el primer contacto con la selva. Todos estos innegables atributos nos enorgullecían, más cuando el señor presidente nos dijo que era el puente para la unión de la Amazonía con el interior, y que, por tanto, sería el corazón del Plan Maestro de Integración Amazónica, desde donde, como en una fuente milagrosa, se irradiaría el progreso hacia toda la selva. Y con ese cuentico hemos vivido desde entonces, esperando al fantasma de nombre extraño, soñando con lo necesario para vivir sin mayores sobresaltos, pero creemos que el verdadero significado del tal plan maestro debe conocerlo Cap Manché, ya que la mente de don Anicio Cervantes no sirve para gran cosa, y don Campo Elías Bustamante no tiene tiempo sino para administrar sus riquezas, fruto de la herencia que angustiosamente se salvó de los tiempos de la decadencia, y que ha fortificado por medios de dudosa ortografía y gracias a la economía de la nueva clase emergente.
 

 


[1] En la Constitución de 1.886 existían los llamados “Territorios Nacionales”, conformados por Comisarías e Intendencias.