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PÁGINA 33

BRISA RAMÍEREZ -MÉXICO-

Monterrey, N.L.  (1975)
Escritora, poeta y actriz de teatro
Autora del libro DESPERTARES
 
Participa en los siguientes colectivos:
 
-Colectivo Poético DE CARNE Y VERSO
-Compañía de teatro TEATRO-TEATRO de Alan Huerta
 
-Premio Internacional Iberoamericano El Nevado Solidario de Oro
en Argentina (2019)
-Medalla de Oro al talento latino en Caracas Venezuela (2019)
-2do lugar de Narrativa en el 3er encuentro Intercontinental de Cultura Venezuela (2019)
 
Reconocimientos:
 
-Universidad Metropolitana de Monterrey
-Festival Cultural internacional 6 CONTINENTES
-Comisión Estatal de Derechos Humanos de NL
-Comisión Internacional de Derechos Humanos
-Festival Internacional GRITO DE MUJER
-Centro de Readaptación Social CERESO de Apodaca
-Universidad Autónoma de Nuevo León
--La Casa del escritor de Nuevo León
-World Federation For Ladies Grand Master (Argentina)
-Aldeas Infantiles SOS (España)
-Foro Femenino Latinoamericano (Mar del Plata)
-Ciudadano ejemplar Salón de la Fama Protón (Monterrey)
-Foro Internacional PORQUE SOY MUJER (Argentina)
 
Publicada en revistas culturales de: México, Colombia, España, Argentina y Brasil
Antologada en: México, Argentina, Perú y Colombia.

 

RETAZOS
 
Hace unos días, mi madre me dijo que había decidido sacar algunas cosas viejas de su casa. Me pidió que le ayudara con esa tarea, pues debido a su avanza-da edad, ya le es difícil cargar cosas pesadas. Yo acudí y estuve con ella casi toda la tarde, sacando cosas empolvadas: cuadros, floreros, lámparas, libros y un montón de objetos que conservó por mucho tiempo.
Después de un rato, llegamos al rincón en donde estaba su viejo baúl, en cuanto lo descubrí de entre tantos tiliches viejos, ella detuvo su trajinar que se convirtió en un largo silencio. De inmediato la percibí titubeante para acercarse, sus cansados ojos se hicieron más pequeños y se llenaron de una extraña luz de nostalgia.
 Yo desempolvé el baúl y le extendí mis manos para invitarla a acercarse, pero se quedó quieta y sin decir una sola palabra. Así que, decidí abrir el baúl, ella finalmente se motivó a mirar lo que había adentro.
Se acercó a la orilla y comenzó a sacar algunas prendas de ropa que ahí guardaba, las extendió con delicadeza sobre la cama, las planchó con sus manos temblorosas y arrugadas, mientras las miraba con melancolía y me dijo con voz entrecortada: 
—Quiero conservarlas, hija.
—¿Para qué las quieres mamá? ¿Quién las va a usar? —le pregunté—. Pero ella no me dijo nada, solo asentó lento con su cabeza dándome la razón.
Pude leer en su mirada cuánto le costaba deshacerse de ellas y comprendí que no debía presionarla para hacerlo, no me correspondía a mi tomar esa decisión, así que comencé a doblar la ropa para regresarlas al baúl. Pero de pronto, ella detuvo mi mano…
—Espera, sé lo que haré con ellas —me dijo—. Y caminó hacia su vieja máquina de coser de dónde sacó unas tijeras y regresó lentamente. Fue entonces cuando la vi hacer el más hermoso acto de amor: con paciencia, comenzó a recortar cuadritos de tela, todos del mismo tamaño. Empezó por aquellos pequeños pantaloncillos azules que alguna vez usó mi hermano cuando era niño. Después con el hermoso vestido rojo que se puso para asistir a la boda de mi hermana, seguido por el ropón blanco con el que me vistió el día de mi bautizo, hasta llegar a la manta negra que cubrió su rostro en el funeral de mi padre.
Así continuó con muchas otras prendas, apilando los cuadritos de tela en una orilla de su cama.
Yo respeté su espacio, me hice a un lado y dejé que fuera suyo ese momento.
Después de mucho rato recortando y recortando, juntó aquellos pedazos y las llevó a su máquina de coser. Con paciencia y cariño, comenzó a unirlos uno a uno, en una especie de ritual sagrado, dándoles una nueva forma, mezclando el simbolismo de tan-tas alegrías y tristeza, transformándolos en algo nuevo, algo diferente, algo vivo… las estaba convirtiendo en una hermosa y colorida sábana de retazos.
Así pasaron las horas y después de una larga no-che, por fin la había terminado. Se levantó de su silla con una sonrisa, la tomó de las orillas y la extendió en el aire. Aquella mezcla de colores, parecían haber retomado su luz… y los ojos de mi madre también
Con rostro diferente, comenzó a doblarla cuidadosamente y la puso en mis manos mientras me decía:
—Antes eran solo recuerdos, ahora son mis fortalezas. Espero que te cubra por mucho tiempo, hasta que tú puedas construir la tuya.
 Así fue como mi madre le dio permanencia a sus recuerdos que constituyeron su pasado.  La manta contenía sus alegrías y desavenencias, así como es la vida: de mil colores. Comprendí que la vida es eso: pequeños retazos que poco a poco van construyen-do los recuerdos que se guardan en el baúl de la nostalgia, y que al final del trajinar, cuando vienen los años de la calma, uno toma sus retazos para transformarlos en aquello…  que arropa el alma
 
 
DOÑA MAYE
 
 
En aquel lugar parecía que el tiempo transcurría lento, con las calles de tierra empolvadas y solitarias, en donde sólo se escuchaba el viento que chiflaba al colarse entre las ventanas de las casas abandonadas, con puertas despintadas, arbustos secos y norias olvidadas.
Ahí vivía Doña Maye, en un tejaban humilde, construido de maderas viejas y techo de láminas a medio caer. Parecía que el entorno se convalecía de ella y secundaba su tristeza. La vida le trajo muchas adversidades y aunque la inocencia de mi corta edad me impedía preguntarle, sabía por pláticas que tuvo una triste historia. Ella se había hecho cargo de su familia, casi a fuerza, no hubo de otra, pues su esposo Don Remigio, había perdido completamente la vista y ya no pudo trabajar. Doña Maye tuvo que criar solita a sus cinco hijos, tres de ellos en silla de ruedas, tenían parálisis cerebral. Los crio al mismo tiempo, los bañaba, vestía y alimentaba como sus eternos niños sin crecer. Le duraron muchos años, hasta el día que Diosito se los quiso recoger.  De ellos casi no hablaba, nadie quería remover la llaga, las lágrimas las lloró en el momento de la pérdida y nada más, pues así tenía que ser. A partir de eso, su rostro se volvió sombrío, ¿Ahora a quien iba a cuidar? algo en ella dejó de existir. 
Siempre la recuerdo con un cigarro en la mano, pues fumaba y fumaba; creo que el vicio se le fue enraizado ante las desavenencias que tuvo que enfrentar.
Se sentaba en su silla de paja, en el silencio del medio día, cuando sólo se escuchaban las palomas con su canto lastimero y el crujir de la leña en el fogón que cocía los frijoles a punto de hervir. Ella sacaba sus cigarros del bolso de su vestido de manta medio percudido, los abría con sus manos arrugadas y temblorosas, con las uñas nejas de tanto moverle al tizón. Encendía el primer cigarro y entonces parecía extraviarse mientras fumaba, mirando hacia la nada, como si en su mente conversara con el tiempo, haciéndole preguntas, o quizás, tratando de reconciliarse con él.
Luego, más tragedias: cáncer de pulmón. No tardó mucho en desmejorarse y comenzaron a fallarle por tanto humo que resollaba. Pero ella parecía aceptarlo, pues nunca la escuché quejarse, era respetuosa de las cosas que debían suceder. Con sabiduría permitió que la enfermedad la allanara, no se le resistió en lo absoluto y se fue desvaneciendo como se desvanece el sol al final del día: serena, tranquila, sabiendo que había cumplido, y había cumplido bien.
Desde su muerte, aquel lugar terminó por oscurecer: el jarro de frijoles ya no gorgoreaba, se deshilachó la silla de paja donde se solía sentar. Las palomas parecieron enlutarse y el tiempo… el tiempo se detuvo por completo, parecía que extrañaba a Doña Maye y a sus preguntas también, tal vez decidió irse con ella al infinito… para que siguiera platicando con él.
 
 
 
HISTORIAS PENDIENTES
 
Mi infancia la disfruté con amplitud, pues en aquél entonces vivíamos en un rancho llamado “Los Cerritos”, dentro del municipio de Allende Nuevo León.
La propiedad era bastante grande y había suficiente espacio para jugar, además no existía preocupación alguna, pues los vecinos más próximos estaban a un kilómetro de distancia, así es que, mi hermano y yo éramos los dueños del campo.
Acostumbrábamos a salir en bicicleta desde temprano, acompañados de taquitos de harina, limonada y una mochila repleta de emociones.
Nos dirigíamos a un hermoso río que atravesaba la propiedad, en aquél entonces lucía limpio y a mí me parecía enorme, tan lleno de cosas divertidas.
Jugábamos a tirarnos desde un columpio que habíamos amarrado a un enorme sabino a la orilla del rio, luego hacíamos competencias para ver quien atrapaba más tepocates en frascos vacíos de café y después nos gustaba soltarlos en montón para ver como huían desesperados mientras se perdían entre el agua cristalina.
Pasábamos casi todo el día en el agua, y por la tarde nos íbamos a la granja de gallinas que tenía mi tío Esteban, éramos sus ayudantes, él nos enseñó a vacunar las gallinas. La verdad nunca supe para qué era esa vacuna, pero era divertido tener un “trabajo” por las tardes.
Como pago nos daba dos litros de leche bronca y una buena dotación de huevo fresco.
De regreso a casa ya casi oscureciendo podíamos percibir desde lejos el olor a la leña que mi madre encendía para preparaba la cena.
De la cántara de peltre oscurecida por el carbón, nos servíamos el café y compartíamos con nuestro perro el calor de la fogata, mientras oíamos los grillos y el crujir de la leña bajo el fuego. Nunca había prisa por ir a dormir, así que las noches se hacían largas, escuchando los relatos que contaba mi padre.  Una vez nos contó su aventura de adolescente, cuando viajó en un tren a escondidas, para pasar de “mojado” a los Estados Unidos.
Luego platicaba de sus tíos Poncho y Santiago, quienes pertenecieron al Escuadrón Aéreo Mexicano 201, aquel heroico escuadrón que combatió en la Segunda Guerra Mundial. Yo no los conocí, pero me contaba mi hermano mayor que cuando regresaron de aquella batalla, parecían ser otros. Se volvieron desconfiados y sus sentidos parecían estar siempre alertas, dormían con sus armas, por un lado. No me quiero ni imaginar las cosas que vieron en la guerra para terminar tan intranquilos. Nunca se casaron, vivieron aislados y solitarios hasta que murieron de avanzada edad.
También nos contaba de la valentía de su tío Octaviano Garza, a quien le hicieron un corrido narrando sus hazañas y su valentía. Era el “Robin Hood” de la comunidad, dicen que era muy bravo y no le temía a nada, la policía misma lo buscaba para atrapar a los maleantes, hasta que un día lo mataron entre varios a mansalva, pues de frente nunca lo iban a lograr.
No podía faltar aquel relato de cuando se “robó” a mi mamá en medio de carabinazos propiciados por mi abuelo enojado, porque se llevaban a su amada hija. Los dos eran muy chiquillos, ambos tenían 15 años cuando el amor se les encaramó y decidieron escapar. Mi abuelo Don Blas Contreras, señorón hacendado y con dinero, no estuvo nada de acuerdo con aquella unión, pues mi padre era muy humilde y no tenía más que un petate en su jacal.  Mi madre estaba acostumbrada a la buena vida, era hija del dueño de la hacienda donde mi padre trabajaba como peón, pero de entre tantas miraditas se enamoraron. Tuvieron que pasar 10 años para que mi abuelo los perdonara, dice que los hizo hincarse mientras él le apuntaba con su carabina. Entre sollozos le reclamó la forma en que se la arrebató, le dijo que se había llevado una cabra, que ella era un mujerón que merecía respeto. Le dolió mucho perder a su hija, pues a sus escasos 15 años, ella era su brazo derecho en la hacienda, con su natural liderazgo se encargó de administrar y llevar las cuentas. Cabalgaba por el rancho con su porte empoderado indicándole a los peones lo que tenían que hacer. Cargaba siempre su carabina, por un lado, diva e inalcanzable, pero aquel muchachito de ojos claros la desarmó.  No le importó irse a vivir a un tecurucho, en donde no había sirvientes y tenía que prender la lumbre para hacer tortillas y comer frijolitos con chi-le del monte, si bien les iba, pero el amor todo lo soporta. Él le decía a mi madre “Tule”, ese es el nombre del árbol más grande del mundo, el cual se une con otros árboles a través de sus fuertes raíces.
Fueron felices, tuvieron 10 hijos, de los cuales yo fui la última.
Así era mi infancia, llena de historias y relatos que mi padre contaba. A veces me gusta pensar que se lo heredé, él las platicaba, a mí se me dio por escribir.
Ojalá nunca hubiera pasado el tiempo, hoy extraño tanto a mi padre y sus historias. Cómo quisiera volver a escuchar su voz mientras chillaba la leña quemándose en el fogón y nos servía una taza de café, luego lo veía mirar al cielo y perderse en la nada, como intentando conectar con el pasado para traerlo a su memoria. Su manera de narrarlas me transportaba a esos lugares que describía con tanta pasión y detalle, pero como en toda historia, la de él también debía tener un final, aunque hoy sigo reclamando al cielo con enojo su partida, pues yo sé que aún quedaron historias pendientes, aún le faltaba tanto por contar.