DAVID MARTÍNEZ BALSA -CUBA-

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Mi nombre es David Martínez Balsa: nací el 25 de agosto de 1991 en la Habana, Cuba, tengo 30 años y soy cubano. Me desempeño como tecnólogo en la UEB Servicios Generales, perteneciente a la empresa Serviquímica. Me gradué del taller de técnicas narrativas, dramaturgia y lenguaje de radio, televisión y cine ‘’Herramientas del Escritor’’, auspiciado por el grupo ‘’Punto de Giro’’. Soy egresado del Centro de Formación Literaria Onelio Jorge Cardoso, y pertenezco a la Asociación Hermanos Saíz. Entre los reconocimientos que he recibido se cuentan: Mención en el VI Concurso de Literatura Fantástica “Oscar Hurtado” 2014. Beca de creación literaria ‘’El Caballo de Coral’’, en 2015. Primera Mención en el Concurso de cuento “Camello Rojo” 2016. Tercer Premio en el Concurso Juventud Técnica y Premio David en la categoría de cuento, ambos en el 2017. Finalista del Premio Pinos Nuevos 2018. Mención en el Premio “La Edad de Oro” 2020. Segundo Premio en el Concurso Farraluque de Literatura

 

-Correo electrónico: davidmb910825@gmail.com


 

GERTRUDIS, AMA DE CASA

 
 
 
A las nueve de la noche, Gertrudis abre la puerta, después de que el cerrojo le ofrezca cierta resistencia a la llave. Entre ese diminuto percance y la larga fila de dificultades que afrontó en el trabajo, brindan un toque de amargura a su regreso al hogar. Cierra la puerta tras de sí. Enseguida, su vista, guiada por el mapa que ha trazado la rutina diaria, va al piso. La alfombra de polvo encima del suelo de losas verdes le arranca una larga exhalación. Divisa algunas secciones limpias, frágiles y esporádicas, cual los agujeros que un intenso bombardeo deja en el campo de batalla. En conjunto, los retazos de limpieza parecen formar dos ojos y una boca deformes. Horrorizada, Gertrudis ve a la boca formar palabras.
—Mira la hora que es y aquí nadie ha limpiado —le dice.
Se muerde el labio inferior, con la esperanza de apaciguar la frustración, que va en un ascenso meteórico, hoy más que nunca.
Empieza a atravesar la sala, en dirección al pasillo que conduce al fondo de la casa, donde se encuentran la cocina comedor y más atrás, la puerta del patio. En el trayecto, trata de ignorar el montón de juguetes de su nieto. Todos quedaron desperdigados a lo largo y ancho de la sala; algunos encima del sofá, otros sobre el estante, junto a los adornos. Sin embargo, la verdadera manada se encuentra en el piso, una mezcla heterogénea de plástico, presa del caos.
Intenta ignorarlos con cada ápice de su ser, pero puede oír las voces bajas, aunque chillonas, de los juguetes. La llaman por su nombre a gritos:
—¡Estamos aquí, estamos aquí! —repiten la mayoría. Los soldaditos sacuden los brazos, los carros pitan, las pistolas se iluminan. Todos quieren reclamarle. Gertrudis logra vencer el corto tramo entre la sala y el pasillo, que ya se le ha hecho demasiado largo.
Otro espectáculo la espera allí. Las paredes descascaradas, igual que ayer. Su marido no raspó ni mucho menos pintó antes de irse a trabajar, como prometió anoche. En la cocina comedor, halla varios platos encima de la mesa de cristal, que ya no exhibe esa tonalidad prístina que permite vislumbrar el suelo con nitidez. Al parecer, alguien derramó un poco de jugo y en lugar de mojar el trapo y secar, usó el trapo seco y limpió apresurado. Las consecuencias continúan adheridas al cristal, junto a las hormigas que acudieron, cautivadas por el olor a azúcar y desorden.
Sigue hacia la cocina. Casi pega un grito al estamparse su mirada contra la monumental columna de platos sucios, dentro del fregadero. No solo dentro, también fuera, dispersos sin orden aparente; hay platos, vasos, copas y tazas de café, todos con rastros de su contenido aún vigente, resecos, difíciles de quitar.
De súbito, todos aquellos objetos, cual un grupo coral, comienzan a emitir un cántico.
—¡Dale, dale, si no lo haces tú, nadie lo hace! —dicen sin cesar y mientras más lo repiten, más entonación alcanzan sus voces.
Ella retrocede y se gira a la derecha. Irá al patio. Al atravesar la puerta, descubre el exterior en las penumbras. Se voltea hacia el interruptor, pero durante varios segundos, piensa si no será mejor dejar todo apagado. ¿Qué encontrará si enciende la luz? ¿Por qué quieres echar más leña al fuego, muchacha?; se pregunta, víctima de la sospecha de que odiará el hallazgo. Finalmente cede. No sería ella de lo contrario. Luego de prender la luz del patio, empieza a bajar las escaleras. Dos meses atrás, su marido hizo el piso de cemento, ahora plagado de cabos de cigarros, latas de cerveza y hojas de los árboles que rodean la casa; también reconoce alguna que otra de las pesas que usan su hijo y los amigos para hacer ejercicios. Casi nunca las recogen, ni tampoco se dignan a buscar un cenicero en el que apagar los cigarros, ni tan siquiera botan fuera de la casa las botellas de cerveza vacías. Para qué hablar de barrer las hojas del patio y echarlas en una bolsa de basura.
No, ellos terminan, corren hacia el espejo, examinan el aumento de sus músculos y de ahí, les queda más cerca la puerta de la casa que la del patio. Ni su hijo, el muy cabrón, con lo viejo que está y lo bien que sabe cuan cansada viene ella de trabajar doce horas en el restaurante.
Deja atrás la desconsideración de esos jóvenes y pone rumbo al fondo del patio. Allí descubre a los perros, tan alegres y juguetones como siempre. Y tan vacíos sus tazones de comida. Chequea el del agua. Nada que envidiarle a los de la comida. Está segura de que, si vuelve a la cocina y revisa el refrigerador, encontrará un gigantesco pote repleto hasta la cima de la comida que dejó para los perros. Solo era sacarla, ponerla en el microwave, darle cinco minutos y luego servírselas a los animales. Su hijo prometió cumplir la tarea, igual a todos los días. Siete promesas a la semana; cumplidas si acaso dos.
Los perros le ladran, pero los oídos de Gertrudis traducen el sonido al idioma español:
—¿Y lo de nosotros qué? —dicen ellos —. Vamos, vamos, mira la hora que es.
La mujer se voltea y regresa al interior de la casa. Los platos en el fregadero siguen ensimismados en su canción. Las paredes del pasillo continúan descascaradas. Ella casi corre al llegar a la sala. Y echa a correr al oír a los juguetes exigirle que los recoja de una vez, que quieren dormir. El polvo en el suelo grita que hasta cuando seguirán la gente sin hacer lo que ella hace cada día.
Sale al portal y el fresco de la noche le devuelve una leve porción de aliento; el resto Gertrudis lo perdió en el interior de la casa. Quizás sea culpa suya, reflexiona al cabo de un rato. Como jefa de cocina de un restaurante, es una mujer que trabaja rápido y sin errores. Cree en la limpieza por encima de todas las cosas y se ha habituado a que la orden que salga de sus labios termine cumplida a la mayor velocidad posible, y sin equivocaciones en el proceso. Por eso es respetada en el trabajo, por eso ha viajado en dos ocasiones, primero a España, luego a Canadá, al resultar elegida entre cientos de candidatos para ir a pasar cursos de gastronomía.
Entonces, si es así en un sitio, ¿por qué en su casa el sistema no surte efecto? Su esposo y su hijo trabajan, limpian y organizan, pero jamás al mismo ritmo que ella. Se lo toman todo con tanta calma que, de solo pensar en ello, Gertrudis se exaspera. Saca su celular y llama al esposo. Él dice que llegará al día siguiente, el jefe le pidió doblar turno. Después marca el número del hijo. A los tres timbres, el joven le dice que hoy se quedará en casa de la novia, a lo mejor mañana vira. Gertrudis le pregunta que quien va a limpiar la puercada que se encontró al volver del trabajo y el muy descarado le dice que él mañana lo hará. Mañana.
¿Deberá irse a la cama, consciente del reguero a su alrededor? ¿Cómo conciliará el sueño? ¿Cómo?
Decidida a no tolerar otro segundo de semejante maltrato, Gertrudis llama al chofer que la trajo a la casa diez minutos atrás. Vive a una cuadra de la suya.
—No me lo va a creer, mi señora —dice él al levantar el teléfono —. Llegué a la casa y el carro no me arranca. Estoy revisando el motor, pero la cosa pinta para largo.
Hoy no es su día, definitivamente. Pero no dejará que las adversidades la frenen. Está cansada, llenos sus cinco sentidos de angustia, pero no se dejará doblegar. Cierra con llave la casa y va en dirección a la parada.
Le da lo mismo una guagua que un carro, lo primero que aparezca. Debe regresar al trabajo, lo necesita. Por lo menos allí, la gente la escucha y hasta le pagan…