WALTER HUGO ROTELA GONZÁLEZ -ARGENTINA-

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PÁGINA 18

Walter Hugo Rotela González (argentino, residente en Uruguay) (1968- ) Nació en la ciudad de Formosa, Argentina. Desde el año 1992 reside en Montevideo.
Cursó la Licenciatura en Ciencias de la Comunicación, en la Universidad de la República (Udelar), Montevideo, Uruguay.
Algunos de sus cuentos son publicados en revistas literarias y sitios vinculados a la escritura: Revista Literarte, Revista Túnel de letras 1° y 4° edición, Universo La Maga, Suplemento Realidades y Ficciones, Tus Relatos, Corto Relatos, Revista Literaria Amauta, Ratón de Biblioteca, Opulix.  
Tiene libros publicados en Editorial Bubok: "Huellas de mis pensamientos"; "Buscando... las llaves, las rutas", "Siete cuentos - Del 2007 al 2008", "Líneas Paralelas - Relato de viaje". Otros materiales del tipo de periodismo de investigación son: "OLIVOL Y MUNDIAL UN SOLO CLUB" y "CORO ESPERANZA (1985 - 2015) 30 años de actuaciones". Textos de ficció: "Serie Túneles" (Cuentos -2016). "Criados en la Tierra Roja" (cuentos - 2016) Otros libros de cuentos, son: “Los pasos de jaguareté michí y otros cuentos”.  “Cosas curiosas en los caminos de las cumbres” (Cuentos-2020).
 
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Datos de contacto: paginaenblancowhrg@gmail.com


 

Dos tipos extraños

 
Viendo las cámaras de vigilancia noté algo extraño la noche del jueves. Y la noche siguiente -por si acaso no estaba convencido- también.
Los funcionarios de limpieza son dos. Recorren cada cuarto de los seis pisos del hotel y limpian siempre las mismas habitaciones. Así, normalmente veo cuando cada uno de ellos entra a un lugar o recorre el pasillo. Son dos. Uno muy delgado, y el otro algo excedido de peso.  Son siempre los mismos dos. Pero pasó lo del jueves, y que se repitió, extrañamente, el viernes.
Mirando, atentamente, las cámaras observé que, cuando entraba el delgado a un cuarto, el relleno -casi al mismo tiempo - salía del  mismo, y de otro,  unos pisos más arriba, segundos después, más abajo. No podía ser, así que pulsé la tecla de grabación.
Ahora sé, estoy convencido, que pasó algo extraño, raro. La grabación es clara. Los funcionarios estaban, aunque es por demás extraño, en dos y hasta en tres pisos, al mismo tiempo.
No sé qué hacer. Debo informar al superintendente. Lo llamaré… Sin embargo, sería la primera vez que lo llame. Hace 27 años que trabajo aquí. Y fue él quien me llamó, una vez. Al quinto día de trabajo sonó el teléfono. Era él. Nunca más llamó.

 

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El Lombriz, Riorevuelto y los murmullos

 
En los tiempos que estudiaba Medicina, conocí al Lombriz. Era uno de los auxiliares de la morgue de la escuela de Medicina. Él tenía todos lo datos precisos. Sabía quién era el docente que te tomaría el examen, y hasta casi lo que te iba a preguntar. No por hacer trampas, sino por los años de estar allí, viendo los exámenes, las clases y todo lo demás. Él traía los cadáveres que eran donados para estudios médicos. Él era el que se encargaba de realizar los cortes de precisión junto con los médicos a la hora de disección gruesa. Después era el turno de los doctores, de los profesores, de los estudiantes avanzados. Y mucho después, de nosotros, los que estábamos empezando a conocer el cuerpo humano para realizar, en el futuro, las cirugías en los quirófanos de hospitales y sanatorios; pero ahora, estábamos aquí, en la morgue.
El Lombriz te conseguía la pieza que precisabas siempre y cuando colaboraras con la yerba, con las galletitas y esas cosas. Era su trabajo, sí. Pero si te portabas bien con él, hacía un esfuerzo y te conseguía lo mejor disponible y aprendías con más detalle. Pero él tenía, también, para quien quería escuchar, una buenas historias.
Una tarde, cuando el sol iba dejando de alumbrar, lo invitamos al Lombriz a pasar por el apartamento, y tomarse una cervecitas  con nosotros. No era lo común, pero él aceptó. Nos apreciaba porque pasábamos muchas horas del día deambulando por allí. Por los corredores de la morgue.
Esa noche, cuando el sol dejó de calentar las polvorientas calles de la ciudad sobre el río rojo, el Lombriz se apareció por el apartamento y nos trajo, para compartir, limones y una caña brasilera, casi llena. Le faltaba, un par de medidas, que se lo había consumido con el gallego, dueño del almacén de la esquina. Siempre pasaba por ahí, de camino a su casa. Cada tarde, al terminar su jornada en la morgue. Esa noche, se detuvo en nuestro apartamento y entre cerveza y caipiriña nos contó historias de los pasillos de la morgue.
Él contó -y nosotros le creímos- que a la hora de la tardecita, cuando el sol caía y los alumnos dejaban los corredores, cuando todo quedaba en paz, el silencio perturbaba. Por eso él nunca se quedaba más allá de las ocho y media, momentos después de la puesta del sol en época de verano. Excepto un par de veces, cuando el viejo profesor  Ríorevuelto, se lo pidió. Y le bastaron esas dos noches para nunca más volver a quedarse, más allá de la hora consabida, es decir, más allá de la caída del sol.
Casi como dos horas y media después de que nos reunimos con el Lombriz, contó aquello de los pasos que se escuchaban en los corredores de la morgue. De los susurros, que no eran de personas comunes. Pues pasaba todo el día entre jóvenes y adultos, hombres y mujeres, en cantidad suficiente, para reconocerlos. Y cuando se quedó no había tomado una gota de nada. No era su costumbre el beber dentro del horario de trabajo. Era lo único que le pedían para trabajar allí. Y si no aguantabas el olor del formol,  mejor dejar el trabajo a alguien que sí lo pudiera hacer. Por lo que lo cumplía. La paga no era buena, pero él estaba acostumbrado y no le importaba nada de lo que veía o sentía. Era su trabajo. Pero lo de las voces en los corredores... no. Y entenderlo no era de su interés. Por lo que llegada la hora de irse, se retiraba, sin chistar. Excepto aquel par de veces. 
Contó que, en aquella oportunidad que se quedó, la primera vez, el doctor Riorevuelto estaba preparando una piezas para clases como de costumbre, pero tenía interés en terminar lo antes posible, pues estaba corto de tiempo, y tenía mucho trabajo y un viaje impostergable. Por lo que lo ayudó. Se quedó esa noche del primero de julio, pleno invierno, con la humedad que se colaba por todas partes. En eso, se escucharon ruidos ligeros que provenía de los corredores del fondo del edificio, la parte más antigua. Como un susurro. Y de repente se encendió una máquina y no había nadie más que ellos. Y esa máquina estaba a metro y medio de distancia, por lo que nadie más podría encenderla, sin que ellos lo vieran. Continuaron tras apagar la máquina. A continuación  volvieron a escuchar ruidos, murmullos más fuertes, más claros, pero al mismo tiempo con una suerte de sonido característico, raro. A esa altura del relato, todos habíamos tomado de la caipiriña, y lo acompañamos con varias cervezas. Chorizo seco y queso sirvieron para amortiguar. Pero el alcohol subía y todos estábamos cansados, pero ansiosos por saber cómo había terminado la historia.
El Lombriz hizo una larga pausa, como quien busca entre sus recuerdos y lo desembuchó, pausadamente, con voz clara, ronca, que salía de la garganta de un viejo fumador. El narrador no era mayor a los cuarenta años, pero por su estatura, por el color de su oscura piel -casi como el barro marrón de la orilla del río- y su extrema delgadez tenía los atributos necesarios que lo convertían en el dueño de aquel mote.
“El doctor Riorevuelto – continuó el relato el lombriz- era el tipo más decidido y firme que yo haya conocido, de buen carácter y valiente; pero, esa tardecita, fue el primero en correr después de que escuchamos por tercera vez los susurros. Y claro -tras él - también yo me fui. 
Me costó volver temprano, a la mañana siguiente. Pero debía venir, pues era quien habría temprano - antes que llegara nadie - el portón. Y esa noche lo había dejado abierto -continuó el Lombriz, siempre con su ronca voz. Del tema nunca hablamos con el doctor. Pero tampoco nunca más me pidió para quedarse después de hora.
La segunda vez que me quedé fuera de hora fue porque me quedé encerrado. Esa vez también escuché murmullos atípicos. Había otro encargado y se quería ir temprano porque estaban por empezar a transmitir el juego de la semifinal del mundial. Así que se apuró, no revisó todos los salones y me dejó encerrado. Me fui una hora después, cuando logré romper una de las viejas puertas de madera del salón que da al río, el último donde ya casi nadie va. Pero esa es otra historia, muchachos. Otro día se los contaré. Se hizo tarde, y mañana, debo volver para abrir el portón”.
 

 

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 El niño rubio del subsuelo del hospital
 

Era la noche tercera del mes dos del 2021, pero todo era confuso a esa altura. La fiebre era intensa, y no podía ir al hospital o al sanatorio. La culpa era del Covid-19 que tenía todo paralizado, eso decía la abuela. La fiebre iba en aumento y mi abuela dijo: “Mejor un viejo remedio casero”.
-No abuela, no, eso es oloroso… ¿Qué es?
- No te preocupes, te hará bajar la fiebre querido.
- ¿Pero qué es? Es oscuro…
- Es vino caliente con semillas de sandía. Una infusión que te bajará la fiebre.
 
Recuerdo cuando trajeron al niño rubio de rulos. ¡Cómo no lo voy a recordar! La guardia estaba casi tranquila. Era domingo por la noche. Era casi la hora en que empezaba el lunes. Había tomado el turno por 48 horas, y entraba a cumplir el segundo día. Estaba cansado, pero lo recuerdo bien. El niño deliraba, temblaba. Temblaba como nunca vi temblar a nadie. Le aplicamos una dipirona, y se lo bañó para ayudar a bajar la fiebre. Se le extrajo sangre a la mañana temprano para estudios preliminares. Estaba confundido por los signos. Tenía fiebre alta, exhibía cansancio y tenía una tos seca improductiva. La abuela, para empeorar las cosas, le había dado su vieja receta para bajar la fiebre… Sí, una horchata de semillas de sandía con vino tinto. Pero la botella del vino tenía otra sustancia alcohólica mucho más fuerte y de graduación alcohólica superior que le provocó una reacción adversa que no supimos detectar a tiempo. El niño no llegó al medio día de mi segundo día de turno.
 
“Pobre mi chiquito la fiebre lo llevó. La fiebre lo llevó. Hice lo que sabía hacer. Curé a todos mis hijos siempre con la misma infusión…” - se repetía, una y otra vez la mujer de alba y larga cabellera, mientras se tomaba de la cabeza, al ver cómo se llevaban a su nieto con la sábana tapándole todo el cuerpo, incluso el rostro, mientras lo trasladaban por el pasillo hacia la morgue del hospital, dos pisos más abajo.
 
Muchos vieron a esa abuela lamentarse por días frente a las puertas de la morgue. Y de repente un día, dejó de llorar, se detuvo, y no se la vio más. Sin embargo, algunos cuentan, yo no sé si es o no verdad, que junto a ella, estaba un niño rubio de rulos que la consolaba. Por alguna razón una suerte de luz lo iluminaba en ese momento. No sé, nadie me lo supo contar, con detalles, sólo que era como una luz muy clara que lo iluminaba, saliendo no se sabe de dónde. Y no volvió la mujer a aparecer. Pero, algunos dicen, que al niño, cada tanto, se lo ve en los pasillos del hospital, muy cerca de la morgue. Cuentan que pasea en los pasillos de la planta del subsuelo, especialmente por donde entra una suerte de luz que viene de una entrada de luz que comunica con la zona de la calle.

 
 

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Santa Hermosa un pueblo que se extravió en medio del humo
 

 
 
Corría el año 2020, el año que se extendió la enfermedad provocada por el virus, o que todo el mundo lo creyó. Fue un año particular por motivos varios. Los cientos de miles de fallecidos por causa del virus, era una. Por otro lado, lo anunciado por un titular que parecía un tanto amarillista, pero la realidad superó toda imaginación. El titular rezaba: «santa hermosa un pueblo que se extravió en medio del humo».
El cronista X viajaba, en ese momento, en una avioneta de la Fuerza Aérea. Cubría la investigación sobre una red de trata de blanca, asociada a un grupo de escurridizos narcotraficantes. Para la mayoría de los tripulantes del vuelo, mi amigo el cronista X, era un suboficial más, asignado a la misión. Habíanle permitido acceder a la misión bajo condición expresa de que la historia no fuese publicada, sino hasta que pasara, al menos, un par de años, por razones de alta seguridad. Y lo cumplió. Sin embargo, publicó otra historia, por demás extraña e importante, que merecería tanto recelo, como la anterior. Fue la historia cierta de la desaparición de una ciudad entera.
Al publicar lo hizo por medio de la voz del jefe del grupo, quien relató los hechos percibidos por todos desde una altura de unos 6.000 metros sobre la superficie. El vuelo figuró como de traslado de tropa y nada más.
El encabezado de la nota fue suyo, y la redacción la hizo durante el mismo vuelo. Compartió con el grupo lo que percibieron, los detalles. Cada una, de las diez personas, fue dando su parecer. Ellos fueron los privilegiados testigos de la desaparición de una ciudad entera. Fueron testigos de cómo el humo devoró la ciudad Santa Hermosa.
Descendieron hasta los 3.500 metros y vieron como el humo iba cubriendo el terreno. Se elevaron a los 4.000 y siguieron ascendiendo pero dando un viraje que les permitió seguir el curso del avance del humo. Lo que estaba ocurriendo a ras del suelo no tenía una explicación lógica en ese momento; pero tampoco la tuvo después.
 La última imagen de la ciudad Santa Hermosa a nivel de superficie que se reconoce es la captada por una joven que con su celular tomó las fotos de los terrenos cercanos, de las calles, las personas y los autos desapareciendo paulatinamente. Hizo una también filmación que envió apenas unos minutos después de registrarla y que se conoció por un medio que lo recibió, distante a 2.500 kilómetros de distancia. El medio no podía chequera la fuente por lo que lo daba como probable hasta que pudiera verificar la autenticidad de la imagen, pero no quiso perder la primicia y lo compartió con su audiencia.
El sistema nacional de seguridad del país al norte del continente fue alertado y enviaron un dron de reconocimiento a la zona. Y sus satélites monitorearon lo captado en la franja. Todo lo que se vio después del humo fue un suelo estéril, seco, como quemado, pero sin el color característico. No se captaron edificios, viviendas de ninguna especie, ni automóviles. Nada, absolutamente nada.
El titular parece, luego de tres  años y medio de ocurrido el extraño fenómeno, realmente premonitorio.

 

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 Panyagua

 
Eran como las tres de la mañana, más o menos. La noche estaba fría, pero el fuego del brasero encendido nos mantenía un tanto acalorados. Aunque para ser sinceros, quizás la caña que estábamos tomando, desde temprano, ofrecía ese efecto y algún otro.
Estábamos varios compadres comiendo un asado, dos tragos de aquello y alguna cosa más. Un vino tinto, arrimaron temprano, y nos prendimos hasta terminar la damajuana de diez. No éramos más que seis, pero todos de buen beber.
Cocinamos un cordero en el tatacuá1. En el brasero unas cuantas batatas hicimos para acompañar.
El viejo Panyagua soltó una suerte de confesión, que parecía mentira, más su cara turbada, nos convenció de que era la más pura verdad. Y, además, quedó claro que fue la primera vez que contaba el asunto que lo tenía mirando, desde temprano, el tatacuá.
Como capataz yo solía, cada sábado a la noche, pagar a los peones. La mayoría salía hasta el pueblo a gastarse los jornales, pero los más viejos aguantaban y se quedaban a cenar y compartir historias. Ese sábado, nos quedamos los cinco más veteranos y yo. Temprano adobamos la carne y doña Elmira nos dejó unas chipás y pan casero con chicharrón.
Don Panyagua hacía apenas un mes que paraba en la estancia, y, en general, no se  había quedado, aunque tampoco iba al pueblo a gastar el dinero en mujeres, ni en nada. Sólo desaparecía hasta el domingo a la noche. En realidad, estaba algo viejo para las juergas, pero... Esa noche, supimos de una gran comilona de este hombre.
Hacía frio y con gusto comimos el cordero que estaba crocante, gustoso. Entre trago y trago, don Panygua soltó las primeras frases: "Pensar que después supe que Orosindo nada había hecho con la mujer de Huberto. Pero fue tarde, lo habíamos comido y ya..." Todos paramos la oreja. Nos miramos, sin entender nada. Nos mirábamos y mirábamos al viejo que parecía sonreír con cierto disimulo, o con vergüenza. Era rara su expresión. Quizás la nuestra también, pues el veterano nos miró, uno por uno, y dijo: "Les voy a contar sobre lo que un día, cociné en el tatacuá..."
El Enrique, mi mano derecha en la estancia, se acomodó un poco más, arrimó unas leñas y sirvió los vasos con más vino.  
 ̶ Huberto era un amigo que tenía en mi juventud. Ambos salíamos a todas partes y en una, él se consiguió mujer, y yo también. Pero como todo joven, esas eran cosas poco serias. Sin embargo, Huberto se enamoró de un guaina del pago vecino. Los sábados íbamos al pueblo y él apuraba el trago y salía a pasar la noche con ella. Una de esas veces, él volvió temprano. Le contaron que la muchacha estaba bailando con otro, y que toda la semana los habían visto juntos. La rabia lo carcomió –contó don Panyagua.
̶ ¿Y entonces...? –pregunté, aunque algo me decía que la cosa no seguía bien, en ese relato. Y tardó un rato en continuar.
̶   Y bue... Éramos compadres y para bien y para mal. Sin pensar dos veces, seguimos al tipo que creía él era el amante de su novia, el Orosindo. Le dimos un palazo y lo secuestramos. Lo tuvimos medio día encerrado en un galponcito de una estancia. Llegó la noche y...
̶ ¿Y qué? ¿Qué pasó? – no se aguantó Enrique y le pidió que continuara, con las manos, con gestos muy claros.
̶ Ya les digo, éramos muy jóvenes y muy atolondrados. Lo partimos en trozos y lo pusimos a cocinar en el tatacuá cercano al galponcito. Lo cocinamos al tipo y... Y en medio de la bronca, mi amigo Huberto comió partes de la carne. Yo no pude, no pude. Y desde entonces, no como carne asada en tatacuá, sólo pan y chipá.
 
 
 

   1Horno de barro. El nombre viene del guaraní Tata(fuego) y Cuá (cueva).