MARIO BERMÚDEZ -COLOMBIA-
Soy eterno aprendiz de escritor y poeta, de rancia estirpe rola, nacido a mediados del siglo XX en la fría Bogotá, Colombia, en donde puedo compartir esa simbiosis producto de las épocas parroquiales, el mundo en transición con el abrumador modernismo de la computación y la informática. Desde casi niño incursioné en el mundo en las letras, más como un hábito imperioso, fatigante e ingrato, cosas que también lo pueden hacer a uno feliz. He escrito algunas novelas, muchos relatos, y en los momentos de la súbita inspiración, ya en el recuerdo, ya en la pasión y ya en la imaginación, algo poesía.
Por autoedición, destaco mis títulos: El Mito Humano, una visión psicosocial de la historia de las religiones ariosemíticas. Suicidio al atardecer, Breve historia de la guerra de los Mil días en Colombia, La huella perpetua, entre otros. En poesía suelo utilizar títulos tan insólitos con palabras de un mal invento, como Tríptico Pléctrico, Pristinaciones Numénicas y Pentagrafía Estróica. Seguimos en la briega de la pluma hasta que el camino termine.
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Desde marzo de 2015 comencé la ilusión de hacer felices a los autores de las redes al publicarles sus sueños literarios, sin más retribución que, algunas veces, el agradecimiento o el mudo silencio de que se cumplió con un propósito con seres ajenos cuyo único objetivo de distante unión es la literatura. Con este objetivo creé la Revista Literaria Trinando.
PÁGINA 20
EL CAMARADA Y YO
El colegio era una edificación vetusta que todavía hoy se levanta impertérrito, como si los desastres del tiempo nunca lo hubieran alcanzado, en la calle 69 con carrera 11 de Bogotá, nada menos que al norte, porque me crié en el sur, pero me eduqué en el norte, como suelo decir sin mayor orgullo, sino como una burla más a un destino oblicuo y mordaz. Realmente no recuerdo bien en qué curso conocí a Millo, pero nunca se me olvida que ya en tercero éramos muy buenos amigos. Se había acercado a mí porque yo hacía cuentos que el profesor Carrillo nos ponía en clase, y porque yo había recitado la Güelta al Pueblo del Indio Rómulo en una presentación, aparte de recitar poemas costumbristas que yo pretendía hacer con mala rima y ortografía. Pero nos hicimos amigos, más que compañeros. Millo ya poseía esa obstinación doctrinal revolucionaria que hoy día me recuerda a los Testigos de Jehová, con ese tesón virulento que atrae fatalmente y enreda sin remedio si no usas insecticida. Él saltaba por entre los pupitres y pasaba sin ningún resquemor enfrente de la formación a decir alguna palabra de conmemoración, por ejemplo, en honor el Che Guevara o a un aniversario más de la gloriosa revolución Bolchevique; lo hacía como todo un líder, incitando a la protesta a sus compañeros a los que sin rubor alguno les decía camaradas. Era un declarado ateo que no cantaba el que murió en la cruz, del destemplado Himno Nacional, ni mucho menos se santiguaba en la obligada oración de entrada a clases que la Constitución de 1886 abrigaba godamente: En el nombre de Dios, fuente suprema de toda autoridad.... Era bajito, casi como yo, más robusto y algo rubio, con el pelo lacio, largo y englobado al estilo burgués. Vivía en el barrio Modelo, por los lados del Lorencita Villegas; allá fui a parar varias veces, e incluso dormí allí un par de veces porque llegábamos después de la media noche de pintar las paredes con las consignas revolucionarias de ¡abajo el imperialismo yanky!, ¡fuera gringos de Vietnam!, ¡Abajo el Estado de Sitio!, y no podía devolverme a esas horas para la casa, al otro extremo de la ciudad, en la ladera de los cerros surorientales. El Estado de Sitio permanente, el mismo que hacía del presidente de turno un dictador camuflado, no me daba miedo, sino la noche infestada de ladrones acechantes entre las sombras de los postes sin bombillas y de las calles sin pavimento. Yo me había entusiasmado más con su furor que con su ideología, pero, entonces, me hice camarada más por solidaridad que por convicción. Sin embargo, Millo me impulsó para que siguiera escribiendo, aunque no estaba de acuerdo con que yo fuera a ser un destemplado y desagraciado baladista. El primer libro que me prestó fue La Madre de Máximo Gorki, de donde recuerdo que ella guardaba los panfletos revolucionarios entre el cesto de los pasteles, para repartirlos secretamente entre los trabajadores de una fábrica. Seguí leyendo en libros prestados, entre ellos el Manifiesto Comunista y otros más, incluyendo textos de Lenin cuya chivera me produce un arcano sentimiento.
Ya en cuarto sufrí mi primera y colosal defraudación artística, pues en la selección para el grupo de teatro del colegio no fui apto. No sé por qué, pero Charly Boy, hoy en día un viejito olvidadizo que trabaja en el teatro Terranova por la calle 24, arriba de la 5, y al que saludo para que haga un enorme esfuerzo por recordarme, no me seleccionó; tal vez fueron los nervios los que me jugaron una mala pasada aquella vez de la selección. Esa frustración me dio las ínfulas para hacer mi propio grupo de teatro en el barrio; después de todo, yo me presentaba en las tarimas sin empacho alguno y hasta con talento desde la escuela, y ya había montado con mi amigo Memo, siendo casi niños, El cumpleaños del Diablo, una obrilla de teatro que yo había garrapateado en un cuaderno, y que había causado admiración entre mis compañeros de los primeros años del bachillerato. Empero, yo estuve pendiente de Millo, quien sí fue seleccionado y quien abogaba por mí ante Charly Boy, quien a la postre resultó ser otro camarada y fui como invitado a la obra del colegio que hizo temporada en el Teatro la Mama. Al año siguiente y luego en sexto, Charly Boy me recibió, no sé si por mi insistencia o por la obstinación de Millo, y me convertí en estrella del colectivo, gracias a que mi grupo del barrio, La Batea, estaba en pleno furor, incluso realizando presentaciones afuera, incluyendo el Colegio Salesiano de León XIII, en pleno Camarín del Carmen, en las escuelas aledañas y en el Centro Comunitario de San Blas. Ahora recuerdo que cierta vez con el grupo de teatro del colegio, para un día de los profesores, éstos nos sabotearon violentamente una presentación que deseábamos hacer dizque en su honor; nos sacaron casi que a tomatazos entre gritos y silbidos que no nos dejaron realizar la presentación… comenzaban los sinsabores del arte político.
Para entonces, la actividad de Millo, la mía y la de otros compañeros que se habían unido a la causa, se había extendido al campo periodístico. Yo hacía desde cuarto un periódico manuscrito llamado Flora y fauna, que circulaba de mano en mano, pero que el primero que leía era mi profesor Carrillo, también camarada, y del que recuerdo la vez que el rector le echó la policía y lo sacaron de plena clase para llevárselo detenido. No sé qué hizo el profe, pero al poco rato regresó triunfante, con el pecho henchido de victoria, diciéndonos que contra la revolución nada podía, mucho menos un par de policías ignorantes, de ésos con uniformes de pelo de burro. Con Millo, Martínez y González fundamos el atrabiliario periódico El Aguijón, del cual me nombraron director y que imprimíamos en mimeógrafo en plenas instalaciones de la Juventud Comunista, a donde nos escapábamos por las tardes a preparar las sandeces que se nos ocurrían, trascribirlas al papel esténcil con una máquina de escribir pero sin cinta, para que los tipos agujerearan en formas de letras la superficie, por donde habría de pasar la tinta; los dibujos se hacían directamente sobre el papel esténcil con una especie de repujador metálico, y el encargado de realizarlos era Martínez, un excelente dibujante además de eximio matemático. Era un mimeógrafo manual, cuyo rodillo se hacía girar a mano con una manivela, pero que, al final de cuentas, permitía sacar muchas copias con una rapidez inverosímil. ¡Y embadúrnele tinta que se está acabando! Recuerdo que el periódico quincenal costaba 30 pesos y lo vendíamos en la jornada de la mañana y de la tarde a la hora del recreo (ahora dizque se dice brake, ¡terror!), y aunque no sobrevivía de sus ventas ni de su publicidad, permanecía en pie gracias a la subvención de los de la Juco. Millo se lanzó a la guerra contra el profesor Casas, un gordito grande que le fascinaba la tauromaquia, le encantaba hablar tiernamente de mujeres desnudas acariciadas entre la premura de un loco amor, y que se parecía increíblemente a Pacheco, el mismo de la televisión. Casas solo le dictaba religión a los cursos inferiores con eso de Yo soy el camino, la luz y la verdad, pero era el papá Goriot del colegio, y hasta los revolucionarios oídos de Millo había llegado el rumor de que el profe de religión hablaba mal contra los camaradas del colegio, que ya éramos un grupito reconocido con fama de alborotador. Millo me dijo que escribiría un artículo en El Aguijón en contra del profe Casas, y que lo firmaría por lo que yo no tendría problema, porque por aquel entonces a los docentes no se les podía ni siquiera mirar mal. Así se hizo, tildando con insólita osadía al docente de abejón mierdero. ¡Zuaz! Se nos vino encima el mundo: El director de El Agujón, es decir, yo, y el comité editorial fueron a parar al juicio sumario del Concejo de Profesores, presidido por el señor rector. A Millo lo expulsaron en el acto y fue a parar a un colegio burgués, y el resto, incluyéndome a mí, obtuvimos el honor poco grato de una matrícula condicional y la fea sentencia de un tres en conducta, con una anotación deprimente porque en sus escritos irrespeta a sus profesores. Yo seguí viendo a Millo por dos años más, pues íbamos con frecuencia a la casa de la Juco, y manteníamos actividades extraescolares para cumplir con las tareas políticas. Con fervor revolucionario, Millo y yo estuvimos en la campaña presidencial de Hernando Echeverry Mejía, un liberal de izquierda que representaba a la UNO, una coalición que aglutinaba a los movimientos de izquierda en las elecciones presidenciales de 1974, en donde ganó el exrevolucionario Alfonso López Michelsen. Aquellas elecciones se destacaron porque en ellas participaron tres hijos de expresidentes, incluyendo al ganador, a María Eugenia Rojas y Álvaro Gómez. Bueno, aquello eran los primeros intentos de una izquierda unida en la incongruente desazón de sus amarguras, pues a Tirofijo lo mataban casi a diario, el M-19 agitaba como chiquillos locos el ambiente político y había no sé cuántos grupos guerrilleros más, incluyendo uno con vocación sacerdotal de Golconda, y que todavía pervive con las siglas de ELN. De un momento a otro, como arrastrado por el vendaval de la ignominia, Millo desapareció de la faz de la tierra hasta que muchos años después vi su fotografía en un panfleto de se busca, con el pomposo alias de Andrés París. Tuve que hacer un enorme esfuerzo por reconocerlo y por creer lo que asombrosamente estaba viendo en los anuncios. Ahora lo veo, ya no con su cara de niño bien, en las conversaciones de la Habana, sucumbiendo ante una nueva clase burguesa de tinte marcialfarquiano. Eso sí, su tono particular de voz y sus gestos siguen exactos, porque eso, a pesar de las arrugas y de la calvicie, el tiempo no los puede borrar, ni siquiera en el rictus de la muerte. A veces me pregunto que si se acordará de mí, pues yo fui por mucho tiempo su escudero.
Con eso y todo, logré pasar a sexto y continué liderando, especialmente, los actos culturales del colegio y, para completar, me nombraron, por elección democrática, director del periódico oficial de la institución, para que no quedara en manos de los mamertos, y que pudiera ser censurado, digo, supervisado por el profesorado. Ese cargo no lo desempeñé, como tampoco se pudo hacer el concurso de cuento, porque al instante se vino una huelga de docentes, tan larga que envejecí en el intento. Me atuve a la radio, y nada, el paro continuaba, hasta que un día, sin libros y sin esperanza, con una ruana puesta, me dio por ir al colegio a ver qué pasaba en realidad, y, ¡oh sorpresa!, estaban en clase. ¡Ya llevaban más de una semana de clases! Los profesores habían llegado a un acuerdo con los padres de familia para suspender el paro, aunque éste continuaba en el resto del Distrito. Vale la pena anotar que por aquel entonces no existían los celulares ni el correo electrónico. Entré asustado, aparecí en el salón de clase y mis compañeros y el profesor me miraron
--¡Bermúdez, pensamos que se había ido para la guerrilla!