RUBÉN FERNÁNDEZ -URUGUAY-

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Docente jubilado después de treinta y ocho años de labor en diferentes subsistemas de mi País. Nací en Uruguay, en una pequeña localidad de la frontera con Brasil llamada Chuy. Allí crecí, trabajé y crié a mis cuatro hijos. Hoy estoy radicado en La Paloma, balneario de la costa atlántica del Departamento de Rocha.
País: URUGUAY
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SANGRE SOBRE SANGRE

 


La ceremonia del sacrificio había comenzado. La sangre bañaba los cuerpos desnudos de las víctimas propiciatorias que se habían elegido para el ritual. Alguien, quizá el sacerdote, blandía dos cuchillas de acero relucientes a la luz de las antorchas que iluminaban la escena. Sangre por doquier. Visión de un rojo viscoso que olía a muertes.
Esta visión recurrente comenzó a amenazarme en la adolescencia, parecía venir  de un tiempo que no lograba ubicar en ningún  espacio de mi vida, ni en mis más terribles pesadillas infantiles  o ,en eso que llaman realidad aquellos que están seguros de habitarla. No era mi caso. La mía, estaba convencido, nada tenía que ver con esas otras paralelas o tangenciales. Desearía haber nacido en algún lugar perdido de las campiñas galesa o francesa; exactamente en la región del Valle del Loira, con campos cultivados hasta el horizonte, castillos abandonados y deliciosos vinos blancos. El destino me fue esquivo y me arrojó a este barrio de casas sucias, árboles achaparrados y gente miserable a la que nunca habría querido conocer. La visión de sangre aparecía en cualquier momento, pero con mayor insistencia durante las noches de insomnio, en las que leía con desesperación a la luz de una vela hasta que el sueño me vencía. Se iban agregando detalles: las vestimentas livianas de lino blanco manchadas, los adornos de los cabellos, la desnudez de las sacerdotisas de pechos turgentes y pubis minúsculos, los detalles grabados en los mangos de las cuchillas.
Algunas veces, pocas, pienso en mi historia personal y  cuestiono en  qué   etapa fui feliz. Con dolor me respondo que en ninguna. Siempre fui un niño enfermizo. El médico, ante cualquier dolencia recetaba hasta tres docenas de inyectables de penicilina. Mi madre nunca entendió el terror que se apoderaba de mí cada vez que venía la enfermera a inyectarme. Gritaba, aullaba, lloraba y le pedía a diosito que la poseedora de la fatídica jeringa que con una aguja inmensa se clavaría en mi magro cuerpo, reventase en el dormitorio quedando la roja sangre en las encaladas paredes. Juré ser bueno, sin resultados, para que ese milagro sucediera. Ella, sorda a mis plegarias, se ensañaba con mis esmirriados glúteos y clavaba su dardo curativo mientras mi abuela y mi madre me sujetaban como dos cómplices en ese detestable acto. El odiado ritual se cumplía sin variantes. Seguía llorando e hipando otro rato, pero a nadie daba lástima. Ellas volvían a sus vidas como si nada hubiese sucedido.
Durante mis convalecencias leía todo lo que llegaba a mis manos, pero era poca cosa. La pasión por el valle del Loira, creo que  nació cuando llegó a mí un viejo libro de un ignoto poeta francés, que contaba con la correspondiente traducción al español. Me divertía seguir el orden de las palabras que conocía y jugaba a que escribía en francés. Escribía largas listas en los dos idiomas, de acuerdo  a lo arbitrario de mis decisiones al hacerlas concordar, sobre el papel de estraza, que abuela me alisaba para  volver a utilizar. Con ellas inventaba mínimas historias “en francés”. Lamento no haberlas conservado. Hoy serían un interesante documento para los estudiosos de la lengua. Mi abuela era analfabeta y nunca se enteró de estas cuestiones que ocupaban mi tiempo durante la infancia.
Tenía pocos amigos. El fútbol no me interesaba y si pateaba la pelota era para formar parte por un corto tiempo de la vida de los otros gurises. Mis juegos eran más rebuscados. Cuando lograba conseguir adeptos, les hacía representar escenas e inventaba diálogos y ocurrencias del momento. Al principio lo aceptaban por lo novedoso, pero carecían de constancia. Pronto se aburrían de estar como estatuas y me abandonaban con un montón de hojas de diario que utilizaba para caracterizarlos.
Un día, le mostré a la maestra (creo que estaba en cuarto año) lo que había escrito en mi inventado francés. Me preguntó que significaba, le respondí que era francés y dijo que me dejara de bobadas y que memorizara las tablas de multiplicar, que aún no las  había aprendido. Tiró mi inventada traducción a la papelera, y yo me fui al patio a ver como seguía ese previsible mundo de la escuela. El único momento interesante en ella era cuando teníamos función de cine. Amaba aquellas sesiones. La maestra nos prestaba la revista “El Grillo”  a todos los que no teníamos almohadón y todo el turno se sentaba en el piso del amplio corredor, que oficiaba de espacio para todo tipo de actividades fuera de las aulas. Salir del salón de clases ya era una aventura en esas cuatro horas de prisión infantil. Las maestras chistaban reclamando silencio y el director, quien manejaba un viejo proyector, se afanaba en los detalles para dar inicio a la función. Las ventanas cerradas, la oscuridad envolviéndonos, el silencio al fin conseguido y aquella luz enceguecedora sobre la pantalla, eran una invitación a la aventura. Siempre  comenzaba, ya lo sabíamos, con la proyección de algo aburrido sobre la Segunda Guerra Mundial y lo valientes que habían sido los británicos en esas luchas inútiles. Con mucho esfuerzo, a causa de mi característica ansiedad, me quedaba quieto sabiendo que terminado el documental, vendría la diversión. Recuerdo aquel día cuando en la pantalla aparecieron las palabras  “Gold Rush” y debajo  el subtítulo en  español: “La fiebre del oro” y con grandes letras, Charles Chaplin. Había leído sobre sus películas en las revistas “Radiolandia” que tenía mi madre. Incluso, recordaba algo que también había leído en unas “Selecciones del Reader´s Digest “que me prestaba una vecina. El eterno vagabundo abandonado en un lugar de mucha nieve, cocina un zapato al no contar con ningún otro alimento. Afortunadamente mi abuela no conocía esta película,  sino tendría argumentos para aquellos días en que me negaba a comer sus pucheros. El pordiosero hace  bailar unos panes mientras se escucha una música maravillosa, se enamora de una preciosa muchacha y como todas las buenas historias, se hace millonario. No nos permitían aplaudir, sino yo lo hubiese hecho enseguida que aparecía  “The End”.
Caminando al aula, me imaginaba siendo Charles Chaplin. En cuanto llegase a mi casa buscaría en el mueble donde mi madre guardaba sus modestos adminículos y artículos de maquillaje y frente al espejo de la cómoda, con un lápiz graso me ennegrecería los ojos y me haría un bigotito para parecerme a él. Mi abuela, me vio meneándome  y caminando como un pingüino, como lo hacía mi héroe del cine mudo, escupió diciendo: “Este gurí está quedando chiflado en esa escuela que nunca me gustó y las maestras que son raras y el director peor…la madre sabrá. Mucho mejor era la escuela a la que ella iba en el campo. Ahora es tarde pa’ todo. Nunca más volveremos allí.” Y seguía pelando boniatos y papas para el almuerzo, encerrada en sus pensamientos centenarios. A veces, los ojos se le nublaban y se los secaba con el borde del delantal.
Las maestras no nos dejaban hablar en portugués. Los brasileros en el Brasil, decían. El Brasil estaba cruzando la calle principal, era una línea incierta llena de baldíos a ambos lados y una profunda cuneta que ya se había llevado hacia el Arroyo a varios borrachos. Me encantaba pasar de un país a otro contando los pasos que de pronto me transformaban en extranjero. Eran casi ochenta pasos para falar portugués. De estas cuestiones no hablaban las maestras y nosotros tampoco. Cuando leí a un poeta que contaba su historia de vida y decía:”…el Chuy tiene un recorrido bastante errático, según las lluvias y los vientos, o tal vez el humor, de modo que nadie puede prever  un día dónde empezará un país y dónde acabará el otro al día siguiente.” Su nombre es Alfredo Fressia y nada conocía de él. Otra frase que rescaté de su libro: “La poesía nos deja en estado de absoluta libertad.” Dos frases que escribí en hojas  y pegué en una pared de mi habitación.
Como siempre sucede, el tiempo pasó y un día descubrí que mi cuerpo se había cubierto de vellos y la cara de granos. Detesté la imagen que me devolvía el espejo. Me metí en la cama y pasé todo el día en ella, mirando las manchas  del cielorraso  y fumando cuando nadie andaba cerca de la pieza. Abuela preguntaba cómo me sentía, inventé algo, me acercaba alimentos, preparó tisanas sanadoras con todos los yuyos que conocía. Me mantuve impertérrito y ella dejó de preocuparse en cuanto vio que hablaba y respiraba. Mi madre trabajaba muchísimo y llegaba exhausta al anochecer. Pensaba que en cuanto saliera de la crisálida sería otra persona. No imaginaba a esa edad que el tránsito sería muy doloroso y que dejaría marcas imborrables. Necesitaba cambiar y el tiempo para eso, pasaba muy lentamente. Entonces decidí teñir mis grasos y negros cabellos. Volqué un frasco de agua oxigenada sobre mi cabeza que la transformó en una mezcla rojiza y amarillenta. Todo, en una época en que estas cuestiones estéticas no eran bien vistas; un machismo a ultranza obligaba a no salir de los cánones  estipulados. Se era macho o no. Yo no sabía quién sería en el futuro. Sí sabía que sería una buena persona. Eso me lo habían inculcado mis mamuskhas  y no tenía dudas que nunca robaría, ni  mataría,  ni practicaría otros actos horribles, como los que leía en una revista sensacionalista llamada “Al Rojo Vivo”. Hechos horribles como lo que le sucedió a una amiga de mi madre. Acostumbraba ir a su casa. Era una muchacha amable y sonriente, que la mantenía tan limpia que me hacía limpiar el calzado en forma exagerada cuando entraba. Le contaba todo sobre mí, incluso sobre esa visión  de sangre que volvía cada día, dejándome una sensación extraña en el estómago y el corazón golpeando mi magro pecho; ella escuchaba con atención sorbiendo  lentamente el café renegrido con que nos regalábamos y unas galletitas con las que me invitaba, mientras me contaba, también, de su pueblo en el Departamento de Rivera. Me mostraba en el mapa  para que viera que era muy lejos. Usaba una cadena en su cuello con un pequeño crucifijo de plata  que tocaba y acomodaba  cada vez que hablaba. Gesto que me enamoró; parecía una chiquilla asustada. Dijo que no me preocupara, que esas imágenes eran algo común cuando se tiene una imaginación exacerbada por todas mis lecturas. Me tranquilizaba cuando estaba con ella, pero el rojo de la sangre quería nublar mi vista si no mantenía el control de mis pensamientos. Se llamaba Gloria (como Gloria Gaynor cantando “I Will Survive”) y un día apareció muerta, asesinada por múltiples puñaladas. Mi visión y ya pesadilla constante, se hizo presente el día que me enteré del suceso. Sangre, mucha sangre dejando todo escarlata y aullando de dolor carmesí y tragedia roja y ella sacrificada por un amante que no aceptó la separación. Dijo mi madre que el novio la había matado, cuando se enteró que el dueño de una posada del pueblo la mantenía.
Sangre bañando el cuerpo de mi joven amiga y el acero hendido en la blanca piel.
Lloré sin que se enterara mi abuela, a ella nunca la había visto hacerlo, siquiera cuando murió el tío Juan y otros parientes. Toda la tristeza se había anidado en su leñoso cuerpo imparable y que corría como savia de dolor por cada una de sus viejas arterias. A mí me gustaba llorar y sorber las saladas lágrimas como una recompensa que hacía más doloroso el trance. Nunca sería fuerte como mi tío preferido: alto, calvo, pesado, con todos los músculos queriendo romper su gruesa camisa, siempre acalorado, sudando con el hacha en la mano cortando la leña para todo un largo invierno.
Sangre, mucha sangre en la habitación de Gloria. Su suave y blanca colcha que tanto cuidaba, manchada hasta el olvido. Su tocador y espejo salpicado de manchas rojas, sus ropas íntimas, sus pantuflas rosas, sus blancas sábanas mantenidas así con el jabón y el sol de enero, cuando las lavaba en el arroyo, aquella tiara de flores que tanto gustaba usar y con la que nos habíamos sacado una foto con la pequeña Kodak, que mi madre me había obsequiado en mi cumpleaños dieciséis y en la que parecía Frida Kahlo sin Diego Rivera, quien siempre la afeaba con aquel cuerpo enorme de bebedor de tequila y tonta sonrisa mejicana. Todo rojo: sangre, escarlata, húmeda ,pringosa, muerta…
Con Gloria teníamos un secreto. Ella era muy joven y me veía como a un hermano menor. Yo estaba enamorado de ella. Me dolía saber de ese novio amante que la visitaba  por las noches y no soportaba  imaginar que mancillara aquel cuerpo blanquísimo, que recordaba al de Santa María en la imagen que estaba en la iglesia, donde había hecho mi primera comunión, libre de todo pecado para la eternidad. Amén. Un día le regalé una preciosa cajita de madera que había encontrado tirada en la Avenida y a la que decoré con detalles de cariño, con los pocos materiales  que contaba. Quedó boquiabierta y la examinó en los mínimos detalles. Dijo que era uno de los regalos más hermosos que había recibido en sus veinte años. Quedé  estupefacto con esa revelación. Propuso que en ella guardaríamos nuestros secretos más íntimos, como había visto que hacían  en una película, allá en su lejano pueblo del norte. Cada uno los escribió en pequeños trozos de papel que después enterramos en su jardín,  bajo un esplendoroso jazmín. Cavamos la  fosa y enterramos la caja con nuestros oscuros  secretos.
Con su muerte recordé el lugar exacto donde estaba sepultada aquella caja de Pandora y hasta el  rascar de nuestras uñas en la tierra seca y pedregosa. Ninguno de los dos habíamos leído lo escrito por el otro Ésa había sido una de las condiciones que había impuesto.
Muerta y enterrada en el pobre cementerio y en una anónima  tumba. Volví al jazmín de su jardín. La casa estaba cerrada. Nadie en los alrededores. Horadé la seca tierra en aquel verano fatídico, con mis manos desesperadas, necesitando saber el secreto que guardaba aquella caja. Me sentí como un violador, pero era imperioso conocerlo antes de ser simple  comida de gusanos. Quizá esa imprescindible lectura me permitiría  entender algo de aquella desgracia. Con exagerados cuidados la abrí después de rescatarla de la oscura tierra con olor a raíces. La sostuve  a la luz del sol soplando el polvo acumulado, para iluminarla después de tanto tiempo. Los gusanos habían intentado descubrir nuestros  secretos, sin éxito. Habíamos escrito en papeles de diferentes colores. Ella había elegido el rojo, yo el sepia. Abrí la caja y mi corazón latió con desesperación. Los separé en dos montones y con las manos temblando comencé a leer lo escrito por ella. La imagen volvió como un golpe seco como en una puerta cualquiera que se cierra. El rojo de la sangre cubriendo la escena que intentaba esclarecer.
Temblando leí su primer e íntimo secreto: “Quiero que Roberto me ame.” Conocía a ese Roberto y enseguida lo odié. “Desearía que mi madre me perdonase por haberme convertido en una puta.” Mis lágrimas, a medida que leía, también se iban convirtiendo en sangre. Roja sangre que me impedía continuar leyendo: “Quiero pedirle perdón a mi hermana por haber besado una vez a su novio, como una loca, aquella noche de navidad.”, “No quiero que Walter me pegue cada vez que tenemos sexo.”, “No quiero acostarme con  Don Manuel  porque me pague el alquiler.”, “Quisiera tener hijos, uno, que se pareciese a su abuelo o al tío Adolfo.” Continué llorando ante cada una de sus íntimas confesiones.
Con temor y con el corazón rompiéndome la piel, sin aire, tomé uno de los papeles que hablaban de mis secretos en ese rito iniciado tiempo atrás. Desdoblé el papelito y reconocí mi letra extraña y rebuscada  al leer “Siempre te amaré.” “Toda roja por la sangre en tu inmaculado dormitorio. Hasta la eternidad.”, “Sería capaz de matarte si no logro que me ames.”
Había comenzado el sacrificio. Todo el ritual repitiéndose, que conocía desde antes de nacer: el altar, el ensordecedor sonido de los tambores, los gritos de la plebe, el sacerdote ascendiendo la escalinata con las dos cuchillas en sus manos. La víctima propiciatoria: blanca, menuda,  negros cabellos y una extraña cadena en el cuello de su desnudez absoluta,  rematada con una  cruz de plata de otros ritos.