VÍCTOR M. CAMPOS -MÉXICO-

PÁGINA 41

                   >

Víctor M. Campos (CDMX, 1976) se formó en el Taller Levreriano de Escritura Creativa, dirigido por Carmen Simón. Es licenciado en Docencia del Arte. Además,  cuentista publicado por el Fondo Editorial de Querétaro y por distintas revistas y plataformas como Hysteria, Temporales, Katabasis, Monolito, Bitácora de Vuelos, Acuarela Humanística, Anuket, Interliteraria, Ipstori, etc.
 

 

REDES Y DATOS DE CONTACTO
Fb: https://www.facebook.com/EmeCamposVictor/
Twitter: https://twitter.com/campos_eme
Ig: https://www.instagram.com/wokexican/
Email: http://tallerdelevrero@gmail.com
WA: +52  442 328 3641
 

 

ASÍ FUNCIONA EL BISNES

 

 

 

¿Cuándo se ha visto una quimera aprehendida por una investigación oficial?

Gabriel Zaid

 

 

 [ PARTE I ]


Ya iban por ella.
No tenía que sonar el teléfono para saberlo. Ese artefacto era parte del pasado igual que los motivos por los que iban a chingársela. Vio pasar esa Lobo por quinta o sexta vez. Ella bien sabía que todo el mundo tiene derecho a su venganza; que todos tenemos de quién vengarnos y lo más importante: que siempre hay alguien esperando el momento para vengarse de uno.
          Hay que andar a las vergas.
          Se metió las últimas dos rayas y se acabó la cerveza de un trago. La Lobo pasó de nuez y supo que el momento había llegado. Ora verán hijos de su puta madre. Se fajó la nueve, ese fogón que le diera su jefe y que nada tenía que ver con la faramalla de baños de oro y brillantes muy del gusto de los pendejos con los que tenía que tratar todos los días. Se aseguró de llevar un par de cargadores extra, su bilé que tanto le gustaba y algo más de polvo para maquillarse por el camino.
La noche era espléndida. Contra el cielo abierto se recortaba la silueta de los cerros. Si tocaba morir esa noche, no había falla. No le parecía tan jodida como tantas y tantas otras. La muerte, le había dicho su jefe entre risas, era como una atdutción. Ni duele, mi´ja. Eso recordaba ella mientras salía de Metepec con las luces apagadas y a vuelta de rueda en su estaquitas.
Ya en la carretera, aceleró.
Le caería sin decir agua-va al Güero. Ese puto estaba detrás de todo esto. Pinche maricón, dijo, mientras se metía por una brecha que la llevaría a San Baltazar, y de ahí pa´rriba. El Güero se iba a cagar cuando la viera. Tarde o temprano vamos a pagarlas todas juntas, pero, antes, hay que hacer que paguen los que nos la deben. Así funciona el bisnes: ahi te encargas. Eso le dijo su jefe antes de morir desangrado.

 


[ PARTE II ]


Ella nunca preguntó por su pasado.
Había ido a dar al pueblo ese, y punto. Su jefe resultó ser el bueno: le había dado techo y comida, y algo parecido a un futuro. Uno incierto y más bien tirándole a puteado, pero, como haya sido, un futuro. Ella no perdía el tiempo haciéndose preguntas pendejas sobre lo que importaba y ya no importaba saber. Una vez que sacaba conclusiones, no había vuelta atrás. Su jefe se reía de ella por malpensada, por seca y cabrona, solía decirle. Ella se dejaba pellizcar las mejillas por él; sólo por él quien fue el único que tuvo algún derecho de ponerle, paternalmente, una mano encima.
Al menos hasta que apareció el Güero.
Ese cabrón la enamoró ensillando yeguas, capando marranos y armando desvergue y medio en cada jaripeo. Pinche Güero vende-quesos. ¿Quién lo viera tan hijo de puta con su cara de menonita y esos dos ojitos de agua limpia iguales a los que le iluminaban la cara a él, su jefe, incluso aquella noche cuando ella tuvo que cerrárselos para siempre? Aún se la debían pero, en cualquier rato, se las iba a cobrar.
Con la única uña que se dejó crecer hizo cucharita en la bolsa y se polveó la nariz. En una vuelta del camino vio venir las luces de San Baltazar, pinche pueblo culero que, sin embargo, la había convertido en la que era. Del cinto sacó la nueve y le quitó el seguro; la atoró entre la palanca y el asiento del copiloto. Al otro lado estaba la subida hacia los cerros, pero, primero, tenía que atravesar el pueblo.
Calles vacías y polvorientas mal iluminadas por un feo propósito y por esas luminarias que daban vida a hervideros de insectos ciegos. Nadie por aquí: nadie por acá. La plaza es de quien la arrebata. Ora verán, pinches putos a la verga. La calle principal llegaba a su fin y ahí mero empezaba la subida: ese tramo de oscuridad y curvas que parecía conducir los destinos para abajo, al infierno, pero en realidad subía y subía. Ahí estaba el risco donde vio a lo lejos, por primera vez, a la voladora. No podía creer que tal cosa existiera, pero fue su jefe quien la convenció contándole qué pedo con esas lucecitas que se movían de aquí para allá en medio de la noche: los pendejos les dicen otnis. Él siempre había sido ley así que decidió creerle aquel cuento.
Ahora, ese risco estaba desierto.
Las curvas y la negrura se hicieron más espesas. No obstante, ella, sin luces ni nada se sabía ese camino que desde chirga bajaba y subía ayudando en los jales a su jefe. Los animales más peligrosos son los que pueden ver en la oscuridad. Así ella. Y los que habían decidido jugarle al vergas bien sabían que no se iba a quedar con los brazos cruzados. Por eso se trepaban a los cerros: no por putos sino por pura precaución, decían, sin poder reprimir la risa.
Un par de faros apareció en el retrovisor. Ella agarró la nueve y al mismo tiempo aceleró. Alguna brecha en la brecha le ayudaría a esconderse, pero había que encontrarla antes. Segunda y tercera, palanqueando; tercera y segunda metiendo y sacando clutch, pura subida; hundiendo el acelerador y levantando nubes de polvo invisible en la garganta negra de la brecha. Sin forzar mucho la máquina encontró un hueco entre las matas para meterse y esperar. Al cabo de un rato los faros siguieron de largo y ella les puso cola. Así, una atrás del otro, llegaron hasta aquel jacal cerca de la pista de aterrizaje.
Bajó un ruco barrigón, con texana y cuerno, azotó la puerta de la troca y se perdió al cruzar la mojonera. Ella se fue detrás, unos pasos, llevando el fogón en las manos, listo para finiquitar el bisnes.
Es bueno dejar que los perros ladren. De ese modo sabes qué ideas pendejas les cruzan por la cabeza. A lo lejos se oían los ladridos de los perros, quizá allá abajo, en el infierno. Lejos. Pero más cerca, acá por la fogata, se escuchó el cruce de palabras entre el barrigón y el Güero: 
—Nada, Don Güero.
—¡Esa pinche perra!
—Ya llevo varios días dándome mis vueltas por Metepec, y nada. Todo cerrado en su jacal. No hay movimiento. Y naiden ha visto nada.
—¿Y en San Baltazar?
—Pos usté mismo escucha los radios: todo muerto. Como si se la hubiera tragado la tierra.
—¡Mis güevos, qué! Esa perra ha de andar por ahi a salto de mata. No se va a quedar así tan tranquila.
—Esa ya se juyó, Don. Ya no tiene a naiden aquí.
 
En la oscuridad, sin decir agua-va, se escuchó el doble clic al cortar cartucho.

 

 

[ PARTE III ]


Un tiempo ella tuvo un nombre, unas aspiraciones, una idea de lo que podría ser su vida lejos del rancho. Fue un rato a la escuela, pero no le gustó. Pinche gente pendeja, decía, cada sábado al volver; gente que no sería capaz ni de retorcerle el pescuezo a una gallina, pa´qué madres podía servir en la vida. Pa´obedecer, mi-ja, ¿pa´qué más?, le respondía su jefe. Usté no se agüite. Lo intentó una segunda vez pero la gente era la gente, que no la bajaba de una ranchera, y decidió dejarlo por la paz. No se arma. Mandó a la verga Puebla y se regresó al rancho. Su jefe dejó de llevarle la contraria y mejor le enseñó todo lo que había que saber: capar marranos, matar víboras, a jalarle primero con conejos y tlacuaches, luego con los perros y así, animales más brutos cada vez; a distinguir entre las yerbas ponzoñosas y las que nomás quitan el empacho; a sembrarlas que, a fin de cuentas, ahí estaba el bisnes. Ella abandonó unas aspiraciones que no eran suyas e hizo suyas otras que tampoco lo eran, pero que estaban más mamalonas. De Puebla sólo se trajo unos bilés de ese color que tanto le gustaba y del que su jefe se reía tanto. Mejor agárrese una pitaya, mi-ja. Pero ella siguió yendo a Puebla, de vez en vez, por sus bilés de señora de la Angelópolis sin hacer caso de las burlas. La Pitaya fue como la bautizaron en el rancho hasta que ella creció y fue agarrando unos modos más y más feos así que, poco a poco, ya nadie se atrevió a llamarla así. Y quien lo hacía, no la contaba. El color de sus labios se hizo famoso por las rancherías del rumbo y por todo Metepec hasta que llegó a oídos del Güero.
Se conocieron en un jaripeo y a ella le gustó ese güerito baboso que montaba toros salvajes y no se dejaba tirar tan fácilmente. Ese güerito no pudo evitar que sus ojos de agua limpia se quedaran prendados de aquella boca rellenita y encendida de fucsia intenso. Se vieron, hicieron cambio de luces, se treparon en una troca y jalaron pa´l cerro. A su jefe no le hizo gracia e intentó advertirle, pero tampoco se armó. Ella no era el tipo de mujer al que se le pudiera decir que hacer. Su jefe lo sabía mejor que nadie así que a pesar de los pesares, amachinó. El Güero, al fin, pasó a formar parte de la familia y del negocio hasta que un día, con unos tequilas de más, se le hizo fácil, en pleno jaripeo, alzarle la voz y luego quesque una mano. Ella, nomás por ser la primera vez, le apuntó directito a los güevos. Él bajó la mano y agachó la cara. Frente a la burla del pueblo se quedó mudo de esa mudez envenenada de resentimiento. Y así, calladito, se dispuso a esperar su momento. El negocio iba bien y nadie se metía con nadie. Fue una noche en que ella supervisaba el movimiento de las trocas en el cerro que escuchó, clarito, los vergazos allá abajo. Dio la orden de que alzaran todo y se pusieran al tiro. Ella se trepó a la estaquitas, con el fogón a un lado, y bajó en chinga por curvas y brechas hasta llegar al risco. Ahí lo encontró: tumbado de cara al cielo límpido, muriéndose de tres plomazos. ¡Qué pedo, jefe! ¡Qué pedo! Te dije que ese cabrón no era de fiar. Ella apretó las mandíbulas y se negó a llorar sobre el rostro de su jefe. Él le sonrió y le dijo, Mira, ya viene por mí. Ahi te encargas. Ella lo acogió en el regazo y el jefe se dejó llevar por esa luz luego de apurar sus últimas fuerzas en aquella sonrisa del adiós.

 

 

[ PARTE IV ]


El pasado fue el primero que bailó las calmadas.
Cuando el presente se hace presente, no hay pueblo lo suficientemente grande para que quepan dos hijos de la chingada de ese calibre. Ella le ordenó al barrigón que se pusiera de rodillas, que se llevara las manos a la nunca y le dio chance de que se rezara su último Padre Nuestro. Cuando iba por ahí del Líbranos de todo mal, ella le jaló, pum, pum, y así, de dos plomazos, se deshizo de él. El Güero, con los güevos en la garganta, nomás vio cómo caía el otro de lado, con los ojos para siempre abiertos, como para no poder dejar de ver cómo te lleva la verga. 
—¿Qué pasó, mi Güero? ¿Qué haciendo?
—…
—Te hablo, cabrón.
—¿Qué pasó, Pitaya?
—Nada. ¿Qué va andar pasando? ¿Y tú? —dijo ella luego de retocarse el color de los labios.
—Pus aquí, nomás.
—Ya veo, sí. Escondidito, como el macho lomo-plateado que´res.
—No empieces.
—¿Yo? Si el que se culeó fuistes tú.
—Tú nos mandaste a la verga a todos.
—Se chingaron a mi jefe y me querían chingar a mí. ¿Qué esperabas, Güero?
—Yo no tuve nada qué ver.
—Herria, qué. Debí meterte un plomazo ahi mismo. Por perro. Mi jefe me lo alvirtió, pero yo por...
—Yo te sacaba el jale, era tu marido: yo…
—Ya cállese. ¿Mi marido? No mames, Güero. Eras mi perra; una muy traicionera, por cierto; como doña de la Angelópolis.
—Pitaya…
—No te agüites. Eso ya fue —dijo y lo encañonó.
—No, aguanta la risa, Pitaya. Pérate: tú ni sabes qué pedo. Aguanta. Te voy a contar cómo estuvo…
—Cállate, pendejo. ¿No ves qué hago con el pasado, o qué? —El Güero miró al otro, más muerto que la chingada, tirado como un costal; despatarrado ahí en el suelo como un marrano al que recién hubieran capado—. ¿Quieres rezar o así?
—Pitaya, tu jefe no era tan ley como tú creibas: jalaba con los guachos; además, yo también era su hijo y tenía derecho a …
—Cállese… —Ella le jaló un par de veces y todo lo que pudo haber alargado innecesariamente esta historia se fue con el Güero. Ella se puso más bilé y ahí merito se le acabó. No volvió a comprarse uno en toda su vida. 
El error es el mejor amigo del hombre.
De ahí pa´l real, en vez de darles viada a los que intentaban morderle la mano, ella ocupó una solución más pituda. Durante un mes seguidito se oyeron los putazos secos de la nueve martillando en las brechas, allá en la noche esplendida. Luego, aquellas lucecitas que se movían de aquí para allá bajaban a recoger todo el cagadero. Así, poco a poco, se fue limpiando el rancho de aquellas plastas por las que mejor ya nadie preguntaba. Al tiro con la voladora, putos, les advertía. Ella se las cobró y recuperó la plaza.
Así funciona el bisnes.