JESÚS LLANES ESQUIVEL -MÉXICO-

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Narrador y poeta. Ha logrado primeros lugares en certámenes literarios convocados por prestigiosas universidades e instituciones, nivel estatal, nacional e internacional. Autor del libro de cuentos ya agotado: Ciudad Ideal. Acaba de publicar su segundo poemario: Morir Amor Morir. Participó en antologías de sellos editoriales de otros estados como Guadalajara y Ciudad de México. Acaba de ser publicado un relato suyo en España. La UACM, le entregó un reconocimiento por su aportación a la sociedad humanística y filosófica. Su trabajo recién ha sido reconocido en Mazatlán.
 

EL GRAN PÁNICO
 

A Patricia Carmona Guzmán.
Dulce compañía.

 
El policía corrió tras él. El muchacho dio saltos hacia a la Plaza Mayor. Desde arriba le hizo señas obscenas al oficial. Estaba por amanecer.
Tony Mandrake repudiaba a ese muchacho que dibujaba “el Ojo que todo lo ve” en muros, cortinas metálicas, colegios, fábricas, iglesias, ensuciando también los modernos edificios.
Mientras lo perseguía, a Mandrake le inquietaba el posible origen del grafitero. Quizá era un fanático de la hemorragia verbal que sonaba en internet respecto a los iluminados. Al pensar en esto, a pesar suyo, sintió una conexión acompañada por un estremecimiento. Por estar divagando perdió de vista al jovenzuelo. Se detuvo. Imposible no mirar la punta de la loma al otro lado del río donde el alba desplegó su resplandor. Inesperadamente el vándalo, como un tiburón, emergió de las aguas de la fuente principal de la plaza. Tony no pudo reaccionar.
A la distancia lo vio trepar un monumento. Tony, reanudó su carrera. Es mío-pensó-. Pero luego de rayar la estatua el chamaco se tiró al césped, desde donde le arrojó el bote de aerosol al gendarme estrellándolo en su frente.
No podía llevarse las manos a la cara por causa del dolor. Aunque, sentía el dolor de otra índole: “espiritual”, pensó, sintiéndose ridículo. Miró hacia arriba. Una última estrella giraba cual rehilete. Quiso desistir de la persecución. Algún disturbio presagiaba el astro. Por otro lado, capturar a un grafitero antes de prestigio le acarrearía una llamada de atención de sus superiores. No obstante, ese vago había rayado también los traseros de indigentes y prostitutas.
El sol se sentó sobre un pico de la Sierra Madre. En tanto, el grafitero subió las escaleras exteriores del Palacio Municipal hasta el tercer nivel, ahí comenzó a saltar; a pegarse a las paredes, dar maromas y hacer piruetas estilo “Parkour”. Saltando volvió al primer piso y continuó corriendo, dejando a Tony Mandrake, desconcertado.
El chaval cruzó a toda velocidad el puente extendido sobre el río. Al llegar a la otra orilla se le dobló un pie. Mandrake, sonrió. El chico comenzó a cojear. Se dobló su pierna. Cayó bocabajo.
Cuarenta años, veinte de servicio, musculoso, enérgico, brutal, el policía puso sus rodillas encima de la espalda húmeda del muchacho. Jadeaba, galopaba su corazón, sentía reseca la boca. Apanicado, comenzó a sentir como si estuviera sentado sobre sí mismo. Agitado por el terror, tomó al chico del cuello levantando su rostro. Era un niño. Cuando mucho diez y siete años. Con alivio se dijo que “eso”, lo suyo, no eran secuelas del virus, efectos tardíos de la vacuna o síntomas de la “enfermedad del último día”. Con rudeza le puso las esposas. El adolescente giró su cabeza para mirarlo y le sonrió. Mandrake sonrió. Entonces el jovenzuelo pegó tremendo brinco lanzando al policía a dos metros de distancia. Tony Mandrake lo vio correr por la vereda cuesta arriba hacia la punta de la loma. Con furor el policía se puso en pie de un salto. Corrió tras el chiquillo, quien de cuando en cuando volteaba para mofarse de su perseguidor. A momentos, Mandrake sentía que él era el perseguido, entonces, ¿quién era el policía?
Lo enfermaba la impresión de un pasado corriendo en el presente, o de un futuro correteando el pasado. Mientras corría, en el monte de la loma, a los lados del camino, observó personas trastornadas por “El Último Día”. Yacían tirados esperando el día del Gran Pánico. “A este granuja lo violaron tres ancianos beodos”, recordó de pronto Tony Mandrake. “Y regresa a mí para volver a sangrar. ¿O soy yo el que sangro?”, se preguntaba.
El sol quemaba su cráneo. Abajo los colectivos comenzaron a circular. Al pisar la punta de la loma apareció una luz insólita, luz de muerte, y a donde el perseguido se metió gozoso. Atrás quedaron las cosas que son de abajo.
Eran las diez de la noche cuando despertó. Tony, creyó que la fatiga lo había vencido. Ignoraba cómo había terminado la carrera o si la carrera era otro síntoma de la enfermedad. Era un sobreviviente de la pandemia del Covid19, las cepas y la vacuna. En todas las naciones millones de personas comenzaban a sufrir trastornos achacados a esos jinetes. No quiso explicarse porqué el sol seguía abrasando al mundo a esa hora. De pronto oyó la risilla del grafitero. Al voltear lo vio a cortado en trozos dentro de aquella luz de muerte.
­—Esto es una experiencia cercana–le habló un pedazo de esa carne humana–. Todos perseguirán lo que fueron o lo que serán.
—¿Cómo lo sabes?
—No lo sé. También persigo o me persiguen. 
—No he corrido tanto para esto. Estás arrestado.
—¿Por qué?
—Eres un grafitero.
—Soy tu alarido. Antes que todo acabe has tenido oportunidad de verme. ¿Cómo harás para llevarte tus pedazos?
Mandrake vio la ciudad en llamas, las montañas ardiendo. Mares, lagos y ríos hervían. Las aves aleteaban y silbando enloquecidas caían calcinadas. Las bestias salían de las llamas para meterse en otras. Los muertos eran sacados de sus tumbas por la calentura de la tierra. Lo envolvió la hoguera de la desazón. La cabeza del muchacho soltó una carcajada viva.
—Todo ese ardor eres tú–le aseguró –. Has regresado a causa del Último Día, no porque quisieras.
Toda la noche fue fuego. Los ventiladores del mundo se detuvieron. Al amanecer, en la ciudad parecía haberse derrumbado el sol.
—Todos estamos conectados–seguía diciendo algún trozo de carne.
—Conectados a qué–gritó Mandrake.
De nuevo todo el día fue solar. La noche también. Mandrake cerró los ojos esperando despertar y al hacerlo ya no estaba el resplandor, tampoco un pedazo de aquellos restos humanos.
Al descender de la loma vio los restos áridos de aquella gente clamorosa a orillas del camino. El sol seguía aplanándose contra la tierra. Alguien puso un cachito de luna enredado en las ramas de un encino calcinado. Ahora sí comenzó a anochecer. Entonces pudo ver las últimas brasas en la ciudad.
La persecución había tenido mucho sentido y ninguno, porque ahora no sabía si era Tony Mandrake o aquel chamaco, o si lo fue. Veía la sombra de un pasado pisado, y una sombra sin futuro. Los siglos se desmoronaron ante sus pies. Sintió amar esa tiniebla mental, gana de volver a la persecución.
De nuevo pensó todo se debía a las alteraciones dejadas por la pandemia. Algunas fuentes culpaban al calentamiento global. Se hablaba del antropoceno. Mientras caminaba entre ruinas y humaredas sintió las heridas del globo, morada de todos. Le vino a la mente que la tierra no siempre tuvo la misma configuración, tampoco el día y la noche tuvieron siempre la misma duración, ni las estaciones. Y con todo, el planeta había sido un lugar seguro.
No supo la hora cuando frente a él apareció una casa azul con un jardín florido en el exterior. Tenía una puerta de hierro entreabierta. La esquina donde se situaba la casa, la casa misma le parecía a Mandrake haberla visto hacía muchísimos años o en otra vida. Entre más la miraba más lo ahogaba el desasosiego. Se animó y entró. Una mujer morena de caderas firmes lo enrolló en sus brazos, lo besó. Dos niños de chupón se abrazaron a sus piernas. Un perro labrador le puso sus patas en el pecho, le lamió la cara. Aquello era bueno.
—Nadie quiere saber–pronunció la mujer–; somos fantasmas de otros.
—No comprendo. Debe ser la vacuna o secuelas del “bicho”–respondió él.
—No tienes porqué comprender. Son cosas de aquí abajo.
—Dime si vengo o voy o sencillamente lo llevo dentro.
—Cuán necesaria es la noche en nuestras vidas. No te preocupes. Todo está conectado. Por siglos los seres humanos buscamos un final así.
—¿Quién eres?
—Normal que no lo sepas. Te pierdes durante días. Te amo, pero, ya me estás cansando. Creo me has contagiado.
Como sea, Yari le devoró los labios de un beso—: Hace una noche espectacular–le dijo–. Imagino la primera noche desde la fundación del mundo. No sabes quién soy, ni quién eres. Has vuelto a la normalidad. Todos están volviendo a la normalidad. Es lo mejor que puede sucederle a nuestra buena tierra, irnos. Somos el asteroide. Moriremos un segundo antes de la medianoche. Aquí espera. Duermo a los niños. Te espero en la alcoba. Traga tu medicina.
Después de unos minutos el hombre la siguió. Entró en la recamara. No recordaba haber visto una mujer así. Yari, estaba bocabajo con la bata por encima de sus caderas. Su pantaleta se arrugaba en sus glúteos.
—Hazme el amor–gimió ella.
—No me tardo–contestó él, dirigiéndose a la habitación de los niños. Eran hermosos. El momento era hermoso. Cada cual en su cama dormía abrazado a un juguete. Recordó él lo hizo también. Besó sus caritas. Le hubiera gustado morir ahí.
Al volver a la alcoba, Yari le dijo ven, con las manos. Él se dejó caer de espaldas junto a ella apretando con su mano una mano de ella tratando de despertar.
—Hoy habrá lluvia de fuego, según dicen. Nadie habla de otra cosa–dijo ella–. Es el fin del mundo y todos estamos diciendo tonterías.
Lo volvió a besar.
—¿Qué dices?
—No hagas caso. Se acerca el día del Gran Pánico.
Una bola de fuego partió en dos la casa. Los niños llegaron corriendo. Se metieron a la cama con ellos. Otra bola de fuego puso en llamas el patio. El hombre corrió un poco las cortinas. Vio miles de bolas de fuego caer sobre el mundo. Los cuatro se abrazaron esperando su bola de fuego.
Al otro día seguía siendo de noche. Mandrake vio a su familia dormida y se reconoció por fin. Quizá todo había sido una pesadilla; sin embargo, media casa estaba en cenizas. Se alistó. Se despidió de su mujer. Al salir vio al grafitero parado en la esquina de la calle. “Otra vez la persecución”, pensó, poniéndose contento. Iba a corretearlo cuando observó no era el vándalo, sino él mismo, muerto hacía muchos años. Corrió llorando para abrazarse; pero su figura desapareció. Regresó a casa buscando refugio en Yari, quien ya no era Yari, sino su madre o el fantasma de su madre.
—Tony, ven a desayunar. Deja de andar rayando paredes–observó la señora.
El joven Mandrake se sentó a la mesa pensando en todo lo que había corrido un día antes, perseguido por el policía.
—Estás arrestado–le dijo su madre, quien ya no era su madre, sino el grafitero.
Tony Mandrake vio dos batas blancas acercarse a su cama también blanca. Estaba atado. Quizá eran fantasmas de otros.
—El hospital está saturado. Todos los pacientes presentan el llamado delirio del último día, antes del Gran Pánico. Este se cree policía. No reconoce. Tiene alucinaciones visuales y auditivas, habla solo. Se la pasa corriendo. Lo trajo su esposa a quien no veo muy saludable–dijo el asistente a la doctora.
—Duérmelo. No hay retorno–respondió la médica.
Tony Mandrake alcanzó a ver un brazo extendido empuñando una jeringa. Cerró los ojos tratando de despertar.
Fuera de la habitación, a través de un cristal, lo miraba su esposa, quien decía para sí misma: “Y así seguirán sucediendo cosas raras hasta el día del Gran Pánico, designado como el fin del mundo. Todos quieren volver atrás, o ser el recuerdo de alguien.”
—Su marido padece el trastorno del último día. No tiene posibilidades. Para menor desgaste, lo hemos dormido y seguirá durmiendo eternamente. Así es esto.
Yari, abofeteó a la doctora, en tanto le sentenció: Tú eres yo.
Desde ese instante la doctora Yari no supo de sí. Vagaba por todo el sanatorio tratando de encontrase.