ROYSER OMAR RODRÍGUEZ RODRÍGUEZ -PERÚ-

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PÁGINA 31

Poeta, Ensayista y Narrador peruano. Abogado por la Universidad Nacional de Cajamarca; miembro del Gremio de Escritores del Perú; integrante de la APECAJ, autor de la letra del Himno de la I.E. “SAN JUAN” del Centro Poblado Chacapampa, Distrito de Chadín – Provincia de Chota. AUTOR DE LOS LIBROS: “Los presagios del silencio” (Narrativa - 2021); “Manifiesto Popular” (Ensayo Pedagógico, 2013); “Los Ecos de mi Voz” (Poesía, 2012); “Matutina Primavera” (Poesía, 2011); “Los Ojos del Diablo” (Libelo Político, 2009) y “Triste Soledad” (Poesía, 2005).
 
Su trabajo literario ha sido antologado en: En el “MANUAL DE LITERATURA CHOTANA" (Chota, 2013), en la antología poética: “POR AMOR A CHOTA - POETAS DEL BICENTENARIO” (Chota, 2021), en la compilación: “POETAS CAJAMARQUINOS CONTEMPORÁNEOS PARA EL BICENTENARIO DEL PERÚ” (Cajamarca, 2021), en la compilación: “NARRADORES CAJAMARQUINOS CONTEMPORÁNEOS PARA EL BICENTENARIO DEL PERÚ” (Cajamarca, 2021), en la Séptima Antología de Poetas y Escritores Latinoamericanos: “VOCES POÉTICAS LATINOAMERICANAS” y “VOCES DEL ALMA” (México, 2021), en la muestra poética: “EL VIENTO ENTRE LAS HOJAS: POÉTICAS PERUANAS EN EL BICENTENARIO” (Lima, 2021), en la Revista NÉMESIS N° 196, 197, 200 y 201 (Lima, 2021), en la antología poética “LA RAZA PROMISORIA” (Cuba, 2021) y en la segunda antología de poetas y escritores colombianos y latinoamericanos: "AROMAS DE ENSUEÑOS" y "TRINOS DEL VIENTO".
 

 

BLANCA FLOR
 
Por las calles andan diciendo que el loco Fergus estará encerrado para siempre, y que en esa celda eternamente asfixiará su locura. Pero se los juro, por la salvación de Lucifer, que no estoy loco, créanme por Dios, ¡Créanme!
 
Ahora recuerdo con claridad, era una tarde pálida, entristecida casi tullida; yo, caminaba lentamente desatando las ataduras del reumatismo, sin embargo, por el lejano horizonte caía un torrencial aguacero y un negruzco manto coloreaba la tarde.
 
Encendí mi viejo coche y sin rumbo alguno salí a pasear; estaba desesperado, casi loco, desde el día que retorné de prisión, no hacía más que llorar... la extrañaba tanto.
 
Di algunas vueltas alrededor de la misma manzana para luego, lentamente perderme por la calle Amapola, doblé por la esquina derecha y así, burlando algunas cuadras llegué al frontis del mausoleo donde siempre me esperaba mi amada Blanca Flor.
 
Compré dos ramos de rosas rojas y blancas, como le gustaba a Blanca Flor; un ramo lo guardé en la maletera para llevarlo a casa y ponerlo junto a su retrato, la cual dulce y sonriente me observa. Estacioné mi coche al lado del portón del camposanto y con un ramo dirigí mis pasos al interior del mausoleo, luego de sobornar con algunas insignificantes monedas al personal de seguridad que custodiaba la entrada. Era las seis y treinta y dos de la tarde; a partir de las seis, estaba prohibido el ingreso.
 
Caminé lentamente, el silencio era absoluto. Solo el frío viento con su rudeza acariciaba el multicolor vergel donde dormía pálida y triste mi amada Blanca Flor, así como se escondió aquel día de miércoles, ese abril de mis negros recuerdos, el cual me quita la vida.
Al cabo de algunos minutos, llegué donde silenciosa dormía mi ángel guardián; a su lado me senté y le relaté todo lo que había hecho durante los ocho años de mi ausencia allá en la húmeda y fría celda de la capital, en ese manicomio torturador donde me internaron cuando enloquecí en el momento que Blanca Flor decidió abandonarme.
 
Le dije cuánto la había extrañado y que a través de las ventanas que abiertas de par en par observan al infinito, noche y día la había esperado, sentado allí, llorando mi mala suerte, blasfemando contra Dios. Tanta rabia sentía contra los locos que estaban al otro lado de la pared, libres ellos y sin ninguna preocupación.
 
Muchas veces, detenidamente observaba por aquél único agujero que clavado en el silencio me proporcionaba iluminación, mientras la tarde tenuemente dormía sobre el pedregal y al descender la penumbra como un tenebroso manto por los anchos lomos de los lejanos cerros, sentía desfallecer mi alma. Sentado allí he visto pasar tantas noches oscuras y otras visiblemente iluminadas, pero aquellas deslumbrantes estrellas, esos dorados luceros me hacían recordar los deslumbrantes ojitos de Blanca Flor, los cuales ahora ya no me miran, y tal vez nunca más lo vuelvan a hacer, puesto que ahora tristes sueñan un eterno e inquebrantable sueño, aquí en la morada del olvido.
 
También la dije que durante todos esos años había llorado por su ausencia, por eso, la pared de mi celda estaba a punto de desplomarse a causa de la humedad, ya que desde mis ojos, ríos de lágrimas a diario nacían, sin tener a nadie quien consuele mis penas; rara vez el viejo Hortensio pasaba por allí y hacía compañía a mi soledad, me contaba anécdotas de cuando era joven, nos reíamos un poco, pero la honda melancolía era más tenaz. No llores hijo, así es la vida. Trataba de consolarme cuando desesperado lloraba. ¿Sabes?, –decía–: “yo he sepultado tres veces a las mujeres que he amado, y jamás he derramado una sola lágrima, solo los cobardes lloran”. –Sentenciaba–. Triste e indignado daba la espalda a aquel verdadero maniático; él no sabía lo que es el amor, jamás había amado, por eso no sentía dolor, no se imaginaba de la profunda congoja que el alma me destrozaba.
 
De repente, una fría briza agujereó mi vieja chompa, aquella que me había fabricado con tanto cariño cuando éramos novios. Tuve mucho frío, me acurruqué un poco más, al lado de la tumba que noche y día cuidaba de mi ángel guardián que tanto me había amado y ahora ya no estaba para rescatarme del tenebroso infierno en que vivía. 
 
También la leí todas las cartas que la había escrito, la recité poesía la que me inspiré en las solitarias noches, allá en aquella satánica prisión.
 
Lentamente se deslizaban las horas sobre mis hombros, acariciando mi angustia; era las diez de la noche, sin embargo, no sentía necesidad de regresar a casa. Estaba allí, sentado, acompañándola aunque ella nunca lo sepa y aunque no tenga sentido, no me importaba que la gente me llame trastornado al enterarse que en las altas horas de la noche, en el cementerio la recito poesía al gran amor de mi vida, eso no me importaba en absoluto, sabía que nadie ha amado como yo, ni nadie lo volverá a hacer después que yo ya no esté en este mundo de maniáticos; por eso estaba allí suplicándola que no me deje solo, que ruegue al Dios de los creyentes que me lleve junto a ella, que estrangule ya mi pena infinita y mi dolor sin remedio.
 
Con lágrimas la narré todas las peripecias que había pasado desde que me abandonó en este charco de lágrimas, clavando en mi pecho la envenenada daga de la melancolía, encerrado en esta tumba atmosférica, sin que nadie pueda regalarme ni una migaja de consuelo.
 
Nada la oculté de lo que había hecho, también la conté de los planes que tenía, pero una helada brisa de marfil interrumpió el monólogo seguido de ello: ¡tan!... ¡tan!... ¡tan!... Sonó tres veces el campanario del cementerio, las estrellas disimuladamente parpadearon y la luna que acababa de nacer ligeramente sonrió como seduciendo a la oscuridad, a esto acompañó un sordo sonido, apagado y melancólico; vi cómo se abría la tierra ¡Oh!, ¡Que espanto!, era increíble, gradualmente los nichos se habrían y lentamente, uno a uno los durmientes despertaban, mi espanto fue grandioso. Me quede sin movimiento. Para mi sorpresa, era justo las doce de la noche.
 
Blanca Flor aún no había despertado y eso me inquieto muchísimo; al darme cuenta, había estado sentado sobre el sepulcro, en ese negro, frío y quejumbroso mármol, pero al quitarme a un lado, ella estaba allí. Lentamente emergió desde el fondo de su recinto, linda como siempre, así como lo había dibujado en mi memoria, con su ancha sonrisa a flor de labios, deslumbrante estrellita, una tierna flor, radiante y juguetona, desordenados y flameantes sus castaños cabellos.
 
 -¿Amor, has venido?, con calidez preguntó.

 
No dije nada, mi letargo había sido grandioso al ver dichas escenas. Vamos amor, no tengas miedo, al fin ya estamos juntos. Volvió a decir; luego, tiernamente abrazó mi tembloroso cuerpo, tanto se acercó y apasionadamente beso mis labios. Tus labios están gélidos como témpanos de hielo, tu rostro igual, amor te estás congelando, ven, abrázame fuerte, cúbrete un poco con mi vestido; con el cuidado de una madre manifestó. Su blanco vestido, abrigó un poco mi angustia y soledad.
 
Hablamos tantas cosas; me contó del misterio de las doce de la noche. A las doce tenemos libertad para visitar a nuestros seres queridos, pero regresamos a las cuatro de la mañana y el que se tarda o no regresa, es definitivamente expulsado de nuestro mundo, y está condenado a vagar por la tierra sola, tan sola, a menos que encuentre a su alma gemela. Con la mirada fijamente en mis ojos sentenció. ¿Te acuerdas que así nos contaba mi abuela? Concluyó.
 
Con lágrimas en los ojos decía que todo el tiempo que yo no la había visto, ella había estado conmigo, a mi lado, velando mis sueños. “Es que casi nadie nos ve, las almas somos invisibles, solo nos ven aquellas personas que tienen almas gemelas” – concluyó. Y entonces ¿Por qué no te vi antes?, ¿Acaso yo no soy tu alma gemela? Pregunté. ¡Si mi amor!, con la firmeza de una valiente dama afirmó.
 
Juntos, muy juntos contemplamos el infinito horizonte, aquel sordo sonido del viento que acariciaba nuestras pupilas nos hacía recordar de las tantas noches que juntos pasábamos bajo el oscuro manto de noche en aquella lejana aldea donde transcurrieron los días más felices de mi existencia.


 -Te amo con toda mi alma bebé, desde hoy siempre estaremos juntos. Decía. Su dulce voz era como romántica balada que zumbando entraba por mis orejas; tanta alegría me causaba al escucharla tan decidida, verla sonriente y feliz, en ese momento no tenía tiempo de pensar si estaba viviendo la realidad o es que era uno más de mis tantos locos y traumáticos sueños. 
 

-¡Amor, me has traído rosas! Exaltada exclamó, al percatarse del colorido ramo, las cuales silenciosas presenciaban nuestra felicidad. 
Al percatarme de la hora, un asesino dolor el alma me degolló. ¡Oh No! Era las tres de la mañana. No te preocupes mi rey, siempre estaremos juntos, muy juntos, ya nada ni nadie podrá separamos, te lo prometo. Sentenció. Su firmeza dio un masaje a mi corazón... Los minutos pasaban lentamente, tenía mucho frío, los ojos me ardían, me dolía la cabeza; el sueño, como una pesada sombra me estrangulaba, sus brazos me dieron la paz que necesitaba. Al fin, después de tantos años de nostalgia, me quedé profundamente dormido.
 
Las horas habían pasado lánguidamente, y el frío, el alma me había asesinado. Al amanecer, ya en la alborada del día jueves, el sepulturero había encontrado mi cuerpo al lado del sepulcro, abrazado fuertemente a la cruz que correspondía a Blanca Flor Allende Trujillo; así había informado a los policías.
 
Ya en el hospital Psiquiatra “Bella Lourdes”, a donde mi cuerpo habían trasladado, así lo habían decidido al enterarse de mi reciente liberación del manicomio: “Señor Cautivo de Jerusalén”. Desperté, tras largas horas de suspenso del cuerpo médico; pero, para sorpresa y felicidad mía, Blanca Flor estaba allí, sentada a mi lado, como la noche anterior me había prometido; cuidándome, acariciando mis cabellos.
 
 

-¡Blanca Flor, mi amor estás aquí! Con todas mis fuerzas grité lleno de alegría. Los dos fuertemente nos abrazamos y con la inocencia de un bebé, largamente en sus brazos estrangulé mis agonías. 
Blanca Flor estaba con su bata blanca, se veía hermosa; sin embargo, la asistente que desde la puerta husmeaba con la boca abierta, llena de asombro salió gritando; tartamudeando que el loco Fergus había despertado. Dos gigantes doctores se acercaron, los cuales fuertemente me cogieron y me sedaron; dicha inyección me dejó profundamente dormido.
 
Seis días después, así dice Blanca Flor; en el mismo y tenebroso lugar de siempre desperté, en aquel manicomio que me consume la vida; pero para el alivio de mis males y consuelo de mi dolor, Blanca Flor está a mi lado, dulce y sonriente como siempre.
 
Por eso no me importa que por las calles anden diciendo que estoy loco, y que estaré encerrado para siempre en esta celda, de la cual ya nunca tendré salida; pero se les juro, por el amor que me profesa Blanca Flor, que yo no estoy loco. ¡Créanme por Dios!, créanme.