<     >

PÁGINA 7

<                    >

JESÚS ANTONIO GUTIÉRREZ RODRÍGUEZ -COLOMBIA-

Tres libros inéditos: -Cuadritos, libro de cuentos. -Muchachadas, libro de cuentos. -Distancia, novela, en proceso.
 
Publicación: cuento recomendado, titulado El recado, en el primer concurso de cuento “Gobernación del Quindío: año 1979 publicado por Instituto Colombiano de Cultura   con el título de 17 Cuentos Colombianos. Mención de honor en el género cuento corto con la obra “Espejismo”, 13 de agosto de 2018, otorgado por el Segundo Premio literario Internacional “LETRAS IBEROAMERICA; México, 2018, convocado por la revista En Sentido Figurado y publicado ella misma.  Publicación del cuento Desvelo en la antología Lugares Imaginarios, Valparaíso, Chile, Julio, 2021.  Cuento titulado Mi Mascota, seleccionado por Red de Escritores y Escénicas Potosí, Bolivia, agosto, 2021. Publicación de Variados textos en la revista Arrierías, Caicedonía, Valle, Colombia.  Constancia de participación en el segundo número de la revista Albores Caipell, Lima, Perú, con el cuento titulado El párroco, 13 de septiembre de 2021. Publicación del microrrelato La Correa en la revista Rincón Poético, video YouTube, octubre de 2021.

 

Correo electrónico: jarguti@outlook.es
 

Homenaje

 
 
 
   Antes de empezar la clase, “Isidoro Motta”, el profesor de cívica y urbanidad (la otra versión del Maestro Carreño pero en caricatura), aplastado como una marmota en su escritorio chirrioso, tolerante, oliéndose a gusto el olor crónico de sus sobacos, que se reunía más abajito con el de los pies, y nanay cucas de desodorante Yodora y ácido Bórico, luego rascándose fresco su cabellera, caricatura de primate ampliado en jaula de feria, y como adorno a la prosopografía, su portacomidas ahí cerquita de su bocota, listo a tragárselo frente a nosotros que lo veíamos con la rutina de siempre, no revirábamos porque el profesor era el dueño del bastón del conocimiento, y berreaba cosas con su voz gruñona, despistando los miquingos saberes sobre la materia, luego, insólitamente, los ponía a trotar a un rincón del salón, donde se encogían con sólo ojearlos, como gusanos Mojojoy, achilados.
     “Oiga, amigo Canuto Valentierra, tienes que ocupar el puesto de tu compañero Pedro “Kumis” en la izada a la bandera y homenaje al Día del Idioma”, anotó mandón el profesor sin reparos de ninguna clase, colocándose de pies, al tiempo que hizo traquear su escritorio, se acercó pollino a mi pupitre.
     Excúseme maestro, pero tengo es que morirme, dije. Y diga, ¿acaso soy el bobo del paseo?
     “No, no se tilde así”, explico el profesor. “La cuestión es que él tiene gripa y fiebre la berraca, y no puede asomar las ñatas ni a la ventana. Llamamos a su casa, esa fue la respuesta que me dio su mamá. De manera que le tocó la movida que no es chueca. Ella también dijo que su hijo había recomendado que el heredero para la función fuera usted si faltara por alguna razón, ya que usted había ensayado con él varias veces”.
     ¡Y bien chueca que se está poniendo porque ya “voy Toño!”, profesor, y le digo con toda sinceridad, que yo si estaba ahí, pero de puro novelero nomás, y con las manos en mis popelinas, y no será que mi mompita se orinó antes de tiempo en los pantalones, y ahora me tira el papelito. Y vaya que salida la de Pedro “Kumis”, ¿no?,
     “Vea, Canuto”, dijo, “Esté enfermo o se haga, el verá como sustenta su disculpa, pues le toca relevarlo. No hay otra salida”.
     ¡Bonito tamal este este que me voy a comer! Y quien sabe cuánto me va a costar. ¿Y quién profesor le dijo que yo canto?, expresé.
      “Pues, no sé”, dijo el profesor titubeando, luego atinó un poquitín. “Fuera de las palabras de tu amigo Pedro, otros te oyeron en cierta ocasión, y la bola es que tu voz es prometedora, clarita como el agua, además cantas como los ángeles”.
     ¡Clarita, tal vez de agua contaminada!, dije con cierta admiración discreta. No tengo voz ni para vender periódicos o empanadas, y lo de la palabra ángel si es cierto porque así se llama un vecino que vive por la cuadra. Y no es ningún ángel, es un demonio de la recocha. Buen, y es raro que me metan en esta película porque jamás canto en el salón, tampoco tengo dotes de cantante ni por el diablo. Tiro notas como todo mundo, pero en mi casa, pujando en la taza de wáter y después, cuando recibo el chorrito frío de agua, las siete notas musicales me salen dibujaditas en baloncitos de jabón. De resto, no preciso, ni por caído que esté del zarzo. O tal vez en los agüelulos de trasnochos de fines de semana, borracho de mover el esqueleto, de gastar las suelas de mis apaches, de sacarle brillo a la hebilla, amacizando las sardinas, o mamao de echar paja de cuantas vainas broten en la materia gris, uno se tira a la baldosa a engordar la recocha con la primera ranchera que brote en los labios, y qué gallitos los que salen, ¿no? Pero eso no prueba que cante. Además, todos hacen ¡Vaya, que embrollo en el que me están metiendo, así por así, sin saber por qué!
     “Mire, mi amigo, Canuto, sé que cantas, dijo obstinado “Motta”. “No sé el porqué de esa cabecita para decir no. Nada te cuesta un esfuerzo. Y si ayudas a tu grupo. También la expectativa en colegio aumenta con buenos comentarios que van para allá y para acá desde la semana pasada. Para que veas la importancia del acto. ¡Cómo le parece la movida, amigo Canuto! Ni hablar más, pues. Ahora, he remirado en ti rasgos artísticos, pues sos un buen declamador, actor de teatro, dibujante y hasta poeta, así lo has demostrado en eventos anteriores, además tenés un fijado vigor solidario, cultural y cívico, por lo tanto, son nutrientes fundamentales para elevar tu grupo a la cima del éxito”.
     No será mejor a la cima con ese, y desnucada fija, dije para sí mismo, un poquitín cáustico, sin hacer visajes en mi rostro.
     Después grité en la misma actitud, ¡Tal vez al morro de la misma mierda!
     “¡Úpale Canuto” !, aulló “Motta” tocando mi omoplato derecho, avivando mi portada sorpresiva. Y siguió con el cuentico: “No lo pienses ni siquiera tres veces. Hay tiempo de sobra para los tanteos, como te parece que te queda esta tarde, la noche entera, y como si fuera poco, un pedacito de mañana. Ya verás lo bien que sales. Acepta sin alegatos”.
     Mire profesor, pues lo dudo mucho, dije, Lo que pasa es que me meto en un rastrojo sin salida. Ahí la vaina si es más peliguada. Además, es la primera vez que tiro notas así por así, delante todo el colegio, hasta con padres de familia, y el novelero que está en primera fila. ¡Y si me rajo con la ranchera, profesor!
     “No pienses en esa bobada, Canuto”, dijo con pintica venenosa. “Positivo, muchacho. Sé que no te vas a rajar. Después remató con un calco de letra, enchuspada en un espontaneo tonito fastidioso de la ranchera, y como si la hubiera preparado”:
     “Ay, Canuto, Canuto, Canuto, tu eres un berraco muy cumplidor, valiente y no tienes rivales en cosas culturales. Y punto”.
     ¡Ya voy Toño!, dije recordando la letra de la canción de moda en el pueblito. Usted si cree que la cosa es comer pandebono caleño recién sacado del horno o arepitas asadas en la finca. Y a las cinco de la mañana. El problema es que no tengo el vicio de comerme las uñas, pero parece que voy a empezar.
     “¡Vamos con el tema, jovencitos!”, gritó el profesor, cortando de un solo tajo los argumentos de mis disgustos, reculándose en su escritorio.
     Se explayó pesadamente, sin ningún recato en la silla, pero antes de iniciar la clase, abrió sin tapujos el fiambre, sacó una por una las tres cacerolas del portacomida, empezó a devorarlas de arriba hacia abajo, y como postre, se embutió un trozo de arepa, ante los incrédulos ojos del Maestro Carreño, y la rutina mirada de nosotros; luego empezó a tirar verbo, envuelto en migajas de masa y otros ingredientes.
     Esquivábamos muy baqueanos sus miles partículas. No había réplica por respeto, y también de huida del castigo de la seis de la tarde, pero cuando llegaba tarde, sin miedos, poníamos en escena su cuadro con tintes sarcástico, pues a una señal pactada, volteábamos los pupitres, alzábamos sus tapas para ampararnos del bombardeo de pepas de higuerilla, que cogíamos de un arbolito del patio de abajo, que se secó luego. El voleo lo iniciaban los bigotudos del salón. Tal vez era el boleo vengativo a la oquedad educativa tradicional.
     A la salida, no mi galladita sino casi todo el grupo del salón, acompañado de otros, me esperaban en la esquina del Liceo, felices de la recocha:
     “¿Me das un autógrafo, Pedro Infante o Miguel Aceves Mejía?” “Y el ay, Canuto, no te rajes”, fue lo que alcancé a oír porque pasé pitado rumbo a mi casa.
     Desde horas de la noche hasta pinitos de la madrugada, estuve tirando paso a través del corredor de mi casa, no como centinela del más allá sino atortolado, repasando una y mil veces la letra del dichoso corrido.
     Mi viejo, al oír mis pasos de duende majadero, se levantó bostezando, trasnochado, vinagroso, me dijo, ¿Qué pasó, hijo? ¿Fue qué trastearon los exámenes finales para el 23 de abril?
     No papá, estoy ensayando para una presentación, dije echándole ojo entre el embolate de su sueño, mis ojos entrecerrados, y el último versito de la canción que cacheteaba mi sien.
     Mi viejo hizo una mueca de molestia, yéndose a dormir mientras decía:
     Vaya, que ensayos a estas alturas de la mañana.
     Lo seguí pisándole los talones. Los dos éramos vivientes más dos sombras somnolientas reflejadas y caminando en la pared por los rayos de la luna.
     En mi cuarto quedé vasto en la cama, y dele que dele volteretas a la canción, clavada en el techo, enredada en telarañas, chupándome el dedo, hasta que pude echarles cerrojo a los ojos.
     A las cuatro de la mañana desperté incómodo. Creí oír traqueteos de tiros en algún sitio. Saqué un ojo, sólo vi romántico la silueta hermosa de la luna, caminando sensual por las paredes, empezando a enamorar la calle.
     Aparentemente saldada la falsa alarma, volvió a puyarme la melodía y otros volteos al asunto, hasta que me embriagó, así pude echar ojo.
     Al día siguiente, con rostro pálido o verde oscuro, no sé porque no eché mano a mi Narciso, iba vadeando el parque cuando escuché bisbiseos sobre un borracho, mandándole disparos al alba. Entonces el oído no me había fallado. Lo extraño era que alguien avivara de ese modo el panorama despejado de la alborada. Pero había pasado. La zozobra era la mía, la que se arrimaba.
     Seguí con pasos tensos, al pararlos en la puerta del colegio, sentí que ese espacio cariñoso me despistaba.
     De mal humor ingresé al salón rociado de bataneos. Mi intelecto era un dolor permanente. La molestia trató de irse cuando pensé que el Cura Astete, me pondría a repartir la chuspa de cucarachas y bombones de coco, antes de iniciar la clase de educación religiosa y moral. Una linda oportunidad de apropiarme de algunos confites, y al menos tener así bien empanelada la figura de Dios por esa semana mientras llegara la nueva chuspa, y por ahí derecho afino un poquitín mi presentación, y así tumbó dos pájaros con la misma guayaba.
     Lo primero lo aprendí al escuchar al cura de la materia de religión, chupándose un bombón en el salón.
     No hubo tales golosinas, me hicieron pistola. Fuera de eso me sacaron en hombros de la clase, primero a las buenas, segundo, como pataleaba, a las malas, casi descuadran mis güevas por la horqueteada, me descargaron en el salón cultural para continuar mis entrenos de voz y mímicas.
     La secuencia era mala cara, pero qué podía hacer. Nada de nada. Mi destino estaba echado. A veces me salía del salón, caminaba como celador, sin pito ni garrote ni peinilla, por los corredores y patios del colegio, leyendo, releyendo las notas del corrido en una postura de pollito mojado. Suspiraba y reía un poco, mirando los arbolitos de higuerillas tristes y peladas de hojas y frutos, veía los rostros centuplicados de mis mompitas, atisbando por las caducas rendijas del colegio, haciendo todo tipo de monadas.
     ¡Vaya, qué inauditos visajes de ánimos!, exclamé cuando un sacudimiento comenzaba a menear mis manos y el papel, alta presión de adolescente.
     A las diez de la mañana los pincelazos de la cortesía cultural estaban cocinados. La tarima se decoró lo mejor que se pudo: dos mesas, cuatro taburetes. Una mesa la ocuparía con un pelao de otro curso, que se prestó para la función, ya que la galladita, síntomas de presión de los cinco, entre ellos el más chaparro, y como se vería con sombrero mexicano, pues sacaron la mano. Primero dijeron que sí, por llevarme la corriente, luego me hicieron pistola. Claro, para los mamones no hay leyes, según el dicho. Ese es el apunte simpático que está de moda.
     Un pato gracioso colgó un retrato de Juan Charrasqueado con una rasca que no podía sostenerse ni siquiera en la pared.
     Mi acompañante de la canción prestó como pudo, por puro disimulo, como hacen algunos cantantes consagrados, una destartalada guitarra. Parecía que las cuerdas eran de alambre sin púas. Lo único que le sonaba eran los comejenes, también atiné a pegar en el caratejo plato de la mesa, el papel un poco arrugado, donde estaba anotada la letra del corrido, por si las moscas. En la otra mesa se sentarían dos mompitas con envases vacíos de frías, gallos bien gorditos, no con espuelas afiladas sino melladas de revolcar tanto barro, criados a la seca y meca del cafetal. Hacía un rincón se diseñó con uñas un remedo de cantina, una caneca de ron añejo de Caldas, preñada de aguaepanela con limón como un agridulce para las cuerdas vocálicas, dormida en un microestante. El papel de copera lo haría Carlina Mina, cuya recocha era divina, alumna del Liceo Femenino. Ella nos dio la manito porque el colegio no era mixto, aunque el Liceo caminaba como entidad anexa. Un mompita del salón de apodado, la “Última Risa”, fue el cantinero.
     En ese recreo de ajustes, el profesor como pega, no sé perdió ni un ocioso detalle con sus brazos rollizos, cortos, unas veces trabados como bejucos, otras en sus mañas de hazmerreír, igual a nada menos y nada más, que a un director duende ridículo sin palito, dándole cuerda con ganas, como niño a juguete recién estrenado, a la cagada pomposa al Día del Idioma y al Tricolor Nacional. ¡Qué ofensa! ¡Cómo si estos símbolos fueran los pañuelos ennegrecidos por el panal mocoso de sus artimañas!
     A las once en punto el acto empezó. La canícula cubrió las notas del Himno Nacional, salidas de cogotes desabridos y ojos llorosos que veían como el mazo del colegio de apellido Maso, iba izando lerdamente el emblema sedoso, hasta dejarlo en toda la cresta del mástil caratejo. Mi guinda era come uñas por un roto del telón. A paso de tortuga siguió el programa, y uno de los puntos vitales de la programación fue el clásico rito de la estirada de mano y maroma con los dedos, las caritas estaban bronceadas como el específico, haciendo pistolas, tratando de achilar la canícula. Un telón rojo más arrugado que acordeón abandonado en el rincón de San Alejo, fue dejando en pelota el remedo de escenario.
     El mompita de la guitarra y yo, antes de tiempo, estábamos agachados en la mesa, con los ojos cerrados, arropados por el achilamiento, fingiéndonos beodos, esperando el tas tas de nuestros roles en vivo.
     Y sí, la canción en mi materia gris estaba congestionada. Quién sabe por qué linderos de la imaginación caótica zanganeaba. Era inevitable. Mi cara desordenada iba, venía. Creo que cambiaba colores más que un octópodo.
     Todo fue haciendo calle a la bufonada, cuando Carlina Mina, muerta de la joda y risa por dentro, pintada hasta la conciencia, momificada de aromas de pachulí, su peinado estilo nido de ardilla abandonado, con una faldita estilo media sombrilla, que se le veía parte de los calzones de peloticas rojas, que despertaban guindas circulares cómicas libidinosas, y en ese tris tan trinca, llegó a la mesa, pegada en su papiro, moviendo nuestros hombros:
     “Oiga, manitos, despierten prontico porque les llegó la hora de la verdad en que la mar se enluta y si se llegan a caer, pues que golpe tan berraco”, y mucho Ojo pelaos, en estos casos los huevos se fruncen, y de pronto no se vayan a marear en la tarima porque totazos fijos, quedarían andando cojos como el personaje aquel que decía”: “Nada pa ti, nada pa vos”.
     Esto nos lo musitó agachándose, en los oídos, porque si no cita a rectoría, a los seis castigos fijos, quejas a padres, pellizcos, cantaleta y rejo venteado en casa.
     Las primeras palabras de Carlina, en dos volúmenes, fueron un baldado de pedacitos de hielo. Por mí, por el otro pelao, nos hubiéramos quedado allí en los taburetes, pegados por el engrudo del susto, calentando puesto en esta vida y en la otra, y no ver la recocha que se acercaba con pasos paquidérmicos. Los dos nos pusimos de pies como dos marionetas. Le eché un vistazo. Lógico, él lo hizo también. Vaya impotencia.
     En la tarima, un balcón de parar de pelos, no de chismosos, luego de pasos hacia delante o atrás, no sé a ciencia cierta, proyecté los ojos al patio. Miré hileras de cabezas muy quieticas, unas detrás de las otras, maliciosas, bocas a punto de estallar de carcajadas. Me sentí caer como una plasta de mierda de vaca en el piso rocoso del patio. No fue así. Menos mal tuve suerte, aunque fuera por un soplo nada más.
     Traté de cuadrar la cosa lo mejor posible, echando mirada a los dos cómplices que esperaban zonzos, detrás del telón. Creyeron que era la señal convenida, y se dejaron venir con sus gallos, como si estuvieran acosados por una nube de abejorros. No fueron directamente a la mesa. Sus pasos frenaron en los labios de la tarima. Se acurrucaron como afectados por embusteros daños de la tripa comilona. En esa facha, bregaron una y otra vez para que los picos desmochados de los gallos se acabaran de mellar, pero ni migas de malicias a tamaños trucos. Sepan también que los animales no comen cuento ante ratos espontáneos.
     En ese intento, los mompitas fueron los que se pusieron verracos por tan estéril empresa. Logré aquietarme por un minuto, cepillándome una oreja o la espalda, no recuerdo, tendría que hacer un macanudo repaso con lo ido que soy. Después, medio apachurré con mis manos el sombrero hechizo mexicano. No tuvo frutos firmes dichas tretas. Al iniciar la melodía ranchera, un seguro nerviosismo se subió altivo en mi voz, sin la más mínima contemplación:
     ¡Ay, Jalisco, no te rajes! /, me sale del alma, gritar con calor/; abrir todo el pecho, pa echar ese grito/, ¡qué lindo es Jalisco/, palabra de honor! (Bis, bis, bis…)
     Esta es la hora que no sé si el bendito corrido inicia así o no, pues no he tenido tiempo de cotejarlo en un cancionero. Lo repetí tantas veces que parecía un setenta y ocho rayados en la Vitrola. Ése fue el vacilón chistoso de un amigo que loco de la risa me lo dijo después. No me di cuenta si vocalizaba, gritaba o no decía ni pío. El papel pegado en la mesa, como última oportunidad, de nada me sirvió. Estiraba el pescuezo tratando de pillar una letra. Nula mi brega. Parecía que me hubiera dado allí mismo cataratas o miopía. Para hermosear la cagada, a mi mompita, el guitarrista, se le entiesaron los dedos, igualitos a listoncitos de guayabo, y como hermoso remate, los dos boquiabiertos gallos, jartos de tantos manoseos, se soltaron, iniciando su clásico vuelo bajo a las filas, no alineadas como si fuéramos a misa sino a un montón de caras desdibujadas por una magna recocha. De mano en mano fueron pasando los gallos con signos de entresijos bien hechos en sus crestas. Los tiraban arriba, no más se veía el reguero de rila y plumas. Se oían sendos silbidos de arrieros, como arreando brinconas mulitas por los corredores. Mi sombrero, sin saber a qué horas, volaba hecho flequillos a la par de los gallos, huyendo de miles de manos que lo perseguían.
     La anarquía de la armonía carnavalesca cultural siguió empalagosa, más o menos por dos horas. Finalmente, las pilas payasas de la secuencia fueron acabando sus últimas energías. Deslizados los minutos, un silencio bellaco se fue metiendo en las grietas y rendijas del colegio. Por fin salí del inodoro donde me había achilado a última hora, también dejé de contemplar por la chapa mohosa de la puerta.
     Al moverme en puntitas de pies por el largo y ancho corredor, reparé los estragos dejados por el homenaje. La aseadora mimosa de muchos años, los iba recogiendo con su escoba de esparto, mientras me reparaba discreta y rechiflaba morronga una ranchera.
     Con la piedra bailando en mi cabeza, di ruedo completo buscando la puerta de escapatoria. De malas hoy. Me topé de frentolín con el profesor. No me dio papaya de darle drible a lo Garrincha. Él, frescura en pasta, desgastó varias veces mi cara con ojos paleolíticos detrás de sus catalejos, tal vez pensó que yo era un digno representante de los prototerios. Me arrojó su verbo, revueltos con visajes risibles:
     “¡Eres el genio de la famosa lámpara! ¡Qué bárbaro! ¡Desde de este preciso instante eres el ranchero más famoso de Burila! ¡Nada de copia sino auténtico! ¡Te van a pedir autógrafos por pilas que te vas a tener que esconder! Mejor dicho, Méjico se quedó con la boca abierta. ¡Viva, el ranchero burílense!”
     Oiga, profesor, tal vez el genio de la botellita al revés, o mejor, no un genio sino “Eugenio Montoya de Calarcá”, interrumpí con ganas de mamarle gallo.
      “¿Quién es ese, Canuto?, dijo haciéndose el que no sabe”.
      Profesor, dije sin titubeos. Ese es un decir amañado e irónico por estos lados. Y todos lo mompitas lo tienen en boca. Se me hace todo rarongo que usted no la haya oído, porque lleva un buen tiempo por aquí echando carramplones, y como profesor de español le pone cuidado al habla coloquial. Y a veces se le pega.
     “Pues no le he estrechado su mano”, dijo. Y añadió con frescura: “Fue el acto más espectacular al Día del Idioma. Tuvo de todo como en botica. Lo tendré siempre presente”.
     ¡Qué belleza de profesor!, exclamé sarcástico en mi interior, ya con la piedra afuera.
     “Pilas, piloso, Canuto”, y te espero para el próximo homenaje con expectativa”.     
     Quedé pasmado. No daba crédito lo que oía. Palmoteó mi hombro. Luego se esfumó como espanto hacia la rectoría, envuelto en una desafinada carcajada. Fue inevitable. Con todos mis pulmones le arrié paleolítico madrazo. A pesar que la misma Eco se hubiera sacudido con el crujir de mi alarido en cada grieta del colegio, y de vendaje me hubiera contratado sin hoja de vida, para hinchar su cortejo repercusivo, también me importaría un comino que me echaran del colegio. El profesor parece que no oyó. Creo mejor que se hizo el sordo o pendejo. La aseadora, que no se había perdido ni la corrida de un catre, me miró con compinche picardía.
     Salí con alas de tominejo. En los metros tiernos de la calle, mis cavilaciones eran picantes:
     Vaya con el profesor. Este modo inculto de comer en el escritorio, de dar la clase tirando bagazos del saber por trochas y atajos. También especulé, su cuerpo grasoso, modelo Pancho (el actante de la tira cómica, esposo de la insoportable Ramona), debería haber volado aparatoso en vez de los desplumados gallos, Condorito sin su Yayita, en carnes vivas; su atuendo hecho mil flequillos en vez de mi difunto sombrero charro vuelto una melodía. Me hubiera desmayado de la risa por haberle requetemirado sus monerías. Pensé, más adelante, planear mi venganza, pero el tiempo me jugó una mala pasada, al profesor lo trasladaron al año siguiente para otra ciudad. La idea quedó solo en mi cabeza. Esto fue un trozo de alivio de un insípido desquite. Y rematé: así quedó la cortesía al “Caballero de la Triste Figura”, su amigo Sancho, y el resto de la galladita, más aporreados con sus ideales divertido por estos lugares de Burila, envueltos en una bandera más rajada que una yuca asada, metida en la cima de sus gustos, y nosotros que le seguimos la corriente. ¡Oh, sublime patria no mereces prodigioso descoco, pero qué se puede esperar con esta clase de profesores, ni siquiera los dulces del Cura Astete te pueden dar la mano! En todo caso para el carajo el ¡ay, Jalisco, no te rajes!, porque el rajado fui yo. Y de lo lindo. Quedo invitado para la próxima. ¡Las pelotas de carey que me vuelven a pillar! ¡Never en la puerca life, pues! ¡Pago escondites a peso!
     Subí un poquitín relajado las gradas de la iglesia e incluso hasta contarlas. En el atrio vino la caricatura de mi mompita Pedro “Kumis” en mi materia gris:
     ¡Huy, mompita!, debe de estar en el meadero botando mierda a carcajadas de haberle hecho pistola a su bronca quien sabe por cuánto tiempo, sobre todo de dejarme el encarguito bien envueltico. Parece que olía la vaina. ¡Eso sí es malicia indígena! En cambio, yo, y no hay de otra, tengo que perderme unos días en la finca o irme para Cali, donde vive parte de familia a vacaciones forzadas, esperando que las cosas vuelvan a su regularidad.
   Hice un gesto de gusto con disgusto. Fue el único aire medio animoso de aquel día. Bajé el atrio. Pasé la calle. Oí en mis dorsos los pitos de un Willys que me hizo rebotar tal vez a la realidad. Iba pasando el almacén de la familia “Majita”, cuando arriba, desde el balcón, en picada de halcón peregrino, la chanza final de aquella mañana cayó en mis oídos:
     “¡Adiós, ranchero!”
     No subí los ojos, también me hice el de los oídos sordos. Estaba tan de malas que, si lo hago contrario, me hubiera cagado alguna golondrina, de las tantas que volaban en el cielo que parecía un manto grisoso. ¡Y pobre de mí, ¡Canuto, no sólo pendejo, bruto, sino pintado de mierda! Y esto sí sería el colmo. Seguí con paso de diablo rumbo a casa.
 
Palabras de uso coloquial:
 
Achilados: apocados, arrinconados, tristes
Agüelulos: rumbas juveniles de los años 60 y 70 donde se tomaba gaseosas o jugos.
Bataneos: molestar
Berraca o verraca: situación, problema o actividad difícil /disgustada /valiente.
Cantaleta: regaño.
Chuspa: bolsa.
Embolate: embolatar, engañar, entretener.
Galladita: grupo pequeño de amigos.
Güeva: boba, bobo, menso.
Jarto: pesado, aburrido.
Mamao: cansado, aburrido, fastidiado.
Mamones: molestosos, fastidiosos, insoportables.
Miquingos: miserables, exiguos.
Mompita: amigo
Nanay cucas: rotundamente no.
Novelero: curioso, fisgón, metido.
Peliagudo: difícil
Popelinas: bolsillos del pantalón.
Recocha: desorden, relajo, alboroto.
Tamal: comida típica en Colombia.
Tas tas: de golpe (palabra muy usada en el juego de billar:  hizo la carambola de tas tas).
Trinca: dificultad.