SEBASTIÁN LÓPEZ SERRANO -MÉXICO-

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Nací bajo el signo de géminis el quince de junio del año dos mil. Siempre he vivido en la Ciudad de México, en la delegación Tláhuac, el resto del mundo me lo imagino. Estudió el octavo semestre de la licenciatura en historia en la Facultad de Filosofía y Letras. Comencé a escribir de manera constante este año y han visto la luz solo algunos de mis textos, “Los héroes” en Revista Irradiación, “La sorpresa” en Revista Alcantarilla, “Soledades” en ¡Goooya!, publicación trimestral del PUEDJS, “Algo sobre la muerte de Antonio Campos” en Vertedero Cultural, “El viejo Ramírez” en Revista Literaria Pluma. Me gusta más leer que escribir.
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FANTASMAGORÍA


Las siguientes palabras son parte de un diario comenzado por mi tío, el poeta Miguel Quevedo, en sus últimos días de vida. Lo descubrimos hace unos meses, cuando estaba cercano el décimo aniversario de su deceso. Deseamos hacerlo publico como una muestra al mundo de la innegable capacidad de mi tío para pensar, para encriptar el mundo en una visión que siempre fue única, aún en los últimos momentos de su vida. Y también, como material documental, que será útil para sus biógrafos, y para quienes quieran interiorizar en la significatividad que tuvo para él su transito hacía la muerte. En caso de que exista una buena respuesta del lector a este primer fragmento, haremos públicos el resto de los apuntes, hasta el que se registró un día antes a que respirase el ultimo de sus alientos, el 21 de agosto de 2011.
Mi tío, como sospechamos por el texto, murió sin diagnóstico, por una razón, la principal entre muchas: su forma de comunicarse era primordialmente poética, cosa que nunca pudieron descifrar los médicos. Cuando mi tío se acercaba a los especialistas de los mejores hospitales de la ciudad, en medio de sus grandes padecimientos y comentaba a estos, por ejemplo, que tenía “una típica dolencia de mariposas al medio día”, no producía sino desconcierto, por lo que su diagnóstico, como ya se sabe, y la Revista Universitaria de Literatura recuerda cada que se homenajea a Miguel Quevedo, fue desconocido.
Como acotación, para evitar confusiones, cualquier observación u anotación hecha al texto, de mi parte, o de parte del resto de la familia y los editores, se señalará usando guiones, dentro de los cuales se escribirá la misma.
14 de enero de 2011
Soledad
Mire señor lector, no tengo ni idea del porque me estoy muriendo, pero tenga por seguro que me estoy muriendo -Esto en el texto original esta tachado, porque, probablemente, él pensaba que este texto se mantendría inédito, por lo que en adelante, solo habla para sí mismo en segunda persona- Mira Miguelito, no se de que te estas muriendo, pero te estas muriendo, el cuerpecito tuyo te lo recuerda todos los días, desde los viernes como hoy que antes significarían para ti una gran comilona de fin de semana, hasta los miércoles, que esos si, siempre fueron insignificantes.
Sabes que te estas muriendo Miguel. Lo reconoces desde la mañana, cuando no necesitas ni siquiera un despertador, porque el reloj que tienes incrustado entre ceja y ceja te susurra que es hora de despertar, “Miguelito, despierta, no puedes llegar impuntual a tu sufrimiento”, dice quedamente.
Y despiertas, abres un ojo primero, ensayas al mundo, lo pruebas, le das una caladita, al final, cuando la meta más próxima es la muerte ¿Para que apurarse? Una vez con ambos ojos abiertos, la lampara del techo de la habitación baila formando elipses, pero después de algunos segundos, se muestra firme en su realidad: Un foco, cubierto de cristales colgantes que fragmentan la luz. -Así precisamente era aquella lampara que colgaba de su habitación, importada a causa del fetichismo que tenía por todo lo proveniente del otro lado del Atlántico-. No es solo el mundo exterior el que te extraña, y lo sabes: Tú mismo te eres ajeno, visitante en tu propio cuerpo, turista de tu vida. Lo reconoces cuando miras tu rostro al lavarlo por la mañana, es ineludible el desconcierto al mirarte al espejo, si no hubieses enfrentado la misma situación cien veces antes, podrías cuestionarte “¿Quién es este hombre?” porque la imagen que ves es terrible, tus ojos cuelgan de sus cuencas, tus negros cabellos son cada día más pocos y tu rostro más arrugado, no logras discernir si la tristeza que detectas en tu semblante es pura percepción o existe concretamente.
En el desayuno, te llevas la primera decepción del día, que es una sensación, además, que hoy te es cotidiana, tanto, que ya no emites ni una sola grosería u ofensa, es más, ni un triste suspiro, simplemente miras al cielo, para ver si Dios te observa o te escucha, pero ahora estas casi seguro de que ni una ni otra, y es una gran ironía, para ti, que dedicaste a la temática cristiana los mejores de tus poemas. Total, que la decepción es una, la de siempre, sientes algo distinto, que te hace pensar que tal vez todo fue un sueño y estas curado. Esta mañana, por ejemplo, pudiste comer más que tú galleta diaria y tu café, lo interpretaste como símbolo de mejoría, sin embargo, veinte minutos después regresó la pesadez del espíritu, que no te deja mover ni el cuerpo ni las ideas: Decepción como siempre. Si existe el Dios al que siempre rezaste y diste gracias, no dudes Miguel Quevedo, que allá en los cielos, entre un mar de nubes, se ahoga entre risas al ver tu miseria.
Después, en días como hoy, tras una semana de no hacerlo, intentas trabajar, lees a Homero y a Tolstoi y por fin en tu cabeza, siempre mareada, circulando entre ángeles y flores, se manifiesta accesible el sufrimiento de los hombres. No comprendes la rabia de Aquiles, claro que no, porque en tu dolor, si ya no puedes ni expresar enojo, mucho menos furia. No, entiendes el dolor de Harpalion, aquel a quien mató el terrible Meriones con una flecha, y “al igual que si fuera un gusano quedó sobre el suelo, y su sangre negruzca fluyó, empapando la tierra”, ¡bingo! Miguel Quevedo, dos de tus grandes temores contemporáneos se unen en la triste muerte del héroe, encontrados en una sola palabra: Gusano. El pavor a ser tan insignificante como un gusano y la latencia de la muerte que hará que estos te devoren, que tal vez un gusanito entre por tus podridos pies, o por tu vientre y haga familia dentro de ti, y juntos se apresuren, a comerte y defecarte, hasta que de ti no queden ni las suelas de los zapatos con los que seas enterrado -Este miedo es probablemente una muestra del deterioro mental que sufría mi tío para aquel entonces, porque desde que comenzó a sospechar la cercanía de su muerte pidió expresamente ser cremado instantemente, lo que hace que parezca un sinsentido temer ser enterrado-. Empatizas también, sin lugar a dudas, con el triste Iván Ilich, lectura en la que piensas a menudo, porque la primera vez que la leíste, te pareció un libro insípido, triste y pobre, carente de desarrollo, donde la muerte es esperada desde el primer momento y sabes por donde va a llegar, ahora, que la vida huye aspirada por entre tus dientes, sabes que aquel es el meollo de todo: Sabes por donde va a golpear y la esperas. Tú vida hoy consiste en esperar, como quien se sienta en el consultorio de los médicos que no pudieron salvarte, a esperar que la parca te atienda.
 ¿Los recuerdas? ¿Recuerdas todos aquellos momentos y sensaciones que nutrieron la poesía que escribiste? ¿Recuerdas el rumor del viento atropellando tu ventana? ¿Recuerdas la mirada de los gatos vecinos que acostumbraron observarte desde la punta del guayabo frente a tu puerta? ¿Recuerdas el frescor del rocío por la mañana? ¿Y el olor de la tierra mojada o la humedad de la hierba? ¿Puedes imaginar el sonido de las otoñales hojas secas crujiendo ante la fuerza de tus pies? La verdad es que sí, los recuerdas, y eso es la peor parte. Quisieras olvidar las evocaciones, las memorias que tienes del mundo, así sería más fácil entregarse a la muerte. Así tu pecho no se desagarraría todos los días al pensar tu estancia en la agonía. Pero no puedes, recuerdas las formas de los pájaros alados, la frondosidad de los árboles: la rugosidad de su superficie, el frescor de su sombra, el sol y su color, de un rojo fuego encendido, las margaritas: inmensas, abiertas en flor, la abejilla regordeta comiendo su néctar, la caricia de aquellos que te aman: el calor de otro cuerpo, la tibieza de un abrazo. ¿Quién eres hoy? ¿Qué sientes hoy? ¿Qué admiras hoy, Miguel Quevedo, en tus días de moribundo y perdido? No eres nadie. No sientes más que las vibraciones dolorosas de tu sangre, que te duermen desde los pies hasta la más pequeña de tus neuronas. Y no admiras nada más que tus libros y sus letras que bailan y poco te dicen ante la confusión constante de tus ideas. Tus sentidos solo te dicen una cosa: Estas solo, de ti, del mundo, de quienes amaste, del color y la textura de la realidad. Tu soledad es profunda y no se te pronostican sino peores tempestades.
Días como hoy no logras ni siquiera atender tareas simples, que en otros tiempos te otorgaron excesivos placeres, no logras regar tus plantas, la suculenta, los nopales, la buganvilia que ha perdido sus flores, las lavandas cuyo frescor adolece. Viste, sin embargo, al perro, aquel perro cuya existencia te anima, te inquieta y te tortura, por que el perro te es un espejo de tu presente: Es un perro raquítico, desahuciado, tanto como tú. Sus ojos se hunden en sus cuencas, su respiración es cansada, su cola se retuerce. Esta tan cansado como tú, pero él, a diferencia de ti, se mira resignado, como si aceptara que la vida es pequeña suspensión de la nada. Días como hoy le diste de comer, para alargar su agonía, que es también alargar su vida triste, pero, en fin, vida. Días como hoy lo viste con lastima y el te devolvió la mirada y también la lastima. Entre muertos, empatía. El perro come poco, come frente a tu puerta y no son él y tú, sino dos presencias fantasmagóricas -tuvimos oportunidad de conocer al perro, hoy anciano y aún callejero, extrañamente sobrevivió a su enfermedad, que no fue diagnosticada nunca, aún ronda por su casa, tal vez morirá de viejo-.
15 de enero de 2011
Mira Miguelito, te estas muriendo, el cuerpecito tuyo te lo recuerda todos los días…