GABRIEL VALDOVINOS VÁSQUEZ -MÉXICO-

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PÁGINA 26

 

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El autor de estas letras, nació allá por el año 1970, en un poblado llamado Tecomán, del estado de Colima, en el Pacífico mexicano.
Incursionó en la escritura redactando discursos para sus amigos que participaban en torneos estatales y nacionales de oratoria.
De igual manera, elaboró numerosos manuales y cursos para jóvenes y niños sobre temas ideológicos, cívicos, históricos, religiosos, etc. para diversas instituciones a las que perteneció durante varios años.
Desarrolló sus habilidades para la escritura redactando discursos para gobernadores y diversos funcionarios públicos, informes estadísticos y de gestión, ensayos de análisis político y social, manuales, textos institucionales, tesis y proyectos de diversa índole.
Actualmente escribe relatos cortos y micro cuentos, los cuales pretenden ser una propuesta para generar en sus lectores algunos remansos en los que las evocaciones de paisajes, vivencias, personajes, nostalgias, aspiraciones y sueños equilibren y conforten, ante la avalancha de realidades y acontecimientos que infestan esos medios y amenazan con su aplastante dosis de desaliento.
Colabora en diversas revistas de España, Estados Unidos de América, México, Perú, Chile, Colombia, Perú y Argentina. Con narraciones sencillas sobre temas cotidianos, pretende llevar al lector, a través de la magia de las palabras, a paraísos maravillosos ubicados en nuestro entorno o en nuestros recuerdos y habitado por seres extraordinarios con los que convivimos todos los días.
Ha escrito siete libros que pocos leen y nadie quiere publicar: Jubileo, Destellos, Sensaciones, Naufragios, Efigies, Elogio y Paisajes.
Y en venganza, contamina el mundo con palabras e ilusiones, pretendiendo decorar un breve espacio para ver pasar la vida a salvo de la angustiosa realidad.
 

 

 

 

 

   NOSTALGIAS Y ESPERANZAS

 

Desempolvando la Esperanza

 

 

¡Me da gusto encontrarte de nuevo! Apenas al abrir esta caja y ver el envoltorio de periódico y plástico más grande, me imaginé que eras tú.
Bien recuerdo que nos quedamos platicando largo rato en los primeros días de este año, antes de guardarte aquí.
Aun con el buen sabor de boca por los sencillos platos y espirituosas bebidas, pero sobre todo por los gratos momentos, los fuertes abrazos, los sinceros apretones de mano, la cercanía en las fotografías, los amontonamientos a la hora de repartir los bolos y el pastel; o al tirarse al suelo en pos de las golosinas que llovían a raudales al romper las ollas de las piñatas.
Momentos de cercanía sin censura, abrazos libres de riesgo, sonrisas sin cubrebocas, saludos sin gel anti bacterial, un cálido y reconfortante beso en la frente en vez de un frío y amenazante termómetro infrarrojo.
Corazones rebosantes, barrigas también. Proyectos promisorios, propósitos elevados, retos inspiradores…
Hoy con gran apatía, con más sumisión que emoción, ayudo a mi Esposa a preparar y reparar los adornos decembrinos que por enésimo año reutilizaremos en nuestro hogar.
Muchas lucecitas ya no encienden. Y así, tantas ilusiones han ido perdiendo fulgor hasta apagarse.
Varios pastorcitos ya no están. Ausentes que se cuentan por miles. Vacíos insustituibles; hijos y esposas que inesperadamente se convierten en huérfanos y viudas.
Al burro se le rompió una pata. Y no hay ni quien se la reconstruya. A tratar de sobrevivir con la escases por ungüento y el sufrimiento por vendaje.
Los rebaños de borregos y las parvadas de patos están menguadas. Las economías se desgajan para gozo de unos cuantos y angustias de muchos austeros bolsillos.
Las ollas y las cazuelas de las pastorcitas están vacías. Los zarzos con telarañas de tanto estar sin nada. Las despensas flacas y las comidas más espaciadas. Las tortillas, los frijoles y los “blanquillos” caros como el oro. Las carnes, las frutas y las verduras, solo pa´los “fifís”.
La panadería huele a abandono, el taller del alfarero y la carpintería de la aldea cerraron; los artesanos andan pidiendo caridad.
Los jornaleros trabajan la tierra, pero no encuentran quien les compre los frutos de sus cosechas.
Se fundió el foquito rojo del infierno. Qué bueno, al fin que ya ni encuentro al “Chamuco”, y no pienso salir a comprar otro.
Todo es incertidumbre, desconsuelo y confusión.
Veré qué puedo arreglar. Casi nada, creo.
Por eso hago este recuento contigo, para dejarte a ti esta “chambita”, habilidoso artesano y laborioso carpintero. Tú has sido el siempre presente, Jefe, guía, modelo y protector de toda esta aldea desde hace más de dos mil años.
A ti te encomiendo que todo luzca bello, resplandeciente y esperanzador en estas fechas y para siempre. Gran Patriarca de la Familia de Nazaret.
 
 
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Huellas mágicas

 
¡Mira que viejo te has puesto! Cada año te encuentro con nuevas cicatrices, creo que será muy complicada tu restauración.
Primero perdiste tu oreja izquierda. Mi hijo mayor tendría tres años. Los mismos que tenías tú. Los dos llegaron casi al mismo tiempo a nuestra familia.
Debes estar orgulloso. ¡Diste una gran batalla! Tú sólo contra toda una legión de dragones invasores, capitaneados por mi hijo, que te atacaron por sorpresa.
Mi Esposa restauró tu oreja con un pedazo de plastilina color de rosa; te quedó un poco chueca, pero te hace lucir más feroz e interesante. ¡Un camello con una oreja color de rosa, eres único!
A los pocos años salió volando una de tus pezuñas. Esa velada fue particularmente emotiva. Cada año, desde que me casé, hemos hecho de la cena de Nochebuena una parte importante de nuestras vivencias.
Ha sido un momento especial también para mis hijos, quienes esperan siempre con emoción ese sencillo, pero reconfortante ritual. Aún conservamos algunas fotografías de mi hijo menor, que con todo el candor de un niño de cuatro años, hace una tierna y fervorosa plegaria para que nunca nos falten las tortillas.
Esas rayas de colores en tu cuello, me recuerdan los esfuerzos de mis hijos por transformarte en un tiranosaurio rex, que según uno de ellos, fueron tus antecesores. Nunca se pusieron de acuerdo, ya que el otro dice que tú procedes del diplodocus; y aún hoy conservas los estragos de las incursiones evolucionistas de mis intrépidos paleontólogos. Aunque yo opino que tú provienes de algún embarque pirata de baratijas orientales.
Aquel año en que se te “despostilló” la trompa, mi hijo Gerardo se aventó un buen “round” con una de sus amargadas maestras, la cual excediendo de manera irresponsable los límites de sus funciones, pretendía “abrirle los ojos” a los niños de cuarto año de primaria, diciéndoles que todos los regalos que llegan de forma misteriosa a los hogares son traídos por los papás y que todo lo demás son sólo fantasías.
Con el aplomo que siempre lo ha caracterizado le dijo: “Maestra, llevo varios años analizando todas esas posibilidades y he llegado a la conclusión de que la magia existe; y cada persona decide si quiere tener momentos mágicos en su vida; yo he decidido que la magia forme parte de mi existencia y nadie puede intervenir en mis propias decisiones”.
¿Te acuerdas que orgullosos nos pusimos tú y yo? Ese año brindé contigo para que la magia persista en todos los corazones, a pesar del paso del tiempo y lo adverso de las circunstancias.
Sublime Noche aquella que pasamos reunidos con mi Papá. Quien, obligado por su desgastada salud, ese año tuvo que pasar la Navidad con nosotros. Fue la primera vez que lo hizo, y por designios superiores no alcanzó a estar con nosotros en la siguiente.
Otro momento muy significativo fue hace un año, cuando le comentamos a Gerardo que la costumbre marca que, a los quince años, a los niños se les regalan sus últimos juguetes. “Desde mi punto de vista, esa es una costumbre absurda y sin fundamento alguno, como tantas otras que por siglos ha venido practicando la humanidad”. Veremos que juguetitos pide en la cartita de este año.
Veo que tu deteriorada figura guarda en cada una de sus heridas una mágica historia y un melancólico recuerdo. Si te las borro todas y te dejo como nuevo, o si te desecho por viejo y desgastado, estaré tirando a la basura grandes momentos de mi vida, los cuales dan luz y fortaleza en este tramo oscuro que estamos atravesando.
Mejor te coloco en un rinconcito seguro y acolchonado. Para que sigas siendo testigo de tantas cosas buenas que a diario nos suceden, y acumules cual trofeos esas huellas que preservan trozos de vida y rayos de esperanza.
 
 
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Pesebre de Sal

 
¡Despierta Camello viejo y reumático! Te voy a llevar a dar un paseo, a ver si así dejas de estar bostezando.
Quiero que me acompañes a un lugar donde me habría gustado poner el Pesebre en aquellos lejanos días de mi niñez. Y si estás de acuerdo, nos llevamos a todos tus empolvados y modorros amigos para allá.
Seguramente habrían dado un gran espectáculo en esa época. Algo nunca antes visto; tal vez ni siquiera imaginado.
Nuestros padres andaban tan angustiados por darnos el sustento básico, que nunca nos decían que existían los festejos navideños y que los niños podíamos pedir un regalito.
No sé si ellos tampoco lo sabían, o lo olvidaban o preferían evitar la pena de decirnos que una vez más no habría un juguete nuevo en nuestras manos, a no ser los que con nuestro ingenio improvisábamos con vainas, ramas o cualquier cosa que rescatábamos de la basura.
No creo que aun sabiéndolo habríamos pedido tanto; cuando casi nada se tiene, poco se desea; porque tampoco nos dábamos cuenta que existieran cosas más allá de los escasos utensilios que teníamos en nuestras rústicas casas.
Tal vez sí deseamos alguna caricia, pero nos conformamos con no mirar la mano amenazante de nuestros mayores ante nuestras infantiles imprudencias.
Tal vez añoramos una sonrisa, pero bastaba con no mirar el enojo que provocaban nuestras ocurrencias en el rostro de nuestros padres.
Cuántos abrazos quisimos dar a nuestros viejos, pero hubo que guardarlos para un después que nunca llegó.
Besos que aún hoy están amontonados en nuestros corazones provocando angustias y remordimientos.
Un te perdono que nunca llegó, disculpas que nunca ofrecimos porque los hombres no se rajan.
Lágrimas escondidas tras la máscara de un “el que llora es un marica”.
Esos fueron los deseos que siempre tuvimos, los que aún nos aprietan la garganta, queriendo repartir tantas palabras a destiempo.
Mira mis dedos chuecos y llenos de cicatrices por tantas caricias que se me hicieron viejas, que en mis manos se pusieron rancias.
Cataratas y miopía provocadas por el exceso de agua salada acumulada en nuestros ojos, al no poder consolar a nuestros padres en sus angustias, cansancios y sudores. Al ver a nuestros abuelos morirse de tristeza, por el abandono de sus hijos, por la ineficiencia de los menjurjes y la muerte que ingrata se los llevaba en forma prematura.
No era tan difícil dar felicidad a un niño en aquellos tiempos; bastaba con escuchar el canto de los gallos, que espantaba a los monstruos nocturnos y ver el sol que nos sacaba de nuestro nido de trapos y costales húmedos por las lágrimas vertidas durante la interminable noche.
Un Pesebre habría sido algo maravilloso. Imagínate la cantidad de adornos que le habríamos puesto. Racimos de limones del patio de mi casa, pulseras de semillas del tamarindo de la Abuela Cele, collares de semillas de guamúchiles, algunas vainas y flores coloradas del tabachín de Doña Lety, o de esos huesos raros del marañón de Doña Chuy.
Ya te veo cansado, Camello. Allí pasando el rio descansas un poco a la sombra de esos barcinos que aún están floreando. En cuanto demos vuelta en el Cerrito de La Cruz, mirando rumbo a donde se oculta el sol, podremos ver el lugar del que te estoy hablando.
Mira como todo ha cambiado. El río ya casi está seco. El cerro al que mi papá y yo subíamos para ver el amanecer y divisar todo el valle hasta el mar, ya lo derribaron.
            ¡Qué carreteras tan amplias! Las veredas que tantas cicatrices me causaron, ya son calles parejitas y empedradas.
A lo lejos se ven algunos pocos niños, pero ya no andan descalzos y desnudos, ni les brilla la panza de tantas lombrices como a nosotros.
¡Mejor vámonos de aquí Camello! Yo creo que a estos niños ya los visita el Gordito de la barba blanca.
Espero que sus corazones estén llenos de las fantasías e ilusiones que todos los niños, independientemente de las circunstancias y las épocas, alegran todos los rincones del mundo.
 

Y que esos sencillos regalos que los niños de ayer quisimos dar y recibir, inunden este pueblo y todo el universo hoy y para siempre.

Estrellas y cascabeles.

Las últimas luces del crepúsculo empiezan a desaparecer tras las altas parotas y las viejas palmeras.
Apenas cruzando las vías del tren en aquel barrio de la ciudad de Colima, un desconocido aguarda silenciosamente, cobijado por las sombras de la noche.
A lo lejos se escucha acercarse una vistosa caravana de poco más de veinte personas.
Son rostros y voces de hombres y mujeres de todas las edades.
Sus vestuarios parecen entresacados de una leyenda de tiempos de la conquista, algunos con cortes europeos, otros con atuendos prehispánicos y otros más con trajes campesinos de la época de la revolución, sin faltar quienes lucen estilizados atavíos por demás dantescos.
Son pobladores de El Terrero, herederos de una tradición mexicana hace siglos y que se resiste a desaparecer.
Han perpetuado la costumbre popular de las pastorelas a través de varias generaciones, como lo hacen constar sus desgastados trajes y los ajados libretos en que plasman sus coplas.
Cuando el bullicioso grupo pasa cerca, aquel misterioso desconocido cruza algunas palabras con El Ermitaño, quien lo invita a unirse al recorrido.
Primero visitarán la casa de Efrén. Ese Vale es de allá del cerro, comenta El Ermitaño, pero se puso muy peligroso y feo todo por allá, se acabó la chamba, cerraron el aserradero y muchos se tuvieron que venir a la ciudad, para poder pagar los gastos y los estudios de los hijos.
Acá hay más servicios, pero también se sufre; uno está acostumbrado a la tranquilidad y la vida del campo, y aquí vivimos amontonados, hasta se enferman los chiquillos.
Entre saludos y abrazos se ponen al tanto de lo que pasa en un lado y en otro, se comparten tristezas y unas cuantas cervezas, cantan y bailan en torno al austero pesebre instalado en un rincón y se despiden de esa familia que habita en la capital, pero que ha dejado en el cerro el corazón y la esperanza de volver cuando la situación mejore.
Vamos con Doña Matilde, dijo Asmodeo. Y el peregrino desconocido se acercó a San Miguel para entablar conversación. Yo no conozco bien a esa señora, pero cada año la visitamos. Vive pasando el río. Siempre la encontramos muy solita y triste.
Ahora no era la excepción. Iluminada por unos pocos leños que ardían en el fogón del cuartucho que funciona como cocina y habitación, su rostro reflejaba angustia y pena.
Era la personificación del abandono que sufren tantos ancianos, olvidados por los hijos y marginados por la sociedad. Lloraba no por el descuido en que la tenían sus familiares, sino por la incertidumbre de no tener noticias de ellos.
Al ver entrar a Los Pastores, empezó a buscar entre unos cartones viejos, imágenes y ramos de flores de plástico cubiertas de polvo y telarañas.
Quitó algunas ollas y cazuelas del pretil de barro, sacudió las cenizas con su desteñido mandil y en pocos segundos montó un pequeño nacimiento ante el cual dijo algunas plegarias. Su boca desdentada figuró una sonrisa al recibir de sus visitantes la noticia de que sus hijos, aunque lejos, se encontraban bien.
            Tocó el turno a Ramona, quien tampoco la estaba pasando de lo mejor; peor aún, ni siquiera estaba, ya que esa Noche Buena le toco “doblar turno” y como era festivo, le darían un buen bono extra; con la falta que hace ahorita el dinero.
Sólo estaba Doña Chayo, su mamá, quien se hacía cargo, a pesar de su vejez, de sus dos nietos y su nieta adolescentes, mientras Ramona corría de un lugar a otro trabajando para medio cubrir tanto gasto.
Yo no sé qué hacer, cómo cuido a estos muchachos, se salen desde temprano y no sé de ellos; su madre me llama para saber cómo están y tengo que decirle mentiras; si con trabajos me muevo, cómo los voy a andar siguiendo.
Me dicen las vecinas que los han visto dos o tres colonias más allá. Hasta la muchachita hecha a andar, y yo qué hago. Usted encomiéndelos a Dios doña Chayo, le recomendó El Bartolo, mientras recitaban sus coplas en aquel pesebre.
            Al llegar a la siguiente casa, desde afuera se podía escuchar el rezo de las letanías a dos coros, que una joven pareja hacía en torno al lecho de un niño enfermo. Ante la dificultad para surtir su receta, los dedos de la madre, a la vez que desgranaban cuentas, cubrían con bálsamo el pecho y la espalda del hijo; mientras sus labios, además de plegarias, recitaba arrullos para tranquilizar sus dolencias.
La inesperada visita hizo que el curioso chiquillo dejara su cama y entre la tos y los estornudos, se unió a los cantos de aquel rústico coro.
            Doña Meche estaba peor. Sólo tenía en su ropero la foto de uno de sus hijos con una veladora encendida. Nomás así desapareció. Nadie sabe nada de él. Si al menos supiera que Dios se lo llevó, mi corazón tendría un poco menos de dolor.
Y así continuó el peregrinar de aquella comitiva, que sólo encontraba desconsuelos en cada pesebre que visitaban.
Pero no siempre ha sido así; vieras amigo cómo era antes, la gente nos esperaba contenta, en todas las casas había fiesta, chicharrones, mole, arroz con leche, buñuelos, ponche, montones de chiquillos comiendo cañas y tejocotes, las señoras felices con todos sus hijos reunidos. Los señores de la casa nos daban propina y a veces hasta con gallinas nos agradecían la visita.
Son casi las doce de la noche. Los pastores están cansados. Como si cargaran sobre sus hombros todos los pesares que habían visto durante sus danzas y cantos por aquellos tristes barrios.
Cada cascabel acallaba un sollozo, cada copla ocultaba una tragedia, cada vistoso traje cubría las heridas que la sociedad está ocasionando sobre sí misma, por sus nocivos excesos y sus escasos rasgos de humanidad.
Aquel extraño peregrino, quien en realidad era un emisario del infinito, despertó en los sencillos pastores los sentimientos necesarios para encender una pequeña luz de esperanza y de consuelo en los hogares que habían alegrado con su presencia.
Y ahí, al sonar las doce campanadas, sus cascabeles y sus emocionadas voces hicieron coro con los seres angélicos, que como estrellas alumbraban aquel hermoso cielo, cubriendo este valle de lágrimas con un majestuoso GLORIA IN EXCELSIS DEO.
 
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Viajero de Noche Buena

 
Aquella era una noche cualquiera. En algunas casas se escuchaba música, pleitos y bailes, como frecuentemente sucedía; empezaron a sonar disparos de armas de fuego por todas partes, cosa que también era habitual, más no en forma tan abundante.
En mi casa no había fiesta. Nunca festejamos nada. Se percibía cierta tristeza, un ambiente más frio y áspero de lo normal.
Mi papá y mi mamá andaban preocupados en los últimos días. A nosotros sólo nos tocaba observar, sentir, llorar a escondidas y callar.
Cuando los balazos amainaron, mi papá tomó una valija vieja, se puso su cinturón en el que llevaba escritas, por el lado interno direcciones, teléfonos y datos personales.
Nos dio un abrazo, creo que el primero de los pocos que recibimos. Y con la voz quebrada por un sollozo, también el único que recuerdo, pronunció un simple “voy a un mandadito, pórtense bien”. Desapareció entre las balas, los pleitos de borrachos y los ladridos de los perros del barrio.
A mis siete años, yo no alcanzaba a comprender qué pasaba. Pero algo muy grave sería, ya que escuché a mi mamá llorando entre el fogón y los costales de mazorcas.
Para aumentar mis desconciertos y angustias, llegó doña Chuy, que al abrazarme me tocó mi espalda desnuda con una cerveza helada que traía en su mano y pronunció una frase que yo nunca antes había escuchado y que jamás olvidaré: “Feliz Navidad y que regrese pronto Papá”.
Yo no sabía que era eso de navidad y tampoco a dónde había ido mi Papá. Pero en mis infantiles cavilaciones tomé una sincera molestia contra lo que sea que significara navidad, que hacía que los vecinos se pusieran violentos y mi papá se perdiera en medio de la noche, dejándonos a todos solos y llorando.
Los siguientes meses fueron los más tortuosos que recuerdo. A la tristeza que nos ocasionaba la ausencia, se sumaban las recurrentes enfermedades que de forma simultánea nos atacaban a mí y a mis hermanos, sin contar que las carencias y necesidades se recrudecieron aún más.
Mis primeras letras me sirvieron para pedirle a mi Papá que regresara pronto porque en casa nos hacía mucha falta.
Cada mañana esperábamos escuchar el silbato del cartero y lo deteníamos para preguntarle si mi Papá le había entregado una carta para nosotros.
Una tarde, todos mis hermanos enfermos, mi mamá totalmente fuera de control, buscó un número telefónico entre unos papeles, consiguió unas pocas monedas y dijo: “Ahorita voy a la caseta de teléfonos y le llamo a tu padre para que se regrese inmediatamente. Si nos va a llevar la chingada, que al menos estemos todos juntos”.
A los pocos días estábamos todos reunidos nuevamente. Ahora la sobria bienvenida consistió en una innecesaria justificación; “Por las prisas no pude traerles ningún regalo”. Creo que aparte del sustento vital, nunca habíamos pedido ni necesitado regalo alguno.
Con el tiempo comprendí que mi Papá se había visto en la necesidad de irse de “mojado”, pero que el gran apego emocional hacia sus hijos, no le permitieron vivir lejos de su hogar.
Años después nos explicó que habían planeado viajar en Noche Buena, para llegar a la frontera en Navidad, “porque la migra en esos días no anda tan dura”
A los tres meses lo teníamos de regreso. Nosotros felices, y él soportando la inconciencia de vecinos y conocidos que lo tildaban de brasero fracasado, términos que a esa edad tampoco entendíamos y menos nos importaban.
Desde entonces, las navidades fueron para nosotros un día cualquiera, pero nunca tan doloroso y desconcertante como aquella noche.
Y nunca más mi papá se separó de nosotros; fueron años intensos, duros, pero siempre con la certeza que otorga el hecho de que el Capitán esté al frente de la barca, por pequeña y frágil que ésta sea y sin importar la furia de las tempestades.