ALEJANDRO ZAPATA ESPINOSA -COLOMBIA-

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PÁGINA 38

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Terquedades retóricas

 

Se puede decir que hay tres clases de autores. Primero, los que escriben sin pensar: escriben de memoria, basándose en reminiscencias o incluso copiando directamente de otros libros. Esta clase es la más numerosa. En segundo lugar, los autores que piensan mientras escriben: piensan para escribir, y son muy frecuentes. En tercer lugar, los que ya han pensado antes de ponerse a escribir: escriben solo porque han pensado. Son muy escasos.
SCHOPENHAUER, Paralipomena, § 273, p. 590

 
I
 
—La clase más numerosa: los memorialistas y Jennifer Arias (que ya tiene un verbo como Abudinen: jeniferear). Esta clase no piensa, en el verdadero sentido de la palabra, sino, evoca. Es fácil para estos autores sentarse a escribir (fácil porque ya todo está hecho). La única dificultad es pasar lo vivido a palabras escritas. Pero pensar en forma, lo que es pensar pensar, tal vez al poner en tela de juicio alguna cosa, o al agarrar con pinzas una actuación, o al comparar con un aprendizaje nuevo lo viejo. Sin embargo, de todas formas, piensa muy poco. Si escribe es porque le gusta escribir y lo que tiene a la mano es lo que hizo. Entonces se hecha a nadar en el recuerdo, a salvar de la perdición cosas a las cuales la perdición ningún interés les merecía.
—Pero hay excepciones.
—Obvio que hay excepciones. Bien decía Hermann Graf Keyserling: «Generalizar es siempre equivocarse». Por lo tanto, hay excepciones; y, por lo tanto, con su generalización se equivoca: siempre: adverbio.
—Ajá. Y como decía Alejandro Dumas hijo: «Todas las generalizaciones son peligrosas, incluso esta». Esta y aquella son peligrosas por incriminatorias: puede que haya una persona que salve del recuerdo una cosa (su matrimonio, su primera comunión, su primer encuentro sexual, su primera travesura, su primer asesinato) que debía salvarse del oscuro, interminable e insaciable olvido. (Esto me suena más a preocupación de interrogatorio). Incluso yo creo que hay cosas necesarias de salvar. El asesinato, por ejemplo: me imagino a la mujer de vieja, contándole a su familia cómo desapareció el cuerpo después de la liturgia del Miércoles de Ceniza.
»Al fin y al cabo, es el recuerdo de la vieja, su recuerdo, que ahora estará en las memorias de una generación. Peor fuera que en verdad no hubiera matado a nadie.
—Pero ¿por qué? Antes mejor, nadie hubiera muerto.
—«Nadie hubiera muerto». Me suena a detective en interrogatorio. Deje la moralidad para Semana Santa. No se preocupe por ella ahora.
»Decía «peor» porque la vieja sería una fabuladora, una mentirosa que nunca vivió el asesinato. Y si no lo vivió, amigo mío, le está haciendo creer a esta generación algo que no es, por el simple anhelo de ser recordada como asesina, además de pulcra y luchadora madre y abuela.
—Yo prefiero la mentira al asesinato. Si nos mintieron oralmente los ancestros, aún agradecería los dioses, los gigantes, las hadas y las leyendas. Yo, si me quiero hacer pasar por asesino, leería muchos crímenes y vería muchas películas de cine noir
—¿Cinenohay?
Film noir, cine negro, femme fatal, claroscuros, personajes en el límite de héroes o antihéroes; las películas que veo en mis insómnicos diciembres y mis mantenidos años de vida.
»Si fuera a inventarme un asesinato, no solo «copiaría directamente de otros libros», sino también de los diálogos de las cintas, por lo cual mi historia dejaría de ser una del montón y pasaría a ser un híbrido para literatos y cinéfilos.
—Hágalo como quiera. Sea uno del montón o uno fuera del montón, continuará escribiendo sin pensar, o pensando como si no pensara, ayudándose de lo hecho por otros y que usted baraja como si fuera suyo.
 
***
 
La segunda clase «piensa sin escribir», como Eugenio d’Ors: «Yo solo pienso cuando hablo o escribo, es decir, cuando articulo y redacto. Incapaz de encontrar el menor sentido entre la antigua separación entre “fondo” y “forma” no he logrado jamás pensar sino con y por las palabras». Esta clase es pura inteligencia lingüística. Si algo les pasa, tienen que escribir sobre eso que les pasó a manera de ensayo —cuento, poema, etc.— ¿Serán frecuentes estos autores porque se confunden con el recuerdo y su luenga reflexión?
(Es recuerdo porque, aun así haya segundos desde que pasó lo que pasó hasta que el escritor anota, ya es pasado, pretérito).
 
***
 
—Los autores muy escasos, los que se abstienen del cuaderno y del lápiz hasta que no tengan bien firme y fijo lo que van a hacer frente a la manoseada hoja en blanco. Los que reposan, regurgitan y rumean las ideas como si del añejamiento de un vino se tratase.
—Los que se duermen a la sombra de un guayabo, en el potrero, en una tarde de julio, con el olor a buñiga y a yerba en todo él. ¿Ese?
—Demás. Aunque Arturo se lo debió imaginar de traje, enclaustrado en una biblioteca marrón y acústica del Viejo Mundo, con el olor a buñiga que él mismos exhalaba e igualaba.
—Es mejor como yo lo pensé. Lo voy a escribir como yo lo pensé. Dentro de un año.
 
II
 
Lo esencial es saber ver,
saber ver sin estar pensando,
saber ver cuando se ve,
y no pensar cuando se ve
ni ver cuando se piensa.
ALBERTO CAEIRO, El cuidador de rebaños, XXIV
 
Los diálogos no me dejaron terminar. Iba a decir, con tiento, más para justificarme con la lectura, que fungiré como la tercera clase de autor.
—No obstante, ya has escrito cosas de otros y has hecho memoria. Y has escrito para pensar.
—¿Usted es lector?
—No.
—Prosigo. Fungiré como tercera clase, pero no lo notarán hasta el próximo número.
 
»No sé si pueden recordar las tardes que salían del colegio, independientemente… ¿Independientemente de estar enamorados? ¡Óiganme! Perdón. Recuerden las tardes que salían del colegio, si es posible en la vereda, con el sol sobre los perros y la ropa secándose. ¿Recuerdan? De camino a casa, saludaban a un viejo que no sabían cómo se ganaba la vida (ni les importaba, dicho sea de paso). El viejo fumaba en la única panadería de la vereda, con sus amigos adultos y viejos, almorzando pan, café y nicotina.
»A unos pasos de allí, aún sin hambre, distinguen las montañas, evocando la fábula de una bruja que vive entre los pinos —específicamente cuatro pinos, uno con amagues de caerse—. ¿Qué hacían en ese momento de sus historias, dejándose ver por la montaña y la bruja, el sol y los colores de un balcón arcoíris?
—Pues dejarse ver por la historia, la montaña, la bruja, el sol y los colores de un balcón y por ellos mismos. Ellos pararon a recibir aire en la humedad que su bolso alcahueteaba. Eso hice yo. ¿Y sabe qué más hago? Voy a la casa y almuerzo mejor que los muchachitos en la panadería. Después del almuerzo no me pregunto la razón de haber parado a divisar la montaña; después digestiono…
—Chito, pendejo. No se adelante. Espero el próximo número.
—¿El dos?
—Estamos en el dos.
—¿Y cómo sé en qué número estamos?
—Usted no puede saber mucho porque lo cuenta. Yo reparto los números, por eso sé. Vamos en el dos.
—En el tres no hablo. Déjeme este dos a mí.
 
»Lo que les dije, lectoras, es mentira: nunca salí de un colegio en una tarde technicolor ni saludé a un canceroso viejo fumador ni me quedé embobado ante una montaña. Nunca hice eso. Yo no fui niño ni adulto ni adulto mayor. Quien les escribe es un pino de la montaña, a la una de la tarde en esta vereda polvo, sol, arcoíris, niños jugando y venezolanos. Mi tronco, de vez en vez con visita, pronto caerá. No me entristece caer; estoy feliz de que me haya sostenido la mirada en un lugar como este, junto a compañeras tan buenas y con ese valle de humanos. Agradezco a mi tronco. Lo merecí por algo que no me atrevo preguntar ni responder. Es mi tronco y yo su pino, aunque «pino» es la totalidad, incluido el tronco… Bobadas mías. Yo hablo y digo bobadas. Es cosa de quien habla. La bruja también habla, ¡y dice unos gazapos! Que morir viendo morir la mañana, los años desde mi copa; que recorrer la extensión de la montaña conmigo; que formar un pueblo en este rincón de tierra… Bobadas como las mías: nunca ha hecho nada de lo que dice, como yo no dejo de ser porque me llame pino siendo una partícula del todo; como a la corteza no le influye que no sea ella ni ella yo. Pero con bobadas imaginé (y engañé) recordar que fui niño saliendo del colegio en una tarde como esta, y almorzaba en el gozoso frío de la sala limpia por mamá, y reposaba…
»Y salía a andar los potreros junto a la profesora que una vez me llamó al fondo de un matorral y me mostró sus areolas. Engañé (e imaginé) recordarme como un niño. Pero, si no fui niño, ¿cómo recuerdo los recuerdos de uno? ¿Cómo la profesora viene a querer morir viendo la mañana y sus años desde mi copa; cómo quiere recorrer la extensión, a lo largo y a lo ancho, del pico El Manzanillo; cómo quiere fundar un pueblo y un colegio en este rincón de verde?
»¡No!
»Las preguntas me obstruyen la vista. Pregunto porque hablo, pero no me respondo porque sigo hablando. Al parar de hablar, buscaré respuestas, y quien busca respuestas se pierde el poco tiempo de mi rectitud. Si dejo de ver lo que tengo a mi vista, el niño que se refresca el sudor, allá a lo lejos, que imagina una bruja encima de mí (que en verdad está encima mío), se va a almorzar y a chupar las areolas de su profesora, como pactaron y acostumbraron después del colegio.
 
III
 
Cuando me encuentro en Tipacoque, tirado en la hamaca del corredor, puedo permanecer mucho tiempo con un libro sin abrir en la mano, y sin pensar en nada, mirando los gallinazos que en diferentes zonas y a diferentes alturas planean en el aire quieto oteando un mortecino que se pudre en el campo.
EDUARDO CABALLERO CALDERÓN, Pensamientos y habladurías
 
Gracias a ti, buen pino. Agradecemos, las lectoras y yo, tus eminentes palabras. Si continuáramos en el número dos, con mucho gusto lo seguiríamos leyendo. Pero ya estamos en el tres. En otro lugar nos rozaremos.
A quien me refiero adelantó dos cosas que me justificarían como el primer autor de Schopenhauer y con el estado de aletargamiento del poeta luso y el novelista de Tipacoque: di-ges-tión. Retomaré lo imaginado por nuestro compañero el pino: después de almorzar, antes de ir los potreros, se sentaba con su hepático abuelo a ver el regalo del atardecer…
 
Disculpen. Me interrumpió don Gregorio Piedrahita Sierra, para venderme aguacates. Le compré uno.
Decía… Decía atardecer. El pino, árbol europeo, nos habló de digestión. Yo lo cristalizaré en estado digestivo. Esa es mi teoría: el estado digestivo no solo es el proceso de asimilación de alimentos en la caneca; es, también (tercer autor), un estado del alma y los sentidos. El viejo canceroso, y su cigarrillo y su almuerzo de pan y de café, se encuentra en este estado, así como el viejo abuelo de nuestro pino: sentarse en el balcón ya es digestionar la anchura y la profundidad del paisaje.
Lo que intenté hacer hace un número, antes de que me interrumpiera nuestro amigo, lectoras, es llevarlas a ese estado con la ayuda de la memoria y la fantasía. Es más, la elucubración del pino me arrebató de lo que quería decir.
Otras que digestionan (espero que ustedes sean una de ellas: lean esto por la tarde y después de comer: la digestión fisiológica ayuda a la espiritual, con sueño y sin afanes) son las viejas de los ancianatos, las obreras, muy lejos de sus casas, cerrando los ojos a la sombra de un árbol del cual no necesitan saber su nombre para agradecerle; o del cual no necesitan agradecerle para cerrar sus ojos muy lejos de casa. Son, por otro lado, el chalán que, junto a su caballo, se refresca en el arroyuelo de la pesebrera, con un horizonte de Antioquia, o de Tarso, o de Aburrá. Tarso, a su vez, hace parte de los pueblos en estado digestivo. Solo le falta mística: retomar la tradición del beato Jesús Aníbal, mártir en España. Pasará el tiempo y la tendrá.
En la vereda del pino había mística cada que la profesora de colegio desnudaba su areola a los árboles y a la humedad del niño. Ni los árboles, ni las vacas, ni los insectos, ni el perro que los siguió los delatará. Ellos solo digestionaron sus presencias, sus cuerpos y sus acciones. Así como la profesora, digestionando treinta y tres años de vida, enseñanza y hábitos, digestiona siete años del pino imaginario.
Quiero que pensemos… No. No pensemos; quiero que intuyamos el sol que una vez calentó la cara de san Francisco de Asís, de santa Teresa de Calcuta y de los antepasados del Homo sapiens. Ese sol hoy nos calienta —ay, me vuelvo un segundo autor: escribo para pensar… ay…—, y calentará nuestra descendencia. Cuando vemos a lo lejos, cuando oteamos, el sol de siempre nos da su luz y con ella distinguimos la casa de un amigo de infancia, la nube con cara de rinoceronte, la montaña silenciosa como cuerpo antes de despertar.
Intuyámonos en el sol. Imaginémonos volando en el cielo que espera nuestros ojos pero que nuestros ojos no ven por escribir —mi caso— ni por leer —su caso—. Creámonos (como el pino y los planes de la bruja) bocabajo en la yerba del potrero en que el verde y el azul secretean. Huele a buñiga, a lulo, y estamos digestionando el calor del sol de antes hoy en nuestras espaldas.
Nadie gesticule, nadie mueva su pensamiento; vean y oigan y sientan y huelan y prueben, lectoras.
 
Perdón; nuevamente Gregorio; vino a pedirme el aguacate. Desearía ser pino para que ningún Gregorio verdulero me interrumpiera. Hm… ¿Nadie molesta al pino? (Primera pregunta del número. Debilidad; segundo autor). La bruja molesta al pino, a menos que ella se vuelva profesora de treinta y tres años.
Intuyan un adobe de Granizal. El adobe digestiona pobreza, desplazamiento, falta de agua y vías, y amoblado valle. Al extremo de ese valle, en Girasoles, otro, más anaranjado, digestiona su ascendencia mineral. Posa para la cámara de un estudiante. El estudiante está allí a días de un desalojo. Los agentes casi daban a ese adobe, si no fuera por el sol que los deslumbró. El sol, ese sol, calienta el cigarrillo y las piernas del viejo canceroso de la vereda, y calienta las tumbas de los tres autores citados… El pino se acaba de caer. Todos y todas fuimos producto del pino…

 

Alejandro Zapata Espinosa (Itagüí, Colombia, 2002), estudiante de Licenciatura en Literatura y Lengua Castellana del Tecnológico de Antioquia, escribe cuentos, poemas y columnas en Al Poniente. Ocupó el segundo puesto del XVIII Concurso de Cuento Tomás Carrasquilla del Tecnológico de Antioquia con la obra Interior with Leland. Es parte de la antología Poemas del barrio a la ciudad, fruto del XX Encuentro de Poetas Comfenalco, Antioquia, 2020. Ha publicado en medios físicos y digitales.
 
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