<     >

PÁGINA 6

<                    >

CARLOS CRISTIÁN ITALIANO -ARGENTINA-

Nacido en la ciudad de La Plata, república Argentina en 1.955. Originalmente médico, pero al no ejercer más la medicina se dedica al impulso de leer y escribir. Su orientación en la lectura recae mayormente en las letras latinoamericanas. Ha participado como colaborador en varias revistas y está a cargo de un taller-curso creativo de literatura latinoamericana, para contacto pueden comunicarse al mail: criselferroviario@gmail.com o al Facebook que se encuentra con el nombre completo (Carlos Cristián Italiano)- ha escrito varios libros en forma personal; viene haciéndolo del año 2.001 a la fecha.
 
MIS HERMANOS, LAS EXISTENCIAS
 
Cuando vos llegas a una casa, no te entras así no más. Saludas a la persona. Entonces es lo propio que se hace cuando uno llega a una tierra visitando, a un lugar, saluda a las montañas, saluda a todo lo que está cerca, a las fuerzas invisibles, a los guardianes del lugar. Y esto es lo que hemos olvidado: saber que hay un mundo invisible más grande.
Vivian Camacho
Estas líneas que siguen van a intentar describir las Existencias del pueblo Comechingon. Las llamo Existencia y no fantasmas pues, la primera, así como se ve, con mayúscula y fantasmas con minúscula. Hay diferencias. Uno oye habla de fantasmas y ya quiere huir. Las Existencias son distintas; uno empieza a dialogar con ellas y ya se les hace amigo. En la larga eternidad de la especie humana, ellas son como un extremo de la cuerda y nosotros el otro, pero compartimos el mismo espacio. Aprendí a escucharlas como un paisaje más, tanto en conciencia diurna como trasnochada. Suele ocurrir cuando me despierto, camino al baño me encuentro a uno de ellos y entonces conversamos.
 
Nací en Andalucía y me llamo Rafael. Cuando vine a estas tierras solo quería oro y plata, y vencer todos los obstáculos para obtenerlo. Quería vencer  a todos los seres monstruosos que confiaba en encontrar.
Mas llegado a esas largas sierras que habitaba la población camiare me sentí arrobado por ese intenso paisaje y por un misticismo extraño que hacía combatir mis ideales anteriores. Su paisaje recordaba a mi tierra natal y era como un paraíso donde solo se escuchaba hablar a la naturaleza sin construcciones humanas a la vista. Alguna herencia árabe habré de tener en ese amor a la belleza, pero sin más posibilidades opté por lo que había venido: esforzarme en obtener riquezas y poder. Y así, como olas de rumor y de rebeldía se sumaban cada vez que mi brazo, pero no mi cabeza, mataba tantos paganos que se interponían ante los tesoros que, era real, todo mi grupo pretendía. Fui andaluz hasta que morí quizá en el año de 1.545, atravesado por la descarga de un mosquete español. Pero luego decidí quedarme por acá, no volvería montado como fantasma en uno de nuestros barcos; preferí quedarme con los seres que conocí los últimos años de mi vida. Hoy escribo esto para recordar esas tan malas como bellas épocas. Perdí el acento de mi idioma natal tras tantos siglos de habitar estos valles y vuelco en este papel, a través de Cristián, todos los sucesos de que tuve conocimiento.
Llegué a estas tierras recorriendo el mar durante meses tal como lo suponían, bravío, solitario, extenso y peligroso, que mis compañeros y yo, que no lo teníamos acostumbrado, sufríamos mareos y vómitos. No podíamos más que mal alimentarnos y sólo queríamos arribar, pensando en recuperarnos y seguros de acceder allí a riquezas y mujeres. La conversación de estas cosas era el único remedio a las penurias. Otra era morirnos, como que muchos parecían listos a ello. Tres meses duró el largo recorrido que era infernal.
Fue llegar y empezar a olvidarme de los dolores. Al ver esas playas en la que crecía una extraña selva, apenas repuesto mi cuerpo, me atrapó su silencio y una visión nueva, de inmensidad que me hizo olvidar penurias e imaginaciones previas. Poco quise hablar de ello puesto que era una sensación interna de placer en medio de las desgracias de mis compañeros y de las ambiciones que nos traían de tan lejos. Ni tan enajenado estaba que llegaba a comprender que lo mío sería locura para mis compañeros. Pero, abriendo caminos en la vegetación, comiendo escasamente de lo verde que había, famélicos, a decir verdad, encontrábamos, para nuestra sorpresa, en esa marcha horizontal y extensa, cuerpos de animales recién cazados, que asábamos al instante con algarabía. Aunque temíamos un ataque, pues al no conocer de la gente que vivía en esas tierras los suponíamos más furibundos que nosotros. En un claro, tras varios días y leguas en esa extraña soledad, se hicieron presentes. Fue la única vez. Luego desaparecieron y nosotros volvimos a lo nuestro.  Aquella vez hicieron su presentación y al parecer estaba la tribu entera. Nosotros éramos doce, como los primeros seguidores de Cristo, y no intentamos armar defensa. Pudimos ver cómo estaban cociendo una gran comida para recibirnos. Carne asada y una bebida sin alcohol pero que igual logró marearnos. Poco después del banquete se acercaron con doncellas que tenían el pecho al desnudo, como era su usanza para que nosotros hiciéramos lo que nos faltaba en la floresta, después de tanta obligada soltería.
Luego de ello seguimos el viaje, riéndonos de la aventura más temeraria que habíamos tenido hasta el momento y haciendo chanzas de las dichas pasadas con las hembras de esas gentes. Al poco ya estábamos temiendo uno de sus ataques, prevenidos y hambrientos durante muchos días, y solitarios, cuando dimos con unas montañas lejanas a las que nos acercamos. Más nos acercábamos y más me sentía llegado a mis tierras natales, a la lejana Andalucía. El aire, la fachada, y el sol en alto. Sin embargo, una diferencia había: no se encontraba, por ningún lado, ni gentes, ni ciudades, ni villorios. La imagen era como de Paraíso en mis tierras olvidadas, lejana Andalucía. Llegamos casi al pie, ocupándonos en beber agua fresca de un arroyo, rodeado de peñascos y árboles, riéndonos de nuevo; de vez en cuando pájaros de diversos colores se colaban en nuestra imagen, nada temerosos, como a un Paraíso corresponde.  Entonces dejé escapar esta malhadada exclamación que disgustó a mi jefe. -¡La gente de estas tierras debe ser experta en artes de todo tipo, tal como ésta belleza se muestra!- ¡Infeliz!, me respondió, ¡no ves que la gente de aquí es pagana y debe de estar enceguecida por las luces del lugar! continuó. Pizarro y Cortés, que eran grandes generales, los tenían por poco y no les importó su arte para imponer la verdad cristiana. - Es cierto, respondí al pronto, sólo es que tengo nostalgias de mis tierras andaluzas. –Cuando te ocurra pues calla no digas sandeces-concluyó-. Cuando vengan sacerdotes acá nos dirán cómo conviviremos sin pecado con estas gentes.
No tuve ánimo de discutir, dándome cuenta que estaba mostrando mi mente y seguí bebiendo y relajando los huesos. Libre de yelmo y pechera, en ese aire que era una delicia para un guerrero cansado.
Una noche me pareció escuchar una piedra que me hablaba. La encontré en el largo viaje. A mi oído ella me dijo que íbamos a encontrar nativos de buen aspecto que nos iban a alimentar. Yo venía ya sin ánimo, refugiándome del frio nocturno bajo los árboles. La reconocí entre otras piedras porque seguía hablando como si le gustara, y la levanté. Ocupaba la mitad de mi mano y repetía el mensaje. Cuando la puse en un saco de cuero que llevo colgado al cuello, pues se calló. A la mañana, al acercarse los indios con alimento fui el primero en recibirlos.                Eran unos indios altos, barbudos como la gente de mi tierra, que no decían palabra. Nos escrutaban a los ojos con gestos amigables. Los que vimos, estaban desarmados, nos acercaron carne y fruta.
 
 
En nuestro recorrido hacia el norte, las sierras aumentaban su altura a nuestro paso. Ya más repuestos del hambre y el frío, llevábamos al hombro, sobre nuestras armaduras, cueros de animales, que los naturales no habían dejado, a los que sacábamos provecho por las noches a modo de mantas. Entonces reapareció el deseo del oro. Como una costumbre inveterada, surgieron los malos tratos hacia los nativos. Al verlos mansos y callados y reconocer oro brillando entre sus ropas, el capitán, en la ansiedad por averiguar su origen, comenzó a golpearlos y a tomar por fuerza sus abalorios. No había otra explicación que el orgullo y la avaricia en aquella conducta, a la que yo quería oponerme, pero él y todos mis compañeros se prendaron de ella, e incluso tomaron algunos prisioneros por la fuerza de sus armas desenvainadas. Una noche me despertó la vocecita de la piedra, la oscuridad me rodeaba y la somnolencia confundía mis sentidos. Pero repuesto, me di cuenta que la piedra me hablaba. La saqué de la bolsita de cuero para escucharla mejor y ella me decía que en la mañana los nativos iban a matar a nuestro grupo de extraños invasores. Le di crédito por la maravilla de escuchar hablar a una piedra y porque su predicción fue real anteriormente. Entonces me separé del grupo, me quité los hierros del cuerpo, y las armas, y caminé solo por otro rumbo. No sé qué habrá sido de mis compañeros. Tal vez, extraviados en el monte se ocuparon en buscar signos favorables o buscando el oro sus sentidos se habían atrofiado y por eso ni me buscaron ni llamaron. El hecho es que en mi soledad solo me cubría la camisa y el cuero regalado; él me protegía en los lugares espinosos y sombreados y me tapaba del sol en los lugares claros. Me estremecí de hambre nuevamente. Dormía mal y temeroso. Caminaba sin rumbo. Luengas la barba y el cuerpo y cada vez más delgado. Aterido de frío en las noches interminables.
Cristian, mi hermano moderno, cómo me alegra esta historia que me cuentas: Dos picahuesos estaban en el jardín de mi casa. El primero que tocó tierra apretó una cascarita de nuez con su inocente movimiento de cabeza. El segundo se ubicó atrás dando saltitos. El primero levantó la cabeza dejando su presa en el piso; el otro la tomó, se la llevó, y empezó a saborearla a menos de dos metros del lugar. Observé más: el segundo estaba picoteando la cáscara cerca de su compañero. Sin embargo, éste, tras un aparente desconcierto, se puso a picotear otras cosas. No existieron miradas de recelo ni amagues de ataque, como nos suele pasar en estos casos a los humanos. Luego el otro se fue y entonces el primer pájaro se acercó a la cáscara y le buscó su contenido tomándola con su pico. El posible embaucador   se había ido contento a explorar otras regiones. Nada de rabietas. Comprendí entonces lo que esta escena me estaba mostrando, un pequeño mensaje: la falta del concepto de la propiedad privada, un lo mío y lo tuyo, más allá de lo que nos adjudica la existencia.
Tomado repentinamente por dos de ellos, que emergieron del chaparral en que me escondía en un silencio total, me vi llevado hasta uno de sus asentamientos, tan débil que apenas me podía mantener en pie. Los ojos nublados y desfalleciente, lo primero que recuerdo fue el marrón de la tierra y los guijarros esparcidos: tan seguro estaba de la muerte mía como la de mis compañeros. La cercana locura que me acompañaba en esos momentos impedía que intentara levantar la cabeza. Esperaba la muerte, como tantas veces entre los matorrales, convertida en una redención de mi penar. De pronto vi, frente a los ojos, una escudilla con alimentos: verduras, frutas, y otra menor con agua. La visión me hizo temblar y a la vez llorar; era lo que necesitaba luego de más de veinte días sin más alimento que comer hojas verdes del suelo y de mojar los labios bajo la lluvia, tambaleante, entre las espinas.
Un justo premio a mi malaventura, en tierras de gente sin alma y a la que debía de convertir en buenos cristianos, pues lo único que podían darnos, a decir verdad, es el oro escondido en sus tierras.
 Y yo lo único que recibía era alimentos y un momentáneo perdón que me convertiría, con el paso del tiempo, en uno de ellos.
Cuando llegan los grandes vientos hay un silencio total en la aldea. Todos están callados y se refugian en sus casas, escuchando. Parece que en él hay mensajes; él, que es más antiguo que nosotros; cosas, como recuerdos. Que aún en gente como ellos, tan apegados a la naturaleza, ya no tienen presente. Yo aprendí a escucharlo y a veces me parecía transformado en ese viento que atraviesa el follaje. De vez en cuando alguien salía airoso de su casa: es que había escuchado en ese viento una nueva palabra y su significado, entonces alegremente la compartía. Luego miraba al sol que parecía dominar la escena y comprendí, como lo hacían mis hermanos, que sin su presencia era inútil toda Humanidad.
Me preguntas, mi hermano, por qué me vine de España. Te diré, pues, algo más: En Granada, mi ciudad natal, los musulmanes se transformaron de la noche a la mañana en herejes y extranjeros, y fueron desposeídos sin miramientos de sus riquezas ni nadie medió en defenderlos. Había sido tan fácil ello, que me dio por ver que, encontrando una causa justa yo podría hacer lo mismo. Me trajo aquí la misma idea; creerme cristiano a pesar de mi acento morisco. Conquistar la fortuna que los castellanos obtuvieron por decirse Hijos de Dios, en mi tierra andaluza y con mis hermanos musulmanes y judíos. La ciudad entera parecía estar viviendo esa euforia y por ella me embarqué.
Hay en ellos algo que llamaría nostalgia. No es tristeza. Es como si extrañasen algo ido, como de nacidos en tierras lejanas. Sin embargo, saben gorjear como los pájaros cuando están divertidos. El sol o la lluvia no influyen en sus ánimos. Sin quererlo me he comportado como ellos. Y he reconocido mi afecto por la tierra, las cosechas y las nubes. Es como una hermandad con las cosas: pretenda sol o lluvia ese día, todo eso sucede, mientras hago una cerámica, aprendo a construir un hacha, salgo de cacería. No hay necesidad de misterios; la vida misma lo es.
 Las cosas que alguien puede decir que son cosas del diablo, que queden bien enterradas y muertas si nadie las comprende.
 
Una noche soñé que estaba en un túnel interminable pero bien iluminado. Me rodeaban los feriantes de mi pueblo que bailaban alentados por un tambor al cual yo no veía. De pronto desaparecieron y el túnel quedó en silencio. Yo fui hacia el otro lado donde encontré una salida cubierta de matas espinosas y árboles; me costó salir de tan tupido paisaje. Divisé a lo lejos a aquellos seres saludándome con la mano en alto. Hombres y mujeres de mirada alegre, algunos niños que me miraban, parecía, con ganas de jugar. Supe que me acercaría y recibiría una esposa porque pude reconocer, a pesar de lo que me enseñaron, que el alma está en todos ellos.
Antes estaba dispuesto a todo. Cuando llegué a estas tierras, atravesando el mar, era un guerrero, que todo lo que quería era ser invencible para codiciar riquezas. Luego, cuando conocí esta gente, que se le nombra Los comechingones, me fui convirtiendo en guerrero para defenderlos como si fueran mi gente, y cuando recibí esposa y tuve mis hijos, lo único que quería es conseguir paz y poder disfrutar del amor.
 
Digamos pues que cazar y guerrear es lo mismo para esta gente. De noche salen a la caza del puma. La pintura roja y negra que usan en la cara les hace parecer invisibles. Como fantasmas se mueven. Con los colores obscuros, en la noche aparentan seres en blanco y negro. Son como sombras. Ser cazadores los convierte en seres sin temor a las garras, a las mordidas de serpientes, a las caídas peligrosas. Los hombres vagan de noche decididos pues a lo que les suceda. Deben demostrar el valor de una mujer que pare. Es el éxito de todos por encima de uno mismo. Porque el dolor del zarpazo en el pecho muestra esa decisión. Yo soy decidido, soy guerrero y por eso me eligieron, me llevaron consigo y me aceptaron. Cristián no. Él es un hombre amable y de ciudad; que no quiere que nadie sufra. Prefiere una comunidad pacífica; pero le digo que esto es pacífico. Uno caza con respeto a un animal que tiene todos sus sentidos y su fuerza en acción. En el día, más tarde, con la cacería realizada, toda la actividad de la comunidad se ocupa en repartir el alimento necesario, en abrazarse, en cultivar, en ver jugar niños. Si algún hermano ha muerto, empieza a hablarse de él con gran cariño porque se lo merecía. Si está herido, él se convierte en lo más importante para todos. Lo mismo que una mujer durante un nacimiento. A Cristián le digo después de haber compartido muchas de estas noches: que la cacería es parte de la religión. Que no existe ese amor que impide sufrir. Y que cuando venga la gran destrucción de este pueblo por los españoles, todo esto que relato y de lo que hoy formo parte, será para ellos muy importante. Pues la diferencia estará en esto: que nadie es capaz de morir bien si no ha vivido de esa manera.
 
Un día saqué de la bolsita a mi piedra y la llevé al arroyo. La dejé junto a otras para que converse con ellas. Yo regresé a estar con los míos.