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El cinco de octubre de mil novecientos noventa, en la ciudad de Barquisimeto Venezuela nace a las once de la mañana, un niño cuyos padres (Ernesto Jerez Valero y María Eugenia Hernández) le dieron como nombre Cesar Humberto Jerez Hernández. A la temprana edad de dos años se mudan a la ciudad de Mérida Venezuela, donde el infante cursa primaria en la Escuela Básica “Estado Lara” y bachillerato en el Colegio Militarizado “General Rafael Urdaneta”. A la edad de dieciocho años se inscribe en la catedra de arquitectura en el instituto “Santiago Mariño” y a los veintiún años se inscribe en la catedra de administración de empresas en el instituto “Antonio José de Sucre” ambas carreras por distintos problemas no logra culminar.  Tras varios años trabajando en el negocio familiar (agricultura) decide probar suerte en otro país, específicamente en Ecuador, donde reside actualmente en la ciudad de Quito y se desempeña como chef en un restaurante de gastronomía peruana llamado “La Perricholi” Es en la ciudad de Quito es donde Cesar Humberto Jerez Hernández comienza a escribir arduamente.
 

CÉSAR HUMBERTO JEREZ HERNÁNDEZ -VENEZUELA-

                 
LABRADOR

 

 
 
La noche es espesa y apenas está iniciando. Inicia delgada, oscura y tenue. La luna comienza a asomar levemente, queriendo derrotar la neblina que le hace frente. El cielo está manchado, sus nubes no son esponjosas, parecen bultos de arena colocados de forma afanosa. Caen algunas gotas perdidas, lluvia leve, pero sonora. Los caminos son inhóspitos, los árboles solitarios, el alambrado es seguro y el camellón es solo polvo de piedra. Al fondo, una casa grande con un humilde y aquejado corral, le hacen frente a la bastedad. Todo a sus alrededores tiene un toque de adversidad, las flores con opacos y nefastos pétalos, los gusanos con los rostros más horripilantes, los arboles están secos y los matorrales han adquirido esa capa invisible de espanto, logrando impregnar toda el área, con las manchas de muerte que aparecen en los cementerios abandonados. Esa casa y el corral que se veían al fondo están tibiamente alumbrados. Una noche más para quienes habitan ese solitario espacio. Gente terca y tosca, con manos grandes y ásperas, mejillas deliberadamente quemadas por el sol e hidratadas por el sudor que es lo único que cosechan.
                    Los escasos sonidos que logra escuchar don Artemio Casal, son interrumpidos por las ráfagas de viento, que lanzan a sus oídos los diferentes alaridos producidos por búhos que habitan las laderas. Esta noche, la neblina es muy fuerte, casi constituía una pared de cemento en movimiento, por lo que la vista está reducida a un espacio corto, tratar de ver a un hombre estando al frente, es una tarea casi imposible y aún más para don Artemio Casal, hombre delgado y de pasada edad, que ya en el ocaso de su vida, ha adquirido una postura de mala fe y de miseria ante los embates que recibía día tras día. Sí antes, él trataba de por lo menos mantener la fe y hacerle frente a las dificultades, ahora, solo maldecía, escupía y ante la desgracia ajena o propia, se reía. Aun así, era considerado un “Don”, es decir, un hombre respetado por todos, todo esto no se lo ganó tratando con dignidad a las personas que se topaban con él –no eran muchas pues vivía alejado de la sociedad (Solo basta dos personas para que exista la fama) – sino por ser un hombre muy acaudalado, la gente que le rodea le respeta por el dinero que sus bolsillos guardan.
                    Caían hace pocos minutos las once de la noche, la calma a esa hora en los lugares apartados siempre viene acompañada de una mala noticia, y esta no es la excepción, pues  Armando, su fiel capataz, le llega con la mala de que “Labrador” el perro de su vecino, había asesinado a más de nueve gallinas y cuando ellos llegaron no pudieron castigar al perro pues el perro salió mandado. Don Artemio maldijo todo lo que pudo, todo lo que estaba presente, todo lo que recordaba. Esas nueve gallinas no valían nada para él, y aún así gritó inconteniblemente, arrojó al suelo lo que estaba sobre la mesa y caminando de manera colérica tomó la vieja escopeta de su padre y se dirigió lentamente a tenderle una trampa a ese desgraciado perro.
                      Don Artemio Casal, es hijo de extranjeros que habían llegado a la ciudad a principio de los años cuarenta, sus padres, se habían adaptado rápidamente a las costumbres de las personas de la sierra, y su restaurante costeño había sido todo un éxito desde el momento en que lo abrieron, por lo que en unos pocos años, habían logrado reunir una pequeña fortuna. Sus padres murieron: primero lo hizo su madre en un trágico accidente vehicular, luego, tras pasar varios meses, su padre fue víctima de un asalto, y debido a la exaltación, sufrió un fulminante paro cardiaco. Al poco tiempo de encontrarse huérfano y siendo una persona solitaria decidió vender todas las propiedades de su familia y comprar una hacienda en el inhóspito páramo, dedicarse a beber hasta el amanecer y no ser amigo de nadie. “La huella de Dios” fue el nombre que le colocó a dicha propiedad, y justo en esa extraña y amarga tierra, donde el frío moldea la huella que se sumerge lentamente en la bastedad insignificante de los huesos, donde la luz solo ilumina unos escasos metros, donde los ruidos de la noche hacen que la imaginación se sumerja en las líneas temblorosas de la penumbra, justo en ese lugar que más tarde él consideraría maldito, eligió sin pensarlo dos veces y sin temor alguno vivir sus pesados y solitarios días.
                 Niega todo contacto con la sociedad, hasta el punto de comprar sus víveres cada dos meses, y aunque se le haya terminado el café o el azúcar, cumple fielmente su lapso de tiempo, por lo que pocos le conocen. Por más que no busca ninguna interacción con persona alguna, no encontró el modo de alejarse del todo. La soledad se le deslizó entre sus dedos como lo hacen los granos de sal. La sal quema, la compañía también. Javier Pineda, es su vecino más cercano, hombre amable que siempre se preocupó por la salud de Artemio. La propiedad de ambos vecinos es dividida por el surco que dibuja en el suelo un delgado riachuelo. Ni lo más claro de la naturaleza puede despegar la locura de la mente de un hombre. Y éste eterno riachuelo, ya ha ocasionado innumerables problemas, pues don Artemio siempre asegura, que Javier Pineda y su capataz Carlos Alfonso, por la madrugada se van a trabajar a escondidas, para crear zanjas nuevas y de esa manera desviar el riachuelo, haciendo su propiedad pequeña y la de ellos más grande. Estos comentarios, solo le han valido para crearse una fama de persona desquiciada e ingobernable. Las personas lo ven como un loco mezquino y adinerado. Pero por extraño que fuese o tal vez por la esperanza de encontrar grandes riquezas, la hija menor de Javier Pineda había logrado casarse con ese hombre ermitaño. Laura Pineda, es su nombre, muchacha de gran sonrisa y poca belleza, que desde el momento en que vio a don Artemio se enamoró perdidamente de él. La cosa no fue fácil para Laura y luego de varios años de cortejo, había logrado su cometido, y por fin ante la mirada impávida de sus padres y familiares, conseguía casarse. De esa unión nació, Luis Emilio Casal, quien desde temprana edad, se había dirigido a casa de su tío Ernesto Antonio Pineda donde iba a recibir educación y a conocer otra cosa que no fuese el frio de la cordillera, los gritos de su padre y las risas sofocantes de su madre.
Así fue, luego de varios años se graduó con honores de bachillerato y entró fácilmente en la facultad de medicina, teniendo tres años ya completados y pese a poseer las mejores notas de su promoción, decide abandonar la carrera y probar la vida militar. La primera persona en enterarse de su decisión es su tío Ernesto Antonio, que pese a no entenderlo y tras tratar de convencerlo de qué no lo hiciera porque supone un paso en falso para su vida, elige apoyarlo y le exige que esa decisión se entere su hermana Laura Pineda y su cuñado don Artemio. Luis Emilio, con el temor de desobedecer a su mentor, acepta los consejos de su tío y parte hacia la casa de sus padres.
Son ya las nueve de la noche del siguiente día, don Artemio ha pasado toda la tarde y parte de la mañana planificando su jugada, visualizando en su mente el momento exacto en que Labrador atravesará el portal queriendo saciar su hambre sin medida, entrando a generar el caos y el tormento entre las pobres gallinas “!Esta vez no, maldito perro!” –no dejaba de repetir, mientras se imaginaba acertando la estocada final. Labrador no se le podía escapar, ya era la tercera vez que entraba a sus corrales y acababa con casi todas sus gallinas, las dos veces anteriores había advertido a su suegro de que mantuviera a su perro alejado de sus tierras, pero su suegro Javier Pineda, se defendía simplemente diciendo que: “ese no era su perro, que el verdadero dueño es su capataz Carlos Alfonso y que si quiere aclarar este asunto, debía hablar con él”–. Cosa que trató de hacer, pero siempre llegaban a las manos, por lo que en su última pelea le había advertido que la próxima vez que ocurriera, le iba a quitar la vida a su asqueroso perro. Y justo ahí estaba, recordando la imagen de esa pelea y llenando sus bocas de esas mismísimas palabras –“ahora  sí vas a morir, perro desgraciado”– no dejaba de repetir, mientras acomoda unas viejas latas en el suelo para luego taparlas con un poco de tierra y hojas secas, ha escogido ese portal, porque las veces anteriores el perro pasaba por ese lugar, como así lo indicaban las huellas. La trampa está colocada, Labrador al pisar las latas generará un estruendo y dicho ruido le avisaría que la hora ha llegado, y él, mientras tanto, estaría escondido con su escopeta para uno o dos disparos asestar.
Luis Emilio, parte desde muy temprano, todavía no sale el sol y él ya se encontraba de camino a  “La Huella de Dios” a las ocho menos quince de la noche siente de nuevo el frio quemar su piel, observa como el cielo es alumbrado por millones de estrellas y ve con terror como la neblina espesa sube por la cordillera acechando cada espacio de luz.  Estaba en el caserío cercano a su casa, pues si hablar con sus padres era una prioridad, hablar con su amor era una necesidad.  Andrea Julia, es el nombre de su ilusión, la muchacha para este momento más hermosa de la ciudad, quien se había fijado en el joven Luis Emilio pues todos apuntan a que se convertirá en el próximo gran doctor de América, y con la esperanza de que la saquen de ese ermitaño mundo le ha entregado todo su amor. Fue a ella, a quien él decidió contarle de primero el camino que ahora había decido tomar. “Abandonar la universidad y dedicarse a la vida militar”. Tal vez por el impulso propio de la juventud, que hace que el amor sea lo único que importa y sea la única necesidad que deba saciarse, no le permite ver que esta decisión que colma su vida le alejaba del amor que tanto quiere. Mientras que para Andrea Julia, su egoísmo y la necesidad infundada de llevar su vida a un nivel económico superior, no le permite dejar ver, que el amor se le escapa y así sin pensarlo dos veces, y por razones puramente de glamur y vanidad, atributos que la han segado y le hacen creer, que la vida de una persona entregada a la ciencia, reconocido en las principales universidades del mundo, llevando a cabo sus convenciones, en New York, Londres y Berlín supone mucho más brillo que, la de un militar encerrado en un miserable cuartel recibiendo ordenes de un superior viejo que seguro es un canalla y así sin importar el rango que pudiese obtener Luis Emilio, jamás podrá compararse con lo primero. Sin más ni menos, con su rostro bañado por la decepción, le trasmitió su reacción negativa y le deseo suerte en su nueva vida, para luego pedirle que se marchase. Abatido por la respuesta inesperada de su antigua novia, emprende el solitario camino hasta su casa. Siente desesperación y mucha impaciencia, el frio del páramo le arropa, pero no le da cobijo. El canto de los búhos marca sus pasos, la niebla espesa y seca le bordean. Las delicadas calas que se observan a la orilla de ese perenne riachuelo tienen en su alma la tristeza de la pena ajena. La necia araña recién atrapa a la rezagada polilla que salió en busca del refugio en la azucena y solo encontró el veneno entre sus venas. Luis Emilio a cada paso siente menos firmeza para informarle a sus padres la decisión que ha tomado, más aun así, decide continuar con su camino. La vida ya no admite vuelta atrás.
Armando el capataz, afila su peinilla enérgicamente contra la piedra lisa, cuando escucha unas pisadas que hacen crujir las hojas secas que reposan firmemente en el suelo áspero y se acercan rápidamente sin titubear a las barracas. Fue Laura Pineda quien entró, pues don Artemio le hacía llamar, necesitaba de sus servicios para dar casería al desdichado perro. Su plan es simple, cerrar las puertas de estantillos con cadena y candado por si Labrador con sus grandes patas trata de empujarlas, colocar sacos entre los estantillos y tapar con lo que se pueda los espacios que quedan. Labrador únicamente puede escoger un camino y ese es el pasadizo que conduce hacia su imperdonable muerte.
El reloj marca las diez y treintaiocho, todas las luces están apagadas, la trampa ya está colocada perfectamente y en su puesto de espera se encuentra don Artemio, con su escopeta cargada, bañado con la paciencia de un lobezno cuando espera a su madre mientras ella trata de atrapar una presa, pero él, no era un lobezno era un lobo experimentado, un asesino con experiencia del que ninguna víctima había logrado escapar. Armando, hombre bizarro, también quiere participar en la riña dispareja que pronto se va a disputar y así trepado a un árbol, sostiene un revolver corto para dar el zarpazo final.
 
Don Artemio inhala lentamente, y mientras lo hace ve como se consume el único cigarrillo que puede fumar durante el día, disfruta el espíritu del humo, observa como un niño el tizón que se consume entre sus huesos, la ceniza rosa sus dedos y el cigarrillo ya marca su fin, cuando primero se observa una sombra, que es acompañada con pasos provenientes del portal más cercano al corral, las latas comienzan a rechinar y en medio de la tenue noche y pese a que no puede ver nada, don Artemio decide disparar dos veces, lo mismo hacer Armando. Luego de los disparos la bestia hizo un alarido, grito de muerte consumada, ultima inhalación del aire que entra siendo fresco y sale siendo sofocante. El alarido fue interrumpido por el ruido que hizo al caer en las latas. Ningún hombre podía ver nada por la pesada neblina, pero ya celebraban por su magnífica puntería. Armando quien está más cerca, es el primero en acercarse al piso lleno de sangre.


Luis Emilio al llegar a la mano de Dios, lo primero que hace es buscar a Armando pues más que ser el capataz de su padre era su amigo desde la infancia, atraviesa las barracas saluda a los peones, pero  no encuentra a Armando, pregunta por él y le responden que está con su padre.
 
–Ya no te vas a comer ninguno de mis animales Labrador asqueroso, ahora debemos encargarnos de Carlos Alfonso pues seguro vendrá furioso, ¡Di algo Armando carajo! ¿El perro está muerto?– pregunta don Artemio que pese, a que Labrador no se mueve no deja de apuntarle.
 
Luis Emilio entra en la vieja casa donde se crío, busca a sus padres en cada habitación, los busca con la vista y con la voz. Tras no encontrarlos en ningún lugar se deja caer impaciente en su silla mecedora. El temor de cometer un error le hace caminar hacia una ventana con la intención de tomar un poco de aire, y de esa manera poder reflexionar, mientras el reflejo de la luna le acaricia las ideas y hace que el tormento que tiene por decir lo que siente, sea más llevadero. Estando en la ventana aprecia que las luces del corral están encendidas. Por la hora que es, no le sorprende que las puertas de estantillos estén cerradas, así que decide tomar el camino más largo, atraviesa con rapidez la senda formada por las plantas aplastadas por el peso de los bovinos que día tras día caminan. Cada vez que adelanta escucha pasos que le persiguen, voces que se convierten en melodías, los roces de las piedras son ahora cortantes caricias,  pese que voltea a ver en todas las direcciones ninguna sombra le parece extraña, ninguna roca es una mano sosteniendo un cuchillo, ningún animal le hace compañía, todo está como lo recordaba desde su niñez, tal vez algún clavo suelto y otra tabla nueva, pero no existe cambio significante como para que sintiera pánico y sus pasos no continuaran.
La delgada brisa que flota en la neblina ya ha mojado sus anteojos, el cantar pavoroso de los búhos le ocasiona espanto, los roedores sigilosos observan los pasos tremulosos que Luis Emilio da, la luna por capricho propio deja colar su luz alumbrando solo el camino que él transita, las polillas flotan ante él y el polvo sirve de alfombra a cada paso de su ser. El temor de hace unos metros se transformó en alegría al escuchar la voz de su padre que está al pasar la esquina, escucha también su madre y rápido camina. El encuentro es pronto y mucho más pronto llegó.
La esquina queda atrás, a su padre botar un cigarrillo observa, sus manos al cielo levanta y gracias al señor da por ver a su madre de nuevo, entonces, impulsado por la emoción y por la impaciencia acelera para alcanzar a su madre y dejarse caer en sus brazos. Paso tras paso con más fuerza y fe da. La neblina caprichosa todo cubre.  Escucha sus voces, no distingue nada, pero sabe que son ellos, levanta sus manos de nuevo y con sus cinco dedos saluda, sonríe sin conocer tristeza y cuando por fin una palabra sale de su boca se ve interrumpido por el sonido de una lata que pisa y le hace resbalar. Sin saber que ocurre toma posición de víctima, su alma conoce lo que pronto pasara. Repentinamente un disparo escucha, lo siente cerca, luego escucha otro, este la ropa le quema. Viene otro que rompe sus venas, el ultimo no lo escuchó. Los roedores corrieron, los búhos y las lechuzas echaron su vuelo andar, entre el misterioso cielo negro que marca esa noche singular, risas se escuchan, acompañados de canticos de victoria, y Luis Emilio cae tendido en aquel lugar, baleado e indefenso siente que en esa noche nefasta la vida se le va.
Armando ya se encuentra en frente de Luis Emilio sin poder decir una palabra, sus ojos los enjuaga con sus manos, tratando de esa forma de cambiar el cuerpo asesinado. Las lágrimas ruedan por su mejillas y ante los grito de don Artemio que desesperado pregunta si Labrador había muerto, cayó tendido de rodillas ante el cadáver del pobre muchacho.
Gritos, desesperación y mucho llanto. Las nubes se despejaron, la madrugada tomo tanta luz como nunca antes. La vida continúo. Luego se escucha una bulla y cuando Armando fue a ver, es Labrador quién había matado de nuevo a las gallinas.