WALTER HUGO ROTELA -ARGENTINA-

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PÁGINA 22

 

Nació en Formosa, Argentina (1968). Reside en Montevideo, Uruguay.
Cursó la Licenciatura en Ciencias de la Comunicación en la Universidad de la República (Udelar), Opción Periodismo - Uruguay (1999-2010). Colaboró con Diario El Mirador de Sudamérica,  corresponsal de Uruguay (2014), Colaborador del sitio Ratón de biblioteca (notas periodísticas 2020, cuentos 2021).
Bibliografía: Huellas de mis pensamientos (2011), Buscando… las llaves, las rutas (2011), Siete cuentos - Del 2007 al 2008 (2011), Líneas Paralelas - Relato de viaje (2013), Olivol y Mundial, un solo club (2011), Serie Túneles (2016), Criados… En la Tierra Roja (2016), Variaciones sobre vientos (2018), Los pasos de jaguareté michí y otros cuentos (2019), Cosas curiosas en los caminos de las cumbres (2020)...   
Audios periodísticos y literarios: Radio Huellas de Pedro Buda II, Página en Blanco (Podcast en Ivoox, entrevistas con escritores de habla hispana), La voz del autor (Podcast, textos de escritores leídos por ellos mismos)
Blog: Huellas de Pedro Buda-el formoseño.
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Correo: pebuwar2@gmail.com
 

 

Cuidadores del monte virgen
 
Parte I
En el último instante de la tarde, mientras el sol caía, hace una semana atrás, vi como se aproximaba lentamente don Clodomiro. Traía en su andar más que el cansancio habitual. Cargaba un montón de historias que quiso compartir con los peones y conmigo.
Don Clodomiro tiene la piel del color de la tierra, de hecho parece un trozo de tierra más. Y sus profundas arrugas lo particularizan aún más. Su cabello entrecano, si bien le da ese aspecto de hombre mayor, no manifiesta su edad real. Y si a eso le sumamos su vitalidad, sus movimientos bastante ágiles en general, que lo asemejan a alguien de cuarenta y cinco o poco más, parece mentirnos cuando dice: "Tengo, así como me ven, setenta y pocos años, no más que eso. Aunque no sé bien cuando nací, porque eso de la cédula, en el campo no marchaba antes. Solo en el pueblo. Y al pueblo iban mis padres... menos, mucho menos que lo que voy a ver a un médico yo".
Cuando apareció frente a la tranquera cercana a los galpones eran como las seis y media de la tarde. Teníamos el fogón encendido y aprontaba un mate. En la parrilla apenas empezaba a chillar un trozo de carne, chorizos y varias achuras. Esparcidas entre las brazas unas batatas calentábamos.
–Buenas tardes don Clodomiro –lo saludé al verle llegar.
–Buenas... Si usted lo dice −contestó el viejo. Vengo medio cansado y me pregunto si esta noche me podría brindar un techo pa' descansar. Se lo pagaré con algunos lonjas que traigo a cuestas.
–Faltaba más don Clodomiro. Nada tiene que pagar. Usted siempre es bienvenido en este rancho. Pero pase y tome unos amargos que la tarde se puso fría.
  –Gracias don Rodrigo  –contesta. Tan amable como de costumbre. Tengo una grapita aquí, que calienta más que el mate. Si gusta... la compartimos.
Don Clodomiro fue peón de estancia en sus años mozos, hoy un caminante permanente. Anda de estancia en estancia compartiendo saberes, historias y llevando noticias de otros lares que todo el mundo gusta conocer por boca del viejo. Esto es así por su forma de contar las cosas, un tanto ceremonial y, a la vez, un tanto mal hablado. Su voz grave es muy rara. Tiene un dejo de sonido metálico, extraño, pero que en todo caso lo hace, de algún modo, agradable. Esto es lo que lo hace bienvenido a donde quiera que vaya. Lleva, muchas veces, noticias de situaciones que pocos conocen. Pero nadie sabe cómo hace él para enterarse. No suelta prenda al preguntarle. Recursos de viejo, supongo yo.    
–Sabe, don Rodrigo...   –así empezó a desembuchar historias el viejo– usted como capataz debe saber sobre eso de la soja ¿verdad?
–Pues sí, algo. El rendimiento es alto por hectárea en estos días, pero tiene sus contras. ¿Por qué lo dice?
–Justo por eso de los contras –apresuró la contestación. Verá... si le cuento esto es porque hace años que nos conocemos. Como treinta o cuarenta, según estimo. Sabe que no ando con vueltas, ni con mentiras. Sin embargo, lo que le contaré, eso justamente le parecerá.
 –Diga nomás, pero apure un trago y agarre un trozo de chorizo seco que tenemos para rato –lo estimulé a contar. El frío recién empieza y esta llovizna se las trae.
El viejo acomodó el larguero. Los peones terminaron de llegar y cada uno tomó su lugar en derredor del fuego. Siempre la venida de algún paisano convida la ronda, el truco. Se tiene algo para compartir siempre.
Mirando fijamente al fuego fue dando forma a su relato: <<En estos días pasados anduve cerca del río, allá por el oeste. Da pena verlo tan desnudo. Grandes extensiones de bosquecillo virgen se perdieron. Me da pena, reitero, mirar el río y descubrir sus curvas llenas de basurales, plásticos y desperdicios  tóxicos que echan pa' matar el yuyo.
Hace tiempo que, en las noches, veo unas luces que van y vienen. Yo no sé que son, pero no es la primera vez que las veo. No sé si ustedes las vieron también. Unas luces que pasan como bólidos, de varios colores. Cada tanto se ven, pero desde hace un tiempo que las veo más seguido...>>.
El aire estaba empezando a enrarecerse. El humo del tabaco de los paisanos se fue mezclando con el humo del asadito. Pero también se fueron extraviando las miradas. Sin embargo, por momentos los peones hacía bromas referentes al tema que narraba el viejo. De hecho, más de uno, en los últimos tiempos, había venido con historias semejantes. Por lo que el relato, poco a poco, caló hondo en la paisanada. 
Don Clodomiro prosiguió entre algo de tintillo, que empezó a correr, y porciones de achura con batata: <<Las luces, creo yo, son las mismas que mi abuelo llamaba "cuidadores del monte virgen". Mi abuelo era medio indio, es decir, era indio por parte de su madre. Su padre era un español que se juntó con una aborigen. Ellos, los indios que habitaban estas tierras, tenían sus leyendas. Mi bisabuela le contaba historias sobre gentes que cuidaban el monte, unos tipos altos que nunca hablaron con ellos, pero con los cuales se podían entender. Yo no sé. No sé si serán los mismos, pero desde que empezaron a tirar tantas porquerías a los yuyos el bosque emprendió la fuga, retrocedió, más y más, cada año. Así también las luces las vi con mayor frecuencia>>.      
–Vio que le dije don Rodrigo –saltó el mota. Vio que lo de las luces no eran invento. Don Clodomiro también las vio.
–Creo que... puede ser. No dudo de sus palabras o las tuyas 'mota'. Pero cómo saber que son estos seres. ¿No será otra cosa? Hacen tantos experimentos hoy por hoy. Y ni hablar de estos que andan con soja. Estos que tiran paquetes grandes con drogas de avionetas. Qué se yo. Hay tanto en la vuelta.
–Pero... ¿será que estos de las drogas andan en esas cosa que vuelan tan rápido que les perdés el rastro al instante e verlo y que giran como bólidos? Mire don Rodrigo, soy viejo y muchas cosas no entiendo, pero creo que ni los yankis tienen aviones tan  veloces. Aunque usted sabrá más del asunto, usted lee el diario en la cosa esa, la que parece un televisor. No sé...
 
 
 
 
Parte II
 
La noche siguiente a la llegada de don Clodomiro la tertulia siguió. Al igual que el viejo, en esas circunstancias, llegó a la estancia un profesor de la universidad, acompañado de un joven con quien había estado en unas cuevas al este del país. Ellos también habían visto luces. Creo que eso abonó más el terreno en relación a las historias de don Clodomiro.
El profesor y el hombre que lo acompañaba se quedaron a pasar la noche porque se les averió la camioneta en que viajaban. Como a las 9 de la noche estaba pronto un guiso de porotos, cerdo, mondongo y más. Otra vez, corrió el vino y las historias afloraron con pausa, como la voz del viejo Clodomiro. 
 Otros peones, aparte del "mota", contaron cosas que dicen vieron aquí en la zona o en otras partes, en lugares donde trabajaron en el pasado.
Creo que el momento más fuerte fue cuando el profesor y el joven que lo acompañaba mostraron en la pantalla de su notebook las imágenes grabadas por una cámara, mientras pernoctaban en una cueva al este del país. Nos quedamos todos mudos. En silencio mirábamos el monitor.
Don Clodomiro recordó que siendo joven, como peón de estancia, anduvo por el interior de unos campos en la zona céntrica del país. Aunque aclaró que un poco hacia el norte. En esas andanzas se topó, junto a otros arrieros, con unas piedras donde estaban dibujadas unas cosas parecidas a las que vio en la pantalla. Pero casi no recordaba dónde estaban esos campos. En esos detalles quizás, puede notarse la edad del viejo.
Clodomiro sacó un cigarro y se puso a fumar. Entre voluta y voluta fue dibujando signos circulares y dijo: <<Como estos espirales es lo que vi en aquellas pinturas en las piedras. También había unas manos pintadas y dibujos de pájaros y otros animales. No recuerdo si había otras cosas, pero esas líneas circulares las recuerdo bien. De hecho, había más de una pintada sobre las piedras>>.
  Uno de los peones que seguía con atención el relato comentó que había visto algo similar: << En el cielo había como unas nubes que formaban unos círculos, que partían del centro. Como el espiral para matar los mosquitos. Pensé que podría ser algún avión a chorro, pero no había visto ningún avión. Me pareció extraño pero... no pude comentar con nadie, porque en ese momento estaba de camino y a caballo. Andaba tras una tropilla de caballos que estaba muy alejada. Alguien los había visto desde la ruta y avisó al capataz. Hoy que sale el comentario lo recuerdo como ayer. No sé si tiene que ver, pero era una espiral como esa que vimos, pero en el cielo. Era en momentos que el sol empezaba a clarear>>.  
Me pareció que el profesor éste podría dar alguna suerte de explicación y lo encaré de frente.
–¿Usted qué piensa de todo esto señor profesor? ¿Hay o no hay relación en este conjunto de espirales?
–Don Rodrigo... la verdad que no sé. A ciencia cierta no podría afirmarle nada. Pero resulta interesante toda esta catarata de información que están proporcionando en este fogón. Si usted me permite me gustaría tomar nota, mantener entrevistas con los peones como con don Clodomiro. Crear a sí una suerte de mapa de los avistamientos. Quizás esto ayude a esta investigación.
Fíjese que la exploración empezó por unas figuras que vio el amigo que me acompaña, en estas cuevas que recorrimos hasta ayer. Y todo parece indicar que hay más y más cosas extrañas que, de algún modo, se encuentran relacionadas con nuestra naturaleza, con nuestros montes vírgenes. Y, quizás, don Clodomiro tenga razón: Podría haber otros a quienes importan nuestros montes vírgenes, nuestros campos, más que a nosotros mismos.   
Walter H. Rotela
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La gruta gemela
 
Hace poco tiempo atrás, de esto hará unos cuatro o cinco meses, visité una zona de cerros chatos donde, en una de sus laderas, se formaron unas grutas. Una de ellas está abierta al público, otras permanecen sin aparentes visitas. Al punto que ni el dueño de los campos se aproxima. Sobre ella me referiré en un rato, pero primero deseo contar sobre la primera gruta que conocí y fotografié: la gruta abierta a la visita del público.
 En la gruta de acceso libre puede verse, en una de las paredes interiores de la cara cóncava de la masa rocosa, una suerte de imagen. Es algo similar a la representación de un humano, pero con un aspecto más alargado, tanto en sus extremidades como en su tronco o cuello. Son como manchas, apenas un poco más oscuras que el resto de la superficie rocosa.
  La vegetación es importante en un sector particular de la ladera, y solo en esa zona. La cima es casi una planicie rocosa, apenas cubierta en porciones por un pasto amarillento, ralo. La tierra se compacta entre grietas de la piedra y de allí surgen formas de vida vegetal.
Observé, varias veces, las fotografías registradas en tan hermoso entorno. Me intrigaba particularmente la imagen que parecía la figura de un humano. Ese fue el motivo por el cual le acerqué las fotos a un amigo docente de la facultad de arqueología. A él también le pareció interesante y me propuso visitar el lugar nuevamente, pero juntos y además, visitar la otra u otras grutas. Él conocía al dueño de los campos y logró contactarlo.
Visitamos la gruta de acceso público durante una mañana, hace una semana atrás. Nos detuvimos a mirar con cuidado la zona antes registrada por mi cámara. Todo estaba igual.
 Pasado el medio día nos dirigimos hacia la otra gruta, pero no pudimos acceder sino hasta la tardecita, puesto que la autorización no había llegado del capataz al encargado del puesto. Se precisó una llamada al celular del dueño por parte de mi amigo el profesor. El encargado del puesto de estancia no había recibido la comunicación sobre nuestra visita, pero al escuchar la voz del dueño, respondió que con gusto nos llevaría hasta el pie del cerro.
Por momentos la señal de los celulares se cortaba. Lo cierto es que al cabo de un par de horas estábamos a los pies del cerro. Tuvimos que subir muy despacio. En una sección esto implicó el uso de arnés de seguridad y cuerdas. Una aventura a la que no estoy acostumbrado pero el entusiasmo era inmenso.
El ingreso a la zona de la cueva fue dificultoso pero la belleza superó mis expectativas. Es mayor en tamaño, en variedad de colores visibles, la entrada de luz y en una serie de aspectos más; como la rica variedad vegetal que tapiza algunas zonas de la ladera por donde accedimos. Una pequeña fuente de agua que desfila fría y permanente me motivó a seguirla, corriente arriba. El delgado curso se perdía al interior de la cueva, en medio de una grieta de reducidas dimensiones. La semejanza con la otra gruta era llamativa. Como esculpidas en serie y por un mismo cincel.   
En determinado momento, cansados miramos hacia la parte superior y notamos una abertura, similar a la otra cueva. Pero en esta pudimos ver no la luz del día como en la otra, sino las estrellas, pues la noche cubría como un manto todo aquel lugar. La tarde había pasado rápido y en pleno otoño, la oscuridad se impone sobre las seis y poco más. Así nos dimos cuenta que el reloj marcaba la siete.     
Finalmente, optamos por pernoctar allí. Nuestro baqueano guía, el puestero, traía algunas cosas para asar. Entendió claramente que aquello nos llevaría más tiempo del que pensamos en un primer momento. El silencio era como un manto que todo lo cubría. Las estrellas estaban en lo alto, visibles por aquella superficie excavada en el techo de la cueva. Pero también en la abertura amplia de la entrada que miraba al sur podía visualizarse el firmamento, la extensión de la vía láctea.
Armamos campamento a un lado de la cueva, debajo de su entrada. Fotografiamos las paredes y nos quedamos conversando hasta tarde. Estaban cubiertas, como las paredes de la otra cueva, por figuras con aspecto humano, aunque alargados.
Sobre las tres de la madrugada nos quedamos sin Internet, sin señal en los teléfonos. Estábamos subiendo las fotografías y se cortó todo.
Había una gran piedra, igual que en la otra cueva, justo en el medio de la misma, debajo de la superficie abierta en el techo.
Súbitamente, una potente luz se coló por la abertura cenital de la cueva. Provenía del exterior del cerro, por fuera de la concavidad de la cueva, claramente como la luz del sol que entraba en la tarde y desde el medio día. Sin embargo, eran las tres de la mañana.
Se nos ocurrió que la potencia de la luz era como la de un reflector de un helicóptero, sin embargo, ningún ruido de las aspas o motor se oía, sino un silencio total. No escuchábamos grillos u otro sonido que es habitual.
Una particularidad de la luz que notamos, solo al superar nuestra sorpresa primera, fue que la misma se proyectaba en haces muy unidos que seguían un patrón en forma de espiral. Se proyectaban los haces sobre la superficie de la piedra debajo de la abertura cenital, desde donde provenían los haces. La luz era de un color blanca al comienzo, pero luego viró al azul, después al verde y finalmente al rojo. Todo eso duró quizás tres minutos o cuatro, más o menos. Finalmente, el haz de luz despareció y estábamos como cegados. Ningún ruido, ningún movimiento, solo la luz. La luz proyectándose sobre la roca del medio de la cueva.
Al cabo de un rato, tras el apagón de las señales de teléfono todo volvió a la normalidad. Los ruidos típicos, los casi silbidos de algunas insecto y aves del campo se instalaron y casi nos ensordecen por casi una media hora, luego, poco a poco, se apaciguaron las emisiones sonoras.
Afuera de la cueva, a hasta donde nuestra vista lograba captar desde la altura donde se encuentra la entrada a la cueva, en la ladera del cerro, nada parecía anormal, nada parecía haber cambiado, y quizás nada debía hacerlo, pero buscábamos una suerte de explicación.
El puestero fue el primero en decir algo.
̶ ¿De dónde vino esa luz?  Nunca había visto una tan grande.
̶ ¿Cómo dice? -Le preguntó mi amigo, el profesor. ¿Acaso alguna vez vio alguna luz así en la zona?
̶ Parecida, pero no tan brillante. Hace unos años, cuando vinimos con el patrón. Pero no volvimos a subir en todos estos años...
̶ ¿Quién y por qué emitió esa luz? Pregunté, sin esperar respuesta de parte de nadie.
̶ ¿Por qué esta gruta se parece tanto a la otra? –Comentó el profesor, rascándose la barbilla. Creo que quizás el dueño de los campos algo sabe y... o quizás su experiencia fue fuerte y prefirió no indagar más.
̶ ¿Y por qué nos dejó subir? –Pregunté muy rápido.
̶ Me conoce bien.  Hace muchos años fue alumno mío. Sabe como soy.
̶ Persistente, sí. Lo entiendo ̶ dije con una sonrisa que terminó en una carcajada compartida.
̶ Yo diría que porfiado, pero no importa. Eso nos lleva a conocer ¿no? –Respondió el docente, que con cara de cansado consideró que era tiempo de descansar.
Lo que nos dio una alegría enorme fue que, por descuido nuestro y en buena hora, una de las tres cámaras seguía grabando. Todo el fenómeno quedó registrado. Un golpe de suerte.
Walter H. Rotela
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El asunto de la sombra
 
Recientemente, mientras disfrutaba de la grata compañía de un viejo amigo, le mostraba fotos de un viaje que hice hace unos años atrás. Viaje en una motocicleta que hoy no conservo. Viendo aquellas fotos reparé en que, en varias de ellas, se veía una sombra particular. La calidad de las imágenes es muy buena; pero no había notado los detalles sino hasta que le mostré a este amigo. En realidad, fue él quien se percató y me dijo: "¿Quién te acompañaba en ese trayecto?"
̶  ¿Cómo? –le respondí. Nadie... Viajé solo todo el tiempo –proseguí con voz firme y seguro de lo que decía.
̶  Pues parece que no. Fíjate... – dijo señalando una sección de lo que veíamos en la pantalla−  en estas imágenes. Se percibe una sombra de una moto y su conductor, paralela a la tuya. Sin embargo, las características de las moto no son de las que vos conducías. Por ello, asumo que no es un defecto de la imagen.
̶ Pero te digo que no... No embromes – le respondí con vehemencia.   
̶ Mirá... Está bien. Quizás te acompañaba una 'fem' y no querés contarle a tu 'jermu'. Pero alguien más había – insistió mi amigo con tu típico humor mordaz.
Amplié las imágenes y observamos juntos, nuevamente, una por una, cada sector de un grupo numeroso de fotos en mi notebook. En varias de ellas, no en todas, aparecía esa extraña sombra acompañándome en el camino.
Durante el viaje realicé varias tomas mientras estaba en movimiento, pues me gustaba ver mi propia sombra proyectándose, alargada sobre el amarillo oro del seco pastizal que se extendía, a uno y otro lado de la negra cinta del sendero. Camino que parecía un lago que hervía, y del cual, cada tanto, emergía una figura imprecisa en movimiento que, al acercarse notabas era un vehículo que circulaba en dirección opuesta. Lo extraño es que algunas de esas formas, por momentos, se veían en un sector elevado del camino sinuoso de la zona, y luego no aparecía el vehículo que esperabas ver. Quizás porque entraban, en las hondonadas, en algún campo... Pero, cómo saberlo.
Lo cierto es que hablando con mi amigo, recordé que, por momentos, y a pesar del intenso calor, yo sentía frío. Quizás como consecuencia de mi alergia –pensé.  Pero  la temperatura era de 50 grados centígrados. Lo escuché en los informativos en esos días del viaje. La sensación térmica, decían, era de 54 a 56 grados centígrados.
Leopoldo, mi amigo, médico de profesión, recordó que uno de sus pacientes de esa zona, le contó −en más de una oportunidad− historias de un 'santo' de la zona. Indagué en la red y descubrí que varias personas se referían al santito como el protector de los caminos, pero no expresaban nada de que se materializara como un sombra.
Varios días después del descubrimiento de la sombra consulté con un amigo experto en fotografías. Confirmó que no se trataba de una aberración de la imagen o de una falla de la cámara, tampoco descubrió indicios de algún truco fotográfico. De hecho, las imágenes las había registrado yo; pero usaba en ese entonces, una cámara réflex, aún no utilizaba la digital. Por eso, había mandado revelar los rollos y solicité que transfirieran los archivos a un disco compacto.
Como no podía resolver el asunto de la sombra llamé a una antigua amiga del secundario que vive en la zona donde registré las fotos. Ella se desempeña como docente y cineasta, además de escribir ficción sobre temas de creencias populares. Ella me aportó datos y valoración sobre las imágenes. Se las envié por correo electrónico y me aseguró que conocía casos similares. De hecho pensaba realizar un corto sobre el tema.
̶ Se trata de la sombra del santito, no me cabe duda –me dijo en una videoconferencia. Vi un video, registrado con un celular, que me proporcionó un lugareño. En él se ve a un reconocido lobizón de la zona que conversa con alguien a quién no se ve, pero que claramente está allí. Mantienen un diálogo, gesticula uno, de tal suerte que es posible decir – señalaba esta amiga –  que se comunican. Y al visionar el video se nota la tímida sombra de alguien con aspecto humano, salvo por un cierto rasgo confuso, siendo que se trata de una sombra. Pero sin duda, es igual a las imágenes que me enviaste.
 
Walter H. Rotela