PAOLA ELIZABETH ESPINOZA OLIVA -MÉXICO-

<                    >

<     >

PÁGINA 27

 

 

Nacida en Ciudad de México y de nacionalidad mexicana. Estudiante universitaria con publicaciones en revistas literarias como Media Luna (tercer número), Asonante (primer número) y Necroscriptum (Cuarto número). Seleccionada en antologías internacionales hispanoamericanas como “Y se hizo el caos” y galardonada en concursos de narrativa a nivel nacional como el “Festival Nacional de Arte y Cultura por el Tecnológico de Monterrey” dos veces consecutivas. Ha realizado cursos en Cultura y Literatura Mexicana impartidos por el Colegio de México, y tiene larga experiencia en el campo narrativo, especificándose en cuentos cortos y largos.
La mayoría de las tramas presentadas en sus obras están basados en investigaciones y trabajos de campo para confirmar la viabilidad de los hechos presentados, por lo que en la mayoría de veces las descripciones se basan en visitas presenciales a los lugares mencionados y testimonios comprobables. La intención de las obras publicadas ha sido la de manifestar una crítica social y en ocasiones cultural de escenarios contemporáneos u históricos que deje al lector una reflexión en la que pueda encontrar un refugio a sus dilemas cotidianos en la percepción del mundo de una entre tantas millones de existencias.
Datos de contacto:
Correo: epaola135@gmail.com

 
 

 

CORRAL DE PIEDRA


—Pueden perder la vida, pero nunca el arma—exclamó una instructora de porte ancho, como la maleta de maniobras en mi espalda. Mis piernas acalambradas agradecían el primer contacto con tierra tras horas de hacinamiento dentro de la dina. En mi cara siento los restos de saliva que posiblemente derramé sobre el uniforme de quien haya tenido la suerte de sentarse junto a mí. Incluso los férreos asientos de un camión militar son el colchón más confortable cuando lo único que clama tu cuerpo es rendirse.  
Sin siquiera saber dónde estaba, ya comenzaba una sarta de órdenes que era preferible no procesar sino simplemente ejecutar. Hacía tiempo que no me preguntaba más el porqué de las cosas, me dejaba llevar por la ráfaga de decisiones ajenas como una de tantas hojas secas que el aire arranca de los árboles. Todo es más fácil no tengo que preocuparme por enfrentar los múltiples caminos bifurcados que presenta la vida cotidiana, todo está hecho, incuestionablemente predeterminado.
Caminamos por un húmedo sendero, el aire es denso debido a la altura a la que nos encontramos. Las montañas se alzan al horizonte coronadas por aros de niebla y el lago que se despliega frente a nuestras miradas funge de reverberante espejo a su belleza. No hay una sola nube que opaque el cielo azul intenso. Estamos en un paraíso que alguien olvidó mencionar a las grandes ciudades: un bosque amurallado por pinos guardianes, llamado Corral de Piedra.
—¡Alto! — la fila frena en seco ante el grito de la instructora—Nos alojaremos aquí, empiecen a armar sus vivacs—tan pronto las palabras abandonan su garganta, todas comenzamos a abrir nuestras mochilas abultadas. Una frazada verde, tubos plásticos y unos cuántos de metal acompañados de una lona, es lo que nos envía el ejército. Nos separan en grupos de tres y nos designan un área en la cual acampar. No puedes moverte un par de metros antes de que te indiquen la distancia que debe tener cada campamento. Recalcan con exasperación la importancia de no perder el más mínimo insumo o de lo contrario habremos de pagarlo con nuestros propios medios e incluso con cárcel si se tratase de la sagrada arma.
Fijo las improvisadas vigas de mi carpa al pasto y extiendo la lona para armar mi pequeño refugio. El marcado silencio es señal de que, aun siendo una simulación, la guerra ha comenzado. Sobrevivir a toda costa es la única instrucción, lección que aprendería al caer la noche y presentarme con mis compañeras de campaña. Ambas me doblan en fuerza y tamaño, a diferencia mía sus hombros son capaces de soportar la pesada carga del mosquete. No hay mucha interacción ni buen recibimiento entre nosotras, nos limitamos a intercambiar nombres para luego cobijarnos en las frazadas.
Apenas puedo conciliar el sueño. Nos rodean las guardias designadas que están obligadas a enumerarse del uno al ocho y gritar: ¡Alerta! cada media hora. Tras diez conteos el silencio se prolonga y las guardias sucumben al agotamiento. Cierro los ojos, abandonándome al oscuro firmamento pintado abrumador sobre mi cabeza, como un lobo engullendo un conejo. No es posible vislumbrar siquiera contornos. 
 Sueño con la reja del Colegio Militar, veo a cada una de mis amigas cruzarla tomadas del brazo de alguien más, mientras las observo desde la ventana. He recorrido una ardua trayectoria con la promesa de lograr un estómago lleno y un escape a las estrechas ideologías de mi rancho; a cambio he enfermado de soledad. La imagen se repite cada semana, las puertas abriéndose a la efímera libertad del mundo más allá de las paredes del colegio y yo adentro, con el tiempo escabulléndose entre mis dedos, con el anhelo de algún día salir acompañada.
El frío en mi nariz me despierta, estoy tumbada a las afueras del vivac sin mayor cobijo que la tierra. Mi cara está congelada, una película de hielo se ha formado en mi frente, la temperatura del suelo ha mantenido la calidez de mi cuerpo. Los ronquidos a mis espaldas me hacen saber que aún no es tiempo de iniciar la jornada. Justo cuando creo haber recuperado mi frazada, las trompetas ordenan despertar.
Nos alistamos en un minuto, descubro que en mi saco de ración solo hay polvo, también he sido despojada de mis platos, lo que me deja sin desayuno. La niebla ha espesado y cae como un velo desde la cima de las montañas. El gélido viento golpea mis mejillas como ráfagas de diminutos cuchillos lanzados contra mi piel.
—Iremos a un reconocimiento de terreno y una caminata, preparen sus mochilas y su mosquete— Nos enfilamos y el retumbar de nuestras pisadas se imprime en el lodo. Nuestra custodia pasa de la instructora a un sargento con una maleta aún más turgente que la nuestra, con una radio que subraya que le pertenecemos. Se nota confundido e indeciso acerca de lo que debería hacer con nosotras, pese a ello nos dirige a un cerro empinado. Durante la primera hora el paso es acelerado, un trote ligero antes que una caminata.
Mi corazón se acelera al mismo ritmo que la marcha, mis piernas se mueven con fluidez la sangre circulando por ellas me provee el único calor en la inclemencia de esa fría mañana. Un aroma a pino inunda mis fosas nasales, las agujas se quiebran bajo mi peso al caminar. Escalamos progresivamente por el cerro, sus faldas aún no son lo suficientemente verticales para significar un gran esfuerzo. A la cabeza el sargento no se detiene para mirar atrás, sus ojos están concentrados en la maraña de mapas y brújulas que sostienen sus manos.
Los minutos pasan y los tintes violáceos del amanecer se destiñen con la llegada de la tarde. Los coyotes aúllan escalofriantes. La pendiente se acentúa, el aire se escapa de mis pulmones sin que pueda retenerlo durante mucho tiempo, con cada metro que subimos el aire se vuelve más ligero. Las figuras se distorsionan entre la niebla que nos envuelve. Mi vista se empaña y no soy capaz de decir qué tan lejos estoy de la compañera frente a mí. Los jadeos y las nubes de vaho, indican el rezago de algunas que pasan al final de la fila.
Intento mantenerme centrada contando el compás de mis pasos con el afán de hacer menos tediosa la subida. La tierra suelta hace que sea fácil desbocarse, no es un buen punto de apoyo. A través de la gruesa suela de mis botas alcanzo a sentir los contornos de piedras secas y filosas ocultas entre la hierba mala.
—¡Más rápido! ¡¿Qué no saben caminar?! ¡Nadie puede quedarse atrás! ¡Caminen! — La voz del sargento se pierde entre la humedad, se aleja cada vez más de nuestro grupo. Entre la bruma se entreoye la interferencia de la radio, no hay un solo cable de alumbrado visible en kilómetros y nadie sabe nuestra posición. Cualquier cosa podría pasar ahora y nadie estará aquí para ayudarnos o tan siquiera saber dónde buscarnos.
Siento que mi pecho está a punto de estallar, arrastro el mosquete sacando chispas contra la terracería, poco me importa. Prefiero ir a prisión antes que seguir en este limbo. Mi hombro está amoratado y mis párpados pesan tanto como el plomo cargado en esa maldita arma. Un alarido seguido de un ruido sordo resuena en el ambiente. Alguien ha caído y se ha estrellado contra una piedra.
—Tenemos que detenernos—dice una cadete
—¡Nadie se detiene! ¡Levántate y sigue caminando! —Dos de las amigas de la herida ofrecen sus brazos como muletas ayudándola a reincorporarse. La rodilla está girada en un ángulo antinatural, se puede notar debajo del uniforme. Mi estómago arde al punto de querer vomitar. El comandante no tiene idea de a dónde ir, las arrugas en su frente y el hedor a sudor, hablan por él. Nunca antes había dirigido una tropa y ahora está repleto de miedo. Es una bomba de presión que explotará en el peor de los momentos.
—¡Nos detendremos aquí para esperar órdenes del capitán! ¡Rompan filas! —Por primera vez en todo el día, el tono de su desesperación sabe a alivio. Aprovecho la oportunidad para investigar si algo de los alrededores es comestible. Pienso en raíces o bayas silvestres que puedan salvarme del desmayo. Recuerdo el jugo agrio de los garambullos de mi rancho, buscar cualquier sombra parecida a la figura del cactus solo para poder comer un poco. En aquel entonces, no tenía una placa metálica y tampoco obligación de obedecer ninguna regla, todo lo que poseía era la vida que pudiera darme con mérito propio.
Los alaridos dolorosos de la compañera herida llegan con fuerza hasta donde estoy, la pierna se ha inflamado tanto que apenas cabe dentro de las botas y el pantalón. ¿En verdad estoy mejor aquí?, me pregunto. Antes de contestarme, percibo el dulce perfume de un árbol de mango.
—¿A dónde vas? —escucho a alguien cuestionarme, lo ignoro y simplemente corro hacia los brillantes destellos amarillentos visibles entre la bruma. Me impulso en una de las ramas para subir al tronco y alcanzar los frutos que no están podridos ni carcomidos por aves. Devoro el néctar como si la vida se me fuese en ello, nada existe en ese instante.
—¿Quién eres? ¿Qué haces en mi jardín? ¡Vete¡ — un anciano me reprocha desde el portón de una cabaña. Su tez es oscura y su barba enteramente blanca, en su mano derecha sostienen un palo astillado que funge de bastón, el cual ahora usa para golpear el tronco amenazándome. El árbol estaba protegido por un enrejado de alambre de púas, apenas caía en cuenta de ello. Un burro rebuzna ante los reclamos del viejo y los golpes que este propina al árbol, provocando la caída de sus frutos.
—Tranquilícese, soy militar, estoy aquí de maniobras. Nos perdimos en el cerro y una de nuestras compañeras se desbordó por el fango. Creo que está fracturada. Sé que usted puede ayudarnos, si accede a hacerlo nos iremos de aquí y le prometo que no regresaremos— el hombre se queda pensando durante un par de minutos antes de acceder. Desata al burro, tirando de su mecate.
—Bájate niña —hago caso de su petición
—Usted haga de cuenta que no nos conocemos, yo no le dije nada. No más vaya con el sargento y dígale que sabe el camino de bajada —no obtengo confirmación alguna de su parte además de verlo desplazarse con el burro entre la fila.
Tras un intercambio de palabras entre el comandante y el campesino, la cadete fracturada sube al lomo del burro al tiempo que nos indica el camino de regreso. El sol está cerca del atardecer. En el transcurso escucho murmullos que dudan de la repentina aparición de nuestro guía, nadie conoce el motivo de su caridad, únicamente la agradecen.
Terminamos por volver al campamento. El resto de tropas nos esperaban histéricos, fuimos el último grupo en llegar. Dimos informes sobre la lesión de nuestro miembro, pese a ello estuvimos lejos de ser quienes trajeran las peores noticias. En el batallón de los hombres hubo un paro cardiorrespiratorio, los cadetes se limitaron a continuar con su marcha ante la imagen de su compañero con los labios ennegrecidos, cubiertos de sangre y espuma. Nadie se detuvo para darle los primeros auxilios, sus familiares no habían sido informados y lo más probable es que sólo obtuvieran una breve llamada: “Su hijo murió en labores”.
Me acomodo con mi frazada en el pasto, sostengo una taza de avena caliente. Una de mis amigas se acerca con una expresión de angustia
—¿Estás bien? ¿Por qué tardaron tanto? ¿Qué pasó?
—Estoy bien, el sargento se perdió y estuvimos varadas en el cerro durante un buen rato hasta que un señor se ofreció a guiarnos. Diana se fracturó al caer contra una piedra— doy un sorbo a mi avena, una lechuza danza en la penumbra— Nada de eso importa, después de todo solo somos un batallón de simples cadetes.