JOSÉ LUIS DÍAZ MARCOS -ESPAÑA-

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PÁGINA 44

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José Luis Díaz Marcos. Alicante, España. Ha publicado relatos en diversas antologías y webs nacionales y extranjeras. También es autor de sendas novelas: Paraísos de magia y fuego y Botij-Oh!
 
Publicaciones (blog personal): www.la-estanteria-3.webnode.es
 

 

LA TRAMPA SIN TRAMPA
 
2020. Era Pandemia. Año 0.
La humanidad es infectada.
 
2043. Era Pandemia. Año 23.
La humanidad resiste.
 
1
 
Más vale prevenir que curar. Más vale vivir que morir. Mensaje directo y fácil de entender. Para quien quiere entenderlo. Muchos, aún demasiados, prefieren oír sinrazones antes que razones, «¡¿Por qué?!», y seguir desmintiendo la evidencia científica: solo las vacunas, «¡Estúpidos!», solo las vacunas pueden pagar también a este  penúltimo virus, el enésimo, con la cruz de su misma moneda.
«No importa el paso del tiempo. No importan los avances. Por desgracia, algunas ideas no cambian nunca», cree Antígeno, apostado en la azotea. Abajo, ampliada por la mira telescópica, la manifestación. Sin distancia social ni mascarilla, por supuesto, qué tontería, sus integrantes vocean, expelen, sus consignas entre infectos aerosoles: «¡PANDEMIA, MANIPULACIÓN!», «¡VACUNA MATATA!». «¡LIBERTAD!»…
«¡¿Libertad?! ¿Para qué? ¿Para contagiar? ¿Para matar? ¿Acaso no veis entre vosotros mismos, ignorantes, la eterna procesión hacia las UCI, hacia los cementerios? ¡¿No la veis?!».
 Antígeno niega.
«Pobre rebaño… ¡Qué sería de vosotros sin mí!  ¡Sin este lince!». Palmea el
arma. Bautizado así por su vista literal y supuesta, larguísima y milimétrica la primera, hiperconectada la segunda, el lince, como bromea él mismo, atina en el blanco el 101 % de las veces. Es mejor que bueno. Es inmejorable. Pero no mata. Casi nunca.
Encañonado el paciente, lo identifica, «*********», y consulta su ficha sanitaria, «SÍ vacunado/NO vacunado». A partir de ahí, el tirador obra en consecuencia: ¿«»? Circule. ¿«NO»? Aprieta el gatillo y dispara un proyectil que, a modo de dardo zoológico, inocula una carga química. Una vacuna.
El aguijonazo no es precisamente agradable: una miniaguja, despedida a… metros por segundo, penetra en tu brazo, en tu pecho, en tu… con el filo y la contundencia de… «¡¡AY!!».
 
2
 
            «A por el…».
Aunque ya no va a ser fácil. A partir del primero, nunca lo es: perdido el factor sorpresa, «¡AGUJA! ¡AGUJA!», los pacientes descubren las tapas de cacerola prevenidas al efecto, «¡PLUNC!», «¡Mierda!», y/o corren en busca de abrigo.
Pasea la mira entre la desbandada:
«NO». «¡CLIC!». «¡¡AAAH!!».
«NO». «¡CLIC!». «¡¡ÑÑÑÑ!!».
«¡ALERTA! ¡ALERTA!».
«Vaya…».
Es frecuente: vinculado con las bases policiales, el lince también avisa de peligros no sanitarios.
Antígeno, a su teléfono:
–Ha saltado algo, Rastreador.
–Lo sé: tengo tus registros en pantalla.
–¿Qué ocurre? ¿Quién es?
–Por lo que veo, alguien especial: el sistema ordena su captura, como siempre, pero, y aquí viene lo curioso, «no traumática».
–«No traumática» –murmura Antígeno.
La orden supone limitar el uso de las armas y jugarse el tipo con el acercamiento y la captura. Soldado antes que cualquier otra cosa, Antígeno vuelve a su mira. A su deber. El mismo deber que, lo compartiera o no, también ha defendido en tantas otras misiones alrededor del mundo: el deber del poderoso. 
            La protesta, ahora parapetada, lo mira sin verlo: «¡Sal, cobarde!», «¡A ti sí te vacunaba yo!», «¡LIBERTAD! ¡LIBERTAD!»…
Busca, «¡¿Dónde…?!», esperando…
«¡ALERTA! ¡ALERTA!».
Vuelta la cara, la mujer, es una mujer, huye río arriba. Pero el miedo de sus ojos, aprecia Antígeno, no apunta hacia las alturas, hacia él, sino hacia…
Detrás, confluentes, otros dos también remontan a codazos.
«¡Van por ella!».
            La mujer logra la alambrada que delimita el solar de un edificio en construcción. La sacude. Y encuentra, «¡Sí!», una abertura: corre hacia el esqueleto, aún esqueleto, de hormigón. Asciende, salta escalones.
            Los otros también entran. Y empuñan ahora...
            «¿Policías?».
            La mujer sigue subiendo, sigue huyendo: segunda planta, tercera planta… Se detiene, exhausta, en la quinta.
Los otros la acorralan en un balcón sin pretil, sobre al abismo.  
Uno coge un larguero e intenta...
«No, no son policías».
Antígeno asegura el lince.
«Eso es… Ríete, cerdo, ríete… Así, con la bocaza bien…».
«».
«¡CLIC!».
Uno suelta el larguero y se aferra la garganta. Cae de rodillas. La sangre chorrea de su boca. Se desploma.
Dos busca el origen del ataque. Se esconde.
La mujer alcanza las escaleras. Desciende, salta escalones.
Dos y su pistola van tras ella.
«».
«¡CLIC!».
«¡CLIC!».
«¡CLIC!».
Tres aguijonazos. Tres miniagujas, despedidas a… metros por segundo, penetran en aquel muslo con el filo y la contundencia de… «¡¡AAAH!!».
Dos pierde el dominio de su pierna y cae, «¡THUMB!», «¡TAM!», «¡PLOM!», hasta el tercer piso.
La mujer logra la alambrada. La sacude. Y encuentra, «¡Sí!», la abertura.
 
 
3
 
            Después de todo, ha ido mejor de lo esperado: Uno, el del tiro en el gaznate, menudo sorbo, está muerto, sí. Pero Dos, el del triplete en el cuádriceps y una caída de dos plantas, desde la quinta hasta la tercera, sigue vivo. Roto como una nuez martilleada, pero aún vivo.
            ¿Podrá hablar? «En sus alucinaciones, sí. De otra manera…».
            ¿Y la mujer? Esfumada. Para cuando él hubo desmontado el lince, recompuesto el mono anticontagios, descendido al barro infecto de los antivacunas, «¡Quita!, ¡Quita!», y alcanzada la obra, ella...
–¿Puedo saber quién es? –pregunta Antígeno ante el cuerpo de Dos, en la habitación del hospital.
–La salvación del mundo –filosofa el Director.
–¿La…?
–Sí. Y ella lo ignora. Vino con síntomas de algo cuya aparente urgencia resultó ser eso, falsa alarma. De estas, pocas. Pero alguien confundió su identidad y se acabaron pidiendo pruebas que, de otro modo,…  
–Y fue ahí donde…
–Sí. Con los resultados. Pero después, me temo, de haberla excluido por insolvente.
Antígeno afirma.
–Esa mujer… Su sistema inmunitario… Una maravilla.  Mejor, incluso, que el de los murciélagos. Sí. Para que se haga una idea, nuestro sistema inmunitario permanece inactivo y solo se enciende ante la amenaza directa de una infección. Pero el de los murciélagos, no. El sistema inmunitario de estos animales está siempre encendido. Siempre. Su inmunidad es innata. La nuestra, solo reactiva.
            El pitido de las máquinas se acelera. Dos convulsiona.
            Antígeno descubre…  Busca las ventanas: «¡Abierta!».
            –¡Al suelo!
            –¿Qué…?
            –¡¡Al suelo!! –Antígeno saca el móvil, ya en cuclillas–. ¡Escucha, Rastreador: identifica el disparo de un lince! Ha sido ahora mismo. En el hospital o cerca.
            –Eh… Un… segundo…
            –¡Tienes medio!        
–Y tú tienes… un problema. Atento: el lince que buscas… es el tuyo. ¡Sí: el tuyo! Es el único operativo «ahora mismo, en el hospital o cerca». Y, antes de que…, no, no hay error posible. En teoría, tú sabrás, ese disparo… lo has hecho .
 
4
 
            Antígeno se debate entre la incredulidad y la vergüenza. No tanto por el envión al hombre, «¡Y no se mueva!», sino por el robo de su lince. «A mí, que he sorteado las peores rapiñas, van y me desarman, me humillan, así y aquí, como a un pardillo en pleno centro. Ahora la ves, ahora no la ves: ¿dónde está la bolita?».
            El cuarto aguijonazo, ahora en el cuello, ha sido la puntilla para Dos. Retiran su cadáver.
            –Por favor, continúe. El sistema inmunitario de esa mujer, decía, está siempre… ¿Y?
            –Y es extremadamente poderoso: segrega una molécula superprotectora, una especie de potentísimo bactericida, capaz de destruir virus que, para cualquiera, son mortales de necesidad. ¿Imagina lo que supondría reproducir semejante mecanismo de defensa?
–Desde luego: el fin de las vacunas –Mira la cama, ya vacía–. Mal, muy mal negocio para las farmacéuticas. Y para las distribuidoras. Y para el mismísimo mercado negro. Y para…
–No…
–Lo sé. Pero esta es la verdad. Esta también es la verdad. Por eso quieren…
            Antígeno baja a la bóveda del fin del mundo. Así llama a la nevera acorazada del hospital por analogía, en cuanto a su uso, con el banco mundial de semillas, búnker de ciencia ficción a mil trescientos kilómetros al norte del Círculo Polar Ártico. En este tiritan eso, pepitas. En aquella, principios químicos. Entre muchos otros principios, los que integran las vacunas que él seguirá disparando, inoculando, con su nuevo lince.
«Ahora la ves, ahora no la ves: ¿dónde está la bolita? ¡Mierda!».
Suena el móvil.
 
5
 
            Noche. Apostado entre los árboles, Antígeno escudriña la carretera, el perímetro
 del polígono industrial. «…seis, siete, ocho…». Allí, distribuidas según pacto de sus explotadores, las scorts calientan su desnudez, el producto de su carne, con improvisadas lumbres.
«El fuego llama al fuego. Al otro, al de los instintos».
            Extranjeras y nacionales, guapas y feas, jóvenes y viejas, solteras y casadas… Ellas, todas ellas, víctimas de todo y de todos, también son vectores de contagio. Y son muy pocas, si acaso alguna, las que pueden permitirse una sanidad siquiera de frente de batalla. Como en cualquier otra guerra, en esta, la de ricos contra pobres, la mayoría subsiste con los consejos y los retales químicos que se dispensan unas a otras: «¡Nena, qué mala cara tienes! Anda, tómate esto». «¿Qué es?». «Ni idea. Pero, a mí, me va bien».
Antígeno presagia, vacíos aparte, «SIN RESULTADOS», cuál va a ser el veredicto del lince en el 99 % de las poquísimas identificaciones: «NO», «NO», «NO»… Y su consecuente, inevitable reacción: «¡CLIC!», «¡CLIC!», «¡CLIC!»…
            ¿Y ellos, los pagadores? Extranjeros y nacionales, guapos y feos, jóvenes y viejos, solteros y casados… Desde un punto de vista sanitario, tan contagiables y contagiadores como ellas. Desde un punto de vista ético y moral, mucho, mucho peores que ellas. ¿Por qué? Porque pudiendo elegir entre la responsabilidad y su contraria, eligen, «¡Basura!», esta última: ellos no se juegan la salud y la vida, propia y ajena, por hambre, adicciones y/o deudas, que a la fuerza ahorcan, sino por el picapica de la líbido.
«Y, además, ¡atajo de…!, ni siquiera son capaces de seducir a una mujer sin yugos. O sí, pero no de respetar a esa que, vete tú a saber por qué, ya los soporta. Lo dicho: ¡Basura!».
Tantea las dianas antes de apretar el gatillo. Como suponía:
«NO».
«NO».
«¡ALERTA! ¡ALERTA!».
«¡¿QUÉ?!».
Sí… Parece... «¡Es ella!». Al primer ojo, vestida, o más bien desnuda con el disfraz de trabajo, cuesta identificarla. Pero luego, si uno…
«¡Como diría el Director, de estas, pocas!».
Antígeno repliega el dedo y se dispone a recular cuando…
…llega un coche decidido, supone, a reconocer la oferta femenina.
«¿Cómo le gustarán a este señor don, fiel maridito y ciudadano responsable? ¿Quién será la dichosa que reprima el asco y por unos pocos, muy pocos euros, extorsión aparte, se lleve la basura al agua?».
Siente el deseo de pedir al tipo, como ya hiciera con aquel otro, que abra la boquita para incrustarle, vía glotis, una vacunita en el vacío de la mollera.
Pero no: contra pronóstico, el fulano circula derechito, derechito hasta…
«¿Cliente habitual o…? ¡Oh, oh, con la o! ¡Joder con la o!». Ahora sí, trota, «¡Coño con el lince, que pesa como…!», hasta su coche.
Arranca. O lo intenta.
            Otra o.
 
6
 
            La Providencia activa el motor y quiere así que Antígeno no la pierda por segunda vez. «¡Te debo otra!». Sigue carretera adelante, en pos de aquella y de su presunto cliente, levantando sin pretenderlo, general ante los reclutas, una encendida ola de dedos corazones:
            «¡No pares, no!».
«¡Mirón de mierda!».
«¡Gilipollas!».
Distancia y luces apagadas. «A ver…». Tantea su otra vacuna, la de plomo: «Una sola dosis, ¡bang!, y te cura sin efectos secundarios».
Minutos después, aquellos se detienen. Trasera de urbanización. Matorrales. Lugar discreto. Sin testigos.
Antígeno finge seguir.
Pie a tierra y pistola en mano.
            El coche. Y otro coche, más allá.
«¿Otra pareja o…? ¡Oh, oh, con la o! ¡Joder con las oes!».
            Mujer y presunto hablan. En el asiento trasero del otro coche, arriba y abajo, arriba y abajo. «Bien… Por ahí, sin problemas».
            «¡Uno, dos y…!»:
            –¡Policía! ¡Policía! –berrea expulsando al tipo–. ¡Y tú, ahí quieta!
            Antígeno lo desarma:
            –¡¿Quién eres?! ¡¿Quién te envía?!
            –Yo no… yo…
            Antígeno, al otro coche:
            –¡¡Eh, vosotros!! ¡Fuera de aquí! ¡Fuera!
            Desnudos de cintura para abajo, los amantes cambian de asiento y huyen.
            –¡Al suelo! ¡Pega la cara al suelo! –. Lo esposa y recupera las llaves del vehículo.
            –Tranquila. Vengo a ayudarte. ¿Ok?
            La mujer asiente.
            Antígeno abre el maletero:
            –Conque tú no…
            El, «mi», lince robado.
            –¡Entra!
            –No… no puede…
            «¡BLAM!».
            Antígeno canta matrícula, ubicación y contenido del vehículo.
            –¿Todo bien?
            La mujer vuelve a asentir.
 
7
 
            Hospital. Cafetería. Algunos sanitarios, espectros vivos de bata blanca, refulgen contra la noche exterior. Fijos, esperan el cambio de turno.
            –¿Por qué me traes aquí? ¿Qué quieres? Si es por lo del otro día, no puedo pagar. Ni podré. Ya lo has visto: solo soy…
            –No es eso.
            –¿Entonces?
            –Es por el resultado de las pruebas, las que te…
            –Ya… Me queda un telediario, ¿no? ¿Y por qué vienes tú a decírmelo? ¿A quién coño le importa?
            –Escucha…
            Queda ojiplática. Mira a su alrededor buscando, quizá, algún gesto, alguna mirada, alguna risita que… Pero no: nadie… Y este poli tampoco parece…
Bufa. Sonríe. Ríe. Se carcajea.
Aunque no está de servicio, «Hola, chato. ¿Te apetece…?», ahora sí, ahora sí la
miran.
–¡¿Habéis oído?! ¡¿Habéis oído, eh?! Yo una… una… ¿Qué, eh? ¿Qué soy también: una supermana, una mutante, una…? Qué bueno…
Más serena, se contempla a sí misma.
–¿De… verdad?
Antígeno asiente.
Ella recapitula: siglos en la calle sufriendo todas las mierdas habidas y por haber y, salvo por algún susto como el que la trajo al hospital, más ayes que oyes, nunca ha estado mala, verdaderamente mala. «Muchas otras con la misma asquerosidad de vida que yo sí cayeron antes, mucho antes. Sí, eso es cierto…».
            –¿Y ahora? ¿Qué… queréis?
            –Que nos ayudes. Que ayudes al mundo.
 
8
 
            –¡¡Y una mierda!!
–Baja la voz…
–¡¿Ayudar?! ¡¿A qué mundo, eh?! ¡¿Al tuyo?! ¡¿Al de estos… vampiros, que me echaron como a un perro?! ¡¿Al mundo de ahí fuera?! ¡¿Qué debo yo a nadie?!
–Los médicos solo… ¿Imaginas el sufrimiento que puedes evitar?
–Sí, claro… ¡Pobrecitos! ¿Y qué pasa con mi sufrimiento, el que nunca…? ¿Qué pasa con él? ¿Y qué pasa con esos que quieren reventarme? ¡¿También les preocupa mi sufrimiento?! No me…
Antígeno suspira.
–¡Quiero mi parte del botín! No soy idiota. Esto mío vale mucha, muchísima
pasta. Vale mi nueva vida. Y la quiero. ¡Por Dios si la quiero!
– Esos que… no van a darte nada. Y yo… Puedo intentar conseguirte alguna ayuda, algún…
–¡¿«Alguna ayuda»?! No quiero caridad. No quiero que nadie intente nada por mí. Quiero, money, money, lo que valgo y merezco. Y si no… –Se levanta–. ¡Que se joda el mundo! ¡¿Me oís, cuervos de pluma blanca?! ¡Ahora mando yo! ¡Ahora soy yo vuestro cliente! ¡Ahora…! Eh… A ti… ¡A ti te conozco! ¡Sí, a ti te digo, pichacorta: saluda ahora a tu mujercita de mis partes!
 
9
 
            –¡¿Dónde… dónde me llevas?! ¡Suéltame!
            Antígeno la empuja hasta un vestuario: otras dos mujeres están a medio vestir, a medio desnudar. Gritan. Antígeno enseña su placa y ordena:
            –Ponedle un traje.
            –No… no voy a…
            –¡ vas a! Tenéis un minuto. Las tres.
            –Un… un…
            –Cincuenta y siete segundos.
            (…).
            Terminan de recomponer el traje anticontaminación de la primera.
            –Sal.
            Obedece.
–¿Ves esa puerta? Entra. Cruza la sala y llega hasta una segunda puerta, al fondo. A partir de ahí, eres libre.
            –¿Qué…? No te creo… Es una trampa.
            –Por supuesto. ¿Y sabes en qué consiste, precisamente, esa trampa? En que no la hay. Abre la puerta.
            –N, no…
            –Abre… la maldita…
 
10
 
            Sendas filas de camas. Al fondo, sí, otra puerta.
Pitidos.
Respiraciones.
La mujer advierte que los enfermos yacen bocabajo.
Pitidos.
Respiraciones.
«Una UCI… Esto es una UCI abarrotada, imagino, por… Ya… Este es tu juego, tu trampa sin trampa… Mira, enfréntate si puedes, monstruo, a la realidad pura y dura del penúltimo bicho…
»Y diles a estas, sus víctimas, que tú, la rareza que tú eres, podrías salvarles la vida. Sin mover un dedito. Y diles, venga, aunque no puedan oírte, que no lo vas a hacer. Que tú, como aquella cantante, eres rebelde porque el mundo te ha hecho así… ¡Nino, nino, ninonááá…!».
            Se pregunta quiénes serán estas personas. Si las habrá visto alguna vez. Si, como el pichacorta de la cafetería, alguno de estos hombres, o de estas mujeres, que también las ha satisfecho, habrán pasado por sus manos, por su lengua, por su…
            «Son zampabollos con el riñón bien cubierto. Seguro. Por eso agonizan aquí. Si
fueran como yo, una muerta de hambre, les habrían dicho lo mismo que a mí: “Reservadito el derechito de admisioncita, basura. ¡A morirte, a tu… casa! Si la tienes”».
            Llega ante la puerta del fondo.
«A partir de ahí, eres libre».
«Sí… ¡Ja! Pero abriré de todas formas. Aunque solo sea para oír el discursito que este, u otro como este, me suelta: “¿Qué: te lo has pensado ya? ¿Da usted su permiso, egoísta de mierda, para que descubramos el secreto de sus tripas y evitar así que muera más gente? ¡Vamos, si no es mucho pedir!”».
            Abre.
 
                                                                     11
 
            Y encuentra un pasillo. Vacío. Al fondo, una tercera puerta.
            «Les gusta jugar…».
            Abre.
            Escalera de emergencia. Vacía.
            «¿?».
Se desprende del traje anticontaminación.
Vestíbulo. Movimiento habitual.
            «¿¿??».
            Exterior. Idas y venidas.
            «¿¿¿???».
            Perímetro. Acceso.
            «No…  no puede ser…».
            Pero sí: ahí queda el mosaico luminoso del hospital. Ajeno, completamente ajeno
a su…
            Y entonces, «¡Ja!», lo ve. Y se avergüenza de sí misma. De su desconcierto. De su ingenuidad. De su ridícula ilusión.
            Allí arriba, en una de las ventanas, parpadea un brillo: «¡Hola, monstruo idiota! ¡Saluda a la aguja!».
            Cierra los ojos y aprieta los dientes.
            (…).
            Vuelve a mirar: sí, el brillo, aquel brillo...
Pero no… no…
            Se esconde. Calcula sus posibilidades: desde donde está, gracias a la arquitectura, la jardinería y los vehículos…
            Se agacha de aquí hasta ahí. De ahí hasta allá. De allá hasta…
            Entra una ambulancia, toda luces.
Urgente.
Muy urgente.
Muy, muy urgente.
–¡Llamad a…! ¡…miligramos de…! ¡Venga, venga!
            Ella mira.
            Y suspira.
            Y se le caen las lágrimas.
«¿Y sabes en qué consiste, precisamente, esa trampa? En que no la hay».
Vestíbulo.
Escalera de emergencia.
Pasillo.
Su traje anticontaminación ya muy contaminado, en el suelo.
Junto al policía.
–Hay otro camino.
«Sí», piensa ella.