JULIÁN RINCÓN RIVERA -COLOMBIA-

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PÁGINA 47

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Escritor aficionado, lector apasionado, músico por diversión. Profesional en Cultura física, deporte y recreación.
Radicado en el municipio de Chía, Cundinamarca, donde ejerce labores administrativas en una panadería local.
Procura aprovechar al máximo su tiempo libre para desarrollar las actividades que más le gustan y le permiten un desarrollo como persona, ciudadano, hijo, hermano, hombre.
Publicado en una editorial colombiana de cierto renombre, su intención es incomodar al lector.

 


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LA PRÓXIMA VEZ
 
 
Abel permanecía recostado contra la pared que hacía de espaldar en la cabecera de su cama. La almohada en su espalda le ayudaba a aislar el penetrante frío de la madrugada que se pegaba a las paredes. Miraba el techo, como siempre lo hacía en esos casos.
Jennifer, la mujer que estaba a su lado, también privada de ese reconfortante placer de dormir después del acto, acompañaba a Abel en ese desvelo de incomodo silencio.
“¿Qué le pasa a esta vieja?” Se preguntaba Abel para sí, ya que todas las mujeres que lo acompañaban en el acto caían en un sueño profundo después del incesante jadeo. Se preguntó si aquel ejercicio no había sido suficiente, no había exigido a la mujer en cuestión. A él, como siempre, lo dejó con las rodillas y la cabeza doloridas, pero total y sumamente satisfecho.
“¿Será que no fue suficiente?” Se volvió a preguntar “¿Será que no le gustó?”
Esta última duda lo incomodaba de sobremanera, aunque la mujer no hizo mención alguna, su indiferencia parecía confirmarle la respuesta.
“No, imposible. La dejé desganado, seguro…”
Su sentimiento de cansancio y confort le aseguraban que el sentimiento era compartido, que la satisfacción los bañaba a ambos, aún incluso el impecable silencio que los invadía.
Pensó entonces en decir algo, interrumpir ese incomodo desvelo que se apoderaba de los dos y los separaba de una forma abismal en aquella estrecha y vieja cama que compartían, codo a codo, como dos extraños que se unieron en la intimidad, pero aun así seguían siendo ajenos el uno al otro. Nada se le ocurría, porque el que es bueno en el acto, no tiene mucho que decir.
“¿Qué mierdas me pasa?” Se siguió cuestionando Abel, reconociendo en su ligera preocupación un acto anormal para él. 
Finalmente, decidió dejar estar la cuestión. Alargó el brazo hacia la mesita de noche que tenía al lado de la cabeza en busca de un cigarrillo, en busca de la despreocupación, de un poco de indiferencia para calmar sus preocupaciones. La cajetilla estaba desocupada. Chasqueó la boca en un gesto claro de fastidio e inconformidad, acto que sirvió para despabilar a la mujer que tenía al lado y que se revolcó bajo la sabana ante el sorpresivo sonido.
—Estuvo bien, ¿No? — dijo finalmente la mujer.
—Sí, si claro. Estuvo muy bueno
La pregunta le había sorprendido, evidentemente, pero más que eso, lo había incomodado, una vez más. No recordaba pregunta alguna similar a esa y menos en aquellas circunstancias. ¿Era que la mujer también consideraba su satisfacción como hombre? ¿Era que la mujer, igual a él, sentía en su efectuar, en su ejecución una inconformidad, unas dudas? Ninguna se había atrevido a cuestionarlo por su satisfacción. No es que fuera un Don Juan recorrido y experimentado. Todas ellas, las pocas con las que había estado, terminaban tan agotadas que no eran capaces de pronunciar palabra. Pero Jennifer, tan imperturbable a su lado, parecía resuelta y sobria, sin ningún atisbo de cansancio y, lo que era peor, sin ninguna seña de satisfacción.
Abel supo reconocerla más dudosa que cualquier otra cosa y aquel sentimiento era tan evidente en sus expresiones que se lo transmitió con relativa facilidad. El comportamiento de la mujer le parecía extraño, rozando casi en la locura, pero él era un experto en eso de la despreocupación, nada lo movía emocionalmente tanto como para sacarlo de lo que él quisiera sentir o percibir, así que dejó el caso estar y se preocupó en trasladar su atención a recuerdos más gratos, que lo llevaban a esa satisfacción con otras mujeres, pero por más que lo intentaba, por más que obligaba a la memoria recalcar esos momentos en aquella casa estrecha y vieja, la inquietante presencia que tenía al lado lo sacaba de sus imaginaciones.
Sin nada más que hacer, se dispuso a recostarse a un lado, dándole la espalda a Jennifer, gesto visible de derrota y desconsuelo, pero antes de que esto ocurriera, Jennifer le lanzó una propuesta que lo dejó aún más descarrilado que nunca.
—¿Lo hacemos otra vez?
Abel se volvió y la miró con súbita sorpresa, abriendo de más los ojos y dejando escapar un suspiro casi audible de reproche.
—¿Es…Estás segura? —Respondió Abel, sin saber en realidad que deseaba escuchar como respuesta.
—Bueno, si tú quieres…
Abel actuó con más dudas que decisión. En comparación con la primera vez, no hacía más de veinte minutos, Abel ya no estaba consumado por el ímpetu del deseo desenfrenado, de hecho, una pena y cobardía extranjera lo acojonaban, lo llenaban de unas dudas y miedo que lo incapacitaban para actuar. Había arremetido con furia y bravura, típico en su naturaleza y destreza. Pero ahora, desconcertado por la iniciativa de la mujer incierta y despreocupaba, se vio a sí mismo como un germen inseguro e incapaz.
¿Pero no existía la posibilidad de negarse?
No, claro que no, para él no, ya que, como hombre, su orgullo se vería seriamente lastimado y puede que algo más.
Finalmente, se decidió.
Más que su potencia sexual, era la forma como la mujer recibía su estimulo. En un momento dado Abel pensó que la mujer fingía, pero allí una forma incierta de furia y desespero lo motivaron a terminar de una vez por todas lo que estaba obrando, pero no lo logró. Efectivamente, era incapaz de hacer nada, porque la mujer que se sacudía abajo de él le mostraba todo el esplendor de su belleza, toda la esencia de la mujer que era.
Finalmente, después de tantas arremetidas, ya tan cansadas, simples, repetitivas, Abel salió y se hecho a un lado, víctima de su incapacidad, aterrorizado por su inactividad. Ahora sí, que se atreviera la mujer a preguntarle por el resultado. Estaba dispuesto a confesarse, aunque los hechos hablaban por si solos. Sudaba y jadeaba, pero en su interior ya no renacía el renacuajo de una chispa que se expandía, se propagaba por todo su ser hasta llevarlo a la gloria, a la satisfacción total.
—Lo siento… —Dijo finalmente con un hilillo de voz que era evidencia más que suficiente de su contundente derrota.
Jennifer, en forma de respuesta, lo tomó de la cabeza y obligándolo a mirarla a los ojos y le dio un beso largo y relajado.
—No te preocupes… —Le dijo, mirándolo a los ojos y repitiendo el largo beso que era algo más que simplemente sentimental.
 
 
 
 
Los días pasaron y con ellos, el sentimiento inconformista después de aquella noche con Jennifer fue desapareciendo. Abel no había vuelto a hablar con la mujer ni se esforzaría en hacerlo. Dejó que aquella experiencia le sirviera de lección para escoger con más cuidado sus elecciones, aunque su ojo ya estaba adquiriendo el don del buen gusto, la mejor de acuerdo a sus necesidades, exigencias y, como no, sus posibilidades. 
Fue así como se fijó en una morenita que trabajaba cerca de su puesto laboral. Se encontraban con frecuencia, ya que ambos se empeñaban en visitarse mutuamente con la excusa que requerir algo del lugar del trabajo del otro.
Se fueron visitando, reconociendo, sonriendo, hablado, charlado. Más tarde que nunca la confianza ya amainaba en ambos, tanto que los compañeros de Abel no se hacían los indiferentes ante el tema.
—Ya se tiene confianza con la morenita…—le sugería un compañero de Abel.
La morenita tenía una cara tierna, un tanto inocente.
—Esas son las más peligrosas —le advertían, a su vez que le apremiaban el hecho de estar perdiendo el tiempo.
—Yo de usted me ponía las pilas. Hay más de uno echándole ojo a la morenita.
Esta advertencia entonó a Abel que más sagaz que nunca se decidió actuar, y mientras los preparativos lo ocupaban, apareció la desaparecida e inoportuna Jennifer. Fue un día cualquiera, como aquel en que se vieron por primera vez. Se excusó por su ausencia y su falta de compromiso.
 
—Discúlpame —Decía—. El estudio y el trabajo me han tenido muy ocupada.
Abel ignoraba por completo el hecho de que Jennifer estudiaba. Aun así, se comportó con cordura y respeto, asegurándole que no había problema, que era algo común y normal. Entonces Jennifer quedó satisfecha, en ésta ocasión si se le notaba, a partir de la comprensión de Abel, tanto, que deseaba recuperar el tiempo perdido, revindicar su falta de compromiso e indiferencia.
Quedaron entonces para el fin de semana. Abel no sabía porque había aceptado, simplemente lo había hecho, nada más. El convencimiento, la dicha y la satisfacción de Jennifer por reencontrarlo le sugirieron que lo más sensato era corresponder a las intenciones de la mujer.
“No pasa nada” se dijo, “es solo una salida, un encuentro amistoso”:
Así pues, tuvo que postergar sus intenciones con la morenita que seguía visitándolo, seguía sugiriéndole algo más que simples sonrisitas y buenos tratos. Claro que él lo reconocía, y lo provocaban. No tuvo más remedio que dejarse llevar por sus impulsos. Como buen hombre, la emoción podía más, el entusiasmo se ejercía como prioridad. No perdió tiempo, como le advertían sus amigos. Invitó a salir a la morenita, pero ¡Valla casualidad! Solo tenía libre el fin de semana. Dejó a Jennifer para el sábado y la morenita para el domingo, todo en esta vida tenia solución.
Llegó pues el sábado. Abel solo tenía una cosa en la cabeza, la innumerable gama de posibilidades que se le ocurrían con la morenita. Se estaba adelantando a los hechos, pero eso de fantasear lo consideraba un acto de premonición, como una forma de preparación para asegurar lo que consideraba inevitable.
Todos sus pensamientos y preparaciones se vinieron abajo una vez llegó con Jennifer. Ésta lo había recibido con un gran beso acompañado de un acogedor abrazo. ¿Qué había hecho Abel en respuesta? Responderle con ingenuidad y perplejidad. Más atónito y angustiado quedó cuando Jennifer lo llamó “Amor”.
¿Quién en su corta y miserable vida lo había llamado así? Solo su madre, en lo que recordaba. Pero aquella forma de cariño hacia él era como un mazazo, como un baldado de agua más que fría, más que helada. Algo que lo bajaban a la realidad y lo ponían donde debería estar.
Jennifer se comportaba con un cariño meloso, infantil. Algo un tanto fastidioso, pero Abel estaba aún perplejo.
“¿Qué carajos le pasa a esta vieja?”
El problema es que la forma de pensar de Abel era limitada, estúpida, irresponsable y algo más. Para él un simple acto carnal no era ningún gesto o pretensión de compromiso. Pero Jennifer, al parecer, no pensaba igual. Ella hablaba y hablaba, Abel no hacía más que asentir en silencio, responder con risitas nerviosas y alegres, tratar de seguirle el juego, ¿Juego?
“¿Cómo carajos le hago para hacerla entender…?”
En realidad, no sabía. No sabía cómo ni porque medios. Aquella mujer tan sana, elegante y linda solo le había entregado cariño, respeto y, ¿Amor?
“¡Carajo!”
Una leve insinuación le llegó a la cabeza y lo sacudió de miedo y terror. Pero si dirigía sus pensamientos hacia aquella posibilidad, los organizaba, los disponía a favor de esa corriente que le sabia a advertencia, toda la hoja de actos y situaciones que habían concurrido entre los dos cobraban sentido, lógica.
“¡Carajo! ¡Mierda!”
Se sintió envuelto, limitado. Como si las paredes, todo a su alrededor se le acercara, lo atraparan. Como si el aire se limitara, como si todos lo miraran y lo señalaran. Entraba en pánico, o eso creía y, ¿Qué fue lo que hizo?
Nada, simple y llanamente se dejó llevar, pretendió fingir. Como todo un campeón, como el cobarde que era.
Así paso toda la tarde, entre charlas, risas y besos por parte de Jennifer, entre asentimientos silenciosos, inquietud y una forma de ausencia en respuesta de Abel.
Finalmente, Jennifer se despidió y lo dejó con un beso apasionado.
—Chao amor, te cuidas…
Abel miró la hora, habían pasado como unas cuatro horas donde ella hablaba y el “ponía atención”. No supo nada de lo que ella dijo, no lo recordaba porque simplemente no prestaba atención de todo lo que él afirmaba en silencio. Ella pudo haberle declarado el amor que el temía, mientras tanto él le correspondía, no con el mismo entusiasmo y decisión, pero ella ya sabía lo tímido y reservado que era su “amor”.
Abel encarriló por la amplia acera que lo llevaba lejos del centro. Con la cabeza dolorida por el incesante estimulo, se dejó llevar por sus emociones, que lo llevaron al sitio de encuentro del siguiente día, del domingo con la morenita.
Así llegó el domingo y encontraron a Abel más feliz y dispuesto que novio primerizo y enamorado en la segunda cita. Allá llego con la morenita y ésta estaba más hermosa que nunca.
Se ubicaron en un bar, mesa para dos, un par de botellas. La tarde paso rápida y fugaz, entre trago y trago, risa y risa, uno que otro beso. La confianza se asentó, se acercaban un poco más a medida que la tarde noche avanzaba para espantar el peso del frio nocturno de la sabana.
Ella, adornada con una humilde chaquetica, tiritó de frio en más de una ocasión. El, todo un caballero en aquellas circunstancias, le ofreció su chaqueta de estilo gabán para protegerla del impecable frio que se percibía como brisa en el aliento.
Salieron del bar, dejando que los pasos por las calles solitarias los acompañaran.
Ella, que vivía sola y sin autorización, lo invito a él a pasar, con la intención clara de no dejarlo allí nomas, solo ante las inclemencias del frio solitario, del peligro de las calles nocturnas. El aceptó sin vacilar, con algo de pena y vergüenza, aceptando el hecho de que aquello sería algo más que una simple tacita, más que un trago, más que una insinuación.
La noche los recibió, con la luz de la luna como único testigo, con la complicidad de suspiros y besos enamorados. Se entregaron, el uno para el otro, con la fascinación de la primera vez, con el deseo de que no fuera la última.
Abel lo disfrutó de sobremanera, convencido de que la morenita correspondía el sentimiento. Una vez terminado, la morenita se entregó al sueño apaciguador y reparador. Abel la estrechó entre sus manos y le dio resguardo en su pecho exaltante y emocionado. Sintió su calor, el aroma de su piel canela, la impregnante forma de su loción personal. La combinación le resultó mágica y se prometió nunca olvidar aquel aroma del amor.
Se dejaron al siguiente día, con la promesa de volverse a ver, de reencontrarse en ese u otros escenarios, pero volverse a ver, a fin de cuentas, en el secreto de los dos, en un pequeño espacio común dentro del basto mundo que ambos creaban y confirmaban con sus intenciones y acciones.
Abel, ilusionado y feliz, retomó con un optimismo y alegría ajenas a su norma las obligaciones de la vida diaria y cotidiana, olvidando por completo que una de aquellas responsabilidades lo esperaba con esperanza y alegría a la vuelta de la esquina.
Y como no, la morenita, con el impecable y suculento suspiro de sus formas había configurado su mundo entero. Lo había llenado del todo, cada uno de los rincones más oscuros y estrechos de su arrebatado y misterioso ser. Todo había recaído en un segundo plano, en ese donde poco importan las cosas, donde las consecuencias de las mismas no impactaban con el mismo peso de siempre ya que no existía poder, escusa alguna para suprimir el anhelo perpetuo y glorioso que la morenita le había dejado en una sola noche.
Abel no hizo nada para alertar a Jennifer de su alterado ánimo. Simple y llanamente se dejó invadir por este que lo llevaron, una vez más, a la intimidad con Jennifer.
Abel no esperaba mucho, pero ella no podía esperar más. Así, Abel arremetió con indiferencia y algo de regocijo, tratando de recordar el dulce aroma de canela y elegancia que la morenita le había dejado guardado en el corazón.
En esta ocasión, no fue Jennifer la que recibió el estímulo. Algo había cambiado en ella y así lo notó Abel, que se dejó sorprender, fascinado y maravillado, por las nuevas y reconfortantes formas de la mujer. Culminó Abel algo más que simplemente satisfecho y cansado, estaba completamente realizado. La novedad lo había sorprendido, lo había descajonado de su ingenuo estado de dicha momentánea.
“¡VAYA MARAVILLA!” Se dijo, “Existe algo más que la simple dicha”
A pesar de toda la dicha del mundo, a pesar de todo el éxtasis que le había traído la novedad, Abel quedó en una encrucijada ya que no quería deshacerse de ninguna de las dos, pero tenía que hacerlo. Dentro de su moral, no estaba la posibilidad de jugar con dos a la vez, aunque de cierto modo lo había hecho.  
¿Y no lo había disfrutado?
Claro, en la segunda y tercera ocasión, pero se prometió que la cuarta sería con una sola y única mujer, ya estaba decidido.
Como Jennifer tenía cierta ventaja, ciertos privilegios, ciertas atribuciones que ella misma se había adquirido y Abel mismo había aceptado, llegó una cuarta vez, no como la primera, no como la tercera. ¡Vaya si la novedad le traía sorpresas! Cuando creía que lo había probado todo… Para no ir más allá, fue la mujer la que interpretó el papel. Se vio envuelta en una explosión de éxtasis que le resultaron ridículas a Abel. Gemía como un animal descontrolado y se revolcaba sobre las húmedas sabanas como un gusano fuera de su tierra negra y oscura. Estaba claro, la mujer fingía y ésta intervención le repudiaron más que nunca a Abel. No entendía la forma de obrar de la mujer y el acto en sí resultó siendo sucio, atrevido, incomodo e insatisfactorio. Lo peor de todo fue ya descansados, mientras compartían el silencio posterior, ya que Jennifer se entregó a una conversación larga y precariosa. Hablando de todo un poco, pero sin concentrarse en un tema en concreto. Abel ni siquiera asentía, ni siquiera fingía escuchar, le asustó el ímpetu de la mujer en aquel día. Era como si le hubieran dado cuerda y, al parecer, tenía aun mucha cuerda de sobra. Pensó en que cualquier momento Jennifer lanzaría la propuesta, esa que le había ofrecido la primera vez y lo dejaron tan sorprendido. Pero ahora no lo sorprenderían porque estaba decidido, el puesto lo había ganado la morenita no por mérito propio, sino por descarte de la primera. Pero la propuesta no llegó y Abel se felicitó por ello. Era un tipo de suerte, se había ahorrado mucho.
Al siguiente día se empeñó en buscar a su morenita. Era un hombre decidido y entregado a la acción, el que espera pierde y no dejó que el tiempo le tomara ventaja alguna. Buscó entonces, pero nadie supo darle razón de ella. Ni en el trabajo ni los compañeros, sencillamente, se había ido.
Intentó recordar el lugar donde ella lo había llevado, donde habían compartido su intimidad y se encontró con que las calles cambiaban a la luz del día. Intentó rememorar los pasos de los dos bajo las sombras en aquella noche, pero su memoria estaba confusa y limitada. Solo se alcanzaba a recordar ya bajo la luz de la luna, en el plácido confort debajo de las sabanas, el hombre solo recuerda lo que le conviene. Recordaba algo, lo más vivamente era el olor canela elegante de su cuerpo, eso que el mismo se prometió recordar hasta el cansancio.
Siguió buscado, pero ¿Adonde?
Se encontró perdido y se convenció de que aquel recuerdo hecho de aromas solo le servirían de consuelo.
Dejó pasar así los días. Ni Jennifer ni la morenita aparecieron, pero la insatisfacción y la desdicha lo invadieron. Busco a Jennifer, en consecuencia y la encontró. La encontró en compañía de otro hombre y así lo presentó.
-Él es Juan Carlos, mi novio…
¿Y cómo lo presentó Jennifer ante el aparecido?
-Este es Abel, un amigo…
¿Y que hizo Abel? Nada, como siempre. Se limitó a saludar con cordialidad a seguir invadiendo las calles de la vida con su inagotable e incomprensiva existencia, convencido de que, tarde o temprano, llegaría alguien más con una próxima vez…