CARLOS CRISTIÁN ITALIANO -ARGENTINA-

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Nacido en la ciudad de La Plata, república Argentina en 1.955. Originalmente médico, pero al no ejercer más la medicina se dedica al impulso de leer y escribir. Su orientación en la lectura recae mayormente en las letras latinoamericanas. Ha participado como colaborador en varias revistas y está a cargo de un taller-curso creativo de literatura latinoamericana, para contacto pueden comunicarse al mail: criselferroviario@gmail.com o al Facebook que se encuentra con el nombre completo (Carlos Cristián Italiano)- ha escrito varios libros en forma personal; viene haciéndolo del año 2.001 a la fecha.
 

 

 LA VISITA -CERCA 1604
 
 
Cuando Chenpá hubo observado lo suficiente vio que el grupo era de hombres solos; no había mujeres. Creyó entonces que vendrían en busca de alguna, pues sabrían que ellas habían bajado del cielo y nunca podido regresar. Es más,  los recién llegados tenían aspecto de animales recorriendo la espesura: pumas amarillentos y cobrizos cubiertos con ropaje de mirada atenta y altiva. Deberían sentirse solitarios así, sin esposa. Poco les faltaba para ser hombres como ellos, los wichí. Era extraño también su idioma, por lo lento y pesado, ruidoso para comunicarse en la selva. Pensó que le gustaría darse a conocer y conducirlos a su comunidad, donde hallarían a las mujeres. Así serían definitivamente hombres. Chenpá fue sigilosamente a donde estaban sus otros compañeros de cacería y tras un  pequeño diálogo entre ellos decidieron mostrarse. Pero no lo hicieron bruscamente. Hicieron sonidos, movieron el follaje y se hicieron ver de a poco así, gentilmente. Los españoles venían armados hasta los dientes. Llevaban arcabuces y espadas; pero Chenpá y los suyos no lo podían reconocer, pues salvo alguna espada desenvainada, las demás estaban pegadas al cuerpo y parecían sólo palos. Los wichí también estaban armados: con arcos, flechas y lanzas, pero no para guerrear. Los españoles esperaban un encuentro como estos, y al ver que no arremetían contra ellos, sino que se encontraban sonrientes y eran de movimientos ágiles y de complexión bien formada, dieron en reconocer que se acercaban como amigos y que podrían llegar a alimentarlos, pues  era bien cierto que era grande el hambre y el cansancio de su gente.
El grupo wichí quiso explicarles que las mujeres habían caído cerca de acá y que ellos los alcanzarían a su poblado, donde seguramente podrían llevarse las necesarias. Los españoles asintieron con la cabeza sin entender. Hablaron poco entre ellos, en ese extraño idioma, como para ponerse de acuerdo. Los quince hombres, barbudos y agotados, esperaron de algún modo ganarse la confianza de los nativos  para conseguir un poco de alimento y refugio. Y así, cansados de andar, cansados de tanto andar al descuido, siguieron a los nativos del lugar. Llegados al poblado Chempá, orgulloso de mostrar su hallazgo, fue llamando a la gente. Y entre los curiosos que se agolparon sobresalían, para los españoles, las mujeres jóvenes y, al mirarlas, de sexo desenfadado. Se alzaron al instante y, al observarlos, Chempá y otros, les pareció que eran felinos, efectivamente, dispuestos al salto, pero sus chispeantes ojos eran humanos. Una orden repentina dada por alguien hizo que las mujeres se retiraran, dejando a los españoles confundidos. Ellos hubiesen querido atacar a sangre y fuego al desprevenido poblado, pero la debilidad y la escasez de municiones les impidió concretar el secuestro. Sin pérdida de tiempo dirigieron a los forasteros a una choza amplia Las indicaciones fueron rápidas pero siempre delatando amabilidad. Ni desarmados ni vigilados, saciaron su hambre con frutas, sus necesidades fuera de la choza, y su sueño al instante. Algunos quedaron hablando entre sí, en murmullos, como cuidándose de espías imaginarios. Al reponerse, y mediante el uso de sus armas y el ardid de seguir la corriente de acontecimientos, juraron pagar caro con la vida, si fuese necesario, para fugar y volver con refuerzos. Entonces montarían un fuerte en esas tierras, las que a partir de la fecha pertenecían al Rey. Un soldado besó devotamente un crucifijo y lo pasó a los demás insomnes para que lo imiten. Hicieron el juramento. Antes de dormirse pensó que tenía mucho tiempo sin tocar una muchacha.
 
Llegada la noche se asomó un nativo al interior de la choza. Como era de esperar no comprendieron sus palabras. El cuero que hacía de puerta volvió a su lugar y por un instante quedaron nuevamente solos. El que era el jefe dijo…Es mejor que vayamos…y se levantó ágilmente y, tras hacer una seña, salió lentamente al exterior.  Su ropa era liviana, acorde a los grandes calores del verano y como precaución, los que la tenían, llevaron daga al cinto …Que dos queden al cuidado de las armas…dijo a sus hombres cuando estuvieron todos afuera…y den un disparo al aire por aviso de peligro…El centro del poblado lo ocupaba una fogata y la gente, hombres y mujeres, se sentó alrededor en troncos ; los españoles fueron  convidados con aloja. Bien pronto se sintieron alegres y con gran energía, aunque su líder, previsor, pudo evitar la mirada de los anfitriones y evitó beber: se levantó, hizo como que bebió, dio una vuelta y en la oscuridad volcó el contenido. Más  allá de la fogata había un espacio abierto, iluminado por el fuego y al fondo la oscura espesura. Un hombre del poblado apareció en él portando sonajeros adheridos al cuerpo que despertaban un extraño ritmo. Finalmente tres muchachas se le acercaron cantando afines al ritmo indicado. Llevaban los senos libres y se movían, al parecer de los españoles, provocativamente. Unos jóvenes, pintados de colores  y vestidos con plumas y cuentas las rodearon, también cantando.  Finalmente y siguiendo la cadencia, otras chicas se acercaron a alguno de esos hombres , continuando el baile detrás de él; tomándolo del hombro, cada pareja se desprendía del resto del grupo desapareciendo del lugar. Los soldados, ya algo ebrios, sólo atinaban a ver los pechos femeninos. Los anfitriones veían en ellos caras felinas, no del todo humanas. El capitán, felizmente sobrio, se puso de pie y también quiso contemplar la cara de sus hombres. El interpretó todo esto como un rito pagano que no podría definir sin la presencia de un sacerdote. Pero la voluptuosidad del mismo le daba el temor de que provocase desorden entre su gente. En efecto, ya uno de ellos se estaba incorporando sacando su daga. El hombre parecía afiebrado. Con autoridad lo hizo sentar y con mirada fiera contuvo al resto. En ese momento Chenpá se le acercó. El otro lo miró sorprendido; la fiereza con que lo miró fue por no saber qué tramaban al hacerlos participar de un rito que consideraba satánico. Chenpá le habló. Vio de reojo que los bailarines se retiraban y que se hacía silencio. Consideró juicioso volver a la normalidad. Interpeló con la mirada a su gente y los vio disciplinados: las hembras ya no estaban a la vista y respondían a su autoridad. Chenpá les explicó que deseaban, la comunidad en común acuerdo, concederles doncellas para todos ellos y que así lograrían ser hombres y salir finalmente de su condición animal. Les rogaba que aceptasen el presente. Como el español tomase la actitud de siempre estar asintiendo, Chenpá supuso que así era. Le señaló la choza y le sugirió que descansen. El silencio y la oscuridad fue rodeando la escena. El jefe, de a poco, fue devolviendo sus hombres a la choza quienes quedaron durmiendo en el piso en el acto.
Quedaron todos dormidos y por la mañana escucharon murmullos. Se escuchaban alrededor de la casucha y con voces inentendibles. La mayoría amodorrados, todos asustados. El capitán dio instrucciones de salir lentamente, él el primero, y que tres de ellos se quedasen velando las armas a la puerta de la choza por si ocurriese algún incidente. Así lo hicieron: acercaron las armas a la puerta y de a uno fueron saliendo. Fuera los esperaba la multitud, desarmada y siempre en actitud pacífica. Increíblemente los estaban esperando para entregarles las mujeres que habían venido a buscar. Las jóvenes casaderas que así lo habían querido acompañarían a los extraños hasta sus tierras para formar una nueva comunidad de hombres y mujeres, y de este modo nuevas familias. Las jóvenes estaban adelante del grupo y se mostraban visiblemente nerviosas en el rostro y los gestos. Algunos integrantes del poblado acercaron víveres: carne y fruta como para iniciar el camino. Las muchachas se acercaron a los españoles; Chenpá les agradeció la oportunidad de albergarlos y ayudarlos. Intuyendo que el camino estaba despejado, el jefe llamó a todos sus hombres, que no dejaban de observar ni a las jovencitas ni al público reunido. Tomaron los víveres y se pusieron en marcha. Cuando el capitán volteó la cabeza vio a las jovencitas que los seguían. Internados ya en el monte y viendo que ellas continuaban la marcha, ordenó detenerse y dejarlas llegar. Los hombres le hicieron gestos festivos con la mano, pero el jefe ordenó terminante que aún no jugaran con ellas, pues podría ser una trampa de los nativos. Luego, creyéndose ya dueños de la situación primero trataron dar a entender que buscaban el cauce de un río y llegar felices a una ciudad, tal que fuera Cochabamba o Potosí.  Y aunque esto fue infructuoso parecía que las jóvenes señalaban insistentemente hacia una dirección. Al reiniciar la marcha uno de los hombres sugirió que podrían fugarse, y el capitán dijo:…Ya son vuestras. Podéis hacer de ellas lo que quiérais…pero primero atadlas por precaución…
A poco de partir de una aldea enemiga, quizá terminando la tarde, perdidos entre el fango y la vegetación, aún así, estos extranjeros, solos con jóvenes mujeres, comenzaron a mirarlas con animosidad. A poco de partir de una aldea enemiga, quizá terminando la tarde, perdidos entre el fango y la vegetación, aún así, estos extranjeros, solos con jóvenes mujeres, comenzaron a mirarlas con animosidad. Y las ataron de manos con correas que llevaban. También las amordazaron y las obligaron a seguir un trecho, buscando un lugar para disfrutarlas y violarlas. Impacientes, encontraron pronto un lugar medianamente claro donde divertirse a costa de las doncellas. Las rodearon y empezaron a acariciarlas. Las muchachas no comprendían. Su viaje voluntario terminaba en maltrato. Un español desajustó el cinto y dejó caer la espada. Así lo hicieron los demás. De pronto, los quince hombres recibieron andanadas de flechas que se dispararon precisas desde el monte. Por fin, cayeron todos muertos. Los hombres de la comunidad, que las habían seguido las desataron prontamente. De a poco ellas supieron que sus madres habían solicitado que las siguiesen hombres armados. Si la primera noche era buena, que siguiesen. Y si no, que las trajesen de regreso. Hubo una intuición en más de una de ellas, en que vieron hombres malvados en vez de animales semihumanos.  A pesar de esto al lugar lo llamaron Animales Muertos.