JOSÉ BOCANEGRA -ESPAÑA-

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Se licenció en Filología Hispánica en la Universidad de Murcia en 2003 y realizó el Master en Guion Audiovisual en la Universidad Internacional de La Rioja en 2021. Trabaja como profesor de Lengua Castellana y Literatura en la CARM y como moderador de clubes de lectura en el Ayuntamiento de Murcia.
Desde 2015, es parte del proyecto La Marca Negra Ediciones, un sello editorial enfocado a la literatura independiente que ha publicado a autoras y autores como Alicia Noland, Raúl Real, Marta Fontana, Jan J. Martí, Óscar Daniel Campo Becerra, María von Touceda.
José Bocanegra es autor de las novelas Historia de una persecución (2012), Corralejo (2015) y Vacas, road novel (2020), publicadas en La Marca Negra Ediciones, donde próximamente también saldrá a la luz su última novela: Zihuatanejo, una novelita tropical, ambientada en México.
El estilo de José Bocanegra se basa en el uso de la realidad como materia narrativa, creando desde la experiencia, la escucha y la observación del entorno a través de una inmersión en el mismo en un ejercicio literario que se mueve entre las fronteras de la crónica, la lírica y la ficción narrativa. Se siente influido por diversos autores, entre ellos Henry Miller, Marguerite Duras o Juan Rulfo.

 

https://elemmental.com/2020/06/08/vacas-un-paseo-por-el-cantabrico/
https://www.laopiniondemurcia.es/cultura/2020/03/19/jose-bocanegra-narrar-actividad-inherente-34478641.html

ZIHUATANEJO
una novelita tropical 
 
 

 

A María

 

 
Solo hay una cosa de la que puede escribir un escritor: lo que está ante sus sentidos en el momento de escribir. Soy un aparato para grabar. No pretendo imponer relato, trama o continuidad.
El almuerzo desnudo
William S. Burrough
 
 
Exagero un montón y de hecho mezclo realidad con ficción, pero nunca miento.
Silencio
Lucia Berlin
 
 
 —Cuando salga de aquí —dijo Andy al fin—, iré a donde siempre haga calor —hablaba con tanta seguridad y calma que cualquiera hubiera creído que solo le quedaba un mes o así para salir de Shawshank—. ¿Sabes a dónde iré, Red?
—Ni idea.
—Zihuatanejo —lo dijo pronunciando la palabra con una lentitud musical—. Allá abajo, en México. Es un pequeño lugar que queda a unos treinta kilómetros de Playa Azul. Unos ciento sesenta kilómetros al noroeste de Acapulco, en la costa del Pacífico. ¿Sabes lo que dicen los mexicanos del Pacífico?
Rita Hayworth y la redención de Shawshank
Stephen King


1
Vincent bajó del avión y sintió una ráfaga de aire caliente. Captó de golpe las palabras de Malinalli: Bienvenido a la sauna tropical. El cielo era tan lívido y sereno, tan raro y singular como lo amó Baal cuando cantaba y trotaba por este mundo. 
Caminó hacia el interior de la pequeña terminal. Entró a los servicios, donde cambió los vaqueros por unas bermudas. La agente de seguridad, una mujer joven y corpulenta, lo saludó con un leve movimiento de barbilla mientras lo radiografiaba con la mirada. Abandonó el edificio. De entre las palmeras, salió un cuervo. Declinó las proposiciones de los taxistas que se ofrecían a llevarlo por trescientos pesos a Zihuatanejo y llegó hasta un cruce, fuera del aeropuerto, donde tomó un colectivo por quince. Se trataba de una furgoneta. Un banco tapizado rodeaba el perímetro interior de su parte trasera. El centro quedaba libre. No disponía de cinturones. Desde las ventanas, observó la jungla de palmeras. Tomó algunas fotos. Una niña le sonrió: era el único güero a bordo.
Cuando llegaron a la base, caminó hasta la playa. Lánguidas siluetas custodiaban los puestos de souvenirs. Eran las seis de la tarde. Vincent gozaba leyendo cualquier inscripción que encontraba a su paso, ya fuera en un camión, Cementos Moctezuma, o a la entrada de algún local: La Sirena Gorda, Bandidos… Preguntó por el paseo de las Salinas. Una escultura en bronce representaba a un joven disparando una ametralladora: era José de Azueta, que defendió el puerto de los ataques estadounidenses a pecho descubierto y se mantuvo en pie hasta que lo hirieron por tres veces. Guerrero en el estado de Guerrero. Nacido en Acapulco. Negras tijeretas, audaces ladronas de pescado, sobrevolaban la bahía. Admiró sus acrobacias y su elegante silueta, con sus bonitas colas horquilladas. Cruzó sobre el muelle por un pequeño puente. La humedad y el calor lo hicieron sudar. En la puerta, cien metros antes de la estación de Pemex, había un Escarabajo aparcado con el número 53 en un círculo sobre el capó. Se detuvo a mirar la fachada antes de tocar, tomándose un par de minutos. Finalmente, hizo sonar una campana. Tardaban en contestar, pero una voz terminó por escucharse desde adentro. Vooooooooy. Una mujer morena abrió la puerta. Debía rondar los cincuenta. Le dio un beso en la mejilla y Vincent se quedó con los labios en el aire esperando el segundo. La mujer rio.
El jardín parecía una selva. Florecillas acampanadas recortaban el aire, largas palmeras y árboles de toda índole crecían de forma aparentemente caótica. La mujer le enseñó la casa, que estaba vacía en aquel momento. Silbaban pájaros desconocidos, ocultos entre las ramas. Las duchas estaban afuera, a la intemperie. La cocina consistía en un pequeño porche con una mesa redonda de piedra al centro. Dos viejos poyos en sendas paredes servían de espacio de trabajo. En uno de ellos, un fregadero en desuso y un frigorífico vacío. Avanzaron por un pasillo cuyas paredes habían sido decoradas o pintarrajeadas por jóvenes viajeros que habían pasado allí en algún momento de sus vidas. Mensajes de amor y agradecimiento en una variada paleta de colores. John Lennon presidía la entrada a una de las habitaciones. Mali abrió la siguiente y la mostró a Vincent. Había una cama doble. Pintados en la pared, unos girasoles gigantes. Un portón de hierro comunicaba el fondo de la habitación con el jardín. Entre ambos, una hamaca.
Fueron a registrar la entrada de Vincent. Él mismo anotó la fecha de llegada, su nombre y otros datos. Malinalli fue a buscar un ventilador y se lo entregó al nuevo huésped. En ese preciso momento, Vincent notó un cosquilleo en la pierna y dio una coz. Era Chaera, una gatita de color negro y blanco que había rozado su cola con sutileza en el visitante. Este se arrepintió enseguida de su rudeza y se agachó para acariciarla, pero el felino ya se alejaba tranquilamente entre las plantas. Era muy pequeña, tal vez no había cumplido los tres meses.
Mali se preocupó por conseguir una mesa para Vincent. Eres escritor, ¿no? Después se despidió y él fue a darse una ducha. A la noche compró manzanas, plátanos, café, leche, huevos y arroz. Volvió a la calle. Zihuatanejo tenía una iluminación tenue, lo que produjo una extraña sensación al viajero, ya que constantemente aparecía algún nativo de entre las sombras. Algunos musitaban un saludo. Erró el primer intento de llegar a la playa y apareció en el muelle. Frente a las embarcaciones, halló a un hombre sentado frente a un luminoso altar a la Virgen de Guadalupe. Continuó y se encontró con un grupo de hombres. Ignoraba si su camino llegaba a algún lugar, pero saludó y siguió avanzando en la oscuridad. Pequeños locales vagamente iluminados en los que quietos grupos de distintas edades escuchaban corridos. Llegó de nuevo al puente. Le pareció haber vuelto a los años ochenta. En una pista de cemento, una joven tocaba la percusión mientras, una a una, iban desfilando ante ella espontáneas bailarinas. Puestos ambulantes de hamburguesas y perros calientes. Alcanzó la playa de la Ropa. Era la playa principal de Zihuatanejo. La iluminación seguía siendo muy tenue, de modo que el negro cielo se confundía con las calmadas aguas de la bahía. Ahí estaba el Pacífico, otra vez. Notó que, cuando el agua llegaba hasta la orilla, daba un violento latigazo. Tenía fuerza. Y tal vez había un escalón en el mismo borde. Cada tres olas, una daba el latigazo. La última desbordó a las anteriores y el agua salada avanzó hasta Vincent, que dio unos pasos atrás.

 


2
A las tres menos cuarto de la madrugada llegó la venganza de Moctezuma. El escritor recordó la demanda del presidente AMLO: los españoles tenían que pedir perdón por los crímenes cometidos por sus antepasados durante la invasión americana. ¿Y si tenía razón? Llevaba apenas un par de horas dormido, pero habían sido interminables. La pesadilla lo atrapó sin remedio, con el rugido del ventilador, como un Mustang, de fondo. Afuera, un pájaro silbaba y otro le contestaba. La curiosa conversación entre las dos aves se prolongó toda la noche como un partido de tenis. Tal vez tenía fiebre. Le dolía la cabeza. Tuvo que ir tres veces al baño.
Tomó una ducha fría a las ocho. No disponía de jabón. A las ocho y media se encontró con Mali y su hijo Francisco, un veinteañero de pelo largo recogido, un chaval tranquilo. Lo mandaron a la farmacia. Allí compró antiséptico para las tripas, paracetamol y bloqueador solar. El boticario tenía ganas de cháchara. Te lo vas a pasar bien, le dijo. Pero Vincent estaba hecho polvo. Y su libro no iba precisamente bien. Le asaltaron las dudas. ¿Debía largarse de aquel lugar o era mejor intentar adaptarse a la situación? La eterna pregunta. A la vuelta, barrió el suelo de concreto del jardín. Las hojitas servían para el compost. Chaera y su hermana, la Fifi, jugaban en el jardín. Sorprendían a la escoba en astutas escaramuzas para luego batirse en retirada y ocultarse en un macetero. Un sinfín de gallos y otras aves rasgaban el cielo.
En la terraza había unas invitadas. Dos mexicanas, probablemente hermanas, con las hijas de una de ellas. Tomaban café americano y escuchaban corridos en el móvil. A mí no me hables así, que yo no soy tu madre. Así que te me controlas. Por la entonación, no supo si estaba enfadada o simplemente bromeaba. Pidieron indicaciones para la playa. Había una cerca de allí, donde se colocaban los pescadores. Con las lluvias, a veces flota algún tronquito o algo de basura orgánica, dijo Francisco. El escritor barría el suelo. Mali le había ofrecido que se fuera a descansar, pero él insistió en hacer algo. Sin embargo, le dolía la cabeza, la espalda y sudaba a mares. Cuando terminó la tarea, se retiró a dormir.
Podredumbre y poesía, maldijo entre dientes creyéndose un escritor acabado que respiraba el hedor de su propia gangrena a los pies del Kilimanjaro. Se escuchó un ruido sordo sobre la uralita del porche, era una iguana que avanzaba hacia la tapia. Debía de pesar cinco kilos. Un colibrí libaba flores de un árbol.
El ventilador del techo giraba como las aspas de un helicóptero. Hemingway se convertía en un delirante capitán Willard, necesitado de una misión en aquel vacío existencial y tropical. Caminó hasta el pueblo, donde halló algunos bares. Conoció a Leo en la tienda de surf. Le habló de playa Linda, con una ola izquierda interminable. Preguntó precios en una pensión. Era un lugar cutre, pero céntrico. Una vieja lo mandó escaleras arriba, donde el holgazán de su hijo se la enseñó. Trescientos pesos. Se despidió y dio una vuelta por las calles. La humedad lo asfixiaba y solo había comido un par de plátanos en todo el día. Se sintió exhausto.
Las aspas continuaron girando durante un tiempo incalculable. Durmió y volvió a despertar. Tú preparabas sushi en Mérida. Filmabas mariposas. Cocinabas con mujeres nativas y francesas. Vincent calculaba hacia dónde podría virar. La cuestión había madurado. Pero a dónde. Departamentos en el centro. O un cambio más radical. Troncones. Sintió una araña caminando por su cuello. Mediría un centímetro. La apartó hacia afuera. No era una araña. El extraño insecto se arrugaba. Era su táctica. Hacerse el muerto. Al rato volvió. ¿Sería realmente el mismo? Lo apartó de nuevo y el pobre bicho intentó trepar una pared con tan mala suerte que se cayó de espaldas.
 
3
Se despidió del Rincón del Viajero y marchó caminando hacia la estación. Las ruedas de la maleta se enfangaron de barro, la lluvia había estado descargando toda la noche. En la estación, un grupo de conductores reían entre bromas. Vincent se sentó frente al andén y aguardó la salida. El trayecto a Troncones duró media hora. Al margen de la carretera se abría paso la jungla, entre montañas de hirsuta vegetación. El conductor lo dejó en la carretera, donde debía esperar otro micro que lo llevara hasta Troncones. La parada era de madera. La exultante naturaleza contrastaba con los envases de plástico que habían sido arrojados por doquier sin el menor cuidado. Un ave rapaz, tal vez un águila, planeó por el cielo.
En el pueblo de Troncones apenas residían quinientas personas. El micro lo llevó tres kilómetros más adentro, donde se encontraba Troncones Point.  La maleta de ruedas se resignó a la tierra y las piedras que formaban el camino. En un jardín de mil metros cuadrados se erigían varias casitas con techos de palma y vigas de madera. Al centro, árboles crecidos: palmera, guayaba, limón, almendra. Lizeth lo recibió con una cerveza Victoria. La acompañaba un niño de diez años. Un crío simpático y hablador. Le enseñó la playa. Grandes rocas oscuras derramadas a lo largo de la orilla. Troncones Point. Una enorme ola izquierda se alzaba majestuosa y se estrellaba contra las piedras. Atracción y peligro. Hacia el norte, se encontraba El Manzanillo Bay, una redondeada bahía que se extendía hasta donde alcanzaba la vista. Las pequeñas construcciones que había cerca de la orilla se mimetizaban con el paisaje. Lizeth dijo que estaban unidos contra cualquier invasión turística en forma de gran hotel. El turismo nacional, de todos modos, seguía acudiendo en masa a los clásicos Acapulco y Cancún.
La habitación era compartida. Allí se encontraba Clara, una rubia surfista canadiense. Estrecharon las manos. Tras una ducha al aire libre en el colorido jardín, Vincent caminó playa abajo con la idea de llegar al pueblo para hacer una compra. El paisaje que se extendía ante él, con la jungla alcanzando la arena, exhibía sin pudor su belleza tropical. Por otro lado, la humedad lo estaba asfixiando, de modo que experimentaba una sensación intermitente de pesadez y admiración. Dejó la playa y volvió a la carretera, donde había más sombra. Mariposas de mil colores revoloteaban alrededor.


4
Tom, un viajero belga, conoció a Liz por internet. La familia de la mexicana tenía un hotel en La Victoria, Zacatecas. En una ocasión en que él iba a comprar un coche cerca de donde ella vivía aprovecharon para conocerse en persona y trabaron una buena amistad. Liz tenía pareja por entonces y el viajero belga se enrolló con una amiga de ella. Con el tiempo, deshicieron esos nudos y se trasladaron juntos a Troncones, donde establecieron el Troncones Point.
Liz propuso a todos ir a cenar a la pizzería. Vincent accedió encantado, después de los días raros en Zihuatanejo, le apeteció conocer a la gente y beber alcohol mientras escuchaba sus historias. Se sentó junto a Clara. A su lado, una pareja de americanos, Dan y Jocelyn. La mujer tenía rasgos hawaianos, pensó el escritor. Más tarde se enteró de que era de ascendencia filipina. Nació el nueve de septiembre. Vincent, el once de noviembre. Curiosidades que se comparten en la mesa. La cerveza le estaba sentando de maravilla. Su marido, Dan, tenía una mirada magnética. Absorbió la atención de Vincent. Sus ojos transmitían una intensa mirada cuando hablaba, pero también cuando escuchaba.  Era un viejo zorro que había recorrido el mundo surfeando. Vivían seis meses al año en Troncones y los otros seis en Santa Cruz, California. Él era un shaper especializado en tablas asimétricas y entre ambos llevaban el negocio. Dos quillas a un lado y una al otro.  Forma diferente según el rider fuera goofy o regular, es decir, en función de qué pie colocaba delante cuando surfeaba. Cuando explicaba las mareas, extendía las manos ante sí y dibujaba el movimiento del agua desde el Índico hasta el Pacífico. Sabía de lo que hablaba.
En algún momento, Clara preguntó a Vincent qué clase de novela estaba escribiendo. El escritor comentó que estaba transcribiendo las situaciones que observaba, con sus respectivos personajes. Antes les cambiaba los nombres, pero había dejado de hacerlo. Clara, intrigada, preguntó si ella estaría en el libro. Claro, indicó. Todos estamos en el libro, agregó como si le hubiera preguntado si el agua moja con un amplio movimiento de brazos.
Lucía, amiga de Liz, se unió a la mesa. Era una tronconera que se dedicaba al masaje, el reiki y ese orden de cosas. Se sentó entre Vincent y el doctor Sam. También apareció una joven pareja de mexicanos. Eran arquitectos en una empresa local. La conversación iba del inglés al español, de modo que a veces, por descuido, dos hispanohablantes acababan hablándose en inglés.
Jean-Luc, el propietario de la pizzería, era un francés enjuto de tez morena con la nariz aguileña. Se diría que tiene algún rasgo euskaldún, pensó Vincent. Tom le preguntó por la salud. Unos días antes, Jean-Luc había notado un cosquilleo por el brazo. El despertador ya había sonado, pero se quedó unos minutos en la cama. Cuando advirtió que se trataba de un bicho, sacudió el brazo en el aire, movimiento que no gustó al alacrán que se paseaba sobre su piel, que le enganchó el dedo con sus pinzas. Cómo explicar la sensación. Sintió como si el arácnido lo hubiera anestesiado por completo. Se le durmió el brazo, después la cara. Era, dijo, como si se hubiera untado de cocaína el cuerpo entero. Clara rio como una loca al escuchar la hilarante explicación. Estuvo riendo durante minutos. A la sazón, había vino tinto en la mesa. Tom también rio y sugirió salir a buscar un saco de escorpiones.
Su voz era deliciosa. De espaldas a ella, Vincent imaginó que la cantante sería una mujer rubia de estilo Californiano. Sin embargo, la joven que interpretaba un repertorio de rock en inglés era una mexicana morena de ojos rasgados. Vestida con zapatillas, vaqueros y una camiseta negra, siguió cantando versiones de Kings of Leon y Amy Winehouse. La acompañaban un bajo y una batería. Al terminar, como quien ha echado un gran polvo, se encendió un cigarro y dio una larga bocanada.


5
Clara, Sam y Vincent subieron a la parte de atrás de la camioneta. Tengo telarañas en la cara, dijo la surfista canadiense. Vincent también lo había notado: en un par de horas, algún arácnido había atado el vehículo a la rama de un árbol. Tom y Liz se sentaron delante. Arrancaron la camioneta de regreso al Point. Eran casi desconocidos, ebrios de agua salada y alcohol rieron juntos por el oscuro camino que discurría entre la jungla y la playa. Al sentir la brisa en su rostro, Vincent se sacudió la telaraña y se sintió libre y despreocupado.