JOSÉ GABRIEL ROLANDO ALFARO -ESPAÑA-

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Jose Gabriel Alfaro Rolando (1979) valenciano de nacimiento (Valencia, España) y scout de corazón.
Diplomado en Maestro en pedagogía terapéutica ejerzo mi profesión en un centro especifico público de la Vall d’Albaida en la Comunidad Valenciana (España).
Como escritor novel. La mirada de Leirbag es una novela de fantasía épica donde busco una mirada diferente al universo de la Tierra Media.  
He participado en una antología de relatos Tu conspira (2020) con el relato “COVID, pandemia o ignorancia” de la editorial NueveEditores.
Nacionalidad
Española
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LA MIRADA DE LEIRBAG


Todos conocéis historias de grandes guerreros que lucharon con honor y valentía en batallas épicas, donde realizaron gestas heroicas que serán recordadas para siempre. Esos hombres se han convertido en héroes legendarios y, a través de los juglares o las crónicas antiguas, sus hazañas siguen vivas.
También tenemos a magos, hechiceros o brujos que, con sus poderes, fueron capaces de derrotar a criaturas del averno y que, por medio de sus conocimientos, fabricaron armas y objetos mágicos que maravillaron al mundo, todos deseosos de obtener tal poder.
Los elfos, con el don de la inmortalidad, era la raza más admirada y envidiada a la vez, ya que su elegancia, sobriedad y sabiduría les hacía ser juez y parte de todos los acontecimientos ocurridos a lo largo de los tiempos.
No podemos olvidar a los enanos, orgullosos y tozudos, con sus temibles hachas y martillos de guerra fraguados en magníficas ciudades dentro de las montañas, armas míticas transmitidas de padres a hijos, y su pasión por los metales preciosos, aunque la avaricia causara su perdición.
La casualidad hizo que una raza como los medianos fueran una pieza clave, gracias a su gran fuerza de voluntad, su constancia y, sobre todo, su sentido de la lealtad fuera de lo común.
 Las historias cuentan como el destino puso en sus manos un objeto a simple vista de aspecto insignificante, pero que desembocaría en una aventura irrepetible que perduraría en la historia del mundo.
Como es normal en estos acontecimientos, solo son recordados los héroes que hicieron posible el triunfo del bien sobre el mal. Por el camino se quedan relatos olvidados, ya que sus protagonistas no reunían cualidades admirables ni sus acciones fueron majestuosas o, simplemente, nadie pasaba por allí.
Hace un tiempo, encontré un texto que me hizo reflexionar y me ha inspirado para empezar este libro. Comenzaba así:
Me llamo Leirbag. He luchado junto a grandes magos, guerreros y elfos, pero nadie relata una historia sobre mí. Supongo que será porque a mi raza se nos considera salvajes, asesinos, deformes y una larga lista de adjetivos poco agradables. Pero yo también formo parte de las grandes historias que se convirtieron en legendarias. Si aún no has adivinado quién soy, te diré que soy un orco.

 

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MI CAMINO EMPIEZA EN LA OSCURIDAD


La verdad, no sé cómo nací. Pudo ser que una espeluznante bruja orca engañará con hechizos de amor a algún humano para obtener una noche de lujuria. Soy consciente, mi madre no sería perfecta o quizá fuera una asesina despiadada sin sentimientos por sus hijos, a los cuales consideraba simples engendros que ayudarían a mantener la raza orca. Pero, aun así, la emoción de conocerla no desapareció jamás.
Lo único cierto es que a los orcos o trasgos, como más os guste, se les considera una raza de criaturas atrapadas en un odio constante hacia todo ser viviente, empezando por sí mismos. Por ello, somos asesinos sin escrúpulos, miserables. Sólo sabemos matar, saquear, robar y torturar a nuestros enemigos. Pero desde que tengo conciencia, no me dieron a elegir otro destino. Mi primer recuerdo es una gran cueva, con una cúpula tan grande que no se divisaba el final.
En ese lugar siempre estábamos en penumbra y nuestra única luz eran las antorchas. En raras ocasiones, los minerales brillaban como si fueran las estrellas del firmamento. Disfrutaba de ese espectáculo esbozando una pequeña sonrisa, de manera inconsciente, acto que si era visto por mis superiores, significaba un duro castigo, como unas costillas rotas. Ahí lo diferente se pagaba caro.
En sus profundidades había un lago subterráneo, tras un descenso por una escalera natural. Sus aguas negras provocaban que tu mirada se perdiera en la oscuridad. Según una leyenda orca, una bestia terrible moraba en su interior. Algo a tener en cuenta si te tocaba bajar para llenar los toneles, tarea que hacías de forma rauda. El miedo es una poderosa arma de control. La cavidad formaba un laberinto que, si no lo conocías, hacía muy fácil que te desorientases. Había tramos tan estrechos que solo cabía un orco. Todo ese entramado de callejuelas retorcidas proporcionaba una excelente defensa y nos permitía repeler o resistir en caso de ataque. Dicha ratonera la comprobó una nutrida tropa de mercenarios humanos con intención de invadirla. Las cabezas orcas eran un botín que se pagaba a peso. Éramos inmundicia que todos los reinos querían ver exterminada.
 Recuerdo con toda claridad cómo aparecieron, encabezados por un guerrero armado con un hacha a dos manos y cubierto de pieles. Aunque llegaron con facilidad a nuestros dominios y su rapidez de ataque era admirable, los gritos de alarma resonaron en la gruta. Vi una docena de orcos correr para repeler y dar batalla a los intrusos, pero fueron aniquilados sin problemas. Esa escaramuza dio confianza a los adversarios, aumentando su furia en combate. Cegados por la sed de sangre, no intuyeron lo que se les venía encima; esa avanzadilla de orcos solo era una maniobra de distracción.
En ese lapso de tiempo, los capitanes habían preparado las defensas y, como fantasmas, desde los laterales comenzaron a salir orcos, lanzándose al combate para disfrutar de la carnicería. Consiguieron atrincherar a los invasores en un pasadizo sin salida y un coro de ensordecedores alaridos se oyó durante un rato, pero, poco a poco, se fueron apagando hasta que llegó la calma.
Cuando acudimos los refuerzos, pude contemplar los miembros descuartizados de nuestros enemigos y una sensación de orgullo recorrió mi ser. Si la violencia es parte de tu vida, la saboreas cuando la vives en primera persona. En cualquier caso, si la batalla se hubiera puesto fea, contábamos con una vía de escape: un túnel estrecho, largo y sinuoso, lleno de puntiagudas piedras con formas extrañas que ofrecían un paisaje terrible. Estaba orientado al oeste y discurría hasta llegar a un bosque, oculto hábilmente bajo un arco rocoso. Su forma me recordaba a las puertas de una fortaleza.
Pertenezco a una sociedad, en apariencia, poco evolucionada donde el orco más fuerte y sanguinario se convierte en el líder del clan, pero cuando estás dentro de esta hermandad primitiva, te das cuenta que existen muchos matices. Como por ejemplo, el capitán Navi. No era un orco muy corpulento y rudo, pero eso sí, las habladurías decían que fue uno de los más despiadados en combate, cortando las lenguas de sus subordinados para que no contaran sus secretos y siempre dejando algún superviviente que narrara el terror vivido en la batalla.
Los que estáis disfrutando de esta historia pensareis que como puede ser que este orco, a priori diferente del resto, sobreviviera en una comunidad donde la muerte, el asesinato y la sangre estaban siempre presentes. La respuesta es fácil: mintiendo. Lo más importante es adaptarse al entorno; pasar desapercibido es una virtud que muchos ignoran.
Ahí a los librepensadores los exterminaban sin contemplaciones, lección que aprendí de inmediato. Una ley fundamental del orco: mata antes de que te maten. No creáis que he sido un orco bueno y sensible, mi muerte hubiera sido inminente. Al contrario, me mimeticé rápidamente y comencé pronto a asesinar y odiar a toda criatura viviente.
Desde el principio, nos prepararon en el arte del combate y la cueva era un campamento de entrenamiento. Esa leyenda de que los orcos nacen de las profundidades de la tierra en parte es cierta, puesto que estamos confinados allí hasta estar preparados para aniquilar sin piedad. Los días como reclutas empezaban levantándonos y poniéndonos en formación para comprobar si estábamos todos y, si a alguien se le ocurría retrasarse, se ganaba una paliza o algo peor; dependía de lo generoso que fuera el instructor.
Siempre recordaré el día que vi como Nebur, un orco instructor con aspecto de tener una larga lista de batallas, puesto que en su rostro no había lugar donde no hubiera una cicatriz, destacando una en la ceja y otra en la mejilla, estaba pasando revista a mi compañía. En ese momento, se le cayó su cimitarra a un soldado raso. Sin inmutarse, el adiestrador le lanzó su cuchillo. Fue tan rápido que al recluta solo le dio tiempo a morir. Nunca olvidaré la frase que dijo Nebur y la sigo a rajatabla:
 —El orco que suelta el arma está condenado a morir. En las batallas, el enemigo no te la devolverá. Vuestra vida está ligada a ese trozo de metal. Ese de ahí ha aprendido la lección demasiado tarde.
A partir de ese acontecimiento, dediqué cuerpo y alma a ser un feroz, cruel, sanguinario y despiadado guerrero orco. En apariencia. La rutina consistía en combates cuerpo a cuerpo donde demostraba mi valía para luchar y matar al contrincante. Mis logros llegaron pronto a los oídos de los sargentos y capitanes, que fueron informados de la existencia de un orco con una furia tan incontrolable que el resto de los trasgos eran reticentes a pelear contra él, ya que se enfrentaban a una muerte casi segura.
 Durante una instrucción, mi sargento quiso ponerme a prueba luchando contra un veterano de guerra llamado Oigres, un orco con una estatura de casi dos metros, un rostro curtido en mil batallas y unos brazos que podrían destrozar a cualquier criatura, aunque su entendimiento no era una de sus principales cualidades. El sargento nos ordenó acudir a la arena de combate, un recinto pequeño pegado a una pared de la montaña con una empalizada que delimitaba el área de la contienda. En sus paredes se veían los restos de sangre y vísceras putrefactas de orcos y prisioneros enanos, humanos e incluso de algún elfo, ya que, en ocasiones, se celebraban torneos para diversión de la horda. Allí es donde lucharíamos sin armas. La única norma era sobrevivir.
Oigres comenzó con golpes rápidos y certeros teniendo en cuenta su complexión. Ese aspecto me sorprendió; esperaba un contrincante lento y torpe. El análisis del rival fue equivocado, mi guardia falló y, en uno de sus ataques, alcanzó el costado. Caí al suelo del golpe, pero reaccioné recuperando el equilibrio. En esos instantes, mi rival no pudo evitar fanfarronear.
 —¿Tú eres el orco que lucha como un huargo enfurecido y que toda esta escoria teme?
 La respuesta fue breve y, aprovechando su soberbia, de un salto agarré su cabeza y la empujé contra la pared, abriéndole el cráneo en dos. Me giré empapado en la sangre de Oigres y, mirando a todo el mundo, grité:
 —No soy un huargo enfurecido, soy un orco y mato a mis enemigos.
Los orcos reunidos allí comenzaron a reírse y vitorearon mi nombre. Una vez terminado el combate, regresé a mi hogar, que consistía en un montón de paja en un rincón de la cueva; pero allí, aunque parezca mentira, me sentía seguro. Encontré un espacio alejado del resto de orcos donde podía esconder mis escasas pertenencias.
La más preciada era un trozo de roca con piedrecitas brillantes incrustadas; en ocasiones, la observaba como hipnotizado. Esa piedra la había encontrado en las profundidades de la cueva, donde la oscuridad es ley, pero su diminuta luz resistía en la negrura. Siendo honesto, al principio pensaba que era una piedra preciosa, pero como me había gustado, la guardé.
 Siempre realizaba un ritual para vaciar la mente de mis actos crueles e inmorales. Cogía la cimitarra, que era más bien un trozo oxidado de metal, y ejercitaba el cuerpo hasta el límite de mis fuerzas. Era una especie de ceremonia de purificación y, de esa manera, a la luna siguiente volvía a ser un nuevo orco.
Cuando estaba recuperándome del fuerte golpe recibido, intentando que nadie viera mi dolor, escuché como alguien se acercaba y, rápidamente, cogí el arma. Esperé camuflado en las sombras. Una leve brisa me alertó de que lo tenía a la espalda, pero mi reacción no fue tan veloz como hubiera deseado. Un acero frío en el cuello me advertía que cualquier movimiento sería mortal. Noté como la hoja se iba clavando en el cuello y, cuando daba todo por perdido, escuché:
 —Hoy no vas a morir, pero te espera algo peor.
Al girarme, vi a Nebur. Aunque no resaltaba por su corpulencia ni por su fuerza, los pocos rumores sobre él destacaban la inteligencia como su mejor arma. Dichos méritos le permitieron ser capitán e instructor de las hordas, aunque ante ellas se mostraba rudo, necio y parco en palabras.