EL PODER DE LA PALABRA ESCRITA

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TRINANDO

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DIRECTOR: MARIO BERMÚDEZ - EDITORES: PATRICIA LARA P. (COLOMBIA)  - CARLOS AYALA (MÉXICO)

AGOSTO DE 2015

NÚMERO

5

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Las Chivas. JesúsAntonio Báez Anaya (Colombia)

Réplicas de Madera

Nora Cayetano

PÁGINA 3

Nora Cayetano (Monterrey, Nuevo León; México).- Es una joven escritora que pasa el tiempo soñando despierta. Ella misma ha referido que una de sus más grandes pasiones es contar historias para entretener a las personas y que desde pequeña tuvo ese gusto.

Sus trabajos publicados son "Toy-Box" (Silma, 2014) y La doncella sin nombre(Poetazos, Onomatopeya Producchons, 2015) y es probable que su tercer libro salga a finales de este año. También ha participado en diferentes concursos literarios, en donde sobresalen aquellos en los que ha ganado: Primer Lugar a nivel zona en el Concurso “Expresión Literaria Sobre Símbolos Patrios” (2005 - 2006) y el Primer Lugar del Concurso de Creación Literaria del IV Congreso Vox Orbis: Fantasía y Creación (2013), con su cuento “El día que el cielo perdió el color”.

 

Actualmente se encuentra trabajando en diferentes proyectos literarios, a la vez en que atiende una librería y centro cultural de su ciudad. Principio del formulario

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Mediante las redes sociales comparte y platica con su público, así como también hace reseñas en sus tiempos libres.

Toy-Box es la historia de Daciel D'Teramis, un príncipe muy travieso. El día en que Daciel conoce a una bailarina de porcelana de la que se enamora, decide que matará al dragón que el padre de la bailarina, un hechicero retirado, exige a cambio de la mano de su hija. Pero, ¿qué es más sencillo?: ¿matar a una bestia legendaria o sobrevivir la adolescencia?

Toy-Box es una historia para niños que se quieren sentir como adultos y para adultos que se quieren sentir como niños. En éste número la autora nos comparte un capítulo.

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Reseña Toy-Box: https://www.goodreads.com/book/show/23252158-toy-box
 

TOY-BOX

 

Capítulo décimo segundo

 

Mientras tanto, Milo y Daciel continuaban su camino, con Wilbur revoloteando sobre sus cabezas. Apenas si descansaban por las noches; el temor de ser atrapados en el acto era mucho. Cuando se echaban a descansar, dos dormían y el otro trataba de hacer las veces de centinela. Milo se iba a dormir siempre con la horrible sensación de que le esperaban  pesadillas, o que, al despertar, se encontraría con que fueron descubiertos. Las pesadillas, como quiera, fueron los únicos problemas que encontró.

En su tiempo libre, sin embargo, procuraban utilizar las cosas con las que salieron de casa de Lavander: aquellas curiosas ballestas de cacería, los visores que hacían juego y se cambiaban las mudas de ropa. Era obvio que aquellos objetos les servirían de mucho en un futuro no muy lejano, sobre todo las primeras, las armas… Al menos, si es que aprendían a usarlas correctamente.

Siguiendo ese ritmo de vida por casi una semana, cruzaron uno o dos poblados pequeños. Pero algo les hizo quedarse en el tercero, y no fue precisamente porque “el tercero es el vencido”.

Verán, es por todos sabido que la primera impresión cuenta mucho. Y el sitio al que llegaron parecía la viva imagen de los pueblitos que se reproducen dentro de las esferas de cristal: las personas sonreían a todo mundo en las calles, el aire corría, limpio, puro, fresco, y podía percibirse paz en el ambiente. Eso, sin mencionar que parecía el sitio perfecto para que los niños pudieran echarse a descansar debidamente y conseguir un poco de dinero en el transcurso.

Los muchachos se sintieron muy cómodos al instante. Si el plan era detenerse un poco y recuperar energías, ¡qué mejor sitio que ese!

Wilbur comenzó a narrar apenas reconoció el lugar (había oído mil veces de él –tanto en estudios realizados por cuenta propia como en las clases de Daciel que alcanzaba a presenciar–, pero nunca lo había visitado, y por ello se emocionaba tanto de pronto):

Las hadas habitaban el lugar.

Su mágica presencia se podía sentir flotar en el ambiente.

Habían llegado mucho antes de que las personas y sus animales se instalaran, aunque ahora convivían como iguales. No solían mostrarse mucho, pero a todas horas era fácil sentir cercana a ti a una o a dos. Ellas se encargaban en el reino del cambio de las estaciones y de obsequiar a los infantes con la inocencia (o eso decían las viejas historias). Lo cierto es que tenían la costumbre de bendecir las tierras en las que ellas y sus buenos vecinos habitaban, y era por ello que en ese pueblo en específico se respiraba un aire tranquilo y las cosas se veían tan alegres.

–Son un gran recurso para atraer turistas, ¿o no? –opinó Milo, notando que la parafernalia referente a las criaturitas no escaseaba a la vista.

–De hecho, sí –admitió el palomo.

–¡Genial! –saltó el príncipe–. Esperemos encontrarnos alguna por aquí.

Wilbur iba a abrir el pico para repetir la parte referente a que las hadas “no solían mostrarse mucho”, cuando recordó que había escuchado de un lugar que todo foráneo debía visitar si de las hadas quería escuchar…

Esa fue, precisamente, su próxima parada.

Una casa. Una bonita casa adornada con mucha vegetación. Parecía una enorme florería, o un invernadero al que habían acoplado para ser hogar de alguna numerosa familia. Lo cierto es que quitaba segundos de aliento, y a Daciel le pareció todavía más bonita de lo que mil poemas y odas hacían lucir al castillo de Toy-Box.

Los recibió una mujer entrada en carnes:

–¿Puedo ayudarlos?

–¡Oh, sí! –exclamó Daciel, que al fin había logrado conseguir que sus ojos dejasen de divagar por los detalles de la estructura y se enfocaran en la señora–. Queremos saber de las hadas. Wilbur dice que aquí podrían hablarnos más de ellas.

–Ya –dijo la mujer–. Lo cierto es que esta no es temporada de turismo, por lo que no esperaba tener visitas y estoy ocupada... ¡Pero no se vayan! –se apresuró a decir la mujer en cuanto vio los rostros desilusionados del trío–. Permitan que mi hija los atienda.

Girando la cabeza para no escupirles a ellos en la cara, llamó a gritos a su hija.

–¡Agatha, ven ahora mismo! ¡Mamá te necesita! –luego miró a los chicos como si sus pulmones no hubiesen estado a punto de estallar y les sonrió con una mueca que hasta tierna parecía–. Discúlpenla si es un poco lenta; apenas va comenzado.

Milo y Daciel asintieron sin decir nada, asustados por la fuerza del grito.

–Ya voy –cantó una vocecilla, apareciendo por una puerta que casi estaba escondida y revelando con ello a una encantadora muchachita.

Agatha, como seguro han de adivinar, era la hija de la dueña del lugar. Desde el primer momento en que vio a los muchachos y a su palomo, les sonrió. Se notaba que en ella no había ni pizca de maldad. Eso era parte de ser la chica que cuidaba de las hadas: no podía obrar mal. Era una especie de maldición.

La gente a veces no lo consideraba, pero en el mal también reposa la alegría humana. Y las niñas como Agatha muchas veces no encontraban su desahogo al cargar con semejante obligación de ser buenas y perfectas, como angelitos, todo el tiempo. 

No obstante, Agatha era una niña bonita, aunque hubiese abandonado la etapa de ser considerada como una niña desde hacía tiempo. Su madre se preocupaba mucho en realzar los aspectos de su hija que no eran evidentes. Porque aunque la chica tenía unos bonitos ojos muy característicos –eran como espejos, claros y sinceros–, el resto de su persona, a excepción de esas suaves manos que con guantes tanto protegía, no era cosa de otro mundo. Sin embargo, tanto Milo como Daciel se dieron cuenta de que, de haber nacido noble, Agatha sería una de esas doncellas cuya mano se encontraba en el tope de la lista de las más solicitadas en matrimonio.   

La sencilla belleza de Agatha y su buen corazón difuminaban cualquier defecto que ésta tuviese.

–Querida, acompaña a nuestros invitados a visitar el jardín –dijo la mujer.

–Sí, madre –respondió la joven, con un suave asentimiento de cabeza. Su voz era todavía más clara y ligera que el color de sus ojos–. Síganme, por favor.

Sin siquiera intentarlo, con su sonrisita y su tono de voz había erizado la piel de los muchachos. Pero ni Daciel ni Milo lo comentaron entre sí, mucho menos Wilbur se dignó a hacer algún comentario.

Los andares de la chica eran tan pequeños como los pasitos de un bebé al aprender a andar. Daciel no pudo quitarles los ojos de encima. Era lenta y chistosa al mismo tiempo, como una abuelita, pero joven y muy bonita.

Agatha hablaba quedamente, como si temiera romper algo con el sonido de su voz. Explicaba sobre las hadas, la forma en que llegaron a su familia y su legado. Tal parecía ser que todo se trató de una gran coincidencia. Ancestros de Agatha habían llegado al sitio justo cuando las hadas tenían un tremendo problema de plaga en sus casas de flores y plantas. La terca bisabuela de Agatha se enamoró del panorama y ya no quiso irse. Fue ella y su marido quienes edificaron la casa familiar, y, de paso, se deshicieron de la fastidiosa plaga. Las hadas se manifestaron y les agradecieron: no solamente les permitirían vivir en su cercanía, sino que, también, todo cuánto hiciesen en su casa, sería bendecido y próspero. La pareja no podía sentirse más contenta. Y por meses la dicha fue lo único que se sentía dentro de la casa recién construida.

Pero todo cambió cuando nació el primer bebé.

Las hadas, han de saber, gustan de la compañía de infantes. Pero solamente cuando se mantienen inocentes. Cuando comienzan a hablar palabras para adultos, cuando sus mentecitas se retuercen y comienzan con ellas a indagar en el lóbrego mundo de las obscenidades, las hadas dejan de sentir placer en su compañía.

Los padres eran buenas personas. Prometieron que criarían al niño para que fuese como ellos. Las hadas aceptaron; mientras fuese así, la familia continuaría siendo bendecida.

Por ello, la agradecida familia de Agatha mantenía cuidadas las casitas y el hábitat de las hadas. Se rascaban la espalda mutuamente. 

El resto de la historia no era contada a los turistas. Pero yo a ustedes se las compartiré:

Los primeros años fueron tranquilos, sin más sobresaltos que los normales cuando se tiene en combinación un bebé y unos padres primerizos.

Todo sucedió después.

Fue hasta que el niño tuvo edad escolar en que las cosas se pusieron mal: se hizo de malas amistades, niños que berreaban, que escupían y que blasfemaban. Y el pequeño imitó esas conductas en casa…

Las cosas comenzaron a deteriorarse entonces. Todo fruto que entraba por la puerta del hogar, se pudría al instante, delante de los sorprendidos ojos de los habitantes. Lo mismo con los ocasionales visitantes, que enfermaban con mareos y vómitos hasta que salían de la casa, que era cuando se curaban.

No sólo las hadas habían retirado su bendición sobre la familia, sino que en su lugar había caído una maldición. 

El matrimonio no quería dejar el lugar en donde sus sueños habían comenzado a realizarse. Ciertamente, las hadas tampoco querían alejarse de sus amigos. Así que buscaron iniciar de nuevo y llegaron a un acuerdo: el niño debía de pagar y la situación se iba a solucionar. Así de simple.

Como solución, el matrimonio tuvo un nuevo bebé. Una niña. A ésta nueva bebé la educaron en casa, alejándola de todo lo que pudiese corromperla allá afuera. Y el primer hijo, pasó el resto de sus días ayudando a las hadas de manera distinta: primero fueron sus dientes, los ofreció como alimento a las hadas. Luego, cuando ya no tuvo más, siguieron las uñas. Lo mismo con el cabello; ¡las hadas le encontraron mil usos! El niño, convertido en hombre, pasó el resto de sus días al servicio de esas amigables criaturitas que sólo querían lo mejor para con su familia.

Después de todo, algunos sacrificios deben de hacerse en pos de la felicidad.

En cambio, su hermana no tuvo por qué pasar por lo mismo. Ella siempre fue como las hadas querían. Lo que sí es cierto es que nunca se casó, porque no debía conocer de las impurezas naturales del acto sexual humano. La familia requirió de más miembros para mantener el legado y los padres decidieron tener más hijos…

Curiosamente, las criaturitas que nacieron en delante dentro de la familia fueron exclusivamente mujeres. Pareciera ser un secreto a voces que las hadas disfrutaron tanto la experiencia que tuvieron con la primer niña que desearon que se repitiera incansablemente. Se convirtió en una especie de tradición familiar que solamente hubiese niñas y que las primogénitas fuesen quienes se encargaran de las hadas, mientras  que las hijas que nacieran después se preocuparan por encontrar marido y dar a luz a otras niñas para que el ciclo continuara.

A todo esto, era una gran preocupación de la madre de Agatha que ella fuese su única hija, y que desde que su marido muriese, ella ya no encontrase un varón que le ayudase a procrear alguien más que prolongara la tradición familiar. Claro, esos asuntos no son de nuestra incumbencia.    

Así que volvamos a lo que sí nos incumbe: Daciel, Milo y Wilbur siguiendo a Agatha en su recorrido.

Los chicos oían a Agatha, aunque lo que más les interesaba no era lo que ella decía o no, sino el sitio en que se encontraban. El jardín de las hadas ya no era como lo fue la primera vez que los ancestros de Agatha lo vieron. Ahora era un verdadero mar de flora exótica.

La anfitriona los llevaba de arriba abajo por la mansión floral. Los chicos perdieron la noción del tiempo-espacio. ¿Seguían dentro del edificio; estaban afuera? Agatha los conducía y contaba historias y anécdotas, pedía que prestasen atención a cierto detalle o que ignorasen otro. Pero sin importar cuántas vueltas dieran por el lugar, cuánto tiempo permanecieran en el sitio, las hadas nunca llegaron.

–No es justo –refunfuñó Daciel a oídos de Milo–. ¡Quiero ver hadas! Papá hablaba mucho de ellas, decía que eran importantes para el reino. Soy el príncipe, ¡merezco verlas!

Su amigo le dio un fuerte pellizco en la carne del brazo:

–No seas berrinchudo, Daciel.

Agatha, caminando a unos pasos delante de ellos y sin mirarlos, rio suavemente.

–Las hadas comentan que eres chistoso. Les agradas –se detuvo y los miró–: ¿Cuál es tu nombre, niño de cabellos de miel?

–Daciel.

–Pues, felicidades, Daciel, nunca antes había notado a las hadas tan entusiasmadas por una visita –su bonita sonrisa era sincera–. Por cierto, creen que tu amigo es lindo. Pero no estoy segura si se refieren a tu palomo o no.

Milo se ruborizó, no precisamente por estar contento.

–¿Las hadas están aquí? –los ojos de Daciel brillaban.

Agatha asintió.

–¡Por supuesto! Ellas siempre están aquí. Tan sólo que les gusta permanecer escondidas, hasta saber si pueden confiar en ti o no.

Daciel se llevó las manos a la boca, haciendo con ellas un amplificador y gritó:

–¡Pueden confiar en mí, haditas; soy un buen muchacho!

Agatha volvió a reír:

–Insisto, les agradas.

Y aunque Daciel juró y perjuró lo buen chico que era, las hadas permanecieron ocultas. Así que el príncipe y sus amigos no tuvieron de otra que irse sin verlas.

Agatha los condujo a la salida y su madre les recomendó algunos sitios para pasar la noche a precios que ellos pudiesen pagar.

La chica de los ojos como de cristal les pidió que volvieran luego y les deseó buena suerte. En sus oídos podía escuchar el susurro de la voz de las hadas, contándole cosas que a Daciel le gustaría saber, pero que tendría que esperar para enterarse de ellas, y Agatha se quedó con toda la información, bien guardada en su corazón, sabedora ahora de que se volvería a topar con el muchacho de curiosos cabellos como de miel.

Eso la alegró más de lo que en un principio supuso.

**

Daciel, en cambio, no se alegró al saber que en el mesón al que entraron a pedir hospicio, tras haber reunido un poco de dinero, no le servirían cerveza, por ser apenas un niño. ¡Él ya no era un niño!  Y por más que Wilbur, Milo, y uno que otro molesto empleado del lugar, trataron de hacerle notar que su deseo nada más no se iba a realizar, Daciel fue de la opinión de que todos estaban en su contra. Así que el príncipe decidió irse a la cama sin sus compañeros.

En todo caso, un tarro de cerveza fría iba a dejar de importarle cuando su sueño de aquella noche inició:

Estaba en un sitio de tanta vegetación como la que había en casa de Agatha, pero no era la casa de Agatha. No era tampoco un sitio en el que él hubiera estado.

–Tú eres Daciel, ¿no es así? –le preguntó una voz. Sonaba cercana, aunque no veía a nadie, y tan clara como la de Agatha, pero más cristalina, como si quien la poseía hablara cantando en ecos.

–Sí –respondió el príncipe, buscando a la dueña de la voz.

–Te hemos estado observando, muchacho, y nos has agradado. Tu corazón es puro y tierno, como el de un niño. Tienes una esperanza boba y tu confianza en ti mismo es chistosa.

–Gracias… creo.

Alguien rio, y no fue Daciel. Fueron muchas vocecitas, todas a coro.

–¿Son ustedes las hadas?

–Así es, Daciel.

–Somos tus amigas, las hadas, observándote desde nuestros hogares, interesándonos en tu vida, tus sueños y tus deseos.

El príncipe apenas iba a preguntar si estaba soñando o qué era lo que ocurría cuando las hadas continuaron hablando:

–Y son tus sueños lo que más nos agrada, joven príncipe. Lo que tu corazón pide para ser feliz no es sencillo, y de todas maneras aquí te tenemos, prófugo, yendo detrás de lo imposible porque tu dulce corazón sabe lo que quiere. Tu poderoso corazón está listo.

De nueva cuenta, Daciel no supo si decir gracias o no. Aunque es cierto que permitió que sus labios se curvaron un poco en una pequeña sonrisa.

Las hadas volvían a hablar:

–Sé fuerte, niño. Sé fuerte y podrías ser nuestro campeón.

A Daciel le agradó cómo sonaba aquello… Pero antes de, ahora sí, poder agradecerlo, fue despertado por Milo:

 –¿Es tu plan dormir toda la mañana, Príncipe?

El interpelado de sangre azul se incorporó de un salto. Tenía las mejillas más ruborizadas de lo que se esperaría para un recién levantado.

–¡Estaba teniendo un muy buen sueño! ¿Cómo te atreves a despertarme?

Milo retrocedió un par de centímetros. No era usual que Daciel le hablara así tan temprano. Y de la sorpresa, apretó los labios.

–Tenemos visitas –le dijo.

**

Agatha estaba abajo, entre la clientela, sentada y bebiendo de una taza con el porte de una dama de la alta aristocracia. Sus ojos parecían observarlos a todos y a nadie al mismo tiempo, terminando por concentrarse en la figura delgaducha del príncipe recién levantado y de sus amigos apenas aparecieron.

Ellos quisieron saludarla… Tan sólo que no les dio tiempo:

–Acompáñenme.

**

En efecto, las hadas estaban más que interesadas en el príncipe Daciel D’Teramis. Le habían contado todo sobre él a Agatha.

–Descuida, príncipe, tú y tus amigos están a salvo. Nadie sabrá su secreto.

Así que la joven decidió conocer a fondo a ese muchacho de sangre azul.

No era propio de ella salir a conocer muchachos, mucho menos invitarlos a caminar por ahí. Pero esta ocasión era distinta. Las hadas llevaban mucho tiempo en silencio, esperando, y si la llegada de Daciel las había despertado de su sopor, ella no debía quitarle el ojo de encima al chico.

Aparte, había que aceptar que Daciel tenía algo en sí mismo que a ella le agradaba. ¿Qué? No lo sabía. Tampoco quería dedicar mucho tiempo a averiguarlo. Mientras se llevaran bien, ella estaría feliz. Eso se lo dejó en claro: no iba a tener una enemiga en ella, no sólo porque era algo imposible en su naturaleza, pero más convenía ser aliados. Aplicaba lo mismo con Milo y Wilbur. Sobre ellos, las hadas no tenían ya una opinión, puesto que los sueños y anhelos de ambos, de momento, se limitaban a girar en torno y en sincronía a los de Daciel.

–Dijeron que les agradan mis sueños –compartió el príncipe, ya comenzando a sentirse halagado.

–¡Por supuesto! A ellas les gusta la gente con principios y metas. Mientras tengas algo en qué creer, algo por lo que luchar y esforzarte, eres candidato a su bendición.

–¿Que no todos tenemos principios y esas clases de sueño o metas? –inquirió Milo.

–Técnicamente, sí –le respondió la rubia muchacha–. Pero no es lo mismo soñar a vivir al día que soñar con cambiar el mundo en que te tocó vivir.

–Yo no quiero cambiar el mundo…

–Nadie lo preguntó, Daciel –dijo la chica, con una risilla tan ligera como la pluma de un ave–. Es el mundo quien te quiere cambiar a ti. A todos, en realidad. Lo agradable de ti es que no te quieres dejar cambiar.

Wilbur curvó una ceja. La chica hablaba contradicciones. Pero la peor parte era que sonaban lógicas y hasta convencían.

En cualquier caso, Agatha tardó unos momentos en volver a hablar. Cuando volvió a hacerlo, no se mostraba tan entusiasta como antes pudo haberlo parecido:

–Las hadas no bendicen a cualquiera, Daciel –su ceño se frunció muy poco, como cuando uno se concentra en algo–. Y de la manera en que te quieren bendecir es distinta a todas las demás. Verás: ellas están buscando un campeón, como te lo han dicho, que liberte esta tierra, que tome las riendas de la nación y que lleve a Toy-Box a una época de esplendor como nunca antes ha habido. Quieren un rey campeador que no tema a nadie, ni a sí mismo. Un rey especial, diferente y, tristemente, irrepetible. Tu padre no lo es. No con esto lo desacredito, ¡ni pensarlo!, pero no es ni por un asomo lo que las hadas buscan.

–Un rey campeador que no tema a nadie, ni a sí mismo –repitió Daciel, apenas moviendo los labios–. ¿Qué significa eso?

–Apenas te lo iba a explicar: ese dragón que quieres derrocar, te matará antes de que puedas encararlo.

–No si…

–No si tienes la bendición –en la mente de Milo comenzaban a caer las piezas en su sitio.

–Exacto.

–¿Qué hace falta para que la obtenga a tal grado? –inquirió Wilbur.

–Un corazón puro, mismo que las hadas ya han conocido. El alma de un niño, que continúa en ti y que espero que nunca te abandone.

Daciel reprimió un quejido de rezongo en un gesto que Agatha encontró adorable.

–Necesitas valor –prosiguió ella–, que ya estás obteniendo. Fe, que estarás conociendo a fondo en un futuro, y necesitas ser un líder. Que seas el príncipe es solamente un agregado, pero eso no significa del todo que sepas liderar a las personas; necesitarás aprender a hacerlo. Pero, sobre todo, que tú y tu mismo sean una persona. 

–¿Eh? –dijeron los tres forasteros a coro.

Agatha se rio con voz de flauta.

–Debes perdonarte a ti mismo, tontito.

–Pero si yo no tengo problemas conmigo mismo.

Agatha se hundió de hombros.

–Pues deberás perdonarte en algún momento por algo que aún no has hecho o de algo que no has notado de ti mismo.

Daciel frunció el ceño. Agatha estaba loca. Decía incoherencias y no eran divertidas. Si no fuera porque las hadas hablaban a través de ella, él podría…

Una nueva risita llamó su atención.

Agatha se había sonrojado un poco.

–¿Qué?

–Las hadas han decidido darte una pista al respecto.

–Pues dímela.

–No sé si debería –su voz ahora era cantarina. Parecía una niña en el cuerpo de una adulta.

–Que me la digas…

–Está bien, está bien –llevándose el dedo índice a los labios, los ojitos de Agatha brillaron con una pizca de picardía cuando pronunció lo siguiente–: Un beso. Un beso de amor verdadero te dirá que has sido perdonado.

Los colores se le subieron de golpe al rostro del príncipe.

–¿U-Un beso?

Ni siquiera Milo y Wilbur daban crédito a lo que acababan de oír.

Divertida con semejante demostración de azoramiento, Agatha pinchó los cachetes del príncipe, que protestó.

Pero la diversión les duró poco cuando una nueva voz sonó:

–Agatha.

El cuarteto miró en dirección de la voz y se encontraron con las miradas penetrantes de otro grupo, conformado de varios muchachos. Uno de ellos, a leguas el líder de esa pandilla, estaba al frente, con los brazos cruzados sobre su pecho.

Agatha frunció duramente el ceño durante una fracción de segundo. Obligada por su propia maldición personal, tuvo que relajar el rostro y saludar al muchacho alfa con una corta reverencia de damita.

–Alcott –su voz era suave y melodiosa, pero en sus ojos aún se notaba un cierto enojo–. Cuánto tiempo sin verte.

Alcott era aquel molesto admirador que las chicas tienden a tener, el que siempre quiere ser el centro de atención de su damisela. Se había enamorado de Agatha desde que eran pequeños y la había pretendido por tanto tiempo y métodos que ya nadie más que él llevaba la cuenta. Y siempre era rechazado. Agatha no solamente tenía que mantenerse sin pareja por el trato de su familia con las hadas, sino que también encontraba a Alcott terriblemente insoportable, y su sola mención la repelía, por más que procurara no sentirse así y quedar mal ante los pequeños ojos de quienes la bendecían a ella y a su hogar. Pero era muy cierto que el muchacho no era precisamente una perita en miel y poco había hecho por ganarse a los demás.

–¿Quiénes son tus amigos?, ¿niños que cuidas?

Agatha lo observaba en silencio con una arruguita sobre sus cejas, amenazando con  curvarle su amplia y encantadora frente. Era por demostraciones como ésta que no toleraba a su pretendiente.

–Daciel, Milo y Wilbur –dijo la chica, en una octava de voz más alta de lo que acostumbraba, presentándolos con un gesto de su manita enguantada. Sin querer añadir algo más, soltó una despedida nada glamorosa–: Nos esperan en otro lado.

Los interpelados, al mirarla a la cara, comprendieron que no debían cuestionarla. Sin hacer más que asentir, la siguieron.

Alcott no tuvo otra opción que frustrarse al verlos alejarse. En silencio y apretando los puños, los dejó partir.

Caminando, Agatha se mordía suavemente los labios. Tarde o temprano tendría que hacer algo al respecto. Alcott podía o no ser un buen muchacho, puesto que se conducía educadamente delante de ella, y podía ser lindo y un buen camarada cuando le convenía, eso se lo debía comentar a sus nuevos amigos. Debía dejarles en claro que en el pueblo, su pretendiente era bien conocido, generalmente, por ser un embustero. Por todos era sabido que uno no debía de interferir en su camino si tenía planes de vivir una vida tranquila y placentera en su futuro próximo. Este motivo era, precisamente, aquel por el que Agatha no era pretendida como merecía.

Agatha era la “afortunada” chica de los sueños de Alcott. Durante un festival primaveral, el pequeño Alcott había jurado ante los cielos mismos que ella sería suya, con el consentimiento de Agatha o sin éste. Gracias a esta solemne promesa, al paso de los años nadie podía acercarse a la muchacha. Si alguien osaba coquetear con ella, dirigirle una palabra bonita o comportarse un poco más que amigablemente al menos, Alcott se aseguraba de que no volviera a suceder.

Cabe destacar que la joven no se sentía ni por asomo halagada ante esto, mucho menos dispuesta a presentar el menor de los cariños por su enamorado. Había intentado dialogar con él de todas las maneras posibles. Le había dicho que no era su destino ser la esposa amante de nadie. Le había pedido que conociera a alguien más y que se olvidara de ella, e incluso le había amenazado con que las hadas le harían pasar un martirio similar al del primer hijo si continuaba pretendiéndola, diciendo cosas como las que le decía y escribiéndole cartitas amorosas como las que le escribía. Pero el muchacho parecía no escuchar. Palabras seguían saliendo de su boca, cartas seguían llegando y palizas se seguían repartiendo gracias a él y a su tonta pandilla de seguidores.

Agatha le temía y, en el fondo, estaba convencida de que las cosas que Alcott hacía no las hacía por amor o enamoramiento, sino por obsesión. Quizá por eso le temía todavía más.

Qué horrible es para una persona temer salir a la calle, hacer amistades, hablar con alguien, sabiendo que otro alguien podría aparecer y convertir las cosas buenas en malas, acechando en las sombras y esperando el momento en que uno estuviera solo y desprotegido para salir a su encuentro y… hacer cosas en las que Agatha no deseaba siquiera pensar.

–Las hadas me han dicho que estás enamorado, Daciel –suspiró la pobre Agatha cuando estuvo segura que Alcott y sus amigos habían quedado atrás.

Daciel asintió.

–Cuida a esa chica, Daciel. Cuídala y hazla sentirse especial por ser tu amada –le pidió.