EL PODER DE LA PALABRA ESCRITA

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TRINANDO

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DIRECTOR: MARIO BERMÚDEZ - EDITORES: PATRICIA LARA P. (COLOMBIA)  - CARLOS AYALA (MÉXICO)

AGOSTO DE 2015

NÚMERO

5

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Las Chivas. JesúsAntonio Báez Anaya (Colombia)

Réplicas de Madera

Raúl Sepúlveda Tello


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Raúl Sepúlveda Tello nació en Monterrey, Nuevo León, México. Es egresado de la Facultad de Medicina de la Universidad Autónoma de Nuevo León. Es médico de profesión y escritor por vocación. Escribe narrativa desde 2007. Ha leído parte de su obra en el IV carnaval poético y literario (Mty, 2012).

 

Asistió al taller literario impartido por Jaime Meza en el marco del Encuentro Nacional de Escritores Jóvenes (CONARTE, 2011) y también al Taller de Introducción a la Edición por Nérvison Machado.

 

Parte de su obra ha sido publicada en la revista “El Humo” y en Octubre del 2014 lanzó su primera novela titulada “Rosaura”. Actualmente escribe su siguiente novela. Le gustan los perros y los gatos por igual, las mujeres descalzas con bella cabellera, los tacos de bistec y la buena lectura. Sus autores favoritos son Milan Kundera, Juan Rulfo y Charles Bukowski. Detesta profundamente a Paulo Coelho, lo que le ha causado enconadas peleas con su ejército de admiradores en el Facebook, quienes piensan que es bueno sólo porque ha vendido muchos libros y tiene mucho dinero.

 

En éste número nos regala parte inédita de su nueva novela y un cuento corto.

 

LA GUARDIA

 

A las siete de la mañana, hora en que comienza el pase de visita en el hospital pediátrico, el jefe de enseñanza esperaba la llegada de los médicos. Poco a poco entraron a la sala de urgencias todos, excepto Eduardo, un residente de primer año. Llegó cinco minutos tarde. Sus compañeros lo observaron como si hubiera cometido el peor de los crímenes. El pediatra no se inmutó por sus disculpas ni lo miró a los ojos.

 —Durán, tienes guardia de castigo.

 Eduardo bajó la cabeza, resignado. Media hora después el pase de visita terminó y los doctores se fueron a su sala correspondiente. Se dirigió al área de infectología. Fue recibido por una residente de cuarto año que estaba revisando los expedientes.

 —¡Durán! ¡Faltan las notas de evolución de tres pacientitos! —gritó— ¡Tienes otra guardia de castigo!

 Sin responder, comenzó a trabajar. No podía concentrarse por el llanto de los niños y las teclas de la máquina de escribir lastimaban sus dedos. Observaba el cuadro de una niña llorando en medio de los azulejos blancos. “Este hospital de por sí es deprimente y se les ocurre poner esa pintura”, pensó.

 Al poco rato llegó la doctora encargada de la sala. Fue saludada por las enfermeras y por Eduardo, que continuaba su labor. La mujer gritó furiosa:

 —¿Por qué no se pone de pie para saludarme, médico? ¿Qué tipo de educación le dieron en su casa? Se queda guardado un turno por insolente. Ahora presénteme los casos.

 Eduardo obedeció con voz temblorosa. La pediatra le ordenó que leyera artículos sobre bronquiolitis, infecciones urinarias y meningitis para el día siguiente y sacara los análisis de sangre pendientes.

 Cuando terminó las notas la jefa de enfermería le dio una aguja y un tubo de ensayo para sacar una muestra a un bebé de ocho meses. Al ver que se acercaba comenzó a llorar. Puncionó el antebrazo varias veces sin encontrar la vena; el niño no dejaba de moverse. Después de diez minutos logró su objetivo. Sin darse cuenta había salpicado de sangre las sábanas. Recibió otro regaño de la residente y las enfermeras.

 Ese día casi no probó alimento. Escuchaba sin entusiasmo las pláticas de sus compañeros sobre los pacientes que atendían.

 En la noche tuvo la primera guardia de la semana. Tenía que permanecer en el departamento de urgencias, además de pasar visita en los demás pisos. En la sala de pacientes aislados encontró a una niña con leucemia que tenía el rostro pálido, había perdido todo su cabello y sus ojos estaban inyectados de sangre. Su madre le acariciaba la cabeza. Vio a Eduardo y comenzó a platicar con él. Al cabo de un rato quedó en silencio, extravió la mirada y dijo:

 —Veo un lugar muy bonito, donde todos los niños juegan felices y nadie sufre. Hay muchos árboles y flores. Pronto estaré ahí… ¡y tú te irás conmigo!

 El residente brincó hacia atrás. La madre explicó que la estancia prolongada en el hospital afectaba a su hija. Poco después la niña se quedó dormida y el médico regresó a la sala de emergencias. Su primera consulta fue a un niño de tres años con resfriado, cuya madre dijo que tenía fiebre a pesar de que su temperatura era de treinta y siete grados. Después de explorar al niño trató de explicarle a la mujer que sólo tenía un cuadro viral; ésta insistía que estaba muy grave y debía ser internado. Después de lanzar insultos amenazó con demandar al hospital. Un médico adscrito tuvo que tranquilizar a la señora y consultar a su hijo. El pediatra regañó al residente por no haber comentado el caso y le impuso otra guardia de castigo.

 A la media noche volvió a las salas. Vio a la niña con cáncer, que dormía junto a su madre. La mujer abrazaba a su hija con fuerza, como si en cualquier momento fuera a dejar de respirar. Su sueño era profundo; ni siquiera les molestaba la luz que provenía del exterior. Eduardo las observó en silencio y se dirigió a los otros cuartos. Pasó el resto de la guardia tratando de no cometer ningún error que pudiera provocar otra sanción. A las cuatro de la mañana recordó los artículos que tenía que presentar a la doctora. Desesperado, los buscó en su computadora. Tardó casi una hora en encontrarlos. La sala de urgencias se encontraba vacía y pudo estudiar casi todo su contenido. No durmió ni un minuto y apenas había tenido tiempo para ducharse en el  baño de los dormitorios. Cuando terminó se dirigió con un nudo en la garganta a su sala, donde la doctora lo esperaba mirándolo con severidad. Notó que temblaba e hizo muchas preguntas. Logró responder casi todas y la doctora le dijo que iba por buen camino. Dejó de temblar y continuó con su trabajo.

 Esa noche tuvo su siguiente turno. Un residente de segundo año lo envió al quirófano para que fuera ayudante en una cirugía para descender el testículo de un niño. Fue recibido por el cirujano, que se lavaba las manos. Le dijo con voz firme que se acercara. Había olvidado la técnica de lavado quirúrgico y recibió gritos del médico. Diez minutos después entraron a la sala. Le indicaron que no debía bajar las manos porque se contaminaría. Una enfermera le puso una bata y los guantes, que eran de una talla menor. La operación comenzó. Debía sostener con cuidado el testículo afectado con unas pinzas mientras el doctor hacía otros procedimientos. Tenía todo su cuerpo rígido y le dolían las piernas. El médico le advirtió:

 —No agarres con mucha fuerza la pinza, porque si te llevas el testículo te voy a cortar los tuyos, cabrón.

 Cuando terminaron Eduardo sudó frío y sintió un desvanecimiento. Todos comenzaron a reír. Una enfermera se acercó para ponerle una torunda de alcohol en la nariz.

 —Está muy verde—dijo el cirujano.

 Al recobrar la conciencia regresó a urgencias. Había pocos médicos y la sala estaba llena. Durante las consultas varios niños tosieron en su cara y un bebé casi se orinó sobre él. Las manecillas del reloj parecían no avanzar. En un rato libre sus superiores le ordenaron que fuera a la tienda a comprar comida y refrescos. Recibió poco dinero y tuvo que poner de su bolsillo para completar.

 

 Eduardo había cumplido todos sus turnos. Salió un sábado a las dos de la tarde. Caminó por el estacionamiento arrastrando los pies. Apenas podía mantener los ojos abiertos. Ignoraba el ruido de sus intestinos que imploraban alimento.

 Subió a un taxi y se dirigió a la casa que alquilaba con un amigo. A la mitad del trayecto comenzó a temblar de manera incontrolable. Bajó del auto unas cuadras antes. Caminaba con los brazos cruzados, apretándolos contra el pecho para detener sus palpitaciones. Después, la náusea. Las arcadas sólo expulsaban aire y saliva. Recordó a sus padres. Llevaba una semana sin hablar con ellos. Marcó a su casa desde un teléfono público y escuchó a su padre, quien no advirtió su voz temblorosa.

 —Qué bueno que hablas, hijo. Tu mamá y yo estábamos preocupados.

 —Estuve castigado toda la semana, papá.

 —Así pasa. Lo importante es que estás haciendo un gran esfuerzo y pronto será recompensado. Estamos muy orgullosos de ti.

 —Gracias, papá. Mañana hablaré otra vez. Los quiero.

 La llamada sólo aumentó su desasosiego. Llegó a la vivienda vacía. Subió a su cuarto y gritó como nunca lo había hecho, tratando de exorcizar todos sus demonios. Poco después llegó su compañero. Se asustó al verlo acostado temblando y con los ojos vidriosos.

 —No puedo con esto —dijo Eduardo—. Es mucho para mí. Es el final del camino. Estoy condenado a llevar una vida de perro por cuatro años.

 —¿Y por qué no renuncias?

 —Si hago eso defraudaría a mis papás. Además, ¿qué podría hacer como médico general? Si no eres especialista te ven como un don nadie. Envidio a mis amigos que no son doctores porque han hecho dinero sin estudiar tantos años; pueden salir y ver a sus parejas. Ni siquiera pude despedirme de Celina.

 —Lo más importante es tu tranquilidad. En mi hospital las cosas tampoco son fáciles, pero no me rindo. Me gustaría poder ayudarte.

 —Ya lo has hecho al escucharme.

 Los dos amigos se abrazaron. Su cuerpo dejó de temblar y las palpitaciones desaparecieron. Después de cenar durmió ocho horas seguidas. Sabía que todo iba a estar bien.

 Llegó el lunes. Los residentes se encontraban en urgencias para comenzar la visita. El jefe de enseñanza dijo con voz apagada:

 —Durán no ha llegado. Se va a quedar castigado de nuevo...

 

 

 

 

  

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Judith tiene cáncer

 

Al fin en casa. Aunque estoy feliz por haber vuelto, siento el ambiente distinto. Cuando alguien tiene cáncer, su hogar también se transforma. El aire se vuelve pesado. Los muebles, cuadros y paredes envejecen de forma prematura; hasta el excusado se ve cambiado. No importa si es una vivienda antigua o nueva. Una tía tuvo cáncer de estómago y su cuarto estaba siempre oscuro, como si la luz del sol hubiera olvidado ese lugar. Murió a los pocos meses. Por eso me da miedo entrar a mi habitación. Quisiera ser optimista, pero me siento tatuada por el maldito cangrejo.