EL PODER DE LA PALABRA ESCRITA

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TRINANDO

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DIRECTOR: MARIO BERMÚDEZ - EDITORES: PATRICIA LARA P. -COLOMBIA-  - CARLOS AYALA -MÉXICO-

DICIEMBRE DE 2015

NÚMERO

6

 

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Las Chivas. JesúsAntonio Báez Anaya (Colombia)

Réplicas de Madera

Hermman Gil Robles

PÁGINA 1

 

Gretta

     

Dormía en su recámara. Esa noche se desplomó con la ropa puesta. El embarazo la cansaba y más de una vez terminaba en la cama o en el sillón de sala dormida sin darse cuenta.

Soñaba con su hijo, con Joaquín dentro de una cuna mientras ella cantaba.

            Algo la despertó. Con la somnolencia confundió la realidad con la ficción. Sin embargo, el ruido se presentó de nuevo. Ahora tenía la certeza de que alguien estaba abajo. Su primera idea cayó en sus padres, pero de inmediato desechó el pensamiento: ellos no regresarían sino hasta el día siguiente.

            Entonces su cuerpo se tensó.

            Estiró la mano para alcanzar el celular sin quitar la mirada de la puerta de su recámara. Escuchó pasos. Alguien subía por las escaleras. Alguien estaba a punto de entrar a su habitación. Inició la llamada. El teléfono timbraba.

            —Eh, aquí hay alguien —dijo un chico desde el marco de la puerta, moreno y gordo. Encendió la luz.

            De inmediato se comenzaron a escuchar pasos de otra persona que también subía.

—¿Qué quieren..?

—A ver, señora, el celular por favor —dijo dudando, como si ella no fuera  a obedecerle. —El celular, con una chingada —repitió el puberto gordo, más decidido. Ella miró el dispositivo y se lo lanzó.

Otro más apareció en el marco de la puerta. También de la misma edad, a lo mucho quince años, también moreno sólo que tan delgado como una espiga de trigo y con ropa demasiado holgada.

            Gretta temblaba. Pensaba en su hijo y con la mano que antes sostenía el celular acarició su vientre hasta cubrirlo por completo, protegiéndolo. Con la mano libre, lentamente, aprovechando que los intrusos discutían algo en susurros, como si se preguntaran qué es lo que debieran hacer, movió la mano y buscó dentro del buró. Se puso de pie del otro lado de la cama.

            “Huye”, pensó, dándose cuenta de que le faltaba el aire, sintiendo que algo áspero se aferraba a sus pies. Huye, la palabra de nuevo que impactaba en su pecho, en sus piernas, en su hijo no nacido de seis meses que ahora lo sentía increíblemente activo bajo su vientre.

Movió más la mano buscando algo dentro del cajón. Y junto con ella, Joaquín se retorcía nadando en la placenta de su madre. Huye. Pero no podía hacerlo, sentía que al primer movimiento todo se pondría en acción.

            —Señora, chingado, no debería estar aquí...

            No dejó que el gordo terminara la frase, tomó lo que buscaba en el buró y accionó el gas pimienta para vaciarlo en su rostro, de inmediato el chico cayó de rodillas, tallándose la cara y gritando.

El delgado la alcanzó para tomarla del hombro. Ella accionó de nuevo el gas pero sin dar en el blanco. Le quitó el cilindro de la mano estrellándola con la cabecera de la cama.

Intentó amagarla y ella se convulsionó al igual que su hijo quien pataleaba desde las entrañas. Logró liberarse. Asestó un golpe con el codo en la nariz de su atacante. La sangré fue inmediata. Aprovechó la confusión para seguir golpeándolo hasta destruirse los nudillos, hasta destruir la nariz del adolescente sin importar que la sangre humedeciera el colchón de la cama. Gritó desde el fondo del estómago. Gritó junto con su hijo.

El gordo se recuperaba del gas pimienta, se puso en pie y fue en ayuda de su compañero. Se abalanzó sobre ella logrando separarlos y cayeron al suelo. Lo primero que tuvo cerca fue su brazo obeso, lo mordió hasta arrancar el pedazo de carne y mancharse de sangre ajena la boca, la frente, el cuello, saboreando el óxido para escupir el trozo de piel. El gordo, quien sudaba, lloró mientras daba un grito que llegó a Gretta como aliciente. Quitó los brazos de su presa para cubrir la herida desde donde brotaba más sangre.

De nuevo estaba libre. Se puso en pie y corrió escaleras abajo. Detrás venía el chico delgado y de ropa holgada, quien dejaba un camino de sangre y se cubría la nariz. Se apresuró al pasillo de la planta baja. Arriba los gritos del gordo llegaban como un eco que se repetía incansablemente.

Temblaba tanto que pensó que no lo lograría. La sensación áspera de las piernas la habían abandonado y ahora sólo quedaba la premisa de correr. De escapar. Huir hasta la puerta que daba a la calle.  

Y fue el chico con la nariz rota quien la detuvo lanzándose a sus piernas, antes de llegar a la puerta principal. Cayeron. Joaquín y ella patearon incansablemente mientras el tipo rasgaba sus piernas y arrancaba los tenis en el intento de apresarla. Recibió fuertes impactos en la nariz que aún sangraba pero eso no lo detuvo. Era un adolescente insistente. Siguió hasta alcanzar su pantalón para estirarlo, desnudarla y arrastrarla hasta el charco de sangre que se había formado en el piso blanco.

Ella y Joaquín no dejaban de dar patadas, y cuando estuvo al alcance de esa nariz rota, utilizó toda su fuerza para insertar los dedos en las fosas nasales y tirar hasta levantar el montículo respiratorio. El otro chilló como cerdo. Pero aún así, no soltaba el pantalón que se le había atorado en las piernas.

Resbalaban por la sangre cuando llegó el obeso cubriéndose el brazo y con los ojos llorosos hasta moquear. La tomó de las manos, y se postró en su espalda hasta inhabilitarla. Gretta, mareada y agotada hasta la muerte, pensó que todo se venía abajo.

—Joaquín —dijo despacio, con la garganta desgarrada de tanto gritar—. Joaquín—exclamó de nuevo, ahora más en un susurro cuando los ojos se cerraban, como si una fuerza los tomara de los párpados y diera la orden irrevocable de desaparecer.

Entonces, Gretta desapareció pensando en su hijo.

 

 


Levantó la mirada y sintió que ya estaba muerta.

Se encontraba en su recámara, tendida en la cama, con los brazos y los pies amarrados con camisetas interiores. El chico gordo la vigilaba desde el marco de la puerta. Y el otro, el delgado de la ropa holgada, gritaba desde el pasillo.

            —Ya llegó —dijo.

El gordo moreno se había cubierto con una camiseta la herida del brazo. Gretta podía sentir el sabor metálico de la sangre en sus labios, en las costras que se habían formado luego de arrancar el pedazo de piel del adolescente.

¿Cuánto tiempo?, se preguntó mientras intentaba moverse, pero las camisetas habían sido atadas con fuerza.

Estaba cansada, con el cuerpo molido y un intenso dolor de cabeza, los ojos lagrimeaban y sintió en su vientre a su hijo.

¿Estás bien, pequeño?, dudó buscando la afirmación de Joaquín, que se moviera, que pateara, que hiciera algo para indicarle que estaba sano. Sin embargo, no recibió ni una respuesta.

—La pinche vieja me reventó la nariz. Le marcamos cuando la pudimos controlar.

—Y a mí me arrancó un pedazo del brazo, ¿lo puede revisar?

En la puerta, a contraluz, apareció la silueta de una persona: mayor y al parecer alguien a quién le mostraban respeto.

—Par de idiotas, no poder controlar a una mujer, y aparte embarazada, no son más pendejos porque no pueden.

El señor se acercó a Gretta, llevaba un maletín grande de cuero que colocó en la cama. Tomó asiento a su lado.

—¿Cómo estás hija?, disculpa a estos dos, a veces son unos bárbaros —se acercó aun más y la miró con detenimiento, intentando mostrar una sonrisa.  —Mira, hija, vamos a hacer un pequeño experimento, no te dolerá, y vamos a dejar las cosas en paz. ¿Qué dices? ¿Te gusta la idea?

Negó con la cabeza y comenzó a llorar, trató de gritar pero la boca estaba amarrada con otra camiseta interior, al parecer habían abierto los cajones y fue lo primero que encontraron. Olía el suavizante que utilizaba para lavar las prendas, sin embargo, ese hecho no calmaba las cosa, al contrario, sentía que el ambiente de familiaridad se quedaría en el olvido, y cada vez que volviera a oler ese maldito suavizante le recordaría este momento. Lo odiaría. Como ahora se estaba odiando a sí misma. Deseaba arrancar el rostro de los adolescentes y del tipo que ahora estaba sentado a su lado.

—Cálmate, hija, no te va a doler  —trató de tocarle la frente, acomodarle el pelo, pero ella se movió insistentemente.

—Ayuda —balbuceó.

—¿Cómo?

—Mi hijo —trató de vociferar bajo la camiseta interior.

—Ah, tu hijo, tu hijo estará bien. Pero ahora hay que concentrarnos en nuestro pequeño experimento.

El tipo abrió el maletín que llevaba y sacó una caja azul, semitransparente, dentro algo se movía.

—Doctor, en serio, necesitamos que nos cure, no me deja de salir sangre —lloriqueó el gordo desde afuera del cuarto.

—Ahorita, no estén chingando, primero tenemos que hacer esto, nomás apriétate bien el trapo que traes enredado.

El gordo se miró el vendaje improvisado y lo apretó hasta sentir que le cortaba la circulación. El otro, el de la nariz rota, también se quejaba desde afuera mientras presionaba otra camiseta interior y levantaba la cabeza para detener la hemorragia.

—Veamos hija, voy a tener que rasurar un poco por aquí.

Del mismo maletín, sacó una máquina, la encendió, tomó la cabeza de Gretta para voltearla un poco y comenzó a cortar. El pelo se quedaba en las sábanas, en el colchón, y los mechones largos los tiraba al suelo. Lo hacía con arte, delicadamente, como si tuviera cientos de años de experiencia. Sus manos debían ser las de un cirujano.

—Ahora un poco de esto.

El tipo sacó una crema para afeitar y un rastrillo. Colocó la espuma.

—Por favor, no te muevas tanto. Tranquila, hija, tranquila y te juro que no te va a doler nada.

Gretta seguía intentando gritar desde la camiseta amarrada en su boca, que alguien la oyera, algún vecino, alguien pasando por la calle, pero no lograba que los sonidos escaparan. Se quedaron haciendo eco en su garganta.

Terminó el proceso y limpió con un pañuelo el lugar que había rasurado. Untó un poco de alcohol, el frío y el ardor hizo que se revolviera y que la desesperación la hiciera lagrimear con más fuerza. Movía las piernas, trataba de soltar los amarres. Intentaba con todas sus fuerzas salir de ese infierno en que se había convertido su propia recámara.

El tipo sacó una llave y la insertó en el cofre. Pronto se liberó un aroma a marisco fresco. Dentro, lo que se movía, se aceleró y comenzó a ir de un lado al otro de la caja, pegándose en sus paredes. Con un verdadero asco, el tipo lo tomó con una mano.

Gretta no podía ver con claridad al animal, pero se asustó aún más cuando comenzó a acercarlo a ella.

—No te muevas —dijo el tipo, sosteniendo al animal con las puntas de los dedos.

Peleaba por su vida, giraba de un lado a otro la cabeza, esperando que con eso no se acercara más. Era imposible detenerlo.

Tomó con una mano el rostro de Gretta y lo forzó a que mirara al otro lado de la cama, quedando su nuca frente a él. Los dedos de la persona olían a alcohol etílico y a marisco. Entonces acercó al animal y lo pegó a la parte rasurada de su cráneo.

Era tibio.

Se sentía inmenso, aunque lo poco que pudo ver es que era más chico que su mano y tenía forma de manta raya.

            —Estos bichos me dan un verdadero asco, no sé cómo Jacint los manda a hacer así —dice, pero Gretta no entiende de lo que está hablando. —Tú no tienes porqué preocuparte, hija, apenas lo verás unos instante.

El tipo presionó el centro del animal hasta que se escuchó un clic. El animal insertó algo en su nuca. Aunque no le dolió, la sensación de estar con un bicho de ese tamaño la hizo retorcerse con más fuera.

—A ver, gordito, ven para acá.

El adolescente se acercó mientras aún sostenía su mano.

—La vas a tener así por unos quince minutos, mientras voy a revisar a tu amigo. ¿Estamos?

—…¿Yo, doctor? …

            —No te va a pasar nada si te sueltas el brazo, ¿ya te amarraste bien el trapo?

            —Sí.

            —Pues ya entonces.

            —Está bien —respondió el gordo mientras suplía la mano del doctor en el rostro de Gretta.

            El doctor salió de la recámara.

            El gordo olía a cebo, a sudor, a sangre, a fritangas. Gretta podía respirarlo y su mano, al contrario de las del doctor, se sentía como una masa de aceite quemado.

            Ya no luchaba. El agotamiento la obligó a ceder. Deseaba dormir, descansar, sentir a su hijo bajo el vientre, tenerlo en brazos para acariciarlo, cuidar de él. Lloraba, ahora tranquila con la quijada cansada de tanto rebotar los gritos en la garganta.

            Sintió una corriente eléctrica, iniciada en la nuca y que se  propagaba hasta los talones. Podía sentir que se escurría por los nervios. Cerró los ojos para intentar aminorar el dolor. Pensó en desvanecerse. En desaparecer.

—    ¡Doctor, la señora se está moviendo muy raro! —gritó el gordo.

Entonces unas voces la invitaron a sumergirse en la corriente eléctrica hasta desaparecer.

 

Nacido en Culiacán, Sinaloa, México. Actualmente reside en Monterrey, Nuevo León, México.

 

Narrador y Periodista. Especializado en periodismo on-line, con enfoque en arquitectura de información y User experience (UX)

 

Obtuvo el primer lugar en el Concurso Nacional de Cuento del COBACH SLP 1999. Becario del FOECA Sinaloa 2001; del Centro de Escritores de N.L. 2006; y del FONCA 2013 en Residencias Artísticas, Barcelona, España. Es miembro fundador de los EICAM´s desde el 2012.

 

Ha Participado en talleres coordinados por Élmer Mendoza, Patricia Laurent y Julián Herbert.

 

Ha Publicado en diversas revistas nacionales e internacionales. Coautor de varios libros.

 

Autor de No hay buen puerto (Harakiri Plaquettes, 2004; 2da Edición Vozed 2013); de Fuera de la Memoria (IMCC, 2011); y de Los Sueños de los Últimos Días (Andraval Ediciones, 2012).

 

Actualmente se desempeña como catedrático del Tec Milenio y como arquitecto de información para sitios web.

 

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Twitter @Hermann_Gil