EL PODER DE LA PALABRA ESCRITA
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TRINANDO
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DIRECTOR: MARIO BERMÚDEZ - EDITORES: PATRICIA LARA P. -COLOMBIA- - CARLOS AYALA -MÉXICO-
DICIEMBRE DE 2015
NÚMERO
6
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Las Chivas. JesúsAntonio Báez Anaya (Colombia)
Réplicas de Madera
Jaime García
PÁGINA 3
Oriundio de Monterrey, Nuevo León, México. Empezó su carrera literaria a los diecisiete años. A los treinta y tres logró su primer cuento que lo satisfizo. Escritor independiente en el más estricto sentido del término no se siente parte de ninguna generación, movimiento o tendencia literaria. Tampoco hace distingos de géneros. Actualmente se dedica a la novela y ha optado por la autopublicación. Vive en Texas con su familia.
Obras de Jaime García:
-Ana y los problemas del Tiempo (Novela infantil).
-Orfeo en los Infiernos. (Novela Ciencia Ficción).
-La punta del iceberg, dieciséis relatos asombrosos (Colección de cuentos).
-Retorno 2012 o Cómo sobrevivir a un ataque se zombis. (Novela).
Trilogía Entre el Espejo (Novela Policíaca):
-Comprobaciones de Realidad.
-En las costas de Naxos.
-La mansión de paredes trasparentes.
Las obras autopublicadas son: La punta del iceberg, dieciséis relatos asombrosos y las primeras dos entregas de la trilogía Entre el Espejo: Comprobaciones de Realidad y En las costas de Naxos. La mansión de paredes trasparentes es trabajo en proceso. Todas se pueden conseguir en Amazon y próximamente estarán disponibles en Kindle.
EL EXTRAÑO CASO DEL SEÑOR JIMÉNEZ
Describir al señor Jiménez no es tarea fácil; me atrevería a decir que hasta a un gran escritor como Dostoievski le hubiera resultado difícil.
No se me tome a mal; respeto mucho a Dostoievski. Incluso podría decir que fue la lectura de su libro “Crimen y Castigo” lo que me impulsó a convertirme en detective privado.
Crimen y Castigo. Nada podría resumir con más exactitud, en tan sólo dos palabras, mi filosofía personal. Sin embargo, no es de esto de lo que les quería hablar, sino del señor Jiménez.
¿Qué les puedo decir del señor Jiménez?... Primero que nada, que es lo más cercano que existe a ese mítico ser de los Tiempos Modernos conocido popularmente como “el hombre medio”. En segundo lugar, que se comporta exactamente como lo que es: un don nadie. Con esto no debe pensarse que el señor Jiménez sea un vagabundo o un paria. Al contrario, está tan compenetrado con la sociedad, que resulta imposible imaginar a la sociedad sin el señor Jiménez, o viceversa.
La primera vez que me enteré de su existencia fue a través de una llamada telefónica, en la cual una tal Gertrudis deseaba verse conmigo en privado, para tratar un asunto que involucraba una posible infidelidad por parte de su marido.
En un principio me sentí tentado a rechazar el ofrecimiento, ya que estaba harto de perseguir maridos víctimas de la “crisis de la mediana edad”. Sin embargo, ella me convenció de lo contrario, al ofrecerme una buena suma de dinero por mis servicios. Así que acepté el trabajo. Le dije que nos reuniríamos dentro de dos días en un insulso restaurante del centro de la ciudad y ella se mostró de acuerdo.
Apenas colgué el teléfono, comencé con mi investigación: durante las próximas cuarenta y ocho horas me dedicaría exclusivamente a Gertrudis. (Esto forma parte esencial de mi método para investigar casos de infidelidad conyugal: siempre comienzo por quien solicita la investigación. Esto me ha evitado innumerables dolores de cabeza).
Así que tomé mi libro de notas y me lancé a la caza de Gertrudis.
Gertrudis A. de Jiménez, de soltera López. Edad, treinta y seis años. Ocupación, ama de casa. Perteneciente al club de jardinería “Bonsai” y a la Asociación de Damas de Protección a la Fauna. Dos cuentas de cheques a su nombre con promedios regulares y una cuenta en fideicomiso con su marido, el cual posee un puesto gubernamental de regular importancia y cuenta con una póliza de seguro de vida con Gertrudis como beneficiaria. No hijos. No antecedentes penales. No nada.
Aquello parecía el típico caso de la fiel esposa engañada.
Lo único que no pude conseguir con mis pesquisas fue una descripción física de Gertrudis. Así que me dirigí a la cita acordada con un cuadro mental preconcebido de ella, basado en mi experiencia profesional: Gertrudis debía de ser una mujer flaca, con lentes, un gran bolso negro, vestido estampado, collar de perlas artificiales y el pelo teñido de un rubio cenizo.
Cuando llegué al restaurante vi a Gertrudis sentada en una mesa apartada. Era exactamente como me la había imaginado. Así que me acerqué a su mesa y me presenté.
—El gusto es mío —me dijo, sonriendo —. Pero creo que está usted confundido. No
me llamo Gertrudis, sino Verónica. Sin embargo, si quiere sentarse conmigo no habría problema de...
Me disculpé torpemente de aquella desconocida y me retiré a otra mesa, apenado y furioso conmigo mismo. No bien me hube sentado, se acercó a mi mesa una morena extraordinariamente hermosa (con un cuerpo diseñado para pecar) y se sentó frente a mí.
Adivinaron: Gertrudis.
Empezó a hablarme con algo de precipitación. Yo, por mi parte, fingía escuchar con atención, ya que me resultaba prácticamente imposible separarme de dos cosas: su pronunciado escote, que permitía adivinar unos pechos increíbles y la fuerte sospecha que su marido debería de haberse vuelto loco. No podía concebir que alguien en su sano juicio intentara engañar a aquella mujer con otra.
—Permítame que la interrumpa —le dije, sin poder quitarme de la cabeza mi último pensamiento—. ¿Está usted segura de que su marido la engaña con otra mujer?
Gertrudis me miró como si le hubiera hecho la pregunta en polaco. Le repetí la pregunta, en el mejor castellano que conozco, pero eso no fue suficiente para hacer desaparecer su mirada de incomprensión (¡Por supuesto, a ella también se le hacía imposible tal eventualidad!) Así que le pregunté por la otra posibilidad:
—Entonces, ¿usted sospecha que su marido la engaña con otro hombre?
Gertrudis frunció su maravilloso ceño y, tomando su pequeño bolso de la mesa, hizo
ademán de retirarse. Yo la detuve del antebrazo y le dije —: Espere un momento, Gertrudis.
¿Qué pasa con usted?, apenas antier me llama por teléfono y solicita mis servicios, diciéndome que tiene la sospecha de que su marido le está haciendo infiel, ¿correcto?
—Efectivamente, eso dije —me contestó, con un tono ofendido—. Sin embargo, parece que usted no me entendió lo que le dije. Mi esposo no es de ningún modo homosexual y tampoco es tan estúpido para engañarme con otra mujer.
—En eso último le doy toda la razón —le dije.
—Al decirle que mi marido estaba siéndome infiel —prosiguió—, me refería precisamente a eso: infidelidad.
—¿Infidelidad? —repetí, sin comprender.
—Exactamente. —Con esto, Gertrudis dio por terminada su explicación.
Levanté la cabeza hacia el techo y suspiré. De verdad me sentía confundido. Aquella preciosa mujer hablaba de infidelidad, pero aparentemente no se refería al tipo de
infidelidad sexual, que era el único del que yo tenía conocimiento (¿acaso existía otro?) Sin embargo, nunca he perdido a un cliente por cuestiones semánticas, así que decidí seguirle el juego y descubrir qué había detrás de todo el asunto.
Le dije a Gertrudis que no se preocupara, que yo me encargaría de sacar a la luz toda la verdad. Ella se puso muy contenta. Antes de retirarse me dijo:
—Usted sólo descubra al infiel. Yo misma me encargaré de todo lo demás.
Así que fui detrás del señor Jiménez.
El señor Jiménez representaba una paradoja: por un lado, su horario y sus costumbres eran tan regulares como el ciclo lunar, lo cual facilitaba sobremanera seguir sus movimientos; pero por el otro, su trabajo lo hacía tan inaccesible como el lado norte del monte Everest.
Pasé horas interminables dentro del complicado laberinto burocrático. Me sentía como un personaje kafkiano. Tuve que llenar formas por triplicado, redactar un informe de mi caso particular (falso, por supuesto), pasar delante de un sinnúmero de ventanillas, hablar con “ene” burócratas indolentes, soportar la consabida crisis existencial y resolver tres crucigramas mientras esperaba un turno de audiencia que nunca llegaba.
Fuera de ese tormento, día tras día me dedicaba a seguir por la calle al señor Jiménez, el cual era conocido en su trabajo como “el licenciado”. Resultaba una tarea más aburrida que ver crecer el pasto. Siempre hacía lo mismo: salía de su casa a las 8:00 a.m. en punto; abordaba un autobús que lo llevaba al centro; caminaba dos cuadras desde la parada del autobús hasta su oficina, a donde llegaba a las 8:35 a.m. y no salía de ella hasta las tres de la tarde, efectuando el circuito al revés, para regresar a su casa y meterse en ella a partir de las 3:30 p.m.
En el ínter, no hablaba con nadie ni se desviaba siquiera un milímetro de su rutina. Era espantoso. Dos semanas de eso, y yo estaba a punto de dejar todo y convertirme en ventrílocuo o alguna otra actividad por el estilo. Llegué a la conclusión de que si el señor Jiménez le era infiel a su esposa, entonces el sol brillaba de noche. Era algo tan improbable, como el hecho de que un mosquito se inscribiera en un concurso de belleza y lo ganara.
Abatido, me refugié una tarde en un bar del centro. Ante la barra pensé en mi vida, en mis fracasos, en mis éxitos, en cualquier otro cliché que sirviera para rellenar este espacio de mi narración. Y fue entonces cuando sucedió lo increíble: la puerta del bar se abrió y dio paso nada menos que al señor Jiménez.
Era algo tan inconcebible que no pude reaccionar de inmediato. Tan sólo pude ver, como en un sueño, que el señor Jiménez pedía una cerveza y se retiraba a una mesa que estaba en un rincón. No podía dejar pasar la oportunidad, así que me acerqué a su mesa y me senté frente a él. Entonces le dije:
—Buenas tardes, ¿me permite acompañarlo? Soy...
—Sé perfectamente quién es usted —me interrumpió—. Sé que me sigue desde hace dos semanas y sospecho la causa que se oculta detrás de su interés por mí.
No es necesario que les diga cómo me sentí en ese momento. No fue algo en absoluto agradable. ¡Demonios!
—Así que —continuó el señor Jiménez—, sólo le pido que no me interrumpa y que escuche lo que tengo que contarle, ¿de acuerdo? —asentí en silencio y el señor Jiménez me contó su historia:
—Quizá usted conozca el origen de Eneas, héroe de la mitología griega. ¿No? Pues bien... Resulta que una noche Afrodita, la diosa del amor, de la fertilidad y la belleza, se enamoró locamente (por obra de Zeus) de un mortal llamado Anquises. Mientras éste dormía, Afrodita se disfrazó de princesa frigia y, vestida de rojo, fue a la cabaña de Anquises y pasó la noche con él, quedando muy complacida de haberse acostado con un mortal. Anquises, al despertar al otro día, se dio cuenta, horrorizado, de que había dormido con una diosa y le pidió que le perdonara y que no lo matara...
—¿Eso es lo que hacen los dioses en esos casos? —le interrumpí.
—...Afrodita le dijo que no lo mataría —continuó el señor Jiménez sin hacer caso de
mi interrupción—, que su vida sería larga y que el hijo que iban a tener sería muy famoso. Sólo que Zeus se enteró de ello y le mandó un rayo a Anquises, dejándolo baldado de los pies. Y cuando el niño (o sea, Eneas) nació, Afrodita se olvidó de él.
—¿Y eso qué tiene que ver con usted? —le pregunté al señor Jiménez, sin comprender todavía el porqué de la historia—. Gertrudis me contrató para que lo siguiera, ya que sospecha una infidelidad de su parte. Aunque debo de confesarle que no entendí del todo su definición de infidelidad.
—¿Y cómo podría haberle entendido? —me dijo, riendo a carcajadas—. Los dioses tienen sus propias definiciones.
—¿Qué quiere usted decir?
—Sencillamente, que mi esposa Gertrudis no es realmente Gertrudis, sino Afrodita, la diosa del amor.
—¿Qué? —dije. Aquel tipo debía de estar loco.
—Así es, señor detective —me dijo—, por más descabellado que esto pueda parecerle, no es más que la verdad.
Una vez, mi padre me había dicho que si me empeñaba en estudiar para detective, tarde o temprano terminaría por sentirme como un verdadero estúpido. Pues bien, ese momento parecía haber llegado: no sabía ni qué pensar de todo aquel asunto que involucraba a Gertrudis (o Afrodita) y al señor Jiménez.
—¿Y qué es lo que yo puedo hacer por usted? —le pregunté, ya que quería ganar algo de tiempo para pensar.
—Antes de responder a eso —me dijo—, permítame decirle que le conté la historia de Eneas y su padre Anquises con un doble propósito: uno, mostrarle cómo se la juegan los dioses; y dos, prevenirlo de esos mismos juegos.
—¿Eso es una advertencia o una amenaza? —le pregunté.
—Tómelo como quiera —me respondió, muy serio—. Ustedes los mortales son muy vulnerables y pueden salir muy mal parados de...
—¡Un momento! —le interrumpí—. ¿Qué quiere decir exactamente con eso de “ustedes los mortales”?
—Veo con satisfacción que usted no es tan tonto como aparenta —me respondió el muy insolente—. Sin embargo, no creo que haya llegado a captar que yo, el señor Jiménez, no soy en absoluto el señor Jiménez.
—¿Así como Gertrudis no es Gertrudis, sino Afrodita?
—Exacto.
—¿Y entonces quién es usted, si no es el señor Jiménez?
—Soy el dios Apolo.
—¡Déjeme ver si le entendí! —le dije, sin estar seguro de lo que decía—. Usted es el dios Apolo, que tomó la forma del señor Jiménez para acercarse a Afrodita. Ésta notó que su marido mortal (ese tal Jiménez) se comportaba de manera extraña. Ya no le rendía culto, siendo ella su diosa, y por ello sospechó que éste le estaba siendo infiel. Sin embargo, lo que no sabía Afrodita era que su marido se comportaba de esa manera porque no era su marido, sino el dios Apolo, que había tomado su cuerpo.
—¡Asombroso! En realidad es usted un buen detective —dijo el señor Jiménez (Apolo) arqueando las cejas—. Y eso me parece muy bueno, ya que usted podría serme de utilidad.
—¿Y cuál es su plan, exactamente? —le pregunté, sintiendo que la cabeza me daba vueltas.
—Yo no deseaba otra cosa mas que vengarme de una broma que me hizo Afrodita hace algún tiempo —me explicó Apolo, divertido—. Y ahora que lo conseguí finalmente, ya no creo que sea necesario seguir suplantando al señor Jiménez. Por ello (y ya que usted ha demostrado ser un buen detective) podría fácilmente tomar mi lugar, convirtiéndose en el señor Jiménez y...
—¡Convertirme en el señor Jiménez! ¿Por qué haría yo semejante cosa?
—¡Por Afrodita, mi amigo! —su voz se hizo más suave y prosiguió—: Imagínese lo que es una existencia con la diosa del amor, la más bella de todas las criaturas. Su placer está garantizado: todos los secretos del sexo le serán develados. Además, su pericia profesional le permitirá comportarse exactamente como lo haría el señor Jiménez y Afrodita no sospecharía de nada. ¿Qué le parece? ¡Píenselo!
Efectivamente, lo pensé. ¡Tener a la diosa Afrodita como amante! Eso era algo extraordinario, aún y cuando para ello tuviera que convertirme en un ser mediocre como lo era el señor Jiménez.
¿Valdría la pena el cambio?
¡Por supuesto que sí valía la pena!, o al menos eso pensé cuando le dije a Apolo que aceptaba su propuesta. En ese momento justifiqué mi aceptación pensando en las atrocidades que cometíamos los seres humanos a fin de alcanzar el Cielo o evitar el Infierno, ambas meras posibilidades, como la que me ofrecía Apolo en esos momentos. Y si esas atrocidades se tomaban como moralmente buenas por todo el mundo, qué diferencia había con mi caso presente? Ninguna.
Así que a partir de ese momento quedé convertido en el señor Jiménez.
¿Cómo es en realidad el señor Jiménez? Me gustaría describirlo, pero tendrá que ser en otra ocasión. Ya van a dar las tres de la tarde y tengo que tomar a toda costa el autobús que me lleva a mi casa: mi Gertrudis es algo especial y en ocasiones se molesta conmigo por cualquier nimiedad.