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TRINANDO

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DICIEMBRE DE 2015

NÚMERO

6

 

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Las Chivas. JesúsAntonio Báez Anaya (Colombia)

Réplicas de Madera

Jesús Antonio Báez Anaya

PÁGINA 6

 

DE LLORONAS Y OTROS CUENTOS

 

Entre todos esos cuentos que le escuchaba a mis padres mientras iba creciendo, sobre todo a mi viejo, que se las ingeniaba para que el estilo “literario” fuera cada vez diferente y con ello, embaucador, supe de las historias de muchas lloronas o “berrionas” como se les suele llamar en los campos santandereanos.

 

A mi viejo le escuché relatos en los que él también había sido protagonista, por allá en algunos comienzos de noches campesinas, cuando las sombras se empiezan a enredar entre las ramas de los árboles y se va creando un paisaje fantasmal.

 

Era muy común que se quedara mirando a los obreros bailarines que amenizaban las tardes de los años treinta, danzando al ritmo de bambucos y pasillos que  de las cuerdas de tiples, guitarras y bandolas, hacían salir algunos músicos de la región, cuando la radio todavía no llegaba por los aires montañosos.

 

Entre las que más recuerdo hay una de una vecina cercana, que vivía más abajo de la casa familiar, por el camino que llevaba al pueblito de Santa Cruz.

 

En una caminata de esas casi infantiles todavía, haciendo algún mandado desde el poblado llevando panes y tabacos para obreros y parientes, encontró en la raíz de un anaco sombreador a una señora que acurrucada y con el cabello largo y enmarañado, tratando de cubrir su cara de la luz y de la vista de extraños caminantes.

Esa valentía que se junta con la curiosidad, cualidad que los niños han traído desde siempre, hizo que tratara de averiguar las razones de la presencia de esa señora en tales condiciones.

Cuando pasando de bajada hacia el pueblo, la había visto en el lavadero de la casa, seguramente sacándole la mugre  a los chiros familiares arrumados de la semana. Recordó que estaba con la misma ropa con la que ahora la estaba viendo apretujando su cuerpo contra el árbol.

 

Buscó entre la vegetación del camino que crecía detrás de la cerca una vara de “picurito”, le quitó sus gajos y con ella se situó ni tan cerca ni tan lejos, apenas para poder tocar sus piernas con la punta de la vara. Hurgó suavemente mientras la llamaba por su nombre. Lo hizo unas tres veces, antes de que empezara a preocuparse.

 

De pronto vio cómo iba a desperezar sus brazos y a salir de su incómoda posición. Primero salieron sus manos desde el regazo, donde las mantenía escondidas.  Unas uñas muy largas, sucias y torcidas, se dejaron ver como garfios que fueron buscando el pelo también sucio y en el que ya se  notaban algunas canas. Lo fue apartando hacia los lados y mostró su rostro.

 

Flaminio –asustado  pero aún curioso- todavía no quiso salir corriendo. Esperó para verle los ojos y confirmar que estaba imaginando bien y que Anastasia estaba allí descansando de la lavada del día.

Pero aunque los rasgos coincidían, en lo poco que alcanzó a ver de su cara, encontró una piel arrugada y enjuta, una nariz a la que parecía faltarle un pedazo y unos ojos –que según le oí siempre- estaban desorbitados, rojos y parecían brotar candela.

 

Ya no esperó más. Puso entre sus dientes el ala de un sombrerito que le había comprado el papá hacía mucho tiempo en Rionegro, tanto que estaba raído por el uso, aseguró con su brazo la mochila que llevaba terciada y en donde iban juntos el alimento y el vicio y pensó: “Paticas pa´que las tengo”,  mientras aceleraba en una carrera que solo vino a mermar un poco cuando llegó a la quebrada. Saltó en tres brincos las piedras que servían de puente y volvió a correr.

En ese trozo de sendero se empinaba la cuesta, pero uno a los ocho o nueve años no sufre de las rodillas, ni la taquicardia figura en el diccionario de un niño y menos en el campo. “Y menos en los años treinta” diría mi abuelo, si estuviera aquí acompañándome y tratándome de ayudar a ser escritor.

 

Cuando recorrió las catorce “vueltas” de ese camino culebreado y culebrero, que había entre la quebrada y la casa de Anastasia, se quedó sorprendido de verla allí en el lavadero que estaba en la punta de la casa, casi al borde del camino.

Alcanzó a pensar que con ese “carrerón” que pegó desde donde la había visto, no era posible que ella le hubiera ganado para llegar a darle los últimos aporreones y restregadas  a los calzoncillos casi heroicos de sus hijos varones.

A las mujeres no les lavaba las pantaletas porque en esos tiempos no se usaba alcahuetearlas con los oficios que eran solo de ellas.

Como los niños no tienen pelos en la lengua, le fue soltando un par de preguntas: “¿Doña Anastasia, usted porque estaba allá abajo en la curva del anaco, más allá de la quebrada..?  ¿Y porque tenía esos ojos tan feos..?

 

Y sin darle tiempo  para la contesta, le remató: “Y estaba muy fea, a mí me asustó mucho.”

La señora, que ya estaba viviendo más allá de los cincuenta y pico de años, volteó la espalda para colgar en un alambre viejo y lleno de añadiduras, el último par de calzoncillos y sin mirarlo le dijo: “Los niños no deben andar por ahí, metiéndose en lo que no les importa”: Y siguió sin volver la mirada, hacia la cocina que de paredes negras por el humo de  la candela leñosa, quedaba detrás de la casa, pegada del barranco.

Mi papá, niño todavía, se quedó pensando unos segundos, creyó entender que la vecina le había dado un buen consejo y siguió de largo por el sendero que lo llevaría a su casa. Ahora lo que no sabía era si contarle la historia vivida a su papá, a mi abuelo,  porque el solía no creerle mucho desde el día en que cogió a cauchera el nido alto de una comadreja  y al ver al animalito “arrecho”  mostrándole sus dientes en actitud de defensa, corrió a decirle que una llorona lo había atacado y lo había perseguido.

 

El papá fue hasta el sitio, mató a la comadreja de un tiro con la escopeta de fisto y quedó con la duda de cuanto de verdad y cuanto de mentira tendrían las historias de su hijo mayor.

Lo curioso e que yo también  tenía la misma duda, después de haberle oído esa y otras historias de otras lloronas en esta y en otras veredas y otros tiempos.

 

Siempre hice conjeturas cuando recordaba que según la leyenda, la llorona es el espíritu de una mujer que pena, pagando la culpa de haber matado a un hijo.

 Y quise saber si a ese retoño de Anastasia, que sería el “complete” de la decena y que no había vivido por su culpa, también le hubieran lavado los calzoncillos o sería obligada a lavar las pantaletas.

 

En la modernidad  debería  -si la leyenda fuera cierta- haber montones de lloronas, deambulando no en los caminos veredales sino en las calles de las “zonas rosas” de las ciudades nocturnales. Es que allí abundan las que  salvaron de semejante castigo, solo porque los tiempos cambiaron y eso que vivieron y contaron nuestros viejos ya no tiene validez.

Yo si lo creo, porque a mí me tocó verla en persona y muy de cerca, pero ese relato lo dejo para otra ocasión.

 Por ahora les adelanto que fue en una finca que tenía mi papá por los lados de San José de Arévalo y que yo estaba ya cerca de los veinte años.

 

Ese no será un cuento de niños.

 

AMOR DE CAFETALES...

 

Las últimas gotas de una llovizna madrugadora estaban cayendo sobre los techos de aquella hacienda que vivía del café y para el café. En el oriente, sobre los potreros de El Cielo, algunos arreboles -también madrugadores- empezaban a asomarse para abrirle paso al sol que ya venía de dar otra vuelta por el mundo.

El radio -un viejo Sharp con cargadera de cuero- en la cocina, dejaba oír las canciones mañaneras de la Alegría de mi Rancho, un programa popular que servía a campesinos y "pueblanos" para comunicarse entre si, para saber algunas noticias reencauchadas del día anterior y para escuchar toda esa colección de corridos y rancheras con las que se nutre el romanticismo del pueblo.

Era la época de la cosecha cafetera y en todas las fincas de la región había más gente que de costumbre. Al asomo de los primeros granos tiñendo de rojo el paisaje septembrino, iban apareciendo los "cogedores", algunos de la misma vereda, otros de alguna vecina y no faltaba el que venía aventurando desde otras zonas del país.

Esa mañana, ya estaban todos en la alberca que servía como bebedero a las mulas. Allí aprovechaban para hacer su aseo personal, mientras en la cocina, al compás de la música se iban asando esas arepas santandereanas que serían su desayuno. Una olla grande, llena de caldo de papa, humeante y contagioso, acompañaba sobre las ballestas de la fogonera a una olleta inmensa repleta de café negro, el tinto obligatorio que se sirve antes de las otras viandas.

 

Ana vivía allí en la hacienda. En una casa adyacente a la hacienda, mientras sus padres y hermanos servían como trabajadores.  Apenas estaba llegando a los quince años y sus ilusiones de mujercita estaban dando vueltas en su cabeza. Entre toda esa tropa de "cafeteros" vino uno que llamó su atención. No estaba en sus cuentas empezar a enamorarse todavía, pero si había oído decir que "el amor no tiene horario, ni fecha, ni calendario.”  Dejó pasar esa primera tarde, cuando en un saludo común y corriente, algo -que parecían mariposas en el estómago- (Ve, yo donde he oído esa frase)... le hizo pensar que la vida le iba a cambiar.

 

Y ya era la mañana. También se había levantado temprano, porque quería ver a la luz del nuevo día, el rostro y el cuerpo del muchacho que entre la penumbra, le pareció atractivo. Se llevó una sorpresa. No era uno más de quienes venían a recoger café. Era un hijo del dueño de aquellas tierras, criado siempre en el campo, pero que ahora estudiaba en la capital y tenía el encargo de hacerle mantenimiento a las máquinas que servirían para procesar la cosecha llegada.

Mientras disimulaba mirando hacia los cafetales cercanos y les tiraba un poco de maíz a las gallinas ponedoras, dejaba recorrer los pasos de su ojos por la silueta de quien le interesaba. No está mal, pensó, antes de regresar al corredor de su casa, que también servía de pesebrera.

Cuando ya la tropa de recolección cosechera enrumbaba hacia los sembrados, empezó a querer que algo distinto a la rutina pasara esa mañana.

Y pasó. Al rato, entretenida haciendo que hacía, sintió que alguien iba para la zona del beneficiadero. Salió rápido y se encontró de manos a boca con Rafael. Dejó que la saludara, con mucha educación y un piropo que -creyó muy lindo- le untó en su piel..."por aquí también los ángeles se aparecen en épocas de cosecha..?" . Era como una pregunta y una sentencia. Pero la dijo preguntando. Ella, sintió que sus mejillas se abrigaban, que en sus ojos se estaba encendiendo una llama deslumbrante, y altiva, le contestó: "Si lo dices por mí, si.... en cosecha y en tiempos de remansos también soy como un ángel".  Ahora quien se sintió fuera de lugar fue él. No imaginaba que una muchacha campesina, le respondiera así. Pero olvidó el momento y se presentó formalmente. La invitó a subir hasta la tolva, conversaron un buen rato mientras iba apretando algún tornillo de la descerezadora, aplicaba grasa en sus chumaceras y lavaba los restos de los últimos granos de la traviesa de mayo.

Bajando hacia la hacienda, se dejó ofrecer un tinto, del mismo que salía de esas matas que parecían navideñas por la mezcla de verde, rojo y el blanco de las últimas flores, antes de convertirse en granos.

Mientras lo saboreaba, unos boleros sonaban en el dial de algo que alguna vez había sido una grabadora. La Voz de Suramérica, una emisora en periodo de prueba, era la culpable de aquella música que tendió manteles a un romance que estaba por servirse. Y "La ley del monte" una ranchera fresquita en los aires, se convertía en el himno a los amores. No solo porque la letra algo decía, sino porque la niña llenó con sus nombres, las pencas de muchas matas de fique que bordeaban caminos y potreros.

Antes de la quinta canción, que ambos escuchaban creando entre sus mentes sendas ilusiones, antes, digo, ya sus miradas se encontraban mientras empezaron a saborear sus labios.

 

El trajín de la cosecha siguió por esos días, todo en los cafetales era bullicio, conversaciones, gritos y canciones, que entonadas por alguna chapolera, dejaban surcos de notas musicales en el viento que cruzaba desde el norte y se dormía entre anacos y bambúes, contra los linderos de la finca panelera.

Ahora, había que esperar el paso aletargado de todos los días de la semana, para que el sábado -muy de mañana- llegara de nuevo aquel estudiante que había cambiado la vida, los pensamientos y la rutina de una niña hermosa, de cabellos largos y que caminaba como las olas de una tarde tranquila en las playas de Marbella.

Los cafetales, plenos del sabor de las cerezas, se fueron dejando acariciar de las manos colectoras, cambiaron su color a un verde más tierno y empezaron a pensar en florecer de nuevo. La cosecha terminaba y en la radio ya no había boleros, porque los villancicos anunciaban la presencia de un nuevo diciembre.

Dos almas, también dejaban vivir sus pasiones y sus cuitas, en pedacitos de tardes sabatinas, mientras la brisa iba acariciando sus caras frente al corral de piedra que se llevó el olvido. Las razones por las que el olvido enredó el amor y se lo llevó entre las zarzas de la envidia, es mejor no recordarlas. Baste con saber que la ilusión duró mucho tiempo viva, entre los corazones de aquellos muchachos. Con el correr del tiempo se diluyó entre más desengaños y se sepultó en la misma tierra que la vio nacer. Ya no volvieron a sonar en el viejo radio los boleros y las rancheras del romance. Ni los villancicos. Rumbos diferentes, opuestos al deseo y a la realidad se volvieron coleccionistas de sus pasos.

 

Jesús Antonio Báez Anaya

 

Nacido en Rionegro, Santander el 12 de mayo de 1956.

Hijo de padre rionegrano y campesino, de madre maestra de primaria, estudié esa parte en el corregimiento de Misiguay, del mismo territorio municipal.

Bachiller  Mecánico Industrial del Instituto Técnico Superior Dámaso Zapata, regido por los Hermanos Cristianos en Bucaramanga.

Tres hijos de un primer matrimonio siguen mis pasos.

Por más de treinta años trabajé en publicidad exterior, teniendo mi propio taller de fabricación de vallas y señalización industrial. Ahora me dedico a la  fabricación de réplicas a escala de vehículos, trabajadas en madera y a partir de imágenes fotográficas.

Escribo algunas vivencias desde mi juventud, a veces en prosa y también en rima.

Residente  hace diez años en Medellín.