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TRINANDO

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DICIEMBRE DE 2015

NÚMERO

6

 

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Las Chivas. JesúsAntonio Báez Anaya (Colombia)

Réplicas de Madera

Sue Zurita


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Sue Zurita es el seudónimo de la escritora Susana Guadalupe Escalante Zurita. Nació en Villahermosa, Tabasco, México. Desde pequeña tuvo afición por la lectura y la escritura. A los 15 años escribió su primera novela corta.  Ha participado en concursos como Canto a mi planeta y, de poesía y oratoria en su ciudad natal.

 

Profesionista en Alimentos y bebidas, apasionada de la historia, y la arquitectura presentó en la FIL MTY 2014 su primera novela publicada El viaje de los colibríes, con la editorial independiente Canto del libro.

 

Volver

 

Cuando nací, la partera, que además era bruja, les dijo a mis padres que en mi otra vida yo había sido mariposa. Y es que en el jardín de la entrada principal cientos de mariposas se amontonaron a revolotear sobre los rosales ese día.

Mis padres tenían una hacienda llamada La Coqueta, un lugar con muchas hectáreas sembradas de naranjos. Y a algunos kilómetros de allí estaba “la laguna de las ilusiones”.

Crecí cazando roedores, atrapando luciérnagas, llena de picaduras de mosquitos, y escapándome con Javier, el hijo del capataz, que tenía mi misma edad, a la laguna.

Teníamos alrededor de ocho años cuando nos subíamos a un enorme árbol de mangos para arrancar de las ramas la fruta madura; una vez saciados del gozo de saborear ese néctar, nos despojábamos de nuestras ropas y desde ahí arriba nos aventábamos al agua fresca y dulce. Volvíamos a la hacienda con los pies cubiertos de lodo.

La madre de Javier solía regañarlo por sonsacarme, pero admito que en realidad era yo la que maquilaba las travesuras.

Conforme pasaban los años, Javier se volvía más atento y cariñoso, y yo más caprichosa. En mi cumpleaños número doce, también celebramos mi Primera Comunión. Javier me regaló una mariposa de madera que él mismo talló, pero torpemente la dejé caer al suelo tan pronto vi acercarse a mi padre con mi nuevo caballo. No recuerdo el rostro de Javier, tal vez decepcionado, porque ni siquiera tuve la decencia de voltear a verlo. Tampoco le agradecí; lo recuerdo ahora que repaso esa ocasión, mientras intento dormir en esta cama fría.

Ese mismo año mi padre se postuló para gobernador y nos mudamos a la capital.

     Me despedí de Javier con un beso en los labios, mi primer beso. Estábamos a la orilla de nuestra laguna de las ilusiones y le prometí que cada verano regresaría, pero no cumplí esa promesa. Tan pronto llegamos a la ciudad, eché al olvido a Javier y a todos mis recuerdos de aquellos años de inocencia.

Papá solía ir a la hacienda frecuentemente, pero mi madre y yo jamás lo acompañábamos. Julián, el padre de Javier, administraba muy bien los negocios de mi padre, así que cuando nombraron a mi padre gobernador, hasta él dejó de visitar La Coqueta.

Me casé por primera vez a los diecisiete años, con Ernesto García Buentello. Él tenía quince años más que yo. Era el heredero del periódico de la ciudad, “Un buen hombre”, decía mi papá. Pero aquel “buen hombre” todos los fines de semana llegaba borracho a casa; yo solía envolverme en las sábanas y fingir que dormía, o inventaba cualquier otra excusa. Ernesto me soltaba una bofetada para después forzarme a cumplir “mis obligaciones de esposa”.

La familia García Buentello ayudó mucho a mi padre durante su gubernatura, así que más me valía ser agradecida, decía mi madre.

—La ropa sucia se lava en casa.

En pocas palabras no quería saber detalles de los maltratos que me daba mi marido.

     Para mi buena fortuna el matrimonio duró poco; a los seis años de casados al desgraciado lo mató una prostituta. Ahí lo encontraron, desnudo, tirado en la cama del prostíbulo de Madame Gertrudis. Tres puñaladas bastaron.

Entonces Magdalena vino rogando mi perdón por haber matado a mi marido:

—Señito, usted ha sido buena con mi hermanita Teresa, perdóneme —sollozaba la muchacha.

Su hermana Teresa trabajaba de ayuda doméstica en mi casa, tenía solo nueve años. La había salvado de llevar la misma vida de su hermana al ofrecerle un lugar en mi casa.

Magdalena tenía veinte años a lo mucho, tenía enormes ojos negros y la piel canela, era muy bonita la chamaca. Esa vida no la eligió ella, fue la vida que así lo quiso.

La miré y me vi reflejada en su rostro, cubierto de mocos y lágrimas, también yo era una puta que se había vendido; aguantaba a un hombre que no me amaba y no me respetaba, sólo por el maldito dinero y los méndigos favores que mi padre le debía. Yo era una Magdalena más.

Entonces le limpié la cara, le puse otro vestido, la arreglé de modo que nadie la reconociera y le di suficiente dinero para que se fuera lejos y empezara una nueva vida.

—Cuando seas una mujer nueva y tengas algo que ofrecerle a Teresa puedes volver por ella, yo mientras la cuidaré como si fuera mi hija —le dije.

Antes de que partiera tan sólo le di las gracias.

 

Viuda, adinerada y joven. Ya mis padres no podrían volver a mandar sobre mí. Estaba dispuesta a desafiar a esa sociedad que solamente pretendía reprimirme y manejarme a su conveniencia; estaba en deuda con Magdalena, así que adopté a su hermana. La convertí en mi hija y nos fuimos a vivir a Francia.

 

Volver no se trata de regresar al punto del que partimos, porque aunque volviéramos ya nada sería igual. Las ciudades cambian, las personas cambian y querer recuperar el tiempo perdido es lo más absurdo que he escuchado. 

No podía recuperar mi inocencia perdida, pero aún así decidí volver hacia mi libertad, a ser esa niña de pies sucios y descalzos que corría en calzones y se sumergía de un salto en la laguna; a ser esa niña que vivía sin temores y que disfrutaba de la vida tal cual le daba la gana. Apenas tenía veintitrés años, pero ya no pensaba como una jovencita, ya era una mujer y estaba dispuesta a conocer, a probar y a vivir a mi manera.