NÚMERO 7  - MARZO DE 2016  - DIRECTOR: MARIO BERMÚDEZ - EDITORA COLOMBIA: PATRICIA LARA 

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SOMBRILLAS AL VUELO

Portada de Sebastián Romero Cuevas

 

CONFESIÓN CON UÑAS ROJAS

 

No quería estar sola. Se lo dije de buena gana. Se lo repetí en todas mis llamadas. Es que nunca antes fui tan insistente, él se lo buscó por abandonarme. La soledad es ese monstruo que nos obliga a escucharnos gritar detrás de los propios párpados. Y no, yo no estaba en condiciones de soportar algo así, por eso le llamé y le llamé hasta que por fin aceptó verme. ¿Qué le costaba, por última vez, hacerme compañía un fin de semana?

 

—¿Qué quieres? –dijo indiferente, como si no supiera.

 

—Quiero verte, tenemos que hablar –contesté serena.

 

Él tensó la voz pero accedió. Lo cité en mi departamento, nuestro departamento. Antes no le importaba mentir para que estuviéramos juntos ahí o en cualquier otra parte de la ciudad, del mundo. Organizaba viajes exprés a lugares aislados de la civilización: el bosque, las montañas, alguna playa; se desvivía por mí.

 

En mis mejores años, Emilio me enseñó que uno debe disfrutar de su propia compañía. Compró para mí un lujoso departamento en los suburbios y así proteger nuestra privacidad. Ahí yo pasaba mucho tiempo en solitario, pero era demasiado joven para atreverme a cuestionarlo o a quejarme. Él iba y venía y yo lo esperaba acompañada de literatura que él mismo escogía para mí. Con los años me volví exigente, tanto para los libros, como para pasar tiempo con él. También para gastar su dinero.

 

Es la soledad el premio de la monotonía, en mi caso. Con el tiempo dejé de ser una mujer a la que le molestara estar sola, al contrario: aprendí a disfrutar mis soliloquios, a relajarme en el hervor de una infusión y leer largo y tendido, como él me enseñó; incluso me agradaba invertir el tiempo pintándome las uñas para luego remover el barniz y reiniciar el ritual con un color distinto. Ahora es diferente, pronto aparece el llanto incontrolable entre parpadeos, se opaca la sonoridad del mundo real para dar paso a ese monstruo ruidoso en el que se convierte la soledad, que lo ajetrea todo y lo vuelve insoportable.

 

Esa noche me pinté las uñas de color azul, cambié de opinión y luego las pinté de rojo. Emilio llegó puntual como nunca. Tocó tres veces con el ritmo de quien tiene prisa. Yo ya lo esperaba tras la puerta pero no abrí de inmediato, esperé a que tocara de nuevo; la segunda vez lo hizo con más calma, bien sabe que me molesta que viva tan apresurado. En cuanto abrí, entró sin verme a la cara.

 

—Quiero que dejes de llamarme— gritó con la voz acelerada, caminando de un lado a otro sin mirarme —, quiero que olvides todo. ¡El departamento es tuyo, ¿qué más quieres?!

Se detuvo y esperó una respuesta. Enfurecí. ¿Cómo era capaz de decir algo así? ¿Cómo, después de lo que habíamos vivido? Contuve la respiración. Lo encaré con toda la dignidad posible pero él no pudo sostenerme la mirada.

 

Por años fui feliz, muy a su manera, a como él decía y con las migajas de su tiempo. Todo cambió cuando nos enteramos de mi embarazo. Él había intentado ser padre desde muy joven, pero su mujer, la de verdad, no pudo darle hijos nunca. Así, por accidente, me volví la favorita. Nunca deseé ser madre pero si eso significaba ser por siempre la favorita de Emilio, pagaría el precio. Fue un embarazo sin contratiempos. Lo difícil fue en el parto. Jamás escuché el llanto de mi bebé. Su cuerpo diminuto, sin vida, embonó perfectamente en mi abrazo gracias a una enfermera que se compadeció de mí. Después de nueves meses de sentir vida en mi interior, anhelaba al menos una despedida.

 

Al de salir del hospital, pasaron semanas sin que yo supiera algo de Emilio, hasta que con tres enfurecidos golpes a la puerta anunció su llegada. Lo descubrí por la mirilla más inquieto que de costumbre, nervioso. A ella no la vi pero fue quien entró primero. Me quedé petrificada en el umbral. Violenta, ruidosa, rompió la tranquilidad que ya de por sí me hacía tanto daño. Emilio no la detuvo. ¡No puedes preferir a una cualquiera!, gritó, y recorrió el departamento dejando desastre a su paso. ¡No puedes dejarme porque le tienes lástima a la madre de un bastardo muerto! Mi dolor emergió. Ella quiso atacarme y en mi defensa le clavé las uñas en las muñecas y las manos. Emilio me la arrebató a estirones. No tardaron en largarse, espantados, berreando la desgracia y maldiciéndome. Yo volví a la soledad, al llanto que hierve en la oscuridad dentro de los ojos. Desde entonces lo llamé sin parar hasta que por fin accedió a verme, la noche en que me pinté las uñas de rojo.

 

—Aurora, necesito que dejes de llamarme —volvió a hablar ahora más calmado, mirando al suelo—, ¿lo entiendes? No puedo, no quiero estar más contigo— sus ojos, libres de remordimiento, por fin se cruzaron con los míos.

 

¿Cómo podía exigir que dejara de buscarlo? ¿Cómo se atrevía a pensar en algo así? Si me pasé noches enteras llorando por ese bultito que dejó de respirar antes de salir de mis entrañas, tan suyo como mío; si por años soporté ser la segunda, la innombrable, la fugaz; si jamás conocí otro amor que no fuera el suyo.

 

Sentí la presión en mis mandíbulas, los molares en fricción y las lágrimas; las lágrimas bullentes que por fin lograron derramarse manifestando la soledad que me llenaba. Me abalancé sobre él, el impacto de mi cuerpo lo sorprendió y su cabeza golpeó el filo del librero. Caímos al suelo y un montón de libros sobre nosotros. Mis manos pronto alcanzaron su pelo, su cara. Quiso luchar contra mí, defenderse, pero el golpe lo adormeció. Entonces lo vi inconsciente: su rostro en calma, sus labios cerrados con toda paz. Me pareció injusto. No pude evitarlo: empecé a morderlo cual bestia hambrienta, le arranqué con los dientes el labio inferior, la punta de la nariz, el lóbulo derecho. No me detuve hasta ver su semblante perturbado y deforme, hasta sentir calor en mis manos, hasta que el barniz rojo de mis uñas se camufló entre la carne de su cuello y rostro. En ese momento mis ojos se enfriaron y sentí la soledad abandonar mi cuerpo. La tranquilidad y el silencio por fin volvieron a ser míos.

 

 

ABBY GARCÍA -México-

Trotamundos varado y rockstar de espejo, con síndrome de Peter Pan. Amante de la poesía, el cine y los zombis. Adicta al chocolate, a los libros y a los amores imposibles. Baila mientras cocina, canta mientras conduce y escribe mientras camina. No tiene televisión, tampoco coche. Sobrevive con hipermetropía y astigmatismo. Escribe cartas de amor que nunca envía, le da miedo el fin del mundo y odia bailar en bodas. Es fanática de la lucha libre y su primer gran amor fue Robocop. Cabeciroja norteña, nació en Nuevo Laredo y fue adoptada por Reynosa, ahora vive en Monterrey. Tiene un gato que a veces la hace feliz, pero ama sobre todas las cosas ser mamá y mal ejemplo de Iñaki.

 

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